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100 Clásicos de la Literatura

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Cuando mi mente se despejó, me encontré junto a los restos de los «grises» cerca de la cumbre de la loma, y justo detrás de mí, ni más ni menos que al propio sir Henry. En ese momento no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí, pero sir Henry me contó después que fui arrastrado por la furiosa carga de los «búfalos» casi hasta sus pies y que allí me quedé cuando ellos, a su vez, fueron rechazados. Entonces él salió del círculo y me empujó hasta el interior.



Con respecto al combate que siguió, ¿quién podría describirlo? Una y otra vez las multitudes embestían contra nuestro círculo momentáneamente reducido, y una y otra vez los hacíamos retroceder. Como dice el poeta en alguna parte:



Los tenaces lanceros aún competían



con el bosque impenetrable y oscuro;



ocupaban el lugar que dejaban sus camaradas



cuando ellos caían.



Era un espectáculo espléndido ver a aquellos valientes batallones saltar reiteradamente las barreras de sus muertos, protegiéndose a veces con los cadáveres de nuestros lanzazos, para que luego sus propios cadáveres se amontonaran en rápida sucesión. Era hermoso contemplar a aquel obstinado y viejo guerrero, Infadoos, tan sereno como si estuviera en un desfile, dar órdenes, vituperar, e incluso bromear, para mantener alta la moral de los pocos hombres que le quedaban y con cada embate dirigirse adonde la lucha era más reñida para ayudar a rechazarla. Y aún más hermoso era ver a sir Henry, cuyo penacho de plumas de avestruz había quedado tronchado por un lanzazo, de modo que su largo pelo rubio ondulaba al viento. Allí se erguía el gran danés, porque no era otra cosa con las manos, el hacha y la armadura rojos de sangre, y nadie sobrevivía a su arremetida. Una y otra vez le vi abatir a los guerreros que se aventuraban a presentarle batalla, y a cada golpe gritaba: «¡Ohoy! ¡Ohoy!», como sus antepasados bersekires, y el golpe rompía con un crujido escudo y lanza, destrozaba el tocado de plumas, el pelo y el cráneo, de forma que ya nadie se acercaba de propio intento al gran tatagi (`hechicero’) blanco, que mataba sin errar.



Pero, de repente, se oyó «Twala, y Twala», y de la masa de guerreros salió nada menos que el gigantesco rey tuerto en persona, también armado con hacha y escudo, y revestido de cota de malla.



—¿Dónde estás, Incubu, hombre blanco que asesinó a mi hijo Scragga? ¡A ver si puedes matarme a mí! —gritó, y al mismo tiempo lanzó una tolla a sir Henry, quien, por fortuna, la vio venir y la evitó con el escudo, que quedó atravesado; se hincó en la plancha de hierro de la parte posterior.



Entonces, con un alarido, Twala se abalanzó sobre él, y le asestó con el hacha un golpe en el escudo con tal ímpetu que, a pesar de ser un hombre fuerte, sir Henry cayó de rodillas.



Pero de momento la cosa no fue más lejos, porque en ese instante surgió de los regimientos atacantes algo así como un gemido de desaliento, y al levantar la vista comprendí el motivo.



A derecha e izquierda, la llanura estaba animada por los penachos de plumas de los guerreros atacantes. Habían llegado los escuadrones que cubrían los flancos, para nuestro alivio. No podían haber elegido mejor momento. Como había predicho Ignosi, todo el ejército de Twala había fijado su atención en la sangrienta lucha que se desarrollaba en torno a los restos de los «grises» y los «búfalos», que estaban librando una batalla por su cuenta a cierta distancia, regimientos que habían formado el centro de nuestro ejército. Hasta que las alas estuvieron a punto de cerrarse sobre ellos, no se apercibieron de su proximidad. Y entonces, antes de que pudieran adoptar una formación adecuada para la defensa, los «impis» saltaron sobre sus flancos como perros de presa.



A los cinco minutos estaba decidida la suerte de la batalla. Atacados por ambos flancos y desmoralizados por la espantosa matanza que habían sufrido a manos de los «grises» y los «búfalos», los regimientos de Twala se batieron en retirada, y muy pronto la llanura que se extendía entre la ciudad de Loo y nosotros quedó sembrada de grupos de soldados que huían. En cuanto a las fuerzas que nos habían rodeado a nosotros y a los «búfalos» hacía escaso tiempo, se desvanecieron rápidamente como por arte de magia, y al poco nos quedamos solos, como una roca de la que se ha retirado el agua del mar. ¡Pero qué panorama! Todo alrededor los muertos y los moribundos yacían en montón, y de los valientes «grises» sólo quedaban vivos noventa y cinco hombres. De este regimiento habían caído más de dos mil novecientos, en su mayoría para no volver a levantarse.



—Hombres —dijo Infadoos con tranquilidad, mientras en los intervalos que dejaba para vendarse una herida del brazo supervisaba lo que quedaba de su regimiento—; habéis mantenido la reputación de nuestro regimiento, y los hijos de vuestros hijos hablarán de esta jornada de lucha —a continuación dio media vuelta y estrechó la mano de sir Henry—. Eres un gran hombre, Incubu —dijo sencillamente—; he vivido una larga vida entre guerreros, y he conocido a muchos hombres valientes, pero nunca he visto a ninguno como tú.



En ese momento, los «búfalos» empezaron a desfilar junto a nosotros para dirigirse a Loo, y al tiempo nos llegó un mensaje de Ignosi en el que se nos pedía a Infadoos, a sir Henry y a mí que nos reuniéramos con él. Así que, tras dar las órdenes necesarias para que los noventa «grises» que quedaban recogieran a los heridos, nos reunimos con Ignosi, quien nos informó que iba a marchar sobre Loo para completar la victoria capturando a Twala, si era posible. Antes de comenzar nuestra marcha, vimos a Good, que estaba sentado sobre un hormiguero a unos cien pasos de nosotros. A su lado se encontraba el cuerpo de un kukuana.



—Debe de estar herido —dijo sir Henry, con ansiedad.



Mientras hacía esta observación, ocurrió algo terrible. El cadáver del soldado kukuana, o lo que parecía ser su cadáver, se puso de pie repentinamente, derribó a Good del hormiguero y comenzó a asestarle lanzazos. Nos precipitamos hacia él aterrorizados, y al acercarnos vimos que el membrudo guerrero asestaba golpe tras golpe sobre el postrado Good, que ante cada aguijonazo agitaba los miembros en el aire. Al vernos venir, el kukuana dio un último golpe con toda su maldad al grito de: «¡Toma, hechicero!», y echó a correr. Good no se movió y llegamos a la conclusión de que nuestro pobre camarada había muerto. Nos acercamos a él tristemente y nos quedamos verdaderamente estupefactos al encontrarle pálido y débil, pero con una serena sonrisa en los labios y el monóculo aún sujeto al ojo.



—Excelente armadura —murmuró al ver nuestras caras que se inclinaban sobre él—. Ese tipo debe de haber quedado agotado —dijo, y a continuación se desmayó. Al examinarle, observamos que tenía una herida grave en la pierna, producida por una topa, pero que la cota de malla había impedido que la lanza del último atacante le hiciera poco más que unos rasguños. Había escapado de la muerte por los pelos. Como no podía hacerse nada por él de momento, lo colocamos en uno de los escudos que se utilizaban para transportar a los heridos y lo llevamos con nosotros.



Al llegar a la primera puerta de Loo, encontramos a uno de nuestros regimientos de guardia que obedecía las órdenes que habían recibido de Ignosi. Los demás regimientos también montaban guardia en las otras puertas de la ciudad. El oficial al mando del regimiento se acercó a nosotros, saludó a Ignosi como rey y le informó que el ejército de Twala se había refugiado en la ciudad, en tanto que el propio Twala había escapado, pero él pensaba que estaban completamente desmoralizados y se rendirían. Ignosi, después de consultar con nosotros, envió emisarios a cada puerta, con la orden de que las abrieran los defensores, y prometió bajo palabra real conceder la vida y el perdón a todos los soldados que depusieran las armas. El mensaje no dejó de producir su efecto. Al poco rato, y entre los gritos y vítores de los «búfalos», el puente quedó tendido sobre el foso y las puertas del otro lado de la ciudad se abrieron de par en par.



Tras tomar las precauciones debidas en previsión de una posible traición, entramos en la ciudad. A lo largo de las calles había millares de guerreros desalentados, cabizbajos, con los escudos y las lanzas a sus pies, quienes, al pasar Ignosi, le saludaron como rey. Seguimos caminando hacia el kraal de Twala. Al llegar a la explanada, en la que uno o dos días antes habíamos presenciado la revista de tropas y la caza de brujos, la encontramos desierta. Pero no completamente desierta, porque en el otro extremo, delante de su cabaña, estaba Twala sentado, con un único ayudante: Gagool.



Era un espectáculo triste verle allí sentado, con su hacha y su escudo a un lado, la barbilla sobre el pecho cubierto por la cota de malla, con una vieja apergaminada por única compañía, y, a pesar de sus crueldades y maldades, se apoderó de mí la compasión, al verle así «caído de su alto estado». No quedaba ni un sólo soldado de sus ejércitos, ni un solo cortesano de los cientos que le habían adulado, ni una sola de sus mujeres para compartir su suerte o para endulzar la amargura de su caída. ¡Pobre salvaje! Estaba aprendiendo la lección que el destino enseña a la mayoría de aquellos que viven lo suficiente: que los ojos de los humanos son ciegos para los vencidos, y que quien está indefenso y caído encuentra escasos amigos y poca piedad. En este caso, no merecía ninguna.



Entramos en fila por la puerta del kraal y atravesamos la explanada en la que estaba sentado el antiguo rey. Cuando se dio la orden de alto, el regimiento se detuvo a unas cincuenta yardas y, acompañados tan sólo por una pequeña guardia, avanzamos hacia él, en tanto que Gagool nos increpaba amargamente. Al acercarnos, Twala levantó por primera vez su cabeza coronada de plumas, y clavó su único ojo, que parecía refulgir de furia contenida, casi con tanto brillo como el diamante que llevaba en la frente, sobre su rival, Ignosi.

 



—¡Saludos, oh rey! —dijo con amarga burla—. Tú que has comido de mi pan, y que con la ayuda de la magia del hombre blanco has engañado a mis regimientos y vencido a mi ejército, ¡saludos! ¿Qué suerte me reservas, oh rey?



—¡La suerte que por ti corrió mi padre, cuyo trono has usurpado durante todos estos años! —contestó inexorable.



—Está bien. Te mostraré cómo se muere, para que lo recuerdes cuando llegue tu hora. Mira, el sol se esconde, ensangrentado —y señaló con su roja hacha de guerra hacia el globo que se ocultaba—; es bueno que mi sol se ponga con él. Y ahora, ¡oh rey!, estoy dispuesto a morir, pero invoco el privilegio de la casa real kukuana de morir en combate. No puedes negármelo, o incluso esos cobardes que hoy han huido se avergonzarán.



—Otorgado. Elige. ¿Contra quién quieres luchar? Yo no puedo luchar contigo, porque el rey sólo combate en la guerra.



El siniestro ojo de Twala recorrió nuestras filas y, cuando se posó en mí, sentí que la situación había adquirido nuevos tintes muy negros. ¿Y si me elegía a mí como adversario? ¿Qué oportunidades tendría yo contra un salvaje desesperado de seis pies y cinco pulgadas de altura, con una anchura proporcionada? Sería mejor suicidarme directamente. Decidí rápidamente negarme a combatir, incluso si ello implicaba que me expulsaran de Kukuanalandia. Creo que es mejor ser expulsado que hecho pedazos con un hacha de guerra.



Al cabo de unos instantes, Twala habló.



—Incubu, ¿qué dices tú? ¿Quieres que terminemos lo que empezamos hoy o tendré que llamarte cobarde, hombre blanco, cobarde hasta los hígados?



—No —intervino Ignosi apresuradamente—; no vas a luchar con Incubu.



—No, si es que tiene miedo —dijo Twala.



Por desgracia, sir Henry comprendió sus palabras y la sangre afluyó a sus mejillas.



—Lucharé con él —dijo—; ya verá si le tengo miedo.



—Por el amor de Dios —atajé—; no arriesgue su vida contra la de un hombre desesperado. Cualquiera que le haya visto a usted hoy sabe que no es un cobarde.



—Lucharé con él —respondió, hosco—. Ningún hombre sobre la faz de la tierra puede llamarme cobarde. ¡Estoy dispuesto!



Dio unos pasos al frente y levantó su hacha.



Me retorcí las manos ante aquel absurdo acto de quijotismo. Pero si estaba decidido a luchar, yo no podía impedírselo.



—No luches, hermano blanco —dijo Ignosi, posando su mano con cariño en el brazo de sir Henry—; ya has peleado bastante y, si te viera morir por su mano, mi corazón se partiría en dos pedazos.



—Voy a luchar, Ignosi —replicó sir Henry.



—Está bien, Incubu. Eres un hombre valiente. Será un buen combate. Mira: Twala, el elefante, está dispuesto.



El rey depuesto soltó una estruendosa carcajada, dio unos pasos al frente y se encaró con Curtis. Se quedaron en esa posición durante unos momentos y el sol poniente inundó de luz sus fornidos cuerpos y los revistió de fuego. Formaban una buena pareja.



Empezaron a caminar en círculo uno frente a otro, con las hachas levantadas.



De repente, sir Henry se abalanzó hacia adelante y descargó un golpe terrible sobre Twala, que se hizo a un lado. El golpe fue tan fuerte que sir Henry casi perdió el equilibrio, circunstancia que aprovechó su adversario inmediatamente. Hizo girar la pesada hacha sobre su cabeza y la descargó con tremenda fuerza. El corazón me dio un salto en el pecho; pensé que todo había terminado. Pero no; con un rápido movimiento ascendente del brazo izquierdo, sir Henry interpuso el escudo entre su cuerpo y el hacha, con el resultado de que un trozo del escudo quedó cortado limpiamente y el hacha cayó sobre su hombro izquierdo, pero no con la suficiente fuerza como para producirle una herida grave. A los pocos segundos, sir Henry descargó otro golpe, que Twala también esquivó con el escudo.



A continuación, se produjo un golpe tras otro, que eran recibidos por los escudos o esquivados. La excitación se hizo muy intensa; el regimiento que contemplaba el combate olvidó la disciplina y, acercándose, empezó a gritar y a gemir a cada embestida. Justo en ese momento, Good, que hasta entonces había estado tendido junto a mí, recobró el sentido, se incorporó, me agarró por el brazo y empezó a caminar a la pata coja, arrastrándome tras él, lanzando gritos de ánimo a sir Henry.



—¡Dele, muchacho! —vociferó—. ¡Buen golpe! ¡Dele fuerte! —y cosas por el estilo.



Sir Henry, tras parar un nuevo golpe con el escudo, se abalanzó con todas sus fuerzas. La arremetida atravesó el escudo de Twala y la cota de malla, y le hirió en el hombro. Con un alarido de dolor y furia Twala devolvió el golpe, con tal fuerza que partió el mango de cuerno de rinoceronte del hacha de su adversario, a pesar de estar guarnecido con bandas de acero, e hirió a Curtis en la cara.



Un grito de desaliento brotó de las gargantas de los «búfalos» al caer al suelo la ancha hoja del hacha de nuestro héroe; y Twala, alzando de nuevo su arma, se lanzó sobre él con un grito. Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, fue para ver el escudo de sir Henry en el suelo y al propio sir Henry con los brazos entrelazados en torno a la cintura de Twala. Oscilaban de uno a otro lado, arremetían uno contra otro como osos, tensaban sus poderosos músculos para salvar la amada vida y el aún más amado honor. Con un supremo esfuerzo, Twala hizo perder pie al inglés y cayeron los dos juntos, rodando de un lado a otro sobre el pavimento de tierra apisonada. Twala asestaba golpes con su hacha a la cabeza de Curtis, y sir Henry trataba de atravesar la armadura de Twala con la tolla que había sacado de su cinturón.



Era un combate terrible, un espectáculo espantoso.



—¡Quítele el hacha! —bramó Good, y quizá nuestro héroe le oyó.



Sea como fuere, dejó caer la topa e intentó agarrar el hacha, que estaba sujeta a la muñeca de Twala por una banda de cuero de búfalo, y aún rodando de un lado a otro, lucharon por ella como gatos salvajes, con jadeos entrecortados. De pronto se rompió la cinta de cuero y, con un esfuerzo sobrehumano, sir Henry se liberó con el arma en su poder. Unos segundos después se encontraba de pie, chorreándole roja sangre de la herida de la cara, y lo mismo Twala. Éste sacó la pesada tolla del cinturón y asestó un golpe a Curtis que le alcanzó en el pecho. El golpe dio en el blanco, con gran fuerza, pero quienquiera que hubiese hecho la cota de malla conocía su oficio, porque el acero la rechazó. Twala volvió a acometerlo con un salvaje alarido y el pesado cuchillo volvió a rebotar, y sir Henry retrocedió trastabillando. Una vez más arremetió Twala contra él, y al mismo tiempo el enorme inglés hizo acopio de energías, giró el hacha sobre su cabeza y le acometió con todas sus fuerzas.



Un grito de expectación surgió de mil gargantas, y ¡he aquí el resultado!: la cabeza de Twala cayó, salió rodando y rebotando por el suelo hacia donde se encontraba Ignosi y se detuvo a sus pies. Durante unos momentos, el cadáver se mantuvo de pie, con la sangre saliendo a borbotones de las arterias cercenadas; después, con un crujido sordo cayó al suelo, y la gargantilla de oro que rodeaba el cuello cayó rodando por el pavimento. Al mismo tiempo, agotado por la debilidad y la pérdida de sangre, sir Henry se desmayó y cayó pesadamente.



Lo levantaron inmediatamente y muchas manos solícitas le mojaron el rostro con agua. Sus grandes ojos grises se abrieron de par en par.



No estaba muerto.



Entonces, mientras se ponía el sol, me acerqué a donde yacía la cabeza de Twala, desaté el diamante de la frente del muerto y se lo tendí a Ignosi.



—Tómalo —dije—, legítimo rey de los kukuanas.



Ignosi se colocó la diadema en la frente, después puso un pie sobre el ancho pecho de su enemigo decapitado e inició un cántico, o más bien un himno triunfal, tan hermoso, y sin embargo tan salvaje, que no tengo esperanzas de poder dar una idea de lo que decía. En una ocasión oí a un erudito que poseía una bonita voz leer en voz alta unos pasajes del poeta griego Hornero, y recuerdo que el sonido de los versos pareció inmovilizar mi sangre. El cántico de Ignosi, pronunciado en un idioma tan bello y sonoro como el griego, provocó el mismo efecto en mí, aunque me encontraba agotado de tantos trajines y tantas emociones.



—Ahora —empezó a decir— nuestra rebelión ha sido coronada por la victoria, y nuestras maldades quedan justificadas por la fuerza.



»Por la mañana, los opresores se levantaron y se desplegaron, se endosaron sus penachos y se prepararon para el combate.



»Se levantaron y cogieron sus lanzas; los soldados dijeron a sus capitanes: «Vamos, guiadnos»… y los capitanes gritaron al rey: «Dirige tú la batalla».



»Se levantaron llenos de orgullo; veinte mil hombres y aún veinte mil más.



»Sus penachos de plumas cubrieron la tierra como las plumas de un pájaro cubren su nido; agitaron sus lanzas y gritaron; blandieron sus lanzas al sol; anhelaban la batalla y estaban contentos.



»Se alzaron contra mí; los más fuertes avanzaron rápidamente para aplastarme. Gritaron: «¡ja, ja, ja! Puedes darte por muerto».



»Entonces yo lancé mi aliento sobre ellos; y mi aliento fue como el aliento de una tormenta, y ¡hete aquí que dejaron de existir!



»Mis rayos lo atravesaron. Destruí su fuerza con los rayos de mis lanzas; los hice caer a tierra con el trueno de mi voz.



»Huyeron, se dispersaron, desaparecieron como la neblina de la mañana.



»Son pasto de los cuervos y los zorros, y el campo de batalla ha engordado con su sangre.



»¿Dónde están los poderosos que se levantaron esta mañana?



»Reclinan la cabeza, pero no están dormidos; yacen, pero no duermen.



»Han sido olvidados; han entrado en las tinieblas y de allí no regresarán. Sí, otros se llevarán a sus mujeres, y a sus hijos no volverán a recordarlos.



»Y yo, ¡el rey!, he hallado mi nido como el águila.



»¡Escuchad! He vagado durante mucho tiempo en la noche, pero he regresado con mis pequeños al despuntar el alba.



»Cobíjate a la sombra de mis alas, oh pueblo, y yo te protegeré y no serás débil.



»Es ésta una buena hora; la hora del botín.



»Míos son los ganados que pacen en los valles; las vírgenes de los kraals también son mías.



»Ya ha pasado el invierno y el verano está próximo.



»Ahora el Mal ocultará su rostro y la Prosperidad florecerá en la tierra como un lirio.



»¡Regocíjate, regocíjate, pueblo mío!



»Que toda la tierra se regocije porque el tirano ha caído y yo soy ahora el rey.



Se detuvo, y la muchedumbre allí congregada estalló en un profundo grito.



—¡Tú eres el rey!



Y así fue como la profecía que le hice al emisario se convirtió en realidad, y al cabo de cuarenta y ocho horas el cadáver decapitado de Twala se ponía rígido a la puerta de su cabaña.





15. Good cae enfermo





Cuando hubo acabado la pelea, llevaron a sir Henry y a Good a la cabaña de Twala, donde me reuní con ellos. Ambos estaban completamente agotados por el esfuerzo y la pérdida de sangre, y francamente, mi estado no era mucho mejor. Soy muy resistente y puedo soportar más fatigas que la mayoría de los hombres, quizá debido a mi escaso peso y al largo entrenamiento, pero aquella noche me encontraba absolutamente rendido y, como me ocurre siempre que estoy agotado, empezó a dolerme la vieja herida que me infligió el león. Asimismo, me dolía terriblemente la cabeza, debido al golpe que había recibido por la mañana, cuando me dejaron sin sentido. Además, hubiera sido difícil encontrar a un trío más desdichado que el que formábamos aquella noche; nuestro único consuelo consistía en la idea de que teníamos mucha suerte por encontrarnos allí para poder sentirnos desdichados, en lugar de yacer muertos en la llanura, como lo estaban aquella noche tantos miles de hombres valientes que se habían levantado por la mañana sanos y fuertes.



De una u otra forma, y con la ayuda de la hermosa Foulata, que, desde que le salvamos la vida, se había convertido por propia voluntad en nuestra sirvienta, sobre todo de Good, nos las arreglamos para quitarnos las cotas de malla, que, sin duda, habían salvado la vida de dos de nosotros aquel día. Descubrimos que teníamos el cuerpo terriblemente magullado, porque, a pesar de que las anillas de acero habían evitado que traspasaran las armas, no habían evitado las magulladuras. Tanto sir Henry como Good estaban cubiertos de moratones de pies a cabeza, y no se puede decir que yo hubiera salido bien parado. Para curarnos, Foulata trajo unas hojas verdes machacadas, que despedían un fuerte aroma y que, aplicadas como cataplasma, nos proporcionaron un alivio considerable.

 



Pero aunque las magulladuras eran dolorosas, no eran tan angustiosas como las heridas de sir Henry y Good. Este último tenía un agujero en la parte más carnosa de una de sus «hermosas piernas blancas», por la que había perdido gran cantidad de sangre, y sir Henry tenía una profunda hendidura en la mandíbula, producida por el hacha de Twala. Por suerte, Good era un cirujano bastante aceptable, y en cuanto le llevaron su pequeño botiquín, tras limpiar perfectamente las heridas, se las ingenió para coser primero las de sir Henry y después las suyas de forma bastante satisfactoria, teniendo en cuenta la escasa luz que proporcionaba la primitiva lámpara kukuana que había en la choza. Luego cubrió las heridas con un ungüento antiséptico que contenía un bote del botiquín y las vendamos con los restos de un pañuelo que teníamos.



Entretanto, Foulata nos había preparado un sustancioso caldo, porque estábamos demasiado cansados para comer. Lo tomamos y después nos tumbamos sobre los montones de magníficos kaross o tapices de piel que estaban sembrados por el suelo de la gran cabaña del rey muerto. Por una extraña ironía del destino, fue en un colchón de Twala, y arropado con el propio kaross de Twala, donde durmió aquella noche sir Henry, el hombre que lo había matado.



He dicho dormir, pero después de aquella jornada de fatigas, dormir resultaba realmente difícil. En primer lugar, el aire estaba lleno, a decir verdad,



«de adioses a los moribundos



y lamentos por los muertos.»



Desde todas partes llegaba el sonido de los gemidos de las mujeres cuyos maridos, hijos y hermanos habían perecido en la lucha. No es de extrañar que gimiesen, porque en aquella espantosa batalla habían sido aniquilados más de veinte mil hombres, casi la tercera parte del ejército kukuana. Desgarraba el corazón oír el llanto por aquellos que no regresarían jamás, y hacía comprender todo el horror de la tarea realizada aquella noche por las ambiciones humanas. No obstante, hacia la medianoche, el incesante llanto de las mujeres se hizo menos frecuente, hasta que, finalmente, el silencio sólo quedó roto a intervalos de unos cuantos minutos por un aullido largo y agudo que provenía de una cabaña cercana; más tarde descubrí que era Gagool, que se lamentaba por Twala, el rey muerto.



Después me sumí en un sueño inquieto, del que me despertaba de vez en cuando sobresaltado, creyendo que una vez más tomaba parte en los terribles acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Unas veces veía al guerrero del que había dado cuenta con mis propias manos, que cargaba contra mí en la cumbre de la colina; otras veces me encontraba en el glorioso círculo de «grises», que llevaron a cabo su inmortal carga contra todos los regimientos de Twala, sobre la pequeña elevación de tierra, y otras veces veía la empenachada y ensangrentada cabeza de Twala rodar a mis pies con los dientes apretados y el ojo centelleante.



Por fin acabó la noche, pero cuando despuntó el alba descubrí que mis compañeros no habían dormido mucho mejor que yo. De hecho, Good tenía una fiebre muy alta, y al poco tiempo empezó a delirar, y también a escupir sangre, como resultado, sin duda, de alguna herida interna provocada por los esfuerzos desesperados del guerrero kukuana por atravesar con la lanza su cota de malla el día anterior. Sir Henry, no obstante, parecía estar en buen estado, a pesar de la herida de la cara, que le dificultaba comer y le impedía reír; pero estaba tan dolorido y rígido que apenas podía moverse.



Alrededor de las ocho recibimos la visita de Infadoos, que no parecía encontrarse demasiado mal, a pesar de ser guerrero viejo, por los esfuerzos realizados el día anterior, y nos dijo que había estado despierto toda la noche. Quedó encantado de vernos, pero se afligió mucho al ver el estado en que se encontraba Good, y nos estrechó la mano cordialmente. Observé que se dirigía a sir Henry con una especie de reverencia, como si pensara que era algo más que un hombre, y en efecto, como averiguamos más adelante, en toda Kukuanalandia se consideraba al gran caballero inglés como un ser sobrenatural. Los soldados decían que un hombre no podía luchar como él lo había hecho ni, tras tanta fatiga y pérdida de sangre, matar en combate singular a Twala —que, además de ser el rey, era supuestamente el guerrero más fuerte de Kukuanalandia—, ni cortarle su cuello de toro de un solo hachazo. En realidad, aquel hachazo se hizo proverbial en Kukuanalandia, y desde entonces se dio el nombre de «golpe de Incubu» a cualquier golpe o hazaña extraordinarios.



Infadoos también nos dijo que todos los regimientos de Twala se habían sometido a Ignosi, y que empezaban a someterse todos los jefes del país. La muerte de Twala a mano de sir Henry había puesto punto final a cualquier posibilidad de rebelión, porque Scragga era hijo único y no quedaba vivo ningún aspirante al trono.



Observé que Ignosi había accedido al trono con derramamiento de sangre. El anciano jefe se encogió de hombros.



—Sí —replicó—; pero el pueblo kukuana sólo está tranquilo si corre la sangre de vez en cuando. En verdad han muerto muchos, pero quedan las mujeres, y pronto crecerán más hombres que ocuparán el lugar de los que han caído. Después de esto, el país estará en calma durante un tiempo.



En el transcurso de la mañana, recibimos una corta visita de Ignosi, cuya frente estaba ceñida por la diadema real. Mientras observaba cómo avanzaba hacia nosotros con regia dignidad, con un guardia que seguía sus pasos, no pude evitar recordar al zulú de alta estatura que se presentara ante nosotros en Durban unos meses atrás, pidiendo que le tomásemos a nuestro servicio, y me puse a reflexionar sobre las extrañas vueltas que da la rueda de la fortuna.



—Salve, ¡oh rey! —dije, poniéndome de pie.



—Sí, Macumazahn. Al fin soy rey, gracias a vuestros esfuerzos —contestó rápidamente.



Según dijo, todo marchaba bien y esperaba preparar una gran fiesta dentro de dos semanas para presentarse ante el pueblo.



Le pregunté qué había decidido hacer con Gagool.



—Es el genio maléfico de esta tierra —contestó—. ¡Voy a matarla, y con ella a todos los hechiceros! Ha vivido tanto que nadie la recuerda cuando era joven, y siempre ha sido ella quien ha enseñado a las cazadoras de brujos, y la que ha hecho que el mal asolase nuestra tierra bajo la mirada de los cielos.



—Pero sabe mucho —repliqué—. Es más fácil destruir la sabiduría que obtenerla, Ignosi.



—Así es —dijo pensativo—. Ella y sólo ella conoce el secreto de las Tres Brujas de allá lejos, por donde discurre la gran carretera, donde están enterrados los reyes, y donde vigilan los silenciosos.



—Sí, y donde están los diamantes. No olvides tu promesa, Ignosi; tienes que llevarnos hasta las minas, aunque te veas obligado a perdonar la vida a Gagool para que nos indique el camino.



—No lo olvidaré, Macumazahn. Pensaré en lo que has dicho.



Tras la visita de Ignosi fui a ver a Good, y lo encontré delirando. La fiebre provocada por su herida parecía haberse apoderado de su organismo y haberse complicado con una lesión interna. Durante cuatro o cinco días su estado fue crítico. En verdad creo firmemente que, de no haber sido por los cuidados infatigables de Foulata, habría muerto.



Las mujeres son siempre mujeres, en cualquier parte del mundo, cualquiera que sea su color. Pero resultaba curioso ver a aquella belleza negra inclinada noche y día sobre el colchón del hombre febril y dedicándole todos los cuidados con tanta rapidez, dulzura y fino instinto como una enfermera diplomada. Las dos primeras noches intenté ayudarla, y lo mismo hizo sir Henry en cuanto pudo moverse, pero ella soportaba nuestras intromisiones con impaciencia, y finalmente insistió en que le dejásemos en sus manos, diciendo que nuestros movimientos le impedían descansar, lo que yo creo que era cierto. Día y noche vigilaba y le atendía, le suministraba una sola medicina, una bebida nativa refrescante, h