Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Al oír el ruido, la masa de hombres que teníamos frente a nosotros se abrió un poco y avanzó hacia la colina por la lengua de tierra herbosa a paso lento, cantando una canción con voz ronca. Nosotros mantuvimos un fuego continuo con nuestros rifles mientras se acercaban; Ignosi se sumaba a él de vez en cuando, y acabamos con varios hombres, aunque, por supuesto, no produjimos mayor efecto sobre aquella potente acometida de hombres armados que el que producen los guijarros sobre la ola rompiente.

Siguieron avanzando con gritos y entrechocar de lanzas; hacían retroceder a los destacamentos que habíamos situado entre las rocas al pie de la colina. Después, su avance fue un poco más lento, ya que si hasta entonces no habíamos ofrecido una resistencia seria, las fuerzas atacantes tenían que ascender la colina, y aminoraron el paso para no perder el resuello. Nuestra primera línea de defensa se encontraba aproximadamente en mitad de la ladera de la colina, la segunda unas cincuenta yardas más atrás y la tercera ocupaba el borde de la explanada.

Continuaron su avance lanzando su grito de guerra: «¡Twala! ¡Twala! ¡Chielé! ¡Chielé!». (`¡Twala! ¡Twala! ¡Mata! ¡Mata!’). «¡Ignosi! ¡Ignosi! ¡Chielé! ¡Chielé!», gritaban nuestros hombres. Ya estaban muy cerca y las tollas, o cuchillos arrojadizos, empezaron a centellear en ambos sentidos, y con un espantoso alarido comenzó el combate.

La masa de guerreros ondulaba de un lado a otro; los hombres caían en profusión como las hojas con el viento otoñal; pero no tardó en dejarse sentir la fuerza superior de las tropas atacantes, y nuestra primera línea de defensa retrocedió lentamente, hasta mezclarse con la segunda. Allí la lucha era feroz, pero los nuestros tuvieron que retroceder colina arriba, hasta que finalmente, al cabo de veinte minutos de haber comenzado la batalla, la tercera línea de defensa entró en acción.

Pero ya entonces los atacantes estaban agotados, además de haber sufrido muchas bajas entre heridos y muertos, y resultó que no tuvieron fuerzas para romper la tercera muralla impenetrable de lanzas. Durante un rato la densa masa de guerreros retrocedió y avanzó como una marea en los feroces flujos y reflujos de la batalla, con resultados dudosos. Sir Henry observaba la desesperada lucha con mirada enardecida; sin decir palabra, y seguido por Good, se abalanzó hacia lo más duro de la refriega. Yo me quedé donde estaba.

Los soldados vieron su alta figura al sumergirse en la batalla y gritaron:

—¡Nanzia Incubu! ¡Nanzia Unkungunklovo! (‘¡Ahí va el Elefante!’). ¡Chielé!¡Chielé!

A partir de aquel momento, los resultados de la batalla ya no fueron dudosos. Pulgada a pulgada, luchando con desesperada valentía, las fuerzas atacantes tuvieron que retroceder colina abajo, hasta que finalmente se retiraron a sus reservas con cierto desorden. También en ese mismo instante llegó un mensajero a decir que se había repelido el ataque por la izquierda. Ya empezaba a felicitarme porque el asunto parecía haber terminado de momento, cuando observamos con horror que los hombres que habían combatido en la defensa del flanco derecho retrocedían hacia nosotros por la explanada, seguidos por el enemigo, que atacaba en bandadas y que había vencido en aquel punto.

Ignosi, que se encontraba junto a mí, abarcó con una mirada la situación y dio órdenes rápidamente. Al instante se desplegó el regimiento de reserva que nos rodeaba (los «grises»).

Ignosi volvió a dar órdenes, que recibieron y repitieron los capitanes, y, al cabo de unos segundos, para mi profundo desagrado, me vi envuelto en una furiosa carga contra el enemigo. Protegiéndome lo más posible tras el enorme corpachón de Ignosi, hice de tripas corazón y me precipité hacia la muerte, como si aquello me gustase. Al cabo de uno o dos minutos —el tiempo parecía pasar con mucha rapidez nos zambullimos entre los grupos de hombres que huían, que enseguida empezaron a reorganizarse detrás de nosotros y, a continuación, puedo asegurar que no sé lo que ocurrió. Todo lo que puedo recordar es un tremendo ruido de escudos entrechocados y la súbita aparición de un rufián enorme, cuyos ojos parecían literalmente salírsele de las órbitas, que se dirigía hacia mí con una lanza ensangrentada. Pero— y lo digo con orgullo —estuve a la altura de las circunstancias, y las circunstancias eran tales que la mayoría de las personas se hubiera derrumbado de una vez por todas. Al ver que si me quedaba donde estaba iba a palmarla, en el momento en que aquella aparición horripilante se me acercó, me arrojé al suelo frente a él, con tal astucia que, incapaz de detenerse, tropezó con mi cuerpo postrado. Antes de que pudiera levantarse, yo ya lo había hecho y zanjé la cuestión con mi revólver.

Al poco rato, alguien me derrumbó de un golpe y ya no recuerdo nada más del combate.

Cuando recobré el sentido, me encontré de nuevo en el koppie, con Good inclinado sobre mí con una calabaza de agua.

—¿Cómo se siente, muchacho? —preguntó angustiado.

Me levanté y me sacudí las ropas antes de contestar.

—Muy bien, gracias —repliqué.

—¡Gracias a Dios! Cuando vi que le llevaban en brazos, casi me mareé; creí que la había palmado.

—Todavía no, hijo. Supongo que sólo me dieron un golpe en la cabeza que me dejó fuera de combate. ¿En qué ha acabado?

—De momento, los hemos rechazado por todos los flancos. Las pérdidas son terribles; hay unas dos mil bajas entre muertos y heridos, y ellos deben haber perdido tres mil. ¡Fíjese, es todo un espectáculo! —añadió, señalando hacia las largas hileras de hombres que avanzaban de cuatro en cuatro.

En el centro de cada grupo, sostenida por cuatro hombres, había una especie de bandeja tapada, objeto que las tropas kukuanas siempre llevaban en grandes cantidades, con un asa en cada extremo. Sobre aquellas bandejas, cuyo número parecía infinito, yacían los heridos, a quienes examinaban rápidamente los curanderos al llegar al campamento; había diez por regimiento. Si la herida no presentaba carácter mortal, se llevaban al herido y lo atendían con todo el cuidado que permitían las circunstancias. Pero, si el estado del herido era crítico, lo que ocurría a continuación era espantoso, aunque sin duda era un acto de auténtica piedad. Uno de los curanderos, con la excusa de realizar una exploración, abría rápidamente una arteria con un cuchillo afilado, y al cabo de uno o dos minutos, el paciente expiraba sin dolor. Aquel día se aplicó a muchos casos. En la mayoría de las ocasiones, se hacía cuando la herida se había recibido en el cuerpo, porque el boquete abierto por las lanzas enormemente anchas que usaban los kukuanas hacía imposible, por regla general, la recuperación. En la mayoría de los casos, los pobres heridos ya estaban inconscientes, y en otros, el corte fatal de la arteria era tan rápido e indoloro que no parecían notarlo. No obstante, era un espectáculo espantoso y nos alegramos de poder huir de él. En verdad, no recuerdo que nada me haya afectado más que ver a aquellos valientes guerreros liberados del dolor por los curanderos de manos enrojecidas, excepto en la ocasión en que, tras una batalla, vi a los soldados swazis enterrar vivos a los heridos sin posibilidad de recuperarse.

Huimos de aquella escena macabra hacia el otro lado del koppie, y nos encontramos a sir Henry (que aún sujetaba un hacha de combate ensangrentada), a Ignosi, Infadoos y a uno o dos de los jefes entregados a una profunda consulta.

—¡Gracias a Dios que está usted aquí, Quatermain! No sé muy bien lo que quiere decir Ignosi. Al parecer, a pesar de que hemos vencido a los atacantes, Twala está recibiendo gran cantidad de refuerzos, y se prepara para sitiarnos con la intención de vencernos por hambre.

—Eso es horrible.

—Sí; especialmente porque Infadoos dice que se han agotado las reservas de agua.

—Sí, mi señor, así es —dijo Infadoos—. El torrente no puede cubrir las necesidades de tan gran multitud, y empieza a faltar. Antes de que caiga la noche, todos tendremos sed. Escucha, Macumazahn. Eres sabio, y sin duda has visto muchas guerras en las tierras de las que vienes; es decir, si es que hay guerras en las estrellas. Dinos, ¿qué debemos hacer? Twala ha traído muchos hombres nuevos para reemplazar a los que han caído. Pero Twala ha aprendido una lección. El halcón no pensaba encontrar preparada a la garza; pero nuestro pico le ha desgarrado el pecho; no volverá a golpearnos. Nosotros también estamos heridos, y él esperará a que muramos; se enroscará a nuestro alrededor como la serpiente alrededor del gamo, y hará la guerra de «esperar sentado».

—Te escucho —dije.

—Así pues, Macumazahn, ves que no tenemos agua, y que sólo nos queda un poco de comida, y debemos elegir entre estas tres cosas: languidecer como un león hambriento en su guarida, tratar de romper el cerco dirigiéndonos al norte, o… —y al llegar aquí se levantó y señaló hacia la densa masa que formaban nuestros enemigos— lanzarnos a la garganta de Twala. Incubu, el gran guerrero, que hoy ha luchado como el búfalo capturado en una red, y los soldados de Twala cayeron bajo su hacha como el maíz bajo la guadaña (yo lo he visto con mis propios ojos), Incubu dice: «A la carga». Pero el elefante siempre está dispuesto a la carga. Ahora, ¿qué dice Macumazahn, el astuto zorro viejo, que ha visto mucho y a quien le gusta atacar al enemigo por detrás? La última palabra depende de Ignosi, el rey, porque es derecho del rey decidir en la guerra; pero oigamos tu voz, ¡oh Macumazahn!, que vigilas en la noche, y también la tuya, tú, el del ojo transparente.

—¿Qué dices tú, Ignosi? —pregunté.

—No, padre mío —contestó nuestro antiguo sirviente, que en ese momento, investido con todo el armamento de la guerra, parecía un guerrero de pies a cabeza—, habla tú, y deja que yo, que no soy más que un niño al lado de tu sabiduría, oiga tus palabras.

 

Tras esta renuncia, y tras consultar rápidamente con Good y sir Henry, expuse brevemente mi opinión en el sentido de que, al estar atrapados, nuestra única oportunidad, especialmente teniendo en cuenta la falta de agua, consistía en lanzar un ataque contra las tropas de Twala, y recomendé que se llevara a cabo el ataque de inmediato, «antes de que nuestras heridas se enfriasen», y también antes de que, a la vista de las fuerzas abrumadoramente superiores de Twala, el corazón de nuestros soldados se derritiera como la grasa junto al fuego. Si no, añadí, algún capitán podría cambiar de opinión, hacer las paces con Twala y desertar a sus filas, o incluso traicionarnos y ponernos en sus manos.

Esta opinión pareció encontrar una acogida favorable, en líneas generales; a decir verdad, entre los kukuanas mis palabras eran recibidas con un respeto que nunca se les ha concedido ni antes ni después. Pero la decisión final sobre la línea a seguir dependía de Ignosi, quien, al haber sido reconocido como rey legítimo, podía ejercer los derechos casi ilimitados de soberanía, incluyendo, claro está, la decisión final en materia de estrategia militar, y hacia él se dirigieron todas las miradas.

Por fin, y tras una pausa, durante la que pareció sumirse en profunda meditación, dijo:

—Incubu, Macumazahn y Bougwan, valientes hombres blancos y amigos míos; Infadoos, mi tío, y jefes: he tomado una decisión. Atacaré a Twala hoy, y confiaré al golpe mi suerte, y mi vida, y también vuestras vidas. Escuchad: el ataque será así. ¿Veis cómo se curva la colina, al igual que la media luna, y cómo se extiende la llanura como una lengua verde hacia nosotros?

—Sí —contesté.

—Pues bien; ahora es mediodía, y los hombres están comiendo y descansando tras las fatigas de la batalla. Cuando el sol se haya inclinado y avanzado un poco hacia la oscuridad, que el regimiento, tío, avance junto con otro hacia la lengua verde. Y cuando Twala lo vea, lanzará sus fuerzas contra vosotros para aplastaron. Pero el lugar es estrecho, y los regimientos sólo podrán atacarte de uno en uno; así que podrán ser destruidos de uno en uno, y los ojos del ejército de Twala estarán clavados en una lucha como ningún hombre viviente ha presenciado jamás. Y contigo, tío, irá Incubu, mi amigo, para que cuando Twala vea su hacha de guerra flameando en la primera fila de los «grises», su ánimo desfallezca. Y yo iré con el segundo regimiento, que te seguirá a ti, para que si a ti te destruyen, como pudiera ocurrir, quede aún un rey por el que luchar, y conmigo vendrá Macumazahn, el sabio.

—Está bien, oh rey —dijo Infadoos. Al parecer, consideraba la certeza de la aniquilación total de su regimiento con absoluta calma. En verdad que estos kukuanas son un pueblo maravilloso. La idea de la muerte no parece importarles en absoluto cuando es en cumplimiento de su deber.

—Y mientras los ojos de la multitud de los regimientos de Twala estén fijos en la lucha —prosiguió Ignosi—, un tercio de los hombres que nos queden vivos (es decir, unos seis mil) avanzará por el lado derecho de la colina y caerá sobre el flanco izquierdo de las tropas de Twala, y otro tercio avanzará por el lado izquierdo y caerá sobre el flanco derecho de Twala. Y cuando yo vea que ambos están a punto de arrojarse sobre Twala, entonces, yo, con los hombres que me queden, atacaré de frente a Twala y, si la fortuna nos sonríe, la victoria será nuestra, y antes de que la noche conduzca sus caballos de unas montañas a otras, estaremos tranquilos en Loo. Y ahora, comamos y preparémonos. Infadoos, haz los preparativos para que se lleve a cabo el plan, y espera que mi padre blanco Bougwan vaya al lado derecho para que infunda valor a los hombres con su ojo brillante.

Se iniciaron los preparativos para el ataque, tan concisamente planeado y con tanta rapidez que dice mucho en favor de la perfección del sistema militar de los kukuanas. Al cabo de poco más de una hora, se habían servido las raciones, que se engulleron con prontitud; formaron las tres divisiones, se explicó el plan de ataque a los jefes, y excepto la guardia que quedaba a cargo de los heridos, todas las fuerzas, que ascendían a dieciocho mil en total, estaban listas para entrar en acción.

Al cabo de un rato, se acercó Good y nos estrechó la mano a sir Henry y a mí.

—Adiós, amigos —dijo—; me marcho con el ala derecha, cumpliendo órdenes. Por eso he venido a estrecharles las manos, por si acaso no volvemos a vernos —añadió significativamente.

Nos estrechamos las manos en silencio, no sin exteriorizar todo el entusiasmo que son capaces de mostrar los ingleses.

—Es una historia curiosa —dijo sir Henry; le temblaba un poco la profunda voz—; y confieso que no tengo esperanzas de ver el sol mañana. Por lo que puedo prever, los «grises», con quienes tengo que ir, habrán de luchar hasta que sean barridos, con objeto de permitir a las otras alas deslizarse sin ser vistas y rodear a Twala. Bueno, que sea lo que Dios quiera. ¡En cualquier caso, moriremos como hombres! Adiós, viejo amigo. Que Dios le bendiga. Espero que sobreviva para recoger los diamantes; si así ocurre, hágame caso: ¡no vuelva a mezclarse con pretendientes al trono!

Al cabo de unos segundos, Good nos apretó la mano con fuerza a ambos y se marchó; y entonces Infadoos se acercó a nosotros y llevó a sir Henry a ocupar su puesto al frente de los «grises», mientras que, lleno de malos presagios, yo partí con Ignosi hacia mi puesto en el segundo regimiento de ataque.

14. La última carga de los «grises»

Transcurrieron unos minutos, y los regimientos destinados a llevar a cabo el ataque por los flancos se pusieron en marcha, silenciosos, manteniéndose cautelosamente al amparo de la elevación de terreno con objeto de ocultar su avance a la aguda mirada de los exploradores de Twala.

Dejamos pasar media hora más desde la partida de las alas del ejército antes de que los «grises» y el regimiento de apoyo conocido como los «búfalos», que estaba destinado a soportar el peso de la batalla, hicieran el menor movimiento.

Casi todos los hombres que formaban ambos regimientos eran tropas de refresco, y conservaban toda su fuerza, pues los «grises» habían estado en reserva durante la mañana y habían perdido pocos hombres al rechazar el ataque que logró romper la línea de defensa, cuando yo me uní a la carga y me golpearon, quedando aturdido. Con respecto a los «búfalos», habían formado la tercera línea de defensa en el flanco izquierdo y, como la fuerza atacante no había conseguido romper la segunda línea en aquel punto, apenas habían llegado a entrar en acción.

Infadoos, que era un general curtido y conocía la vital importancia de mantener alta la moral de sus hombres en la víspera de un combate tan desesperado, aprovechó la pausa para arengar a su regimiento, los «grises», en lenguaje poético. Les explicó el honor que recibirían al ser colocados al frente de la batalla y al tener al gran guerrero blanco de las estrellas luchando en sus filas, y prometió grandes recompensas de ganado y promoción a todos aquellos que sobrevivieran, en el caso de que las armas de Ignosi resultaran victoriosas.

Observé las largas hileras de negros penachos ondulantes y los severos rostros que coronaban, y suspiré al pensar que al cabo de una hora, la mayoría, o acaso la totalidad, de aquellos magníficos guerreros veteranos, entre los que no había ninguno con menos de cuarenta años de edad, yacerían muertos o moribundos sobre el polvo. No podía ser de otro modo; estaban condenados a la matanza por la sabia indiferencia hacia la vida humana que caracteriza al gran general, que a menudo salva sus tropas y alcanza sus fines, para dar al resto del ejército la oportunidad del éxito. Estaban predestinados a la muerte, y lo sabían. Su deber consistía en enfrentarse, regimiento tras regimiento, a todo el ejército de Twala en la estrecha franja verde que se extendía a nuestros pies hasta exterminarlo, o hasta que las alas de nuestro ejército encontrasen la oportunidad favorable para lanzarse a la carga. Y, a pesar de ello, no vacilaban, ni pude detectar el menor signo de temor en el rostro de ninguno de ellos. Allí estaban, erguidos, dirigiéndose a una muerte segura, a punto de abandonar la bendita luz del día para siempre, y sin embargo, capaces de pensar en su destino sin un estremecimiento. No pude evitar contrastar en esos momentos su estado de ánimo con el mío, que distaba mucho de estar tranquilo, y de proferir un suspiro de admiración y envidia. Hasta entonces nunca había visto una dedicación tan absoluta al concepto del deber, y una indiferencia tan completa hacia sus amargos frutos.

—¡Mirad a vuestro rey! —concluyó el anciano Infadoos, señalando a Ignosi—. Id a luchar y a morir por él, como es el deber de los hombres valientes, y caiga la maldición y la vergüenza eternas sobre el nombre de aquel que retroceda ante la muerte por su rey o que vuelva la espalda al enemigo. ¡Mirad a vuestro rey, jefes, capitanes y soldados! Y ahora, rendid homenaje a la serpiente sagrada, y después, seguidnos, que Incubu y yo os mostraremos el camino que lleva al corazón de las tropas de Twala.

Hubo una pausa, y después, repentinamente, un murmullo surgió de entre las apretadas falanges, como el lejano susurro del mar, producido por el suave golpear de los mangos de seis mil lanzas contra los escudos. Fue creciendo lentamente, hasta alcanzar las dimensiones de un rugido que resonó como el trueno sobre las montañas y llenó el aire de pesadas oleadas ruidosas. Después decreció y se desvaneció lentamente, y estalló el saludo real.

Pensé para mis adentros que Ignosi podía sentirse orgulloso de sí mismo aquel día, porque ningún emperador romano recibió jamás semejante salutación de los gladiadores a punto de morir.

Ignosi correspondió a aquel magnífico acto de homenaje levantando su hacha de guerra, y a continuación los «grises» desfilaron en formación de triple columna, compuesta cada una de ellas por unos mil guerreros, exclusivamente oficiales. Cuando la última columna hubo avanzado unas quinientas yardas, Ignosi se colocó a la cabeza de los «búfalos», regimiento que estaba formado de modo similar en triple columna, dio la orden de iniciar la marcha y partimos. Yo, no es necesario decirlo, elevaba las más sentidas plegarias por poder salir de aquel entuerto con el pellejo completo. Me he encontrado en muchas situaciones extrañas, pero nunca en una tan desagradable como aquélla, ni que presentara tan pocas posibilidades de salir sano y salvo.

Cuando llegamos al borde de la meseta, los «grises» ya se encontraban a medio camino de la pendiente que acababa en la lengua de tierra herbosa que ascendía hasta la vertiente de la montaña, algo así como cuando la ranilla de la pata de un caballo entra en la herradura. Grande era la excitación en el campamento de Twala, que estaba situado en la llanura, y, un regimiento tras otro, el ejército iniciaba la marcha a paso ligero para llegar al borde de la lengua de tierra antes de que las fuerzas atacantes desembocaran en la llanura de Loo.

Esta lengua de tierra, con una profundidad de unas trescientas yardas, medía en el arranque o parte más ancha no más de cuatrocientos cincuenta pasos de anchura, en tanto que en el extremo apenas alcanzaba los noventa. Los «grises», quienes al descender la ladera y subir al extremo de la lengua de tierra marchaban en columnas, al llegar al lugar en que volvía a ensancharse recobraron la formación en triple columna y se detuvieron en seco.

Entonces, nosotros, es decir, los «búfalos», nos trasladamos al extremo de la lengua y ocupamos nuestras posiciones de reserva, a unas cien yardas detrás de la última columna de los «grises», sobre un terreno ligeramente más elevado. Entretanto, nos dio tiempo a observar las tropas de Twala, que evidentemente se habían reforzado desde el ataque de la mañana, y cuyo número, a pesar de las bajas, no era menor de cuarenta mil soldados, que avanzaban rápidamente hacia nosotros. Pero, a medida que se acercaban al arranque de la lengua, titubeaban al descubrir que tan sólo podía avanzar un regimiento por la garganta y que a unas setenta yardas de la boca, sin que se le pudiera atacar más que de frente, se encontraba el célebre regimiento de los «grises», orgullo y gloria del ejército kukuana, dispuesto a defender el camino contra sus tropas como los tres romanos que defendieron el puente contra miles de hombres.

Se quedaron titubeantes y finalmente se detuvieron; no estaban muy impacientes por cruzar sus lanzas con las de aquellas tres columnas de hoscos guerreros firmes y dispuestos al ataque. No obstante, al poco rato llegó corriendo un general de elevada estatura, revestido con el acostumbrado penacho de ondulantes plumas de avestruz y escoltado por un grupo de jefes y ayudantes; era, en mi opinión, ni más ni menos que el propio Twala. Dio unas órdenes, y el primer regimiento lanzó un grito, y cargó contra los «grises», que permanecieron completamente inmóviles y silenciosos hasta que las tropas atacantes se encontraron a cuarenta yardas de distancia, y una andanada de topas o cuchillos arrojadizos tableteó entre las filas.

 

A continuación, con un salto y un rugido, se precipitaron hacia adelante, lanzas en ristre, y los dos regimientos chocaron en terrible contienda. A los pocos segundos llegó hasta nuestros oídos el entrechocar de los escudos como el rugido del trueno, y toda la llanura pareció cobrar vida con los destellos de luz que se reflejaban en las lanzas mortíferas. La masa de hombres que luchaban oscilaba de un lado a otro, pero aquello no duró mucho tiempo. De repente, las columnas atacantes parecieron menguar y, con un lento y largo empuje, los «grises» pasaron por encima de ellas, al igual que una gran ola crece y pasa sobre una cresta hundida. Lo habíamos logrado. Aquel regimiento estaba completamente destruido, pero a los «grises» sólo les quedaban dos columnas; una tercera parte de sus hombres había muerto.

Hombro contra hombro, se detuvieron en silencio y esperaron el ataque; y me regocijó ver la barba rubia de sir Henry al moverse de un lado a otro ordenando las filas. ¡Estaba vivo!

Entretanto, nosotros avanzamos hacia el campo de batalla, que estaba cubierto por unos cuatro mil seres humanos postrados, muertos, moribundos y heridos y literalmente teñido de rojo por la sangre. Ignosi dio una orden que rápidamente recorrió las filas, al efecto de que no se matara a ninguno de los enemigos heridos y, por lo que pudimos juzgar, la orden fue cumplida escrupulosamente. Hubiera sido un espectáculo terrible si hubiésemos tenido tiempo de pensar en ello.

Pero avanzaba un segundo regimiento, con el distintivo de penachos de plumas, faldillas y escudos blancos, dispuesto a atacar a los dos mil «grises» que quedaban, y que esperaban en el mismo silencio amenazador de antes, hasta que el enemigo estuvo a unas cuarenta yardas de distancia, momento en que se abalanzaron contra ellos con irresistible fuerza. Una vez más se produjo el espantoso retumbar del choque de los escudos, y ante nuestros ojos volvió a repetirse la inexorable tragedia.

Pero en esta ocasión quedó en suspenso durante más tiempo; en realidad, durante un rato pareció imposible que volvieran a vencer los «grises». El regimiento atacante, que estaba compuesto por hombres jóvenes, combatió con furia extraordinaria, y al principio pareció que la fuerza de su número hacía retroceder a los veteranos. La matanza fue espantosa; a cada minuto caían cientos de hombres; y entre los gritos de los guerreros y los gemidos de los moribundos, combinados con la música del entrechocar de las lanzas, se oía un continuo sonido silbante, «s gee, s gee», la señal de triunfo del soldado victorioso al traspasar con su lanza el cuerpo del enemigo caído.

Pero la perfecta disciplina y el valor decidido e inmutable pueden hacer maravillas, y un soldado veterano vale por dos jóvenes, como pronto se hizo evidente en el caso que nos ocupa. Porque, cuando empezábamos a pensar que todo había acabado para los «grises» y nos disponíamos a ocupar su puesto en cuanto dejaran sitio tras su total destrucción, oí la profunda voz de sir Henry que sobresalía por encima del estruendo y vi su hacha de combate que se agitaba sobre su penacho de plumas. Entonces se produjo un cambio: los «grises» dejaron de combatir, se quedaron inmóviles como rocas contra las que rompían una y otra vez las furiosas oleadas de los lanceros, que volvían a retroceder. Al poco rato empezaron a moverse (en esta ocasión hacia adelante). Como no tenían armas de fuego no había humo, por lo que pudimos verlo todo. Al minuto siguiente el ataque aminoró.

—¡Ah, son verdaderos hombres! Volverán a vencer —dijo en voz alta Ignosi, que rechinaba los dientes con excitación a mi lado—. ¡Mira lo que han hecho!

De pronto, como volutas de humo que salen de la boca de un cañón, el regimiento atacante se dispersó en grupos, con sus blancos tocados agitándose al viento, y dejó a sus oponentes victoriosos, pero, ¡ay!, no era más que un regimiento. De la valiente columna triple que cuarenta minutos antes había entrado en acción con una fuerza de tres mil hombres quedaban, como mucho, seiscientos guerreros cubiertos de sangre; el resto había caído. Y, no obstante, vitoreaban y agitaban sus lanzas en señal de triunfo, y después, en lugar de reunirse con nosotros, tal y como esperábamos, echaron a correr en persecución de los grupos de enemigos que huían. Tomaron posesión de un altozano; adoptaron de nuevo la triple formación, y se agruparon en círculo. Y entonces, gracias a Dios, vi a sir Henry en la cima de la loma, al parecer sano y salvo, y a su lado nuestro viejo amigo Infadoos. Los regimientos de Twala se abalanzaron sobre la fatal franja de tierra y, una vez más, se inició la batalla.

Como pueden haber conjeturado hace tiempo quienes leen esta historia, yo soy francamente un poco cobarde y sin duda nada aficionado a la lucha, aunque, por alguna razón, mi destino haya sido con frecuencia encontrarme en situaciones desagradables y verme obligado a derramar sangre humana. Pero siempre lo he detestado, y he evitado, en lo posible, que mi sangre disminuyera mediante el uso juicioso de mis piernas. No obstante, en esos momentos y por primera vez en mi vida, sentí bullir en mi pecho el ardor marcial. En mi cerebro brotaron fragmentos bélicos de las Ingoldsby Legends, junto a ciertos versos sanguinarios del Antiguo Testamento, como setas en la oscuridad; mi sangre, que hasta entonces estaba casi helada de horror, empezó a golpear en mis venas y me invadió un deseo salvaje de matar sin piedad. Recorrí con la mirada las apretadas filas de guerreros situados detrás de nosotros y, por alguna razón, en ese mismo instante, se me ocurrió pensar si mi rostro tendría el mismo aspecto que el de ellos. Allí estaban con las cabezas asomando por encima de los escudos, las manos inquietas, los labios entreabiertos, sus fieros rasgos encendidos por el ardiente deseo de luchar y en sus ojos una mirada como la del sabueso que avista a su presa.

Tan sólo el corazón de Ignosi, a juzgar por su relativo autodominio, parecía latir con la calma habitual bajo su capa de piel de leopardo, aunque incluso él seguía rechinando los dientes. No pude soportarlo por más tiempo.

—¿Vamos a quedarnos aquí hasta que echemos raíces, Umbopa, quiero decir, Ignosi, mientras Twala devora a nuestros hermanos allá? —pregunté.

—No, Macumazahn —contestó—. Ahora el momento está maduro; cojámoslo.

Mientras hablaba, un regimiento de tropas de refresco se abalanzó sobre el círculo de guerreros que había en la loma y, rodeándolo, lo atacó por el lado opuesto.

En ese momento, levantando su hacha de combate, Ignosi dio la señal de avanzar y, emitiendo el grito de guerra kukuana, los «búfalos» cargaron con un empuje como el embate del mar.

No soy capaz de contar lo que siguió inmediatamente. Todo lo que recuerdo es una acometida furiosa, aunque ordenada, que pareció sacudir la tierra; un súbito cambio de frente y de posiciones del regimiento contra el que iba dirigida la carga; después un choque espantoso, un sordo rugido de voces y un continuo flamear de lanzas, visto a través de una neblina roja de sangre.