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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Cielo santo! —exclamé débilmente—. ¿Qué es eso?

—¿Y qué es eso? —dijo Good, señalando al grupo blanco sentado a la mesa.

—¿Y qué demonios es eso? —dijo sir Henry, señalando a la parda criatura que estaba sentada a la mesa.

—¡Ji, ji, ji! —rio Gagool—. La maldición cae sobre los que penetran en la cámara de los muertos. ¡Ji, ji, ji, ja, ja!

—Vamos, Incubu, el valiente en la batalla, entra a ver al que mataste. Y aquel ser vetusto le cogió la chaqueta con sus dedos flacos y le condujo hacia la mesa. Los demás los seguimos.

A los pocos momentos Gagool se detuvo y señaló el objeto pardo que estaba sentado a la mesa. Sir Henry lo miró y retrocedió con una exclamación. Y no es de extrañar, ya que, completamente desnudo, con la cabeza que el hacha de sir Henry le había separado del cuerpo reposando sobre sus rodillas, estaba sentado a la mesa el cadáver de Twala, último rey de los kukuanas. En efecto, con la cabeza colocada sobre las rodillas estaba sentado en toda su fealdad, con las vértebras sobresaliendo una pulgada de la carne hundida del cuello, exactamente igual que una réplica negra de Hamilton Tighe. Por la superficie del cadáver se había extendido una delgada película vidriosa, que contribuía a darle un aspecto aún más aterrador. Durante unos momentos no fuimos capaces de explicarnos aquel hecho, hasta que finalmente observamos que del techo de la cámara caía agua ininterrumpidamente sobre el cuello del cadáver, desde donde se extendía por toda la superficie hasta salir por un pequeño orificio que había en la mesa. Entonces comprendí lo que ocurría: el cuerpo de Twala se estaba convirtiendo en una estalactita.

Confirmamos esta opinión al mirar las formas blancas que estaban sentadas en el banco de piedra que rodeaba la mesa. Eran formas humanas, o más bien lo habían sido; ahora eran estalactitas. Éste es el modo que tiene el pueblo kukuana de preservar a sus reyes muertos desde tiempo inmemorial. Los petrifica. No llegué a descubrir en qué consistía la técnica exactamente, si es que existía tal técnica, aparte de mantenerlos durante un largo período bajo las gotas de agua. Pero allí estaban, congelados y preservados para toda la eternidad con aquel fluido silíceo.

Es imposible imaginar algo más terrorífico que aquel espectáculo de reyes difuntos (había veintisiete en total; el padre de Ignosi era el último), con sus sudarios de espato como hielo a través de los que podían vislumbrarse los rasgos, sentados en torno a aquel inhóspito tablero, con la Muerte en persona como invitada. El que la práctica de esta técnica para preservar a sus reyes debe ser muy antigua, resulta evidente por su número, ya que, calculando en quince años la media de duración de un reinado, y suponiendo que se encontraran allí todos los reyes —cosa improbable, ya que algunos debieron morir en el campo de batalla, lejos de su tierra—, la fecha del comienzo de esta práctica quedaría situada en cuatro siglos y cuarto atrás.

Pero la Muerte colosal, que se sienta a la cabecera de la mesa, es mucho más vieja y, si no me equivoco, debe su origen al mismo artista que concibió los tres colosos. Está tallada en una sola estalactita y, considerada como obra de arte, está admirablemente pensada y ejecutada. Good, que entendía de anatomía, aseguró que, a su juicio, el diseño del esqueleto era perfecto hasta en los huesos más pequeños.

En mi opinión, ese objeto es una extravagancia de la fantasía de un escultor de la antigüedad, y su presencia ha sugerido al pueblo kukuana la idea de colocar a sus reyes difuntos bajo su espantosa presidencia. O quizá alguien la colocó allí para asustar a los merodeadores que tuvieran deseos de entrar en la cámara del tesoro, que está situada detrás. No lo sé. Todo lo que puedo hacer es describirla tal y como es, para que el lector saque sus propias conclusiones.

¡En cualquier caso, así es la Muerte Blanca y así son los Muertos Blancos!

17. La cámara del tesoro del rey Salomón

Mientras nos concentrábamos en la tarea de librarnos del pánico que nos invadía y en examinar las horrendas maravillas de aquel lugar, Gagool se entregaba a otras ocupaciones. De una u otra forma —porque podía ser increíblemente ágil cuando quería—, se había encaramado a la mesa y se había acercado adonde estaba nuestro difunto amigo Twala, bajo el incesante goteo de agua, para ver, según sugirió Good, cómo se «adobaba», o por alguna otra oscura razón. Al poco regresó, renqueante, deteniéndose a veces para dirigir una observación (cuyo significado no comprendí) a alguno de los cadáveres amortajados, con la misma actitud con que podría saludarse a un viejo conocido. Tras celebrar aquella ceremonia misteriosa y terrible, se acurrucó en la mesa, justo debajo de la Muerte Blanca, y empezó a ofrecerle sus plegarias. El espectáculo de aquella criatura maligna elevando súplicas, sin duda malvadas, a la archienemiga de la humanidad, era tan pavoroso que nos indujo a dar por terminado nuestro examen.

—Y ahora, Gagool —dije en voz baja, porque por alguna razón uno no se atrevía a hablar más que en susurros en aquel lugar—, llévanos a la cámara.

La vieja bruja bajó inmediatamente de la mesa.

—¿No tienen miedo mis señores? —preguntó mirándome de reojo.

—Guíanos.

—Está bien, mis señores —dijo, y llegó cojeando hasta la espalda de la gran Muerte—. Ésta es la cámara. Enciendan mis señores la lámpara y entren. Colocó la calabaza de aceite en el suelo y se apoyó sobre la pared de la cueva. Saqué una cerilla, pues aún nos quedaban algunas, y encendí la mecha. A continuación busqué la entrada, pero ante nosotros no había más que la sólida roca. Gagool hizo una mueca y dijo:

—Ése es el camino, mis señores. ¡Ja, ja, ja!

—No bromees con nosotros —respondí cortante.

—No estoy bromeando, mis señores. ¡Mirad! —dijo, señalando la roca.

Al alzar la lámpara observamos que una mole de piedra se elevaba lentamente desde el suelo y desaparecía entre las rocas del techo, donde sin duda había una cavidad para recibirla. La piedra tenía la anchura de una puerta de buen tamaño, de unos diez pies de altura y no menos de cinco pies de espesor. Debía pesar al menos veinte o treinta toneladas y, evidentemente, se movía mediante una sencilla aplicación de la ley de la balanza, probablemente la misma con que se abre y se cierra una ventana moderna corriente. Por supuesto, ninguno de nosotros llegó a ver cómo se ponía en funcionamiento el mecanismo. Gagool tuvo buen cuidado de evitarlo; pero no me cabe duda de que se trataba de una palanca muy sencilla, que se movía desde un lugar secreto, añadiendo con ello un peso adicional a los contrapesos ocultos, con lo que la mole de piedra se elevaba desde el suelo.

La enorme piedra se alzó muy lenta y suavemente, hasta desaparecer por completo, y ante nosotros se abrió un oscuro agujero en el espacio que antes estaba cubierto por la puerta.

Al ver por fin abierto el camino a la cámara del tesoro de Salomón, fue tan grande nuestra excitación que me puse a temblar de pies a cabeza. Resultaría un engaño, después de todo, ¿o tendría razón el viejo Da Silvestra? ¿Encontraríamos en aquel oscuro lugar arcones llenos de tesoros que nos convertirían en los hombres más ricos del mundo? Íbamos a saberlo al cabo de uno o dos minutos.

—Entrad, hombres blancos de las estrellas —dijo Gagool adentrándose en la estancia—; pero escuchad primero a vuestra sierva, la vieja Gagool. Las piedras brillantes que vais a ver fueron extraídas del foso junto al que se alzan los Silenciosos, y alguien las guardó aquí; yo no sé quién. Pero solamente se ha entrado aquí una vez desde que los que guardaron las piedras abandonaron precipitadamente el lugar, dejándolas tras ellos. Los rumores de la existencia del tesoro han corrido entre las gentes que han vivido en este país generación tras generación, pero nadie sabía dónde estaba la cámara ni conocía el secreto de la puerta. Pero ocurrió que un hombre blanco llegó a este país; quizá él también venía de las estrellas. Fue bien recibido por el rey de aquella época, aquel que está sentado allí —y señaló al quinto rey de la mesa de los muertos—. Y vino a suceder que él y una mujer del país que con él estaba llegaron a este lugar, y por casualidad la mujer descubrió el secreto de la puerta. Puede buscarse durante miles de años sin encontrarla. Entonces el hombre blanco entró con la mujer y encontró las piedras y llenó con ellas la piel de una cabra pequeña que llevaba la mujer para guardar la comida. Y al salir de la cámara cogió una piedra más, muy grande, y la sostuvo en la mano.

Al llegar aquí hizo una pausa.

—Y bien, ¿qué le ocurrió a Da Silvestra? —pregunté con tanto interés que apenas podía respirar.

La vieja bruja se sobresaltó al oír aquel nombre.

—¿Cómo sabes tú el nombre del hombre muerto? —preguntó secamente, y a continuación, sin esperar respuesta, prosiguió—: Nadie sabe lo que ocurrió; pero, al parecer, el hombre blanco se asustó, porque tiró el pellejo de cabra que contenía las piedras y huyó con la piedra grande en la mano. El rey se la quitó, y ésa es la piedra que tú, Macumazahn, cogiste de la frente de Twala.

—¿No ha entrado nadie aquí desde entonces? —pregunté, asomándome de nuevo al oscuro pasadizo.

—Nadie, mis señores. Sólo se ha conservado el secreto de la puerta, y cada rey la ha abierto cuando ha llegado su hora. Pero no ha entrado. Hay un refrán que dice que el que entre morirá en el plazo de una luna, al igual que murió el hombre blanco en la cueva de la montaña, donde tú lo encontraste, Macumazahn. ¡Ja, ja! Mis palabras son ciertas.

Nuestras miradas se encontraron, y yo me mareé y sentí frío. ¿Cómo podía saber aquella vieja bruja todas esas cosas?

 

—Entrad, mis señores. Si es que digo la verdad, el pellejo de cabra con las piedras estará en el suelo; y si es cierto que la muerte aguarda al que entre aquí, lo sabréis más adelante. ¡Ja, ja, ja!

Entró cojeando en el pasadizo, llevando la lámpara; y he de confesar que una vez más dudé en seguirla.

—¡Maldita sea! —exclamó Good—. Vamos allá. No va asustarme esa vieja bruja.

Seguido de Foulata, a quien evidentemente no le gustaba aquel asunto, ya que temblaba de miedo, se internó en el pasadizo, detrás de Gagool, ejemplo que seguimos rápidamente.

Gagool se detuvo tras avanzar unas cuantas yardas por el pasadizo, en el estrecho sendero excavado en la roca viva, y allí nos esperó.

—Ved, mis señores —dijo sujetando la lámpara delante de ella—; los que escondieron el tesoro huyeron apresuradamente y pensaron en la forma de protegerlo contra cualquiera que descubriese el secreto de la puerta, pero no tuvieron tiempo —concluyó. Y señaló unos grandes bloques cuadrados de piedra que estaban colocados en el pasadizo hasta una altura de dos courses (unos dos pies y tres pulgadas), con la intención de bloquearlo. A los lados del pasadizo se veían bloques de piedra similares dispuestos para su inmediata utilización, y lo más curioso de todo era un montón de argamasa y dos paletas que, en la medida en que nos dio tiempo a examinarlos, eran de forma y hechura similares a las que usan los obreros de hoy en día.

Foulata, que se encontraba todo el tiempo en un estado de gran agitación, dijo que se sentía débil y que no podía seguir caminando, por lo que nos esperaría allí. La acomodamos sobre el muro inacabado, colocamos a su lado la cesta de provisiones y la dejamos para que se recobrase.

Seguimos caminando por el pasadizo unos quince pasos más, y de repente llegamos a una puerta de madera primorosamente pintada. Estaba abierta de par en par. Quienquiera que fuese el último que estuvo allí, no tuvo tiempo de cerrarla o se olvidó de hacerlo.

En el umbral había una bolsa de piel de cabra que parecía llena de piedras.

—¡Ji, ji, hombres blancos! —dijo Gagool con una risita cuando la luz de la lámpara iluminó la puerta—. ¿No os había dicho que el hombre blanco que vino aquí huyó a toda prisa y dejó caer la bolsa de la mujer? ¡Miradlo!

Good se agachó y la recogió. Era muy pesada y tintineaba.

—¡Cielo santo! Creo que está llena de diamantes —dijo en un susurro de respeto. Y es que, en verdad, la idea de una pequeña piel de cabra llena de diamantes inspira respeto a cualquiera.

—Vamos —dijo sir Henry impaciente—. Démela lámpara, señora. Cogió la lámpara de las manos de Gagool, atravesó el umbral y la alzó por encima de su cabeza.

Nosotros le seguimos a toda prisa, olvidándonos por el momento de la bolsa de diamantes, y nos encontramos en la cámara del tesoro de Salomón.

Al principio, todo lo que dejaba ver la débil luz de la lámpara era una habitación excavada en la roca viva, que al parecer no medía más de diez pies cuadrados. A continuación, amontonados unos encima de otros hasta la altura del techo, vimos una espléndida colección de colmillos de elefante. No sabíamos cuántos podía haber, porque no veíamos hasta dónde llegaba por detrás, pero ante nuestros ojos no debía haber menos de cuatrocientos o quinientos colmillos de primera calidad. Sólo con el marfil que había allí cualquier hombre podía hacerse rico para toda la vida. Pensé que quizá fuera de este almacén de donde Salomón sacó el material para construir su «gran trono de marfil», que no tenía igual en ningún otro reino.

Al otro lado de la cámara había una serie de cajas de madera, similares a las cajas de munición de la marca Martini Henry, sólo que mucho más grandes y pintadas de rojo.

—¡Ahí están los diamantes! —grité—. Acerquen la luz.

Así lo hizo sir Henry, manteniéndola junto a la caja que estaba encima, cuya tapa, podrida por el tiempo, a pesar de estar en un lugar seco, parecía haber sido aplastada, probablemente por el propio Da Silvestra. Metí la mano por el agujero de la tapa y la saqué llena, no de diamantes, sino de monedas de oro, con una forma que ninguno de nosotros había visto antes y con unos caracteres que parecían hebreos inscritos en ellas.

—¡Vaya! —exclamé volviendo a colocar las monedas en su sitio—. De todas formas no nos iremos con las manos vacías. Debe de haber dos mil monedas en cada caja y hay dieciocho cajas. Supongo que era el dinero para pagar a los obreros y a los mercaderes.

—Bueno —intervino Good—, creo que eso es todo. No veo diamantes, a menos que el viejo portugués los metiera todos en esta bolsa.

—Si quieren encontrar las piedras, mis señores deben mirar allí donde está más oscuro —dijo Gagool, interpretando nuestras miradas—. Allí encontrarán mis señores un nicho, y en el nicho tres arcas de piedra, dos selladas y una abierta.

Antes de traducir estas palabras a sir Henry, que llevaba la lámpara, no pude resistir la tentación de preguntar a Gagool cómo se había enterado de esas cosas, si nadie había entrado en aquel lugar desde la llegada del hombre blanco, muchas generaciones atrás.

—¡Ah, Macumazahn, el que vigila en la noche! —contestó burlona—. ¿Tú que vives en las estrellas no sabes que algunas personas tienen ojos que pueden ver a través de las rocas? ¡Ja, ja, ja!

—Mire esa esquina, Curtis —dije, señalando el lugar que Gagool había indicado.

—Eh, amigos; aquí hay un hueco —dijo sir Henry—. ¡Cielo santo! ¡Miren ahí!

Nos precipitamos hacia el lugar en que se encontraba, que era un nicho semejante a una pequeña ventana abovedada. Apoyadas contra la pared de aquel nicho había tres arcas de piedra que medían unos dos pies cuadrados. Dos de ellas estaban cubiertas con tapas de piedra, en tanto que la tapa de la tercera descansaba sobre un lado del arca, que estaba abierta.

—¡Miren! —repitió roncamente sir Henry, colocando la lámpara por encima del arca abierta. Dirigimos nuestras miradas hacia allí, pero durante unos momentos no pudimos distinguir nada, debido a un resplandor plateado que nos cegaba. Cuando nuestros ojos se acostumbraron, vimos que el arca estaba llena de diamantes sin tallar, en su mayoría de tamaño considerable. Me agaché y cogí unos cuantos. Sí, no había duda; tenían el inconfundible tacto saponáceo.

Los dejé caer boquiabierto.

—Somos los hombres más ricos del mundo —dije—. El conde de Montecristo es un paria a nuestro lado.

—Inundaremos el mercado de diamantes —dijo Good.

—En primer lugar, tenemos que sacarlos de aquí —sugirió sir Henry.

Nos miramos pálidos, con la linterna en el medio y las relucientes gemas debajo, como conspiradores a punto de cometer un crimen, en lugar de ser, como pensábamos, los tres hombres más afortunados de la tierra.

—¡Ji, ji, ji! —rio la vieja Gagool a nuestra espalda, revoloteando a nuestro alrededor como un vampiro—. Ahí están las piedras brillantes que tanto os gustan, hombres blancos; tantas como deseéis. Cogedlas, hacedlas correr entre vuestros dedos, comedlas, ¡ji, ji!, bebedlas, ¡ja, ja, ja!

En aquel momento me pareció tan ridícula la idea de comer y beber diamantes que me eché a reír desaforadamente, ejemplo que siguieron los demás sin saber por qué. Allí estábamos, desternillándonos de risa, junto a las gemas que eran nuestras, que habían encontrado para nosotros hacía miles de años los pacientes obreros en el gran agujero, y que el capataz de Salomón, muerto hacía tanto tiempo, y cuyo nombre estaba quizá escrito en la cara escondida adherida a la tapa de las arcas, había almacenado para nosotros. Salomón nunca los tuvo, ni David, ni Da Silvestra, ni nadie. Nosotros los habíamos conseguido; allí, ante nuestros ojos, había diamantes por valor de millones de libras y oro y marfil por valor de miles de libras, que sólo esperaban a que alguien se los llevara.

De repente dejamos de reírnos.

—Abrid las otras arcas, contempladlas, hombres blancos —graznó Gagool—; sin duda hay más en ellas. ¡Saciaos, señores blancos! ¡Ja, ja! Saciaos.

Animados por estas palabras, pusimos manos a la obra de quitar las tapas de piedra de las otras dos arcas y, no sin cierta sensación de estar cometiendo un sacrilegio, rompimos los sellos.

¡Hurra! También estaban llenas, llenas hasta los topes; al menos éste era el caso de la segunda. A ningún desgraciado Da Silvestra se le había ocurrido llenar pieles de cabra con su contenido. En cuanto a la tercera arca, sólo estaba llena en una cuarta parte, pero todas las piedras eran escogidas; ninguna tenía menos de veinte quilates y algunas tenían el tamaño de un huevo de paloma. Al observarlas a la luz, descubrimos que algunos de los diamantes más grandes eran un poco amarillentos, «descoloridos», como los llaman en Kimberley.

Pero lo que no vimos fue la mirada terrible y maligna que nos dedicó la vieja Gagool mientras salía arrastrándose como una serpiente de la cámara del tesoro y se dirigía por el pasadizo hacia la enorme puerta de piedra.

¡Atención! Unos gritos estremecedores nos llegan desde el pasadizo. ¡Es la voz de Foulata!

—¡Ay, Bougwan!¡Ayúdame, ayúdame! ¡La piedra se cae!

—¡Corre, muchacha!

—¡Socorro, socorro!¡Me ha apuñalado!

Corremos por el pasadizo y lo que vemos a la luz de la lámpara es lo siguiente: la puerta de piedra se cierra lentamente. Apenas está a tres pies del suelo. Junto a ella forcejean Foulata y Gagool. La roja sangre de la primera le cae hasta las rodillas, pero la valiente muchacha sigue luchando contra la vieja, que se debate como un gato salvaje. Pero, ¡ah!, se ha liberado. Foulata cae y Gagool se arroja al suelo para pasar, arrastrándose como una serpiente, por la abertura de la piedra que se cierra. Pero es demasiado tarde. La roca la atrapa y chilla en su agonía. La puerta sigue bajando con sus treinta toneladas de peso, aplastando lentamente el viejo cuerpo de Gagool contra el suelo de piedra. Profiere un terrible alarido que nunca habíamos oído, se oye un largo crujido repugnante y la puerta quedó cerrada en el momento en que, abalanzándose por el pasadizo, nos lanzábamos contra ella.

Todo acabó en pocos segundos.

Nos volvimos hacia Foulata. La pobre muchacha tenía una herida de puñal en el cuerpo y comprendí que no viviría mucho tiempo.

—¡Ay, Bougwan, me muero! —gimió la hermosa niña—. Se acercó hasta mí…, no la vi, me sentía débil…, y la puerta empezó a caer. Entonces retrocedió, la vi pasar por la ranura de la puerta, la cogí y la sujeté, y me apuñaló. Me muero, Bougwan.

—¡Pobre muchacha, pobre muchacha! —gritó Good, y como no podía hacer otra cosa, se puso a darle besos.

—Bougwan —dijo la muchacha tras una pausa—. ¿Está Macumazahn aquí? Está tan oscuro que no puedo ver.

—Aquí estoy, Foulata.

—Macumazahn, sé mi lengua por un momento, te lo ruego, ya que Bougwan no puede entenderme, y antes de entrar en las tinieblas… quiero decirle algo.

—Habla Foulata; yo lo traduciré.

—Bougwan, dile a mi señor que… le amo y que me alegro de morir, porque sé que no puede compartir su vida con una persona como yo, porque el sol no puede desposarse con la oscuridad, ni lo blanco con lo negro.

Dile que a veces me he sentido como si tuviera un pájaro en el pecho, que volaría de él un día para cantar en otra parte. Incluso ahora, a pesar de que no puedo levantar mi mano y de que mi cerebro se está enfriando, no me siento como si mi corazón estuviera muriendo. Está tan lleno de amor que podría vivir mil años y seguir siendo joven. Dile que, si vuelvo a vivir, quizá le vea en las estrellas, y que… las recorreré todas en su busca, aunque quizá yo seguiré siendo negra y él blanco. Dile, Macumazahn…, pero no digas nada, excepto que le amo. ¡Oh, abrázame fuerte, Bougwan, no siento tus brazos!

—¡Ha muerto, ha muerto! —dijo Good poniéndose de pie, su honrada cara bañada en lágrimas.

—No se preocupe por eso, amigo —dijo sir Henry.

—¿Cómo? —dijo Good—. ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que muy pronto estará usted haciéndole compañía. ¿No se da cuenta de que estamos enterrados vivos?

Creo que no comprendimos todo el horror de lo que había sucedido hasta que sir Henry pronunció esas palabras, tan preocupados como estábamos por el fin de la pobre Foulata. Pero en ese momento lo comprendimos. La imponente mole de roca se había cerrado, probablemente para siempre, porque el único cerebro que conocía su secreto yacía reducido a polvo bajo ella. Nadie podía esperar forzar aquella puerta con algo que no fuese dinamita en grandes cantidades. ¡Y nosotros estábamos al otro lado!

 

Durante unos minutos nos quedamos petrificados de horror junto al cadáver de Foulata. Toda nuestra hombría parecía habernos abandonado. La idea de aquel final miserable y lento resultaba abrumadora. Ahora lo veíamos con toda claridad. La bruja de Gagool nos había preparado esta trampa desde el principio.

Era el tipo de broma con que podía regocijarse su malvada mente: los tres hombres blancos a los que, por alguna razón que sólo ella sabía, siempre había odiado, muriendo lentamente de hambre y sed junto al tesoro que tanto codiciaban. Comprendí la burla que había en sus palabras al decirnos que comiésemos y bebiésemos los diamantes. Quizá le ocurrió lo mismo al caballero portugués cuando abandonó el pellejo lleno de joyas.

—Esto va a durar poco —dijo sir Henry con voz ronca—. La lámpara va a apagarse enseguida. Vamos a ver si podemos encontrar el resorte que pone en movimiento la puerta.

Nos abalanzamos hacia ella con desesperada energía y, pisando un charco de sangre, nos pusimos a palpar la puerta y las paredes del pasadizo. Pero no encontramos ningún resorte ni botón.

—Apostaría —dije— a que no funciona desde dentro. En otro caso, Gagool no se hubiera arriesgado a reptar por debajo de la roca. Fue el saber esto lo que la hizo intentar escapar a toda costa, ¡maldita sea!

—En cualquier caso —dijo sir Henry con una cortante risita—, no recibió una recompensa muy generosa. Su fin ha sido casi tan espantoso como probablemente lo será el nuestro. No podemos hacer nada con la puerta. Volvamos a la cámara del tesoro.

Dimos media vuelta y nos dispusimos a partir, al tiempo que veíamos, junto al muro inacabado que atravesaba el pasadizo, la cesta de la comida que había traído la pobre Foulata. La cogí, y la llevé a la maldita cámara del tesoro que iba a ser nuestra tumba. A continuación, volvimos sobre nuestros pasos y recogimos con respeto el cadáver de Foulata, y lo dejamos en el suelo junto a las cajas llenas de monedas.

Nos sentamos, con la espalda apoyada contra las tres arcas de piedra que contenían los tesoros incalculables.

—Repartamos la comida —dijo sir Henry—, para que dure lo más posible. Así lo hicimos. Calculamos que tendríamos suficiente para hacer comidas infinitesimales, es decir, para seguir vivos durante un par de días. Además del biltong, o carne seca, teníamos dos calabazas de agua que contenían cada una un cuarto de galón.

—Y ahora —dijo sir Henry—, comamos y bebamos, que mañana moriremos.

Comimos un poco de biltong y bebimos un sorbo de agua. No es preciso decir que teníamos poco apetito, a pesar de que necesitábamos desesperadamente alimentos, y tras la comida nos sentimos mejor. A continuación nos levantamos y realizamos un sistemático examen de los muros de nuestra prisión, con la débil esperanza de encontrar algún medio para salir, golpeándolos cuidadosamente, y lo mismo hicimos con el suelo.

No encontramos nada. No parecía probable que hubiera ninguna salida en la cámara del tesoro.

La lámpara empezó a languidecer. La grasa estaba casi agotada.

—Quatermain —dijo sir Henry—. ¿Qué hora es? ¿Funciona su reloj?

Lo saqué del bolsillo y lo miré. Eran las seis. Habíamos entrado en la cueva a las once.

—Infadoos nos echará en falta —sugerí—. Si no regresamos esta noche, nos buscará por la mañana, Curtis.

—Su búsqueda será vana. No conoce el secreto de la puerta, ni dónde se encuentra ésta. Ayer ninguna persona viva lo conocía, excepto Gagool. Hoy, ya nadie lo sabe. Incluso si encontrara la puerta no podría romperla. Ni todo el ejército kukuana podría atravesar seis pies de roca viva. Amigos míos, no veo más solución que someternos a la voluntad del Todopoderoso. La búsqueda del tesoro ha llevado a muchos hombres a un final terrible; nosotros vamos a engrosar su número.

La lámpara languideció aún más.

Al poco rato soltó una llamarada que nos mostró el escenario con gran relieve: el enorme montón de blancos colmillos, las cajas llenas de oro, el cadáver de la pobre Foulata tendido ante ellas, el pellejo de cabra que contenía el tesoro, el débil resplandor de los diamantes y las caras hoscas y pálidas de tres hombres blancos aguardando la muerte por inanición allí sentados.

La llama de la lámpara se redujo y se apagó definitivamente.

18. Abandonamos toda esperanza

Yo puedo ofrecer ninguna descripción adecuada de los horrores de aquella noche. Por suerte, quedaron algo mitigados por un sueño misericordioso, porque, incluso en circunstancias como las que nosotros atravesábamos, a veces la naturaleza hace prevalecer sus derechos. Pero yo no pude dormir mucho rato. Dejando a un lado el pensamiento aterrador del destino que nos esperaba —ya que incluso el hombre más valiente de la tierra puede perfectamente acobardarse ante la suerte que se cernía sobre nosotros, y yo nunca he pretendido ser valiente—, el silencio era demasiado intenso para permitirlo. Usted, lector, quizá haya estado despierto alguna noche y el silencio se le haya hecho opresivo, pero le diré con toda confianza que no puede hacerse idea de lo que es en realidad el silencio tangible y completo. En la superficie de la tierra hay siempre algún movimiento, que aunque en sí mismo sea imperceptible, al menos desgasta el agudo filo del silencio absoluto. Pero allí no había nada de esto. Estábamos enterrados en las entrañas de un enorme pico cubierto de nieve. A miles de pies por encima de nosotros soplaba el aire fresco sobre la blanca nieve, pero su sonido no llegaba hasta nosotros. Estábamos separados por un largo túnel y cinco pies de roca incluso de la espantosa cámara de los muertos; y los muertos no hacen ruido. Ni el estruendo de toda la artillería de los cielos y la tierra hubiera llegado hasta nuestros oídos en aquella tumba viviente. Estábamos aislados de todos los ecos del mundo; era como si estuviéramos ya muertos.

A pesar de todo, no se me escapaba la ironía de aquella situación. A nuestro alrededor había suficientes tesoros para pagar una modesta deuda nacional, o para construir una ilota de acorazados, y, sin embargo, nosotros hubiéramos cambiado de buena gana todo lo que allí había por la más ligera esperanza de escapar. Sin duda, no tardaríamos mucho en desear trocar todo aquello por un poco de comida o un vaso de agua y, andando el tiempo, incluso por el privilegio de poner un final rápido a nuestros sufrimientos. La auténtica riqueza, en cuya consecución gastan su vida los hombres, es, al fin y al cabo, algo sin valor.

Y así transcurrió la noche.

—Good —dijo por fin sir Henry, en un tono de voz que resultó espantoso en medio del profundo silencio—, ¿cuántas cerillas quedan en la caja?

—Ocho, Curtis.

—Encienda una para poder ver qué hora es.

Así lo hizo, y por contraste con la densa oscuridad, la llama casi nos cegó. Según mi reloj, eran las cinco. La hermosa aurora se sonrojaba sobre la nieve, muy por encima de nuestras cabezas, y la brisa debía estar disipando las brumas de la noche.

—Deberíamos comer un poco para mantener las fuerzas —dije.

—¿Para qué nos serviría comer? —replicó Good—. Cuanto antes muramos y acabemos con esto, tanto mejor.

—Mientras hay vida hay esperanza —sentenció sir Henry.

Así pues, comimos y bebimos unos sorbos de agua, y al cabo de un rato uno de nosotros sugirió que debíamos acercarnos a la puerta lo más posible y gritar, por si había alguna ligera posibilidad de que nos oyeran desde el exterior. Good, que debido a la larga práctica en el mar posee una voz aguda y penetrante, recorrió a tientas el pasadizo y empezó a gritar. Debo decir que hizo un ruido infernal. Jamás había oído unos alaridos semejantes, pero por el resultado que obtuvieron, hubiera servido lo mismo el zumbido de un mosquito.