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100 Clásicos de la Literatura

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575 Cuando Eurípilo, preclaro hijo de Evemón, vio que Ayante estaba tan abrumado por los copiosos tiros, se colocó a su lado, arrojó la reluciente lanza y se la clavó en el hígado, debajo del diafragma, a Apisaón Fausíada, pastor de hombres, dejándole sin vigor las rodillas. Corrió enseguida hacia él y se puso a quitarle la armadura. Pero advirtiólo el deiforme Alejandro, y disparando el arco contra Eurípilo logró herirlo en el muslo derecho: la caña de la saeta se rompió, quedó colgando y apesgaba el muslo del guerrero. Éste retrocedió al grupo de sus amigos, para evitar la muerte, y, dando grandes voces, decía a los dánaos:

587 —¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Deteneos, volved la cara al enemigo, y librad del día cruel a Ayante que está abrumado por los tiros y no creo que escape con vida del horrísono combate. Pero deteneos afrontando a los contrarios, y rodead al gran Ayante, hijo de Telamón.

592 Tales fueron las palabras de Eurípilo al sentirse herido, y ellos se colocaron junto a él con los escudos sobre los hombros y las picas levantadas. Ayante, apenas se juntó con sus compañeros, detúvose y volvió la cara a los troyanos.

596 Siguieron, pues, combatiendo con el ardor de encendido fuego; y, entre tanto, las yeguas de Neleo, cubiertas de sudor, sacaban del combate a Néstor y a Macaón, pastor de pueblos. Reconoció al último el divino Aquiles, el de los pies ligeros, que desde la popa de la ingente nave contemplaba la gran derrota y deplorable fuga, y enseguida llamó, desde la nave, a Patroclo, su compañero: oyólo éste, y, parecido a Ares, salió de la tienda. Tal fue el origen de su desgracia. El esforzado hijo de Menecio habló el primero, diciendo:

606 —¿Por qué me llamas, Aquiles? ¿Necesitas de mí?

607 Respondió Aquiles, el de los pies ligeros:

608 —¡Divino Menecíada, carísimo a mi corazón! Ahora espero que los aqueos vendrán a suplicarme y se postrarán a mis plantas, porque no es llevadera la necesidad en que se hallan. Pero ve Patroclo, caro a Zeus, y pregunta a Néstor quién es el herido que saca del combate. Por la espalda tiene gran semejanza con Macaón el Asclepíada, pero no le vi el rostro; pues las yeguas, deseosas de llegar cuanto antes, pasaron rápidamente por mi lado.

616 Así dijo. Patroclo obedeció al amado compañero y se fue corriendo a las tiendas y naves aqueas.

618 Cuando aquéllos hubieron llegado a la tienda del Nelida, descendieron del carro al almo suelo, y Eurimedonte, servidor del anciano, desunció los corceles. Néstor y Macaón dejaron secar el sudor que mojaba sus corazas, poniéndose al soplo del viento en la orilla del mar; y, penetrando luego en la tienda, se sentaron en sillas. Entonces les preparó una mixtura Hecamede, la de hermosa cabellera, hija del magnánimo Arsínoo, que el anciano se había llevado de Ténedos cuando Aquiles entró a saco en esta ciudad: los aqueos se la adjudicaron a Néstor, que a todos superaba en el consejo. Hecamede acercó una mesa magnífica, de pies de acero, pulimentada; y puso encima una fuente de bronce con cebolla, manjar propio para la bebida, miel reciente y sacra harina de flor, y una bella copa guarnecida de áureos clavos que el anciano se había llevado de su palacio y tenía cuatro asas —Dada una entre dos palomas de oro— y dos sustentáculos. A otro anciano le hubiese sido difícil mover esta copa cuando después de llenarla se ponía en la mesa, pero Néstor la levantaba sin esfuerzo. En ella la mujer, que parecía una diosa, les preparó la bebida: echó vino de Pramnio, raspó queso de cabra con un rayo de bronce, espolvoreó la mezcla con blanca harina y los invitó a beber así que tuvo compuesto el potaje. Ambos bebieron, y, apagada la abrasadora sed, se entregaron al deleite de la conversación cuando Patroclo, varón igual a un dios, apareció en la puerta. Violo el anciano; y, levantándose del vistoso asiento, le asió de la mano, le hizo entrar y le rogó que se sentara; pero Patroclo se excusó diciendo:

648 —No puedo sentarme, anciano alumno de Zeus; no lograrás convencerme. Respetable y temible es quien me envía a preguntar a qué guerrero trajiste herido; pero ya lo sé, pues estoy viendo a Macaón, pastor de hombres. Voy a llevar, como mensajero, la noticia a Aquiles. Bien sabes tú, anciano alumno de Zeus, lo violento que es aquel hombre y cuán pronto culparía hasta a un inocente.

655 Respondióle Néstor, caballero gerenio:

656 —¿Cómo es que Aquiles se compadece de los aqueos que han recibido heridas? ¡No sabe en qué aflicción está sumido el ejército! Los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos, yacen en las naves. Con arma arrojadiza fue herido el poderoso Tidida Diomedes; con la pica, Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; a Eurípilo flecháronle en el muslo, y acabo de sacar del combate a este otro, herido también por una saeta que un arco despidió. Pero Aquiles, a pesar de su valentía, ni se cura de los dánaos ni se apiada de ellos. ¿Aguarda acaso que las veleras naves sean devoradas por el fuego enemigo en la orilla del mar, sin que los argivos puedan impedirlo, y que unos en pos de otros sucumbamos todos? Ya el vigor de mis ágiles miembros no es el de antes. ¡Ojalá fuese tan joven y mis fuerzas tan robustas como cuando en la contienda levantada entre los eleos y nosotros por el robo de bueyes, maté a Itimoneo, al valiente Hiperóquida, que vivía en la Elide, y tomé represalias! Itimoneo defendía sus vacas, pero cayó en tierra entre los primeros, herido por el dardo que le arrojó mi mano, y los demás campesinos huyeron espantados. En aquel campo logramos un espléndido botín: cincuenta vacadas, otras tantas manadas de ovejas, otras tantas piaras de cerdos, otros tantos rebaños copiosos de cabras y ciento cincuenta yeguas bayas, muchas de ellas con sus potros. Aquella misma noche lo llevamos a Pilos, ciudad de Neleo, y éste se alegró en su corazón de que me correspondiera una gran parte, a pesar de ser yo tan joven cuando fui al combate. Al alborear, los heraldos pregonaron con voz sonora que se presentaran todos aquéllos a quienes se les debía algo en la divina Élide, y los caudillos pilios repartieron el botín. Con muchos de nosotros estaban en deuda los epeos, pues, como en Pilos éramos pocos, nos ofendían; y en años anteriores había venido el fornido Heracles, que nos maltrató y dio muerte a los principales ciudadanos. De los doce hijos del irreprensible Neleo, tan sólo yo quedé con vida; todos los demás perecieron. Engreídos los epeos, de broncíneas corazas, por tales hechos, nos insultaban y urdían contra nosotros inicuas acciones.—El anciano Neleo tomó entonces un rebaño de bueyes y otro grande de cabras, escogiendo trescientas de éstas con sus pastores, por la gran deuda que tenía que cobrar en la divina Élide: había enviado cuatro corceles, vencedores en anteriores juegos, uncidos a un carro, para aspirar al premio de la carrera, el cual consistía en un trípode; y Augías, rey de hombres, se quedó con ellos y despidió al auriga, que se fue triste por lo ocurrido. Airado por tales insultos y acciones, el anciano escogió muchas cosas y dio lo restante al pueblo, encargando que se distribuyera y que nadie se viese privado de su respectiva porción. Hecho el reparto, ofrecimos en la ciudad sacrificios a los dioses. — Tres días después se presentaron muchos epeos con carros tirados por solípedos caballos y toda la hueste reunida; y entre sus guerreros se hallaban ambos Molión, que entonces eran niños y no habían mostrado aún su impetuoso valor. Hay una ciudad llamada Trioesa, en la cima de un monte contiguo al Alfeo, en los confines de la arenosa Pilos: los epeos quisieron destruirla y la sitiaron. Mas así que hubieron atravesado la llanura, Atenea descendió presurosa del Olimpo, cual nocturna mensajera, para que tomáramos las armas, y no halló en Pilos un pueblo indolente, pues todos sentíamos vivos deseos de combatir. A mí Neleo no me dejaba vestir las armas y me escondió los caballos, no teniéndome por suficientemente instruido en las cosas de la guerra. Y con todo eso, sobresalí, siendo infante, entre los nuestros, que combatían en carros; pues fue Atenea la que dispuso de esta suerte el combate. Hay un río nombrado Minieo, que desemboca en el mar cerca de Arene: allí los caudillos de los pilios aguardamos que apareciera la divina Aurora, y en tanto afluyeron los infantes. Reunidos todos y vestida la armadura, marchamos, llegando al mediodía a la sagrada corriente del Alfeo. Hicimos hermosos sacrificios al prepotente Zeus, inmolamos un toro al Alfeo, otro a Poseidón y una gregal vaca a Atenea, la de ojos de lechuza; cenamos sin romper las filas, y dormimos, con la armadura puesta, a orillas del río. Los magnánimos epeos estrechaban el cerco de la ciudad, deseosos de destruirla; pero antes de lograrlo se les presentó una gran acción de Ares. Cuando el resplandeciente sol apareció en lo alto, trabamos la batalla, después de orar a Zeus y a Atenea. Y en la lucha de los pilios con los epeos, fui el primero que mató a un hombre, al belicoso Mulio, cuyos solípedos corceles me llevé. Era éste yerno de Augías, por estar casado con la rubia Agamede, la hija mayor, que conocía cuantas drogas produce la vasta tierra. Y, acercándome a él, le envasé la broncínea lanza, lo derribé en el polvo, salté a su carro y me coloqué entre los combatientes delanteros. Los magnánimos epeos huyeron en desorden, aterrorizados de ver en el suelo al hombre que mandaba a los que combatían en carros y tan fuerte era en la batalla. Lancéme a ellos cual obscuro torbellino; tomé cincuenta carros, venciendo con mi lanza y haciendo morder la tierra a los dos guerreros que en cada uno venían; y hubiera matado a entrambos Molión Actorión, si su padre, el poderoso Poseidón, que conmueve la tierra, no los hubiese salvado, envolviéndolos en espesa niebla y sacándolos del combate. Entonces Zeus concedió a los pilios una gran victoria. Perseguimos a los eleos por la espaciosa llanura, matando hombres y recogiendo magníficas armas, hasta que nuestros corceles nos llevaron a Buprasio, fértil en trigo, la roca Olenia y Alesio, al sitio llamado la colina, donde Atenea hizo que el ejército se volviera. Allí dejé tendido al último hombre que maté. Cuando desde Buprasio dirigieron los aqueos los rápidos corceles a Pilos, todos daban gracias a Zeus entre los dioses y a Néstor entre los hombres. Tal era yo entre los guerreros, si todo no ha sido un sueño. Pero del valor de Aquiles sólo se aprovechará él mismo, y creo que ha de ser grandísimo su llanto cuando el ejército perezca. ¡Oh amigo! Menecio lo hizo un encargo el día en que lo envió desde Ftía a Agamenón, estábamos dentro del palacio yo y el divino Ulises y oímos cuanto aquél te encargó. Nosotros, que entonces reclutábamos tropas en la fértil Acaya, habíamos llegado a la bien habitada casa de Peleo, donde encontramos al héroe Menecio, a ti y a Aquiles. Peleo, el anciano jinete, quemaba dentro del patio pingües muslos de buey en honor de Zeus, que se complace en lanzar rayos; y con una copa de oro vertía el negro vino en la ardiente llama del sacrificio, mientras vosotros preparabais carnes de buey. Nos detuvimos en el vestíbulo; Aquiles se levantó sorprendido, y cogiéndonos de la mano nos introdujo, nos hizo sentar y nos ofreció presentes de hospitalidad, como se acostumbra hacer con los forasteros. Satisficimos de bebida y de comida el apetito, y empecé a exhortaros para que os vinierais con nosotros; ambos lo anhelabais y vuestros padres os daban muchos consejos. El anciano Peleo recomendaba a su hijo Aquiles que descollara siempre y sobresaliera entre los demás, y a su vez Menecio, hijo de Áctor, lo aconsejaba así: «¡Hijo mío! Aquiles te aventaja por su abolengo, pero tú le superas en edad; aquél es mucho más fuerte, pero hazle prudentes advertencias, amonéstalo e instrúyelo y te obedecerá para su propio bien». Así lo aconsejaba el anciano, y tú lo olvidas. Pero aún podrías recordárselo al aguerrido Aquiles y quizás lograras persuadirlo. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoverías su corazón? Gran fuerza tiene la exhortación de un amigo. Y si se abstiene de combatir por algún vaticinio que su madre, enterada por Zeus, le ha revelado, que a lo menos te envíe a ti con los demás mirmidones, por si llegas a ser la aurora de salvación de los dánaos, y te permita llevar en el combate su magnífica armadura para que los troyanos te confundan con él y cesen de pelear, los belicosos aqueos que tan abatidos están se reanimen, y la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Vosotros, que no os halláis extenuados de fatiga, rechazaríais fácilmente de las naves y tiendas hacia la ciudad a esos hombres que de pelear están cansados.

 

804 Así dijo, y conmovióle el corazón dentro del pecho. Patroclo fuese corriendo por entre las naves para volver a la tienda de Aquiles Eácida. Mas cuando, corriendo, llegó a los bajeles del divino Ulises —allí se celebraba el ágora y se administraba justicia ante los altares erigidos a los dioses— regresaba del combate, cojeando, Eurípilo Evemónida, del linaje de Zeus, que había recibido un flechazo en el muslo: abundante sudor corría por su cabeza y sus hombros, y la negra sangre brotaba de la grave herida, pero su inteligencia permanecía firme. Violo el esforzado hijo de Menecio, se compadeció de él y, suspirando, dijo estas aladas palabras:

816 —¡Ah infelices caudillos y príncipes de los dánaos! ¡Así debíais en Troya, lejos de los amigos y de la patria tierra, saciar con vuestra blanca grasa a los ágiles perros! Pero dime, héroe Eurípilo, alumno de Zeus: ¿Podrán los aqueos sostener el ataque del ingente Héctor, o perecerán vencidos por su lanza?

822 Respondióle Eurípilo herido:

823 —¡Patroclo, del linaje de Zeus! Ya no habrá defensa para los aqueos que corren a refugiarse en las negras naves. Cuantos fueron hasta aquí los más valientes yacen en sus bajeles, heridos unos de cerca y otros de lejos por mano de los troyanos, cuya fuerza va en aumento. Pero sálvame llevándome a la negra nave, arráncame la flecha del muslo, lava con agua tibia la negra sangre que fluye de la herida y ponme en ella drogas calmantes y salutíferas que, según dicen, te dio a conocer Aquiles, instruido por Quirón, el más justo de los centauros. Pues de los dos médicos, Podalirio y Macaón, el uno creo que está herido en su tienda, y a su vez necesita de un buen médico, y el otro sostiene vivo combate en la llanura troyana.

837 Contestó el esforzado hijo de Menecio:

838 —¿Cómo acabará esto? ¿Qué haremos, héroe Eurípilo? Iba a decir al aguerrido Aquiles lo que Néstor gerenio, protector de los aqueos, me encargó; pero no te dejaré así, abrumado por el dolor.

842 Dijo; y, cogiendo al pastor de hombres por el pecho, llevólo a la tienda. El escudero, al verlos venir, extendió en el suelo pieles de buey. Patroclo recostó en ellas a Eurípilo y sacó del muslo, con la daga, la aguda y acerba flecha; y, después de lavar con agua tibia la negra sangre, espolvoreó la herida con una raíz amarga y calmante que previamente había desmenuzado con la mano. La raíz le calmó todos los dolores, secóse la herida y la sangre dejó de correr.

Canto XII

Combate en la muralla

Los troyanos asaltan con éxito la muralla y el foso del campamento aqueo. Héctor, con una gran piedra, derriba la puerta de entrada al campamento y abre una vía de acceso a sus tropas.

1 En tanto que el fuerte hijo de Menecio curaba, dentro de la tienda, a Eurípilo herido, acometíanse confusamente argivos y troyanos. Ya no había de contener a éstos ni el foso ni el ancho muro que al borde del mismo construyeron los dánaos, sin ofrecer a los dioses hecatombes perfectas, para que los defendiera a ellos y las veleras naves y el mucho botín que dentro se guardaba. Levantado el muro contra la voluntad de los inmortales dioses, no debía subsistir largo tiempo. Mientras vivió Héctor, estuvo Aquiles irritado y la ciudad del rey Príamo no fue expugnada, la gran muralla de los aqueos se mantuvo firme. Pero, cuando hubieron muerto los más valientes troyanos, de los argivos unos perecieron y otros se salvaron, la ciudad de Príamo fue destruida en el décimo año, y los argivos se embarcaron para regresar a su patria; Poseidón y Apolo decidieron arruinar el muro con la fuerza de los ríos que corren de los montes ideos al mar: el Reso, el Heptáporo, el Careso, el Rodio, el Gránico, el Esepo, el divino Escamandro y el Simoente, en cuya ribera cayeron al polvo muchos cascos, escudos de boyuno cuero y la generación de los hombres semidioses.— Febo Apolo desvió el curso de todos estos ríos y dirigió sus corrientes a la muralla por espacio de nueve días, y Zeus no cesó de llover para que más presto se sumergiese en el mar. Iba al frente de aquéllos el mismo Poseidón, que bate la tierra, con el tridente en la mano, y tiró a las olas todos los cimientos de troncos y piedras que con tanta fatiga echaron los aqueos, arrasó la orilla del Helesponto, de rápida corriente, enarenó la gran playa en que estuvo el destruido muro y volvió los ríos a los cauces por donde discurrían sus cristalinas aguas.

34 De tal modo Poseidón y Apolo debían proceder más tarde. Entonces ardía el clamoroso combate al pie del bien labrado muro, y las vigas de las torres resonaban al chocar de los dardos. Los argivos, vencidos por el azote de Zeus, encerrábanse en el cerco de las cóncavas naves por miedo a Héctor, cuya valentía les causaba la derrota, y éste seguía peleando y parecía un torbellino. Como un jabalí o un león se revuelve, orgulloso de su fuerza, entre perros y cazadores que agrupados le tiran muchos venablos —la fiera no siente en su ánimo audaz ni temor ni espanto, y su propio valor la mata— y va de un lado a otro, probando las hileras de los hombres, y se apartan aquéllos hacia los que se dirige, de igual modo agitábase Héctor entre la turba y exhortaba a sus compañeros a pasar el foso. Los corceles, de pies ligeros, no se atrevían a hacerlo, y parados en el borde relinchaban, porque el ancho foso les daba horror. No era fácil, en efecto, salvarlo ni atravesarlo, pues tenía escarpados precipicios a uno y otro lado, y en su parte alta grandes y puntiagudas estacas, que los aqueos clavaron espesas para defenderse de los enemigos. Un caballo tirando de un carro de hermosas ruedas difícilmente hubiera entrado en el foso, y los peones meditaban si podrían realizarlo. Entonces llegóse Polidamante al audaz Héctor, y dijo:

61 —¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus auxiliares! Dirigimos imprudentemente los veloces caballos al foso, y éste es muy difícil de pasar, porque está erizado de agudas estacas y a lo largo de él se levanta el muro de los aqueos. Allí no podríamos apearnos del carro ni combatir, pues se trata de un sitio estrecho donde temo que pronto seríamos heridos. Si Zeus altitonante, meditando males contra los aqueos, quiere destruirlos completamente para favorecer a los troyanos, deseo que lo realice cuanto antes y que aquéllos perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Pero si los aqueos se volviesen, y viniendo de las naves nos obligaran a repasar el profundo foso, me figuro que ni un mensajero podría retornar a la ciudad huyendo de los aqueos que nuevamente entraran en combate. Ea, procedamos todos como voy a decir. Los escuderos tengan los caballos en la orilla del foso y nosotros sigamos a Héctor a pie, con armas y todos reunidos; pues los aqueos no resistirán el ataque si sobre ellos pende la ruina.

80 Así dijo Polidamante, y su prudente consejo plugo a Héctor, el cual, enseguida y sin dejar las armas, saltó del carro a tierra. Los demás troyanos tampoco permanecieron en sus carros; pues así que vieron que el divino Héctor lo dejaba, apeáronse todos, mandaron a los aurigas que pusieran los caballos en línea junto al foso, y, habiéndose ordenado en cinco grupos, emprendieron la marcha con los respectivos jefes.

88 Iban con Héctor y Polidamante los más y mejores, que anhelaban romper el muro y pelear cerca de las cóncavas naves; su tercer jefe era Cebríones, porque Héctor había dejado a otro auriga inferior para cuidar del carro. De otro grupo eran caudillos Paris, Alcátoo y Agenor. El tercero lo mandaban Héleno y el deiforme Deífobo, hijos de Príamo, y el héroe Asio Hirtácida, que había venido de Arisbe, de las orillas del río Seleente, en un carro tirado por altos y fogosos corceles. El cuarto lo regía Eneas, valiente hijo de Anquises, y con él Arquéloco y Acamante, hijos de Anténor, diestros en toda suerte de combates. Por último, Sarpedón se puso al frente de los ilustres aliados, eligiendo por compañeros a Glauco y al belicoso Asteropeo, a quienes tenía por los más valientes después de sí mismo, pues él descollaba entre todos. Tan pronto como hubieron embrazado los fuertes escudos y cerrado las filas, marcharon animosos contra los dánaos; y esperaban que éstos, en vez de oponerles resistencia, se refugiarían en las negras naves.

108 Todos los troyanos y sus auxiliares venidos de lejas tierras siguieron el consejo del eximio Polidamante, menos Asio Hirtácida, príncipe de hombres, que, negándose a dejar el carro y al auriga, se acercó con ellos a las veleras naves. ¡Insensato! No había de librarse de las funestas parcas, ni volver, ufano de sus corceles y de su carro, de las naves a la ventosa Ilio; porque su hado infausto lo hizo morir atravesado por la lanza del ilustre Idomeneo Deucálida. Fuese, pues, hacia la izquierda de las naves, al sitio por donde los aqueos solían volver de la llanura con los caballos y carros; hacia aquel lugar dirigió los corceles, y no halló las puertas cerradas y aseguradas con el gran cerrojo, porque unos hombres las tenían abiertas, con el fin de salvar a los compañeros que, huyendo del combate, llegaran a las naves. A aquel paraje enderezó los caballos, y los demás lo siguieron dando agudos gritos, porque esperaban que los aqueos, en vez de oponer resistencia, se refugiarían en las negras naves. ¡Insensatos! En las puertas encontraron a dos valentísimos guerreros, hijos gallardos de los belicosos lapitas: el esforzado Polipetes, hijo de Pirítoo, y Leonteo, igual a Ares, funesto a los mortales. Ambos estaban delante de las altas puertas, como en el monte unas encinas de elevada copa, fijas al suelo por raíces gruesas y extensas, desafían constantemente el viento y la lluvia; de igual manera aquéllos, confiando en sus manos y en su valor, aguardaron la llegada del gran Asio y no huyeron. Los troyanos se encaminaron con gran alboroto al bien construido muro, levantando los escudos de secas pieles de buey, mandados por el rey Asio, Yámeno, Orestes, Adamante Asíada, Toón y Enómao. Polipetes y Leonteo hallábanse dentro e instigaban a los aqueos, de hermosas grebas, a pelear por las naves; mas, así que vieron a los troyanos atacando la muralla y a los dánaos en clamorosa fuga, salieron presurosos a combatir delante de las puertas, semejantes a montaraces jabalíes que en el monte son terrero de la acometida de hombres y canes, y en curva carrera tronchan y arrancan de raíz las plantas de la selva, dejando oír el crujido de sus dientes, hasta que los hombres, tirándoles venablos, les quitan la vida; de parecido modo resonaba el luciente bronce en el pecho de los héroes a los golpes que recibían, pues peleaban con gran denuedo, confiando en los guerreros de encima de la muralla y en su propio valor. Desde las torres bien construidas los aqueos tiraban para defenderse a sí mismos, las tiendas y las naves de ligero andar. Como caen al suelo los copos de nieve que impetuoso viento, agitando las pardas nubes, derrama en abundancia sobre la fértil tierra, así llovían los dardos que arrojaban aqueos y troyanos, y los cascos y abollonados escudos sonaban secamente al chocar con ellos las ingentes piedras. Entonces Asio Hirtácida, dando un gemido y golpeándose el muslo, exclamó indignado:

 

164 —¡Padre Zeus! Muy falaz te has vuelto, pues yo no esperaba que los héroes aqueos opusieran resistencia a nuestro valor e invictas manos. Como las abejas o las flexibles avispas que han anidado en fragoso camino y no abandonan su hueca morada al acercarse los cazadores, sino que luchan por los hijuelos, así aquéllos, con ser dos solamente, no quieren retirarse de las puertas mientras no perezcan, o la libertad no pierdan.

173 Así dijo; pero sus palabras no cambiaron la mente de Zeus, que deseaba conceder tal gloria a Héctor.

175 Otros peleaban delante de otras puertas, y me sería difícil, no siendo un dios, contarlo todo. Por doquiera ardía el combate al pie del lapídeo muro; los argivos, aunque llenos de angustia, veíanse obligados a defender las naves; y estaban apesarados todos los dioses que en la guerra protegían a los dánaos. Entonces fue cuando los lapitas empezaron el combate y la refriega.

182 El fuerte Polipetes, hijo de Pintoo, hirió a Dámaso con la lanza por el casco de broncíneas carrilleras: el casco de bronce no detuvo a aquélla cuya punta, de bronce también, rompió el hueso; conmovióse el cerebro y el guerrero sucumbió mientras combatía con denuedo. Aquél mató luego a Pilón y a órmeno. Leonteo, hijo de Antímaco y vástago de Ares, arrojó un dardo a Hipómaco y se lo clavó junto al ceñidor; luego desenvainó la aguda espada, y, acometiendo por en medio de la muchedumbre a Antífates, lo hirió y lo tiró de espaldas; y después derribó sucesivamente a Menón, Yámeno y Orestes, que fueron cayendo al almo suelo.

195 Mientras ambos héroes quitaban a los muertos las lucientes armas, adelantaron la marcha con Polidamante y Héctor los más y más valientes de los jóvenes, que sentían un vivo deseo de romper el muro y pegar fuego a las naves. Pero detuviéronse indecisos en la orilla del foso, cuando ya se disponían a atravesarlo, por haber aparecido encima de ellos, y dejando el pueblo, a la izquierda, un ave agorera: un águila de alto vuelo, llevando en las garras un enorme dragón sangriento, vivo, que se estremecía y no se había olvidado de la lucha, pues encorvándose hacia atrás hirióla en el pecho, cerca del cuello. El águila, penetrada de dolor, dejó caer el dragón en medio de la turba; y, chillando, voló con la rapidez del viento. Los troyanos estremeciéronse al ver en medio de ellos la manchada sierpe, prodigio de Zeus, que lleva la égida. Entonces acercóse Polidamante al audaz Héctor, y le dijo:

211 —¡Héctor! Siempre me increpas en las juntas, aunque lo que proponga sea bueno; mas no es decoroso que un ciudadano hable en las reuniones o en la guerra contra lo debido, sólo para acrecentar tu poder. También ahora he de manifestar lo que considero conveniente. No vayamos a combatir con los dánaos cerca de las naves. Creo que nos ocurrirá lo que diré, si vino realmente para los troyanos, cuando deseaban atravesar el foso, esta ave agorera: un águila de alto vuelo, que dejaba el pueblo a la izquierda y llevaba en las garras un enorme dragón sangriento y vivo, y lo hubo de soltar presto antes de llegar al nido y darlo a sus polluelos. De semejante modo, si con gran ímpetu rompemos ahora las puertas y el muro, y los aqueos retroceden, luego no nos será posible volver de las naves en buen orden por el mismo camino; y dejaremos a muchos troyanos tendidos en el suelo, a los cuales los aqueos, combatiendo en defensa de sus naves, habrán muerto con las broncíneas armas. Así lo interpretaría un augur que, por ser muy entendido en prodigios, mereciera la confianza del pueblo.

230 Encarándole la torva vista, respondió Héctor, el de tremolante casco:

231 —¡Polidamante! No me place lo que propones y podías haber pensado algo mejor. Si realmente hablas con seriedad, los mismos dioses te han hecho perder el juicio; pues me aconsejas que, olvidando las promesas que Zeus tonante me hizo y ratificó luego, obedezca a las aves aliabiertas, de las cuales no me cuido ni en ellas paro mientes, sea que vayan hacia la derecha por donde aparecen la aurora y el sol, sea que se dirijan a la izquierda, al tenebroso ocaso. Confiemos en las promesas del gran Zeus, que reina sobre todos, mortales e inmortales. El mejor agüero es éste: combatir por la patria. ¿Por qué te dan miedo el combate y la pelea? Aunque los demás fuéramos muertos en las naves argivas, no debieras temer por tu vida; pues ni tu corazón es belicoso, ni te permite aguardar a los enemigos. Y si dejas de luchar, o con tus palabras logras que otro se abstenga, pronto perderás la vida, herido por mi lanza.

251 Así, habiendo hablado, echó a andar. Siguiéronlo todos con fuerte gritería, y Zeus, que se complace en lanzar rayos, enviando desde los montes ideos un viento borrascoso, levantó gran polvareda en las naves, abatió el ánimo de los aqueos, y dio gloria a los troyanos y a Héctor, que, fiados en las prodigiosas señales del dios y en su propio valor, intentaban romper la gran muralla aquea. Arrancaban las almenas de las torres, demolían los parapetos y derribaban los zócalos salientes que los aqueos habían hecho estribar en el suelo para que sostuvieran las torres. También tiraban de éstas, con la esperanza de romper el muro de los aqueos. Mas los dánaos no les dejaban libre el camino, y, protegiendo los parapetos con boyunas pieles, herían desde allí a los enemigos que al pie de la muralla se encontraban.

265 Los dos Ayantes recorrían las torres, animando a los aqueos y excitando su valor; a todas partes iban, y a uno le hablaban con suaves palabras y a otro le reñían con duras frases porque flojeaba en el combate:

269 —¡Oh amigos, ya entre los argivos seáis los preeminentes, los mediocres o los peores, pues no todos los hombres son iguales en la guerra! Ahora el trabajo es común a todos y vosotros mismos lo conocéis. Nadie se vuelva atrás, hacia los bajeles, por oír las amenazas de un troyano; id adelante y animaos mutuamente, por si Zeus olímpico, fulminador, nos permite rechazar el ataque y perseguir a los enemigos hasta la ciudad.

277 Dando tales voces animaban a los aqueos para que combatieran. Cuan espesos caen los copos de nieve cuando en un día de invierno Zeus decide nevar, mostrando sus armas a los hombres, y, adormeciendo los vientos, nieva incesantemente hasta que cubre las cimas y los riscos de los montes más altos, las praderas cubiertas de loto y los fértiles campos cultivados por el hombre, y la nieve se extiende por los puertos y playas del espumoso mar, y únicamente la detienen las olas, pues todo lo restante queda cubierto cuando arrecia la nevada de Zeus, así, tan espesas, volaban las piedras por ambos lados, las unas hacia los troyanos y las otras de éstos a los aqueos, y el estrépito se elevaba sobre todo el muro.