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100 Clásicos de la Literatura

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Levanté la vista hacia la luna, y vi, con júbilo y alivio intensos, que no nos habíamos equivocado. En el filo de la gran esfera había un reborde oscuro, en tanto que sobre la brillante superficie se esparcía una ligera bruma.

Alcé la mano solemnemente hacia el cielo, ejemplo que siguieron sir Henry y Good, y cité uno o dos versos de las Ingoldsby Legends en el tono de voz más impresionante que pude adoptar. Sir Henry tomó el relevo con un versículo del Antiguo Testamento, en tanto que Good se dirigió a la reina de la noche con una sarta de palabrotas del corte más clásico que se le ocurrieron.

La penumbra, la sombra de una sombra se deslizó lentamente por la brillante superficie, y al mismo tiempo oí un profundo gemido de terror que ascendía de la multitud que nos rodeaba.

—¡Mira, oh rey! —grité—. ¡Mira, Gagool! ¡Mirad, jefes y pueblo y mujeres! ¡Comprobad si los hombres blancos de las estrellas cumplen su palabra o si son tan sólo unos embusteros!

La luna se oscurece ante vuestros ojos; pronto todo estará sumido en la oscuridad; sí, oscuridad en la hora de la luna llena. Habéis pedido una señal: aquí la tenéis. ¡Oscurécete, oh luna! Retira tu luz, tú que eres pura y santa. Aplasta contra el polvo a los de corazón orgulloso y cubre el mundo de tinieblas.

Los espectadores dejaron escapar un alarido de terror. Algunos estaban petrificados por el miedo; otros caían de rodillas y gritaban. En cuanto al rey, permanecía inmóvil en su asiento, pálido bajo su oscura piel. Sólo Gagool conservaba el valor.

—¡Pasará! —gritó—. He visto algo parecido antes. Ningún hombre puede apagar la luna. No os asustéis. Quedaos quietos. La sombra pasará.

—¡Esperad y lo veréis! —repliqué, vociferando con excitación—. Siga usted, Good. No recuerdo más versos. Jure, sea buen chico. Good respondió noblemente al reto que se le imponía a su capacidad inventiva. Hasta aquel momento no tenía la menor idea de las dimensiones que pueden alcanzar los poderes imprecatorios de un oficial de la Marina. Estuvo hablando durante diez minutos sin parar, sin apenas repetirse.

Entretanto, el anillo oscuro seguía ensanchándose, mientras toda la asamblea fijaba la mirada en el cielo y lo contemplaba en un silencio fascinado. Sombras extrañas y malignas invadían la luna, una quietud ominosa llenó el lugar; todos quedaron inmóviles como la muerte. Transcurrieron varios minutos con lentitud en medio de aquel solemne silencio y, mientras discurrían, la luna llena fue entrando cada vez más en la sombra de la tierra, a medida que se deslizaba el segmento de tinta de su círculo con terrible majestad por los cráteres lunares. La gran esfera pálida parecía acercarse y aumentar de tamaño. Adquirió un tinte cobrizo; después, el trozo de superficie que no se había oscurecido aún se tornó gris y ceniciento, y finalmente, a medida que se acercaba el eclipse total, se veían refulgir fantasmagóricamente las montañas y las mesetas a través de las tinieblas escarlata.

El anillo de oscuridad siguió creciendo; ya cubría más de la mitad de la esfera rojo sangre. El aire se hizo denso y adquirió un tinte escarlata oscuro aún más intenso. Y así siguió, hasta que apenas podíamos ver los feroces rostros que teníamos delante de nosotros. No se oía ningún ruido entre los espectadores.

—La luna se muere…, los hechiceros han matado a la luna —aulló Scragga—. ¡Todos moriremos en las tinieblas!

Movido por el miedo o la ira, o por ambas cosas a la vez, levantó su lanza y la arrojó con todas sus fuerzas contra el ancho pecho de sir Henry. Pero se había olvidado de las cotas de malla que nos había regalado el rey, que llevábamos debajo de nuestras ropas. El acero rebotó sin herirle, y antes de que pudiera repetir el golpe, sir Henry le arrebató la lanza y le atravesó.

Cayó muerto.

Ante aquello, enloquecidos por el terror de las tinieblas crecientes de la maligna sombra que, según creían, estaba devorando la luna, los grupos de muchachas se dispersaron en terrible confusión y corrieron hacia las puertas chillando. Pero el pánico no quedó en eso. El propio rey, seguido por los guardias, algunos jefes y Gagool, que renqueaba tras ellos con increíble celeridad, huyeron hacia las cabañas, de forma que al cabo de unos minutos la futura víctima, Foulata, Infadoos y la mayoría de los jefes con quienes nos habíamos entrevistado la noche anterior, y nosotros, quedamos solos en el escenario, junto al cuerpo de Scragga.

—Y ahora, jefes —dije—, os hemos dado la señal. Si estáis satisfechos, corramos al lugar del que nos hablasteis. No se puede deshacer el hechizo ahora. Durará una hora y la mitad de una hora. Aprovechemos la oscuridad.

—Vamos —dijo Infadoos, disponiéndose a partir, ejemplo que siguieron los atemorizados jefes, Foulata, a quien Good había tomado de la mano, y nosotros.

Antes de que hubiéramos llegado a la puerta del kraal, la luna desapareció del todo, y desde todos los puntos del firmamento las estrellas se precipitaron en el cielo de negrura de tinta.

Cogidos de la mano, avanzamos a tropezones en la oscuridad.

12. Antes de la batalla

Por suerte para nosotros, Infadoos y los jefes conocían perfectamente todos los senderos de la gran ciudad, de modo que, a pesar de la oscuridad, avanzamos con rapidez.

Seguimos caminando durante una hora o más, hasta que, finalmente, empezó a desaparecer el eclipse, y el borde de la luna que se había esfumado en primer lugar volvió a hacerse visible. De repente, mientras la contemplábamos, surgió un rayo de luz plateada, acompañado por un increíble resplandor rojizo, que quedó colgado de la negrura del cielo como una lámpara celestial. Era un espectáculo salvaje y maravilloso. Al cabo de cinco minutos, las estrellas empezaron a palidecer y hubo suficiente luz para ver dónde nos encontrábamos. Entonces descubrimos que estábamos lejos de la ciudad de Loo y nos acercábamos a una colina grande y aplanada que medía unas dos millas de circunferencia. Esta colina, que es una formación muy corriente en Sudáfrica, no era muy alta; en realidad, su mayor elevación apenas llegaba a los doscientos pies, pero tenía forma de herradura, y las laderas eran muy escarpadas y salpicadas de peñascos. Sobre la meseta cubierta de hierba había una amplia explanada apropiada para acampar, que había sido utilizada como acantonamiento militar de potencial nada despreciable. Su guarnición habitual estaba constituida por un regimiento de tres mil hombres, pero mientras subíamos penosamente la empinada ladera de la colina observamos, a la luz de la luna que había vuelto a salir, que había muchos más guerreros de lo corriente.

Al llegar por fin a la meseta, nos encontramos con una multitud de hombres que habían despertado de su sueño, apiñados unos contra otros, temblando de miedo y sumidos en la consternación más extremada por el fenómeno natural que presenciaban. Pasamos entre ellos sin decir palabra, y llegamos a una cabaña situada en el centro de la explanada. Nos quedamos atónitos al ver a dos hombres que nos esperaban, cargados con nuestras escasas pertenencias, que, como es natural, nos habíamos visto obligados a abandonar en nuestra precipitada huida.

—Envié a buscarlo —nos explicó Infadoos—, y también esto —y levantó los pantalones de Good, perdidos tiempo atrás.

Con una exclamación de extasiado deleite, Good se precipitó hacia ellos y procedió a ponérselos.

—¡No irá a ocultar mi señor sus hermosas piernas blancas! —exclamó Infadoos con pena.

Pero Good persistió en su propósito y sólo una vez más tuvo ocasión el pueblo kukuana de volver a ver sus hermosas piernas. Good es un hombre muy tímido. Desde entonces, tuvieron que satisfacer sus anhelos estéticos con la cara a medio afeitar, el ojo transparente y la dentadura móvil.

Sin dejar de mirar con cariñoso recuerdo los pantalones de Good, Infadoos pasó a poner en nuestro conocimiento que había ordenado a los regimientos que formasen al despuntar el alba, para explicarles con detalle las circunstancias de la rebelión que había sido decidida por los jefes, y para presentarles al legítimo heredero al trono, Ignosi.

Así pues, en cuanto salió el sol, las tropas —en total casi veinte mil hombres, que constituían la flor y nata del ejército kukuana— formaron en una amplia explanada, hacia la que nos dirigimos. Los guerreros estaban dispuestos en tres lados de un compacto cuadrado y ofrecían un magnífico espectáculo. Ocupamos nuestros puestos en el lado abierto del cuadrado y pronto estuvimos rodeados por los principales jefes y oficiales.

Después de haberse ordenado el silencio, Infadoos se dirigió a todos ellos. Les narró, en lenguaje vivo y vigoroso —porque, como la mayoría de los kukuanas de alto rango, era un orador nato—, la historia del padre de Ignosi, su vil asesinato a manos de Twala, el rey, y cómo su mujer y su hijo fueron arrojados del poblado para que muriesen de hambre. Después señaló que la tierra sufría y gemía bajo el cruel reinado de Twala; puso como ejemplo las acciones de la noche anterior, en que, con el pretexto de ser malvados, había conducido a la muerte más terrible a muchos de los hombres más nobles del país. Prosiguió diciendo que los señores blancos de las estrellas, al contemplar su país, habían comprendido sus problemas y decidido aliviar su suerte, a costa de innumerables molestias; que, por este motivo, habían tomado de la mano al verdadero rey del país, Ignosi, que languidecía en el exilio, y le habían conducido a través de las montañas; que habían visto la maldad de las acciones de Twala, y que, como señal para los indecisos, y para salvar la vida de Foulata, habían apagado la luna, mediante el ejercicio de su magia, y habían matado al joven demonio Scragga, y que estaban dispuestos a combatir con ellos, a ayudarlos a derrotar a Twala y a llevar al trono al rey legítimo Ignosi.

 

Terminó su discurso entre un murmullo de aprobación, y entonces Ignosi dio un paso al frente y empezó a hablar. Tras reiterar todo lo que había dicho Infadoos, su tío, concluyó la convincente arenga con estas palabras:

—¡Oh jefes, capitanes, soldados y pueblo! Habéis escuchado mis palabras. Ahora debéis elegir entre mi persona y aquel que ocupa el trono, mi tío, que mató a su hermano y quiso que el hijo de su hermano muriese en medio del frío y de la noche. Que yo soy el verdadero rey, éstos —y señaló a los jefes— os lo pueden confirmar, porque ellos han visto la serpiente tatuada en mi cintura. Si yo no fuese el rey, ¿acaso estarían de mi parte estos hombres blancos con toda su magia? ¡Temblad, jefes, capitanes, soldados y pueblo! ¿No está aún ante vuestros ojos la oscuridad con que han cubierto la tierra para confundir a Twala y ocultar nuestra huida, una oscuridad que ha caído en la hora de la luna llena?

—Así es —replicaron los soldados.

—Yo soy el rey, os digo; yo soy el rey —prosiguió Ignosi, alzándose en toda su estatura y levantando el hacha de combate de ancha hoja por encima de la cabeza—. Si hay alguien entre vosotros que diga lo contrario, que dé un paso al frente, y lucharé con él ahora mismo, y su sangre será la prueba roja de que os digo la verdad. Que dé un paso al frente. Agitó el gran hacha, haciéndola flamear a la luz del sol.

Como nadie parecía dispuesto a responder a esta heroica versión del juego de las prendas, nuestro antiguo sirviente continuó su arenga.

—Yo soy el verdadero rey y, si estáis a mi lado en la batalla, si venzo en este día, vosotros participaréis conmigo de la victoria y los honores. Os daré bueyes y mujeres, y tendréis cargos de alto rango en todos los regimientos; y si caéis, yo caeré con vosotros.

Escuchad; os hago esta promesa: que cuando ocupe el trono de mis mayores, cesará el derramamiento de sangre en esta tierra. Ya no encontraréis la muerte cuando claméis por justicia, ya no os perseguirán las cazadoras de brujos ni moriréis sin que os juzguen. Ningún hombre morirá, salvo aquel que quebrante las leyes. Cesará el desmantelamiento de vuestros kraals; todos dormirán a salvo en su cabaña y nada temerán, y la justicia caminará, ciega, por la tierra. ¿Habéis elegido, jefes, capitanes, soldados, pueblo?

—¡Hemos elegido, oh rey! —fue la respuesta.

—Está bien, volved la cabeza y ved cómo salen de la gran ciudad los mensajeros de Twala, hacia el este y el oeste, hacia el norte y el sur, para reunir un poderoso ejército y mataros a vosotros y a mí, y a éstos, mis protectores y amigos. Mañana, o acaso al día siguiente, vendrá con todos aquellos que le son leales. Entonces veré qué hombre está de verdad a mi lado, qué hombre no teme morir por mi causa; y os digo que no lo olvidaré a la hora del reparto del botín. He hablado, oh jefes, capitanes, soldados, pueblo. Ahora id a vuestras cabañas y preparaos para la guerra.

Se hizo el silencio, y uno de los jefes levantó la mano y retumbó el saludo real, Koom. Era la señal de que los regimientos habían aceptado a Ignosi como rey. A continuación desfilaron en batallones.

Media hora más tarde celebramos un consejo de guerra, al que acudieron todos los comandantes de regimiento. Era evidente que no tardaríamos mucho en ser atacados por fuerzas aplastantes. Desde nuestra posición en la colina podíamos ver cómo se concentraban las tropas, y los mensajeros que partían de Loo en todas las direcciones, sin duda para reunir soldados que ayudasen al rey. Teníamos de nuestro lado unos veinte mil hombres, que formaban siete regimientos, de los mejores del país. Twala, según calcularon Infadoos y los jefes, tenía al menos treinta o treinta y cinco mil hombres en los que podía confiar, reunidos en Loo, y pensaban que al mediodía del día siguiente podría reunir otros cinco mil o más. Por supuesto, cabía la posibilidad de que desertaran algunas tropas y se uniesen a las nuestras, pero en principio no podíamos contar con tal eventualidad. Entretanto, estaba claro que empezaban a hacer preparativos para someternos. Ya había fuertes columnas de hombres armados que patrullaban por el pie de la colina, así como otros indicios de un ataque inminente.

No obstante, Infadoos y los demás jefes opinaban que no tendría lugar un ataque aquel día, pues lo emplearían en prepararse y en disipar por todos los medios posibles el efecto moral que había ejercido sobre la mente de los soldados el oscurecimiento, supuestamente mágico, de la luna. Atacarían por la mañana, dijeron, y pudimos comprobar que tenían razón.

Pusimos manos a la obra de fortificar nuestras posiciones en la medida de lo posible. Se pusieron en movimiento casi todos los guerreros, y en el transcurso del día, que nos pareció demasiado corto, hicimos muchas cosas. Se bloquearon con montones de piedras los senderos que subían hacia la colina, que era más un sanatorio que una fortaleza, y se utilizaba generalmente como campamento para los regimientos que hubieran estado de servicio reciente en zonas insalubres del país, y el resto de las vías de aproximación se hicieron tan inexpugnables como nos permitió el tiempo. Se amontonaron pilas de rocas en diversos puntos para hacerlas rodar sobre el enemigo, se asignaron las posiciones de los regimientos y se tomaron todas las medidas que nos sugirió nuestro ingenio.

Justo antes de la puesta del sol, mientras descansábamos de tantos trajines, observamos que un pequeño grupo de hombres avanzaba hacia nosotros desde Loo. Uno de ellos llevaba una hoja de palma en la mano en señal de que acudía como emisario.

Cuando estuvieron cerca, Ignosi, Infadoos, uno o dos jefes y nosotros descendimos hasta el pie de la colina para recibirlo. Era un tipo de magnífica presencia, y llevaba la habitual capa de piel de leopardo.

—¡Saludos! —gritó, mientras se acercaba—. El rey saluda a aquellos que hacen una guerra impía contra el rey; el león saluda a los chacales que gruñen a sus pies.

—Habla —dije.

—Éstas son las palabras del rey. Someteos a la misericordia del rey ahora mismo u os acontecerá algo peor. Ya ha sido desgarrado el lomo del toro negro y el rey lo conduce sangrando por el campamento.

—¿Cuáles son las condiciones de Twala? —pregunté por curiosidad.

—Sus condiciones son misericordiosas, dignas de un gran rey. ¡Éstas son las palabras de Twala, el del ojo único, el poderoso, marido de mil mujeres, señor de los kukuanas, guardián de la gran carretera (la carretera de Salomón), amado por los extraños que están sentados en silencio en las montañas de allá lejos (las tres Brujas), ternero de la vaca negra, elefante cuyas pisadas hacen retumbar la tierra, terror de los malvados, avestruz cuyas patas devoran el desierto, enorme, negro, sabio, rey de generación tras generación! Éstas son las palabras de Twala: «Seré misericordioso y quedaré satisfecho con poca sangre. Morirá uno de cada diez; el resto quedará en libertad, pero el hombre blanco Incubu, que asesinó a Scragga, mi hijo, y el hombre negro, su sirviente, que pretende acceder a mi trono, e Infadoos, mi hermano, que trama la rebelión contra mí, ésos morirán torturados como ofrenda a los Silenciosos». Éstas son las misericordiosas palabras de Twala.

Tras consultar con los demás, le contesté en voz alta, para que pudieran oírlo los soldados, y dije:

—Regresa, perro, con Twala, que te ha enviado, y dile que nosotros, Ignosi, verdadero rey de los kukuanas; Incubu, Bougwan y Macumazahn, los hombres sabios de las estrellas, que oscurecieron la luna; Infadoos, de la casa real, y los jefes, capitanes y el pueblo aquí reunido contestamos: «Que no nos rendiremos; que antes de que el sol se haya puesto dos veces, el cadáver de Twala estará rígido a la puerta de Twala, y que Ignosi, a cuyo padre asesinó Twala, reinará en su lugar». Ahora, márchate, antes de que te echemos a latigazos, y guárdate de levantar una mano contra nosotros.

El heraldo soltó una sonora carcajada.

—No atemorizaréis a los hombres con palabras tan altisonantes —gritó—. Mostraos mañana así de valientes, oh vosotros que oscurecéis la luna. Sed valientes, luchad y estad alegres antes de que los cuervos picoteen vuestros huesos y los dejen más blancos que vuestros rostros. Adiós. Quizá nos encontremos en la batalla. Esperadme, hombres blancos. Y tras pronunciar estas sarcásticas palabras, se retiró, y casi inmediatamente se ocultó el sol.

Fue aquella una noche atareada, ya que, a pesar de nuestra fatiga, continuamos los preparativos para el combate del día siguiente en la medida en que nos lo permitió la luz de la luna. Constantemente partían mensajeros hacia el lugar en que celebrábamos consejo y volvían a sus puestos con igual frecuencia. Finalmente, hacia la una de la madrugada, habíamos hecho todo lo que podía hacerse, y el campamento, salvo por la consigna ocasional de un centinela, se sumió en el sueño. Sir Henry y yo, acompañados por Ignosi y uno de los jefes, descendimos colina abajo e hicimos la ronda por los puestos de guardia. Mientras caminábamos y de forma repentina, surgían las lanzas que centelleaban a la luz de la luna en los lugares más inesperados, para desaparecer en cuanto pronunciábamos la consigna. Era evidente que ningún centinela dormía. Regresamos, pisando cautelosamente por entre los miles de guerreros dormidos, muchos de los cuales disfrutaban por última vez del descanso terrenal.

La luz de la luna se reflejaba sobre sus lanzas y jugueteaba sobre sus rostros, dándoles un aspecto cadavérico; el helado viento nocturno agitaba sus altos y lúgubres penachos de plumas. Allí yacían, tendidos en terrible confusión, con los brazos extendidos y los miembros retorcidos; sus cuerpos fornidos y membrudos parecían fantasmagóricos e inhumanos a la luz de la luna.

—¿Cuántos supone que estarán vivos mañana a esta misma hora? —preguntó sir Henry.

Meneé la cabeza y volví a mirar a los hombres dormidos, y en mi mente cansada, aunque excitada, se me aparecieron como si la muerte ya los hubiera tocado. Mi imaginación separó a aquellos que estaban destinados al sacrificio, y en mi corazón se precipitó la intensa sensación del misterio de la vida humana, y de una pena abrumadora por su inutilidad y su tristeza. Aquella noche, miles de soldados dormían plácidamente; al día siguiente, ellos y muchos otros como ellos, quizá nosotros mismos, estaríamos rígidos, fríos. Sus mujeres serían viudas; sus hijos, huérfanos, y su pueblo no volvería a verlos jamás. Sólo la luna seguiría brillando, serena, el viento nocturno agitaría la hierba, y la ancha tierra descansaría, feliz, al igual que en la eternidad que precedió a aquellos guerreros, y en la eternidad que seguiría cuando quedaran olvidados.

Por mi mente pasaron todas estas reflexiones, porque a medida que me hago viejo, lamento decir que parece apoderarse de mí la detestable costumbre de pensar, mientras contemplaba aquellas hileras de soldados, lúgubres y fantasmagóricas, dormidas, como dice el refrán kukuana, «sobre sus lanzas».

—Curtis —le dije a sir Henry—, estoy muerto de miedo.

Sir Henry se acarició la rubia barba, se echó a reír y contestó:

—Ya le he oído antes hacer esa clase de observación, Quatermain.

—Pero ahora es verdad. Verá, dudo mucho que ninguno de nosotros esté vivo mañana por la noche. Nos atacarán con fuerzas aplastantes, y es más que dudoso que podamos defender este lugar.

—Daremos buena cuenta de ellos, en cualquier caso. Mire, Quatermain, es un asunto muy desagradable, en el que, para ser francos, no deberíamos habernos mezclado, pero lo estamos, de modo que debemos cumplir nuestra misión lo mejor posible. Personalmente, prefiero morir luchando que de otra forma, y ahora que parecen quedar pocas posibilidades de encontrar a mi pobre hermano, la idea me resulta más aceptable. Pero la suerte favorece a los valientes, y puede que tengamos éxito. De cualquier modo, la matanza será espantosa, y como tenemos que mantener nuestra reputación, no nos queda más remedio que meternos de lleno en ello.

Sir Henry hizo esta última observación en tono lúgubre, pero en sus ojos había un brillo que lo desmentía. Tengo la ligera sospecha de que a sir Henry Curtis realmente le gusta combatir.

A continuación nos marchamos y dormimos un par de horas.

Al alba nos despertó Infadoos, que vino a decirnos que se observaba una actividad febril en Loo, y que a nuestros puestos estaban llegando patrullas de escaramuzadores del rey.

Nos levantamos y nos vestimos para la refriega; nos colocamos nuestras cotas de malla, que en la presente tesitura eran muy de agradecer. Sir Henry llevó el asunto hasta los últimos extremos y se vistió como un guerrero nativo. «Cuando estés en Kukuanalandia, haz lo mismo que los kukuanas», sentenció mientras se ponía el brillante acero sobre sus anchos hombros; le sentaba como un guante. Pero no se conformó con eso. A petición suya, Infadoos le había proporcionado un uniforme de guerra completo. Se ajustó al cuello la capa de piel de leopardo de los oficiales; se ciñó en la frente el penacho de plumas negras de avestruz, que sólo utilizaban los generales de alto rango, y se sujetó a la cintura una espléndida moocha de colas de buey blanco. Completaban su atuendo unas sandalias, grebas de piel de cabra, una pesada hacha de guerra, con mango de cuerno de rinoceronte, un escudo redondo de hierro y el número reglamentario de tollas o cuchillos arrojadizos, a los que, no obstante, añadió su revólver. Los ropajes eran, sin duda, salvajes, pero debo añadir que nunca he visto nada tan extraordinario como el aspecto que presentaba sir Henry Curtis ataviado de esa forma. Resaltaba su magnífico cuerpo, y cuando por fin llegó Ignosi vestido con ropajes muy similares, pensé que nunca había visto hombres tan espléndidos.

 

En cuanto a Good y a mí, la cota de malla no nos sentaba tan bien. En primer lugar, Good insistió en llevar sus pantalones, y un caballero corpulento y de corta estatura, con monóculo y la mitad de la cara afeitada, ataviado con una cota de malla, cuidadosamente embutido en unos pantalones de pana verdaderamente andrajosos, resulta más sorprendente que impresionante. En lo que respecta a mí, como la cota de malla era demasiado grande, me la coloqué encima de la ropa, con lo que abultaba de un modo no demasiado favorecedor. Deseché los pantalones, decidido a entrar en batalla con las piernas desnudas para estar más ligero en caso de que fuese necesario hacer una retirada precipitada, y sólo me quedé con los veldtschoons. Con esto, una lanza, un escudo, que no sabía manejar, un par de tollas, un revólver y un enorme penacho de plumas que me encasqueté en el sombrero de caza, para dar un toque sanguinario a mi atuendo, completé mis modestos atavíos. Como complemento, llevamos los rifles, por supuesto, pero como la munición era escasa y serían inútiles en caso de que cargasen contra nosotros, habíamos acordado que los llevasen detrás de nosotros unos porteadores.

En cuanto nos hubimos preparado, engullimos a toda prisa un poco de comida y nos pusimos en marcha para ver cómo iban las cosas. En un punto de la meseta había un pequeño koppie de roca gris que servía para el doble objetivo de cuartel general y torre de vigilancia. Allí nos encontramos con Infadoos, rodeado por su regimiento de «grises», que era, sin duda, el mejor del ejército kukuana, y el que habíamos visto en el primer kraal. Aquel regimiento, formado por tres mil quinientos hombres, se mantenía en reserva, y los guerreros estaban tumbados en la hierba, reunidos en grupos, observando el reptar de las tropas del rey al salir de Loo como hileras de hormigas. Aquellas columnas parecían interminables; había tres en total, y cada una contaba al menos con doce mil hombres.

En cuanto se hubieron alejado de la ciudad, los guerreros formaron. Entonces, una de las columnas se dirigió hacia la derecha, otra hacia la izquierda, y la tercera se acercó lentamente hacia nosotros.

—Vaya —dijo Infadoos—, nos van a atacar por tres flancos a la vez.

Esta noticia era muy grave, ya que nuestra posición en la cima de la montaña, que tenía al menos una milla y media de circunferencia, era muy extensa, por lo que era muy importante concentrar lo más posible nuestras fuerzas defensivas, que eran relativamente reducidas. Pero como no estaba a nuestro alcance adivinar por qué flanco seríamos atacados, tuvimos que arreglárnoslas lo mejor que pudimos y enviamos órdenes a los diversos regimientos para que se dispusieran a recibir las acometidas por separado.

13. El ataque

Las tres columnas avanzaron lentamente y sin la menor señal de prisa o excitación. Cuando se encontraban a unas quinientas yardas de nosotros, la columna principal o central se detuvo al pie de una explanada que subía hacia la colina, al objeto de dar tiempo a las otras dos para rodear nuestra posición, que tenía, más o menos, la forma de una herradura, con los dos extremos apuntando hacia la ciudad de Loo. Sin duda su objetivo consistía en lanzar el ataque simultáneamente por tres flancos.

—¡Ay! ¡Daría cualquier cosa por una ametralladora! —gruñó Good al contemplar las apretadas falanges que se extendían a nuestros pies—. Limpiaría la llanura en veinte minutos.

—No la tenemos, así que de nada sirve lamentarse. Pero ¿por qué no dispara, Quatermain? A ver si puede alcanzar a ese tipo alto que parece estar al mando. Dos contra uno a que falla. Incluso le apuesto un soberano, que le pagaré religiosamente si salimos de ésta, a que la bala no le cae a menos de cinco yardas.

Me piqué, así que cargué el express, esperé hasta que mi amigo se hubo adelantado unas diez yardas a sus tropas para ver mejor nuestra posición, acompañado tan sólo por un ayudante, y entonces me tumbé, apoyé el express sobre una roca y apunté. El rifle, como todos los express, tenía la mira graduada para una distancia de sólo trescientas cincuenta yardas, de modo que, para dar margen al descenso de la bala en su trayectoria, le apunté al centro del cuello, con lo que, según mis cálculos, le alcanzaría en el pecho. Aquel hombre estaba inmóvil y me ofrecía todo tipo de facilidades, pero ya fuera por el nerviosismo, o por el viento, o porque se trataba de un disparo a mucha distancia, el caso es que ocurrió lo siguiente: pensando que había apuntado bien, apreté el gatillo y, cuando se hubo disipado la nubecilla de humo, descubrí con gran disgusto que mi hombre seguía en pie sin daño alguno, en tanto que su ayudante, que se encontraba al menos a tres pasos a la izquierda, estaba tendido en el suelo, al parecer muerto. El oficial al que había apuntado dio media vuelta rápidamente y corrió hacia sus tropas con signos evidentes de alarma.

—¡Bravo, Quatermain! —bramó Good—. Le ha asustado.

Aquello me encolerizó, porque, si puedo evitarlo, no me gusta fallar un tiro en público. Cuando sólo se sabe hacer bien una cosa, nos gusta mantener nuestra reputación intacta. Completamente fuera de mí por haber fracasado, actué irreflexivamente. Apunté rápidamente al general en su carrera y disparé el segundo proyectil. El pobre hombre alzó los brazos y cayó de bruces. Esta vez no fallé el disparo, y —lo digo como prueba de lo poco que pensamos en los otros cuando está en juego nuestro orgullo o nuestra reputación— fui lo suficientemente bruto como para sentirme encantado por ello.

Los guerreros que habían visto la proeza dieron vítores ante aquella exhibición de la magia del hombre blanco, que ellos tomaron como presagio de victoria, en tanto que las tropas a las que pertenecía el general —quien, en efecto, como supimos más tarde, era su comandante— empezaron a retroceder en desordenada confusión. Sir Henry y Good cogieron sus rifles y empezaron a disparar; este último disparó a bulto contra la densa masa que tenía ante él con un Winchester de repetición, y yo también hice un par de disparos con el resultado de que, por lo que pudimos juzgar, dejamos a ocho o diez hombres hors de combat.

En el momento en que dejamos de hacer fuego, se oyó un bramido amenazador que provenía de nuestra derecha, y a continuación un bramido semejante ala izquierda. Las otras dos divisiones habían entrado en combate con nosotros.