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100 Clásicos de la Literatura

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Durante dos días pensamos que Good moriría y nos arrastrábamos de un lado a otro con el corazón acongojado.

Sólo Foulata no lo creía.

—Vivirá —decía.

A trescientas yardas a la redonda, o quizá más, de la cabaña de Twala, en la que yacía el enfermo, el silencio era absoluto, ya que, por orden del rey, todos los que vivían en los aposentos que había detrás, excepto sir Henry y yo, se habían trasladado a otro lugar, para que ningún ruido llegara a oídos del herido. Una noche, la quinta desde que Good estaba enfermo, fui a la cabaña, según mi costumbre, a ver cómo seguía, antes de acostarme.

Entré con precaución. La lámpara situada en el suelo me dejó ver a Good, que ya no se agitaba, sino que yacía totalmente inmóvil.

¡Así que había llegado el desenlace! Con el corazón lleno de amargura emití algo parecido a un sollozo.

—Shhh, shh —se oyó el susurro que procedía de la mancha de oscuridad detrás de la cabeza de Good.

Entonces me acerqué un poco más, cauteloso, y vi que no estaba muerto, sino profundamente dormido; los finos dedos de Foulata sujetaban firmemente su pobre mano blanca. La crisis había pasado y viviría. Siguió durmiendo así durante dieciocho horas; y no me gusta decirlo, porque quizá no me crean, pero durante todo ese tiempo, la muchacha estuvo sentada junto a él, por temor a que si se movía y retiraba la mano, se despertaría. Nadie puede saber lo mucho que debió sufrir la pobre a causa de los calambres y el cansancio, por no hablar de la falta de alimento; pero el hecho es que, cuando él despertó al fin, tuvieron que llevársela: sus miembros estaban tan rígidos que no podía moverse.

Una vez iniciado el cambio favorable, la recuperación de Good fue rápida y completa. Hasta que no se encontró casi perfectamente, sir Henry no le contó todo lo que le debía a Foulata; y cuando le relató cómo había estado sentada a su lado durante dieciocho horas, temiendo despertarle si se movía, los ojos del honrado marino se llenaron de lágrimas. Dio media vuelta y se dirigió a la cabaña en que Foulata preparaba la comida de mediodía (ya habíamos vuelto a nuestro cuartel general). Me llevó con él para que hiciese de intérprete en caso de que no pudiera explicarse con claridad; aunque debo decir que, en líneas generales, la muchacha le entendió estupendamente, teniendo en cuenta la extraordinaria limitación del vocabulario kukuana de Good.

—Dígale —me indicó Good— que le debo la vida, y que nunca olvidaré su dulzura.

Traduje y bajo su oscura piel me pareció que se ruborizaba.

Volviéndose hacia él con uno de sus movimientos rápidos y graciosos que en ella siempre me recordaban el vuelo de un pájaro silvestre, contestó dulcemente, mirándole con sus grandes ojos oscuros:

—No, mi señor. ¡Mi señor lo olvidará! ¿No salvó él mi vida, y acaso no soy yo la sirvienta de mi señor?

Habrán observado que la joven parecía haber olvidado por completo que sir Henry y yo habíamos tomado parte en salvarla de las garras de Twala. ¡Pero así son las mujeres! Recuerdo que mi querida esposa era exactamente igual. Me retiré con el corazón entristecido. No me gustaban las dulces miradas de la señorita Foulata, porque conozco la inclinación enamoradiza, que resulta funesta, de los marinos en general y de Good en particular.

He descubierto que hay dos cosas en el mundo que no pueden evitarse: no se puede impedir a un zulú que luche ni que un marino se enamore ante la mínima incitación.

Pocos días después de este suceso, Ignosi celebró su gran indaba (‘consejo’) y fue reconocido oficialmente como rey por los indunas (‘hombres principales’) de Kukuanalandia. El espectáculo era sumamente impresionante, y en él se incluía una gran revista de tropas. Aquel día desfilaron los restos del regimiento de «grises», y ante todo el ejército se les agradeció su espléndida conducta durante la gran batalla. El rey regaló a cada guerrero ganado en abundancia, y los ascendió a todos al rango de oficiales del nuevo regimiento de «grises», que estaba en proceso de formación. También se promulgó un edicto a lo largo y ancho de Kukuanalandia, por el que, mientras honrásemos al país con nuestra presencia, debían saludarnos a nosotros tres con el saludo real, tratarnos con la misma ceremonia y el mismo respeto debidos al rey, y se nos confería públicamente el poder de la vida y la muerte. Además, Ignosi, en presencia de todo el pueblo, reafirmó las promesas que nos había hecho respecto a que no se derramaría la sangre de ningún hombre sin haberle juzgado y respecto al cese de la caza de brujos en el país.

Cuando hubo acabado la ceremonia, esperamos a Ignosi, y le informamos que deseábamos investigar el misterio de las minas por las que discurría la carretera de Salomón, y le preguntamos si había descubierto algo en ellas.

—Amigos míos —contestó—, he descubierto lo siguiente. Allí es donde se encuentran las tres grandes estatuas, llamados los Silenciosos, a quien Twala quiso ofrecer a Foulata en sacrificio. También es allí donde se encuentran enterrados los reyes de este país, en una cueva excavada a gran profundidad. Allí encontraréis el cadáver de Twala, con aquellos que dejaron de existir antes que él. También allí hay un gran foso, abierto por unos hombres de época remota, que quizá fueron en busca de las piedras de las que habláis, como he oído decir en Natal a varios hombres. También allí, en el Lugar de la Muerte, se encuentra una cámara secreta, que nadie conoce, excepto el rey y Gagool. Pero Twala, que la conocía, ha muerto, y yo no la conozco, ni sé lo que en ella hay. Pero existe una leyenda en esta tierra según la cual, muchas generaciones atrás, un hombre blanco atravesó las montañas, y una mujer le llevó hasta la cámara secreta y le mostró las riquezas que contenía, pero antes de que pudiera cogerlas, la mujer le traicionó y el rey que por entonces reinaba le obligó a regresar, y desde entonces ningún hombre ha entrado en la cámara.

—Seguramente esa historia es cierta, Ignosi, porque encontramos al hombre blanco en las montañas —dije.

—Sí, así es. Y ahora os prometo que, si encontráis la cámara y las piedras están allí…

—La piedra que llevas en la frente demuestra que están allí —apunté, señalando el gran diamante que había recogido de la frente del rey muerto.

—Puede ser. Si están allí —prosiguió—, tendréis todas las que podáis llevaros, si es que realmente me dejáis, hermanos míos.

—Primero tenemos que encontrarla cámara —dije.

—Sólo hay una persona que puede llevaros hasta allí: Gagool.

—¿Y si no quiere hacerlo?

—Entonces, morirá —dijo Ignosi, severo—. Sólo la he dejado vivir por este motivo. Esperad. Que elija. Llamó a su emisario y ordenó que trajera a Gagool.

Llegó al cabo de unos minutos, conducida por dos guardias a quienes maldecía.

—Dejadla —dijo el rey a los guardias.

En cuanto se retiraron los hombres que la sujetaban y le servían de apoyo, aquel viejo fardo marchito —porque parecía un fardo más que otra cosa— cayó al suelo como un trapo, en el que brillaban sus ojos malvados como los de una serpiente.

—¿Qué quieres de mí, Ignosi? No te atrevas a tocarme. Si me tocas, os despedazaré a todos. Guárdate de mi magia.

—Tu magia no pudo salvar a Twala, vieja loba, y a mí no me hará ningún daño —contestó—. Escucha: lo que deseo de ti es que reveles dónde está la cámara en que se encuentran las piedras brillantes.

—¡Ja, ja! —pio—. Sólo yo lo sé y no te lo diré jamás. Los diablos blancos se irán de aquí con las manos vacías.

—Me lo dirás. Te obligaré a decírmelo.

—¿Cómo, oh rey? Eres grande, ¿pero puede arrancar tu poder la verdad a una mujer?

—Es difícil, pero lo haré.

—¿Cómo, oh rey?

—Así: si no lo dices, morirás lentamente.

—¡Morir! —chilló, aterrorizada y furiosa—. No te atrevas a tocarme; tú no sabes quién soy. ¿Cuántos años crees que tengo? Yo conocí a tus padres y a los padres de los padres de tus padres. Cuando el país era joven, estaba yo aquí; y cuando el país sea viejo, aquí estaré todavía. No puedo morir, a no ser que me maten por casualidad, porque no hay nadie que se atreva a asesinarme.

—Pues yo te asesinaré. Mira, Gagool, madre del mal, eres tan vieja que ya no puedes amar la vida. ¿Qué significa la vida para una bruja como tú, que no tiene forma, ni pelo, ni dientes; que no tiene nada, excepto maldad y ojos malignos? Será un acto de piedad matarte, Gagool.

—¡Loco! —chilló aquel viejo demonio—. ¡Loco maldito! ¿Acaso piensas que la vida es dulce sólo para los jóvenes? No es así y, si eso piensas, es que nada sabes del corazón humano. Los jóvenes a veces acogen de buen grado la muerte, porque los jóvenes tienen sentimientos. Aman y sufren, y esto les apremia a desear la entrada en la tierra de las sombras. Pero los viejos no sienten, no aman, y, ¡ja, ja!, ríen al ver el mal que se hace bajo el sol. Todo lo que aman es la vida, el sol cálido y el aire dulce. Temen el frío, temen el frío y la oscuridad; ¡ja, ja, ja! Y la vieja bruja se convulsionó en el suelo, llena de espeluznante júbilo.

—Deja de proferir palabras malvadas y contesta a mi pregunta —dijo Ignosi encolerizado—. ¿Mostrarás el lugar en que se encuentran las piedras o no? Si no lo haces, morirás ahora mismo. Ignosi cogió una lanza y la blandió sobre la cabeza de Gagool.

—No lo haré; no te atrevas a matarme; no te atrevas. El que me mate será maldito para siempre.

Ignosi hizo descender la lanza lentamente hasta pinchar el postrado montón de harapos.

Con un salvaje alarido, Gagool se puso de pie; volvió a caer y rodó por el suelo.

—¡Sí, te la mostraré! Pero déjame vivir, déjame sentarme al sol y comer un poco de carne y te la enseñaré.

 

—Está bien. Ya sabía yo que encontraría la forma de hacerte razonar. Mañana irás con Infadoos y con mis hermanos blancos a aquel lugar y procura no equivocarte, porque, si no se lo enseñas, entonces morirás lentamente. He dicho.

—No me equivocaré, Ignosi. Siempre cumplo mi palabra. ¡Ja, ja, ja! Una vez, hace tiempo, una mujer mostró la cámara a un hombre blanco y la desgracia cayó sobre él —en ese momento sus malignos ojos centellearon—. Aquella mujer también se llamaba Gagool. Quizá era yo.

—Mientes —dije—; eso ocurrió hace diez generaciones.

—Quizá, quizá. Cuando se vive mucho tiempo, las cosas se olvidan. Quizá me lo dijo la madre de mi madre; sin duda también se llamaba Gagool. Pero reparad en que encontraréis en el lugar en que se hallan los juguetes brillantes una bolsa de cuero llena de piedras. Aquel hombre llenó la bolsa, pero no se la llevó. La desgracia cayó sobre él. ¡Os digo que la desgracia cayó sobre él! Quizá me lo dijo la madre de mi madre. Será un viaje alegre. Veremos los cuerpos de los que murieron en la batalla. Las cuencas de sus ojos estarán vacías y sus costillas desnudas. ¡Ja, ja, ja!

16. El Lugar de la Muerte

Al anochecer del tercer día después de la escena descrita en el capítulo anterior, acampamos en unas cabañas al pie de las Tres Brujas, como llamaban al triángulo de montañas en que acababa la gran carretera de Salomón. El grupo estaba compuesto por nosotros tres y Foulata, que cuidaba de nosotros, especialmente de Good; por Infadoos y por Gagool, a quien llevaban en una litera, en cuyo interior la oía murmurar y blasfemar durante todo el día, y por un grupo de guardias y sirvientes. Las montañas, o más bien los tres picos de las montañas, porque la mole era a todas luces producto de un solo movimiento de tierras, tenían, como ya he dicho, forma de triángulo; la base miraba hacia nosotros, había un pico a nuestra derecha, otro a la izquierda y el tercero frente a nosotros. Nunca olvidaré el espectáculo que ofrecían aquellos tres picos imponentes a la luz del sol naciente del siguiente día. En lo alto, muy por encima de nuestras cabezas, recortadas contra el azul del cielo, se elevaban sus sinuosas guirnaldas de nieve. Por debajo de la nieve, los picos adquirían un color púrpura, debido a los matorrales, al igual que los páramos que ascendían en pendiente hacia las laderas. Justo delante de nosotros se extendía la cinta blanca de la gran carretera de Salomón, que llegaba hasta el pie del pico central, a unas cinco millas, y allí se detenía. Aquél era su punto final.

Será mejor que deje que el propio lector imagine los sentimientos de intensa excitación que nos embargaban mientras caminábamos aquella mañana. Por fin nos acercábamos a las prodigiosas minas que habían sido la causa de la miserable muerte del viejo portugués, tres siglos atrás, de mi pobre amigo, su desgraciado descendiente, y también, según temíamos, de George Curtis, hermano de sir Henry. ¿Estaríamos destinados nosotros, después de todo lo que habíamos pasado, a correr la misma suerte? La maldición había caído sobre ellos: ¿caería también sobre nosotros? Por alguna razón, mientras subíamos el último tramo de la hermosa carretera, no pude evitar un cierto sentimiento de superstición sobre el asunto, y creo que lo mismo les ocurrió a Good y a sir Henry.

Ascendimos penosamente la carretera bordeada de matorrales durante una hora y media o más; caminábamos tan deprisa a causa de la excitación que los portadores de la litera de Gagool apenas podían seguir nuestro paso, y su ocupante gritaba continuamente para que nos detuviésemos.

—Id más despacio, hombres blancos —dijo, asomando su horrible rostro entre las cortinas y clavando sus ojos centelleantes en nosotros—. ¿Por qué corréis al encuentro de la maldición que ha de caer sobre vosotros, buscadores de tesoros?

Soltó una de esas terribles carcajadas suyas, que indefectiblemente me producían un escalofrío que recorría mi espina dorsal, y que durante un rato consiguió que se enfriara nuestro entusiasmo.

Pero seguimos caminando, hasta que ante nosotros vimos un amplio hoyo circular de laderas empinadas que se extendía entre nosotros y el pico, de unos trescientos pies de profundidad y media milla de circunferencia.

—¿No se imaginan lo que es eso? —pregunté a sir Henry y a Good, que contemplaban estupefactos aquel espantoso foso.

Negaron con la cabeza.

—Es evidente que nunca han visto las minas de diamantes de Kimberley. Pueden apostar cualquier cosa a que son las minas de diamantes del rey Salomón. Miren —dije, señalando los estratos de arcilla dura y azul que aún podían verse entre la hierba y los arbustos que cubrían los bordes del foso—, es la misma formación. Estoy seguro de que si bajamos ahí encontraremos «tubos» de roca saponácea. Y miren —concluí, señalando una serie de rocas planas situadas en una suave pendiente, bajo el nivel de un curso de agua excavado en la roca viva en una época lejana—, si eso no son mesas que se emplearon para lavar la ganga, yo soy cura.

En el borde de aquel enorme agujero, que era el foso dibujado en el mapa del gentilhombre portugués, la gran carretera se bifurcaba y lo rodeaba. En muchos puntos, aquella carretera de circunvalación estaba totalmente construida a base de grandes bloques de piedra, al parecer con el objeto de servir de apoyo a los bordes del foso e impedir la caída de piedras. Seguimos avanzando por aquella carretera, movidos por la curiosidad de ver qué podían ser tres objetos imponentes que se distinguían desde el otro lado del gran hoyo. Al acercarnos, vimos que se trataba de unos colosos de una extraña especie, y conjeturamos acertadamente que eran los tres Silenciosos que tanto temor inspiraban a los kukuanas. Pero hasta que no estuvimos muy cerca de ellos, no pudimos comprender toda la majestad de los Silenciosos.

Sobre enormes pedestales de roca oscura, con inscripciones en caracteres desconocidos, separados unos de otros por veinte pasos y de cara a la carretera que cruzaba la llanura de unas sesenta millas que desembocaba en la ciudad de Loo, había tres colosales formas sentadas —dos de hombre y una de mujer— que medían cada una veinte pies desde la cabeza hasta el pedestal.

La escultura femenina, que estaba desnuda, poseía una belleza serena, pero, por desgracia, sus rasgos estaban dañados a causa de los muchos siglos de exposición a la intemperie. A ambos lados de la cabeza sobresalían las puntas de una media luna. Por el contrario, los dos colosos masculinos estaban vestidos y presentaban unos rasgos faciales horripilantes, especialmente el de la derecha, que tenía cara de demonio. El de la izquierda poseía unos rasgos serenos, pero su serenidad resultaba espantosa. Era la calma propia de una crueldad inhumana, la crueldad que, según apuntó sir Henry, atribuían los antiguos a los seres que podían imponerse al bien, que podían contemplar los sufrimientos de la humanidad, si no con regocijo, sí al menos sin sufrir ellos mismos. Formaban una trinidad que inspiraba profundo temor, allí sentados en soledad, mirando eternamente la llanura.

Al contemplar aquellos Silenciosos, como los llaman los kukuanas, volvió a apoderarse de nosotros una intensa curiosidad por saber qué manos los habían esculpido, quién había excavado el foso y construido la carretera. Mientras miraba asombrado, recordé de repente —ya que estoy familiarizado con el Antiguo Testamento— que Salomón vagabundeó durante algún tiempo en busca de extraños dioses; conocía el nombre de tres de ellos: Astoreth, diosa de los sidonios; Chemosh, dios de los moabitas, y Milcom, dios de los hijos de Ammon, y sugerí a mis compañeros que las tres estatuas que teníamos ante nosotros podían representar a aquellas falsas divinidades.

—Hum —dijo sir Henry, que era un erudito, pues se había graduado brillantemente en lenguas clásicas en la universidad—. Puede que haya algo de eso. La Astoreth de los hebreos era la Astarté de los fenicios, que eran los grandes mercaderes de la época de Salomón. Astarté, que después se convirtió en la Afrodita de los griegos, estaba representada con cuernos, como una media luna, y en la frente de la figura femenina que tenemos ante nosotros se aprecian claramente esos cuernos. Quizá estos colosos fueron concebidos por el funcionario fenicio que dirigía estas explotaciones. ¿Quién sabe?

Con ellos en tropel llegó Astoreth, /que los fenicios llaman Astarté, /la reina de los cielos, la de cuernos /como una media luna, a cuya imagen / brillante por las noches, a la luz /de la luna, las vírgenes sidonias /ofrecían sus votos y sus cánticos.

Antes de que hubiéramos acabado de examinar aquellas extraordinarias reliquias de la remota antigüedad, Infadoos llegó al lugar en que nos encontrábamos y, tras saludar a los Silenciosos, levantó su lanza y nos preguntó si teníamos intención de entrar en el Lugar de la Muerte inmediatamente, o si queríamos esperar hasta después de la comida del mediodía. Si estábamos listos para entrar de inmediato, Gagool había dicho que deseaba guiarnos. Como no eran más que las once de la mañana, quemados por la curiosidad, anunciamos que queríamos penetrar en el recinto al instante, y sugerimos llevar algo de comida para el caso de que nos retrasáramos en la cueva. Así pues, trajeron la litera de Gagool y la buena señora bajó de ella por su propio pie. Entretanto, Foulata, a petición mía, colocó unos trozos de biltong o carne seca junto a dos calabazas de agua en una cesta de juncos. Frente a nosotros, a una distancia de unos cincuenta pasos de la parte posterior de los colosos, se alzaba una escarpada muralla de roca, de una altura de unos ochenta pies o más, que subía en pendiente hasta formar la base del elevado pico cubierto de nieve que se cernía en el aire a tres mil pies por encima de nosotros. En cuanto bajó de la litera, Gagool nos dirigió una malvada sonrisa, y a continuación, apoyándose en un bastón, se dirigió renqueante hacia la escarpada pared de roca. La seguimos hasta llegar a un estrecho portal con sólidas arcadas, que parecía la entrada de la galería de una mina.

Allí nos esperaba Gagool, aún con aquella malvada sonrisa en su rostro horripilante.

—Y bien, hombres blancos de las estrellas —dijo con voz aflautada—, grandes guerreros, Incubu, Bougwan y Macumazahn, el sabio, ¿estáis dispuestos? Tened en cuenta que yo estoy aquí para cumplir las órdenes de mi señor el rey y para mostraros el lugar en que se encuentran las piedras brillantes. ¡Ja,ja,ja!

—Estamos dispuestos —contesté.

—¡Bien! ¡Bien! Fortaleced vuestros corazones para poder soportar lo que vais a ver. ¿Vienes tú también, Infadoos, que traicionaste a tu señor?

Infadoos frunció el ceño al contestar:

—No, yo no voy. Yo no tengo nada que hacer ahí dentro. Pero tú, Gagool, refrena tu lengua, y mira cómo tratas a mis señores. Tú respondes de ellos, y si les sucede lo más mínimo morirás, Gagool, tú que eres cincuenta veces bruja. ¿Has oído?

—Te he oído, Infadoos. Te conozco bien. Siempre te han gustado las palabras altisonantes, y cuando eras un niño recuerdo que amenazaste a tu propia madre. Eso fue ayer mismo. Pero no temas; sólo vivo para cumplir las órdenes del rey. He llevado a cabo las órdenes de muchos reyes, Infadoos, hasta que al final ellos llevaron a cabo las mías. ¡Ja, ja! Voy a mirarles la cara una vez más. ¡También veré la de Twala! Vamos, vamos; aquí está la lámpara —y, sacando una gran calabaza llena de aceite de debajo de su capa de piel, le colocó una mecha de junco.

—¿Vienes tú, Foulata? —preguntó Good en su canallesco kukuana, que había mejorado gracias a las enseñanzas de la joven.

—Tengo miedo, mi señor —contestó tímida la muchacha.

—Entonces, dame la cesta.

—No, mi señor; allá donde tú vayas, iré yo también.

«¡Maldición! —pensé—. Raro será que salgamos de ésta».

Sin más preámbulos, Gagool se sumergió en el pasadizo, que era suficientemente ancho como para que pudieran caminar dos personas de lado, y muy oscuro. Seguimos el sonido de su voz aflautada que nos animaba a seguir adelante, no sin cierto temor, situación que no alivió el sonido súbito de un batir de alas.

—¡Vaya! ¿Qué es eso? —gritó Good—. Alguien me ha dado un golpe en la cara.

—Son murciélagos —dije—; continúe.

Tras haber caminado unos cincuenta pasos, según nuestros cálculos, observamos que el pasadizo se iluminaba débilmente. Al momento siguiente, nos encontramos en el lugar más hermoso en que se hayan posado jamás los ojos de un hombre vivo.

Que el lector imagine la nave de la catedral más grande en que haya puesto el pie, sin ventanas, desde luego, pero ligeramente iluminada desde arriba (presumiblemente mediante respiraderos conectados con el exterior practicados en el techo, que formaban una bóveda a cien pies por encima de nuestras cabezas), y se hará una idea del tamaño de la enorme cueva en la que nos encontrábamos, con la diferencia de que esta catedral, concebida por la naturaleza, era más alta y más ancha que cualquiera construida por el hombre. Pero su gigantesco tamaño era la menor de las maravillas de aquel lugar, porque, dispuestos en fila en toda su longitud, había descomunales pilares de algo que parecía hielo, pero que en realidad eran estalactitas enormes. Me resulta imposible dar una idea de la belleza y la grandeza sobrecogedoras de aquellos pilares de espato blanco, algunos de los cuales no medían menos de veinte pies de diámetro en la base, y se elevaban con toda su belleza grandiosa pero delicada hasta el lejano techo. Había otros en proceso de formación. En estos casos, en el suelo de roca había unas columnas que, como dijo sir Henry, parecían las columnas quebradas de un templo antiguo griego, en tanto que, en las alturas, pendiente del techo, se podía vislumbrar el extremo de un carámbano enorme.

 

Mientras las contemplábamos, podíamos oír el proceso de formación, porque al poco rato cayó una gota de agua desde el lejano carámbano hasta la columna de abajo, produciendo un diminuto chapoteo. En algunas columnas sólo caía una gota cada dos o tres minutos, y en estos casos resultaría interesante calcular cuánto tiempo tardaría en formarse un pilar, digamos de ochenta pies de altura por diez de diámetro, al ritmo con que caía el agua. El siguiente ejemplo demostrará que, en líneas generales, el proceso es incalculablemente lento. Cortado en uno de los pilares, descubrimos una figura con una tosca similitud a una momia y, sobre ella, algo que parecía ser un dios egipcio, sin duda obra de algún trabajador de las minas de la antigüedad. Aquella obra de arte había sido realizada a tamaño natural, método por el que los tipos ociosos, ya sea un obrero fenicio o un peón inglés, tratan de inmortalizarse a expensas de las obras maestras de la naturaleza, es decir, a unos cinco pies del suelo. Sin embargo, en el momento en que lo vimos nosotros, que debía de ser casi tres mil años después de su realización, la columna sólo tenía ocho pies de altura y aún seguía en proceso de formación, lo que indica un ritmo de crecimiento de un pie cada mil años, o poco más de una pulgada por siglo. Lo supimos porque, mientras estábamos junto a ella, oímos caer una gota de agua.

En algunos casos, las estalactitas adoptaban formas extrañas, presumiblemente cuando la gota de agua caía en el mismo sitio. Así, una masa enorme, que debía de pesar unas cien toneladas, tenía forma de púlpito, bellamente labrado en toda su superficie, de tal modo que parecía encaje. Otras semejaban extrañas bestias, y en los lados de la cueva había dibujos como abanicos de marfil, como los que deja la escarcha en un cristal.

Alrededor de la nave central se abrían cuevas más pequeñas, exactamente igual, como observó sir Henry, que las capillas de las grandes catedrales. Algunas tenían grandes dimensiones, pero otras —y eso constituye un hermoso ejemplo de cómo la naturaleza lleva a cabo su labor de artesanía según leyes invariables, e independientemente del tamaño— eran minúsculas. Una de estas cavernas no era mayor que una casa de muñecas inusualmente grande, pero podría haber servido de modelo para toda la cueva, porque se producía el mismo goteo, los minúsculos carámbanos colgaban del techo igual que en la nave central y las columnas tenían idénticas formaciones.

Pero no teníamos mucho tiempo para examinar aquel maravilloso lugar con todo el detenimiento que hubiésemos deseado, porque, por desgracia, Gagool parecía ser insensible a las estalactitas, y su única preocupación consistía en acabar aquel asunto rápidamente. Aquel hecho me irritó más por cuanto yo tenía especiales deseos de descubrir, si era posible, el sistema por el que entraba la luz en aquel lugar, y si lo había hecho la mano del hombre o la naturaleza, y también si lo habían utilizado en la antigüedad, cosa que parecía probable. Pero nos consolamos con la idea de examinarlo a fondo cuando regresáramos, y seguimos los pasos de nuestra misteriosa guía.

Nos llevó hasta el fondo de la caverna enorme y silenciosa donde encontramos otra entrada, no abovedada como la primera, sino cuadrada en la parte superior, como en los templos egipcios.

—¿Estáis preparados para entrar en el Lugar de la Muerte? —preguntó Gagool, a todas luces con la intención de hacernos sentir incómodos.

—Continúa, bruja —dijo Good en tono solemne, tratando de aparentar que no estaba asustado, como en realidad nos ocurría a todos, salvo a Foulata, que se había cogido del brazo de Good en busca de protección.

—Esto tiene un aspecto fantasmagórico —dijo sir Henry asomando la cabeza por la oscura entrada—. Vamos, Quatermain; seniores priores. ¡No haga esperar a la vieja dama! —concluyó, y se hizo a un lado cortésmente para que yo me colocara a la cabeza del grupo, cosa que no le agradecí en mi fuero interno.

Tap, tap, tap, resonaba el bastón de la vieja Gagool por el pasadizo, al caminar renqueante, riendo entre dientes de una forma repugnante. Yo la seguía, abrumado por un presentimiento inexpresable de que algo terrible nos iba a suceder.

—Vamos, siga adelante, amigo —dijo Good—, o perderemos de vista a nuestra gentil guía.

Empujado por las palabras de mi compañero, entré en el pasadizo y tras caminar unos veinte pasos me encontré en una lúgubre estancia de unos cuarenta pies de longitud, treinta de anchura y otros treinta de altura, que sin duda había sido excavada por la mano del hombre en una época remota. Aquella estancia no estaba tan bien iluminada como la amplia antecámara de estalactitas, y todo lo que pude vislumbrar a primera vista fue una enorme mesa de piedra que ocupaba todo un lado de la estancia, con una colosal figura blanca en un extremo y varias figuras blancas de tamaño natural alrededor. A continuación vi un objeto pardo, sentado en el centro de la mesa, y al cabo de unos momentos, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz y descubrí lo que eran todas aquellas cosas, emprendí una carrera tan veloz como me lo permitieron mis piernas.

Por regla general, no soy un hombre nervioso, ni dado a las supersticiones, ya que he vivido lo suficiente como para saber que son una estupidez. Pero debo admitir que aquella visión me trastornó, y de no haber sido porque sir Henry me cogió por el cuello de la camisa y me detuvo, creo sinceramente que al cabo de otros cinco minutos hubiera estado fuera de aquella cueva de estalactitas, y ni por todos los diamantes de Kimberley me hubiera animado a entrar de nuevo. Pero sir Henry me sujetó con fuerza, y me detuve porque no me quedó más remedio. A los pocos segundos sus ojos también se acostumbraron a la luz; me soltó y se puso a limpiarse las gotas de sudor de la frente. Good profirió un juramento con voz débil, y Foulata le rodeó el cuello con los brazos y chilló.

Sólo Gagool seguía riendo entre dientes.

En verdad era una visión fantasmagórica. Allí, al extremo de la larga mesa de piedra, sujetando con sus dedos esqueléticos una lanza grande y blanca estaba sentada la Muerte en persona, bajo la forma de un colosal esqueleto humano de una altura de quince pies o más. Mantenía la lanza muy por encima de su cabeza, como si estuviera a punto de descargarla. Una mano huesuda descansaba sobre la mesa de piedra, en la posición que adopta un hombre que va a levantarse de su asiento, en tanto que el cuerpo se inclinaba hacia adelante de tal forma que las vértebras del cuello y la calavera brillante y sonriente se proyectaban hacia nosotros, y las cuencas vacías de sus ojos se clavaban en nuestras personas, las mandíbulas un poco abiertas como si fuese a hablar.