Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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El final llegó repentinamente. Con un grito, extendió la vara y tocó a un alto guerrero. Al instante, dos de sus camaradas, que estaban a su lado, agarraron al hombre condenado, cada uno por un brazo, y avanzaron con él hacia el rey.

El guerrero no se resistió, pero vimos que arrastraba sus miembros como si estuvieran paralizados, y sus dedos, que habían dejado escapar la lanza, estaban agarrotados como los de un hombre que acabase de morir.

Al acercarse, le salieron al encuentro dos de aquellos infames verdugos. Después se volvieron hacia el rey, como si esperasen órdenes.

—¡Matad! —dijo el rey.

—¡Matad! —chilló Gagool.

—¡Matad! —coreó Scragga, con una sonrisa irónica.

Casi antes de que se hubieran pronunciado las palabras fue ejecutada la terrible sentencia. Un hombre atravesó el corazón de la víctima con su lanza y, para asegurarse por partida doble, el otro le aplastó los sesos con su enorme maza.

—Uno —contó el rey Twala, al igual que una Madame Defargue negra, como apuntó Good, y arrastraron el cuerpo a unos cuantos pasos y lo extendieron.

Apenas se había llevado esto a cabo, cuando trajeron a otro pobre diablo como un buey al matadero. En esta ocasión comprobamos, por la capa de piel de leopardo que llevaba, que se trataba de una persona de alto rango. De nuevo fueron pronunciadas aquellas espantosas palabras, y la víctima cayó muerta.

—Dos —contó el rey.

Y así continuó aquel juego mortal, hasta que ante nosotros tuvimos varios cientos de cadáveres colocados en hilera. He oído hablar de los espectáculos de gladiadores del tiempo de los césares y de las corridas de toros españolas, pero dudo que ninguna de las dos cosas sea la mitad de horrible que la caza de brujos de los kukuanas. Además, los espectáculos de gladiadores y las corridas de toros contribuyen a la diversión del público, lo que no era precisamente el caso en esta ocasión. El más experto buscador de emociones rechazaría ésta si supiera que en el juego entraba la posibilidad de ser él mismo objeto del siguiente «acontecimiento».

En una ocasión nos levantamos y tratamos de protestar, pero Twala nos atajó enérgicamente.

—Dejad que la ley siga su curso, hombres blancos. Esos perros son magos y malvados; conviene que mueran —se dignó decirnos por toda respuesta.

Alrededor de las diez y media se hizo un descanso. Las buscadoras de brujos se reunieron, al parecer agotadas por su sangriento trabajo, y pensamos que el espectáculo había tocado a su fin. Pero no fue así, porque al poco rato, y para nuestra sorpresa, la anciana Gagool se enderezó y, apoyándose en un bastón, se dirigió tambaleante hacia la explanada. Era extraordinario ver a aquel ser espantoso y viejo con cabeza de buitre, encorvada por la edad, reunir fuerzas poco a poco hasta mostrarse casi tan activa como sus execrables discípulas. Corría de un lado a otro, cantando para sus adentros, hasta que al llegar junto a un hombre alto que había frente a uno de los regimientos se precipitó hacia él y lo tocó. Al hacerlo, el regimiento dejó escapar una especie de gemido, puesto que, evidentemente, él era su comandante. No obstante, dos de sus miembros lo cogieron y lo llevaron a la ejecución. Después nos enteramos de que era un hombre de gran riqueza y alto rango, por ser primo del rey.

Lo mataron y el rey contó ciento tres. Entonces Gagool empezó a moverse de un lado a otro, acercándose cada vez más hacia nosotros.

—Que me cuelguen si no va a intentar sus argucias contra nosotros —exclamó Good aterrorizado.

—¡Tonterías! —replicó sir Henry.

Al ver que aquella bestia se acercaba cada vez más hacia nosotros, se me encogió el corazón. Eché una ojeada a la larga hilera de cadáveres que había detrás de nosotros y me estremecí.

Gagool se nos acercaba cada vez más en su danza, parecida, como una gota de agua a otra, a un palo retorcido y animado; sus terribles ojos centelleaban con un brillo atroz.

Se acercó más, y aún más; todos los ojos de la asamblea estaban fijos en sus movimientos con intensa ansiedad. Finalmente, se quedó inmóvil y señaló.

—¿Quién será? —dijo sir Henry para sus adentros.

Al cabo de un momento se disiparon las dudas, porque la anciana se precipitó hacia Umbopa, alias Ignosi, y lo tocó en el hombro.

—Lo huelo —chilló—. Matadlo, matadlo, matadlo, está lleno de maldad; mata al extranjero antes de que se derrame sangre por su culpa. Haz que lo maten, oh rey.

Se hizo silencio del que inmediatamente me aproveché.

—Oh rey —dije en voz alta, levantándome de mi asiento—, este hombre es el sirviente de tus huéspedes, es su perro. Quienquiera que derrame la sangre de nuestro perro estará derramando nuestra propia sangre. Por la sagrada ley de la hospitalidad, exijo que lo protejas.

—Gagool, madre de las hechiceras, lo ha olido. Debe morir, hombres blancos —respondió el rey taciturno.

—No, no va a morir —repliqué—; por el contrario, aquel que intente tocarlo será quien muera.

—¡Prendedle! —rugió Twala a los verdugos, que le rodeaban manchados de rojo hasta los ojos con la sangre de sus víctimas.

Avanzaron hacia nosotros y se detuvieron vacilantes. Ignosi alzó su lanza, como si estuviera dispuesto a vender cara su vida.

—¡Atrás, perros —grité—, si es que queréis volver a ver la luz del día! Tocadle un solo pelo y vuestro rey morirá —y al mismo tiempo apunté a Twala con mi revólver. También sir Henry y Good desenfundaron las pistolas. Sir Henry apuntó al verdugo principal, que avanzaba hacia nosotros para llevar a cabo la sentencia, y Good tomó como blanco a Gagool.

Twala se estremeció ostensiblemente al ver que el cañón de mi pistola estaba a la altura de su pecho.

—Bien —dije—, ¿qué has decidido, Twala?

—Apartad vuestros tubos mágicos —dijo—. Has invocado mi hospitalidad, y por esa razón y no por temor a lo que podáis hacer, voy a perdonarlo. Id en paz.

—Muy bien —repliqué displicente—. Estamos cansados de tanta matanza y queremos dormir. ¿Ha terminado la danza?

—Sí, ha terminado —contestó Twala de mal humor.

Señaló la larga hilera de cadáveres y añadió:

—Que arrojen a esos perros a las hienas y a los buitres —y levantó su lanza.

Al momento empezaron a desfilar los regimientos en total silencio por la puerta del kraal; tan sólo quedó en el interior un grupo fatigado para retirar los cadáveres de aquellos que habían sido sacrificados.

También nosotros nos levantamos, y tras hacer el saludo de ritual a su majestad, al que apenas se dignó corresponder, nos dirigimos a nuestro kraal.

—Bueno —dijo sir Henry al sentarnos, tras haber encendido una lámpara del tipo que utilizan los kukuanas, cuya mecha está hecha con la fibra de una especie de hoja de palmera y el aceite de grasa de hipopótamo aclarada—; me siento como si fuera a marearme, lo que es muy raro en mí.

—Si me quedaba alguna duda acerca de ayudar a Umbopa a rebelarse contra ese negro infernal —intervino Good—, se ha disipado por completo. No sé cómo pude soportar quedarme sentado mientras se llevaba a cabo esa matanza. Traté de cerrar los ojos, pero siempre los abría en el peor momento. Me pregunto dónde estará Infadoos. Umbopa, amigo mío, debes estarnos agradecido; has estado a punto de que te agujereasen la piel.

—Estoy agradecido, Bougwan —contestó Umbopa después de que hube traducido las palabras de Good—, y no lo olvidaré. Con respecto a Infadoos, estará aquí dentro de poco. Debemos esperar.

Encendimos las pipas y esperamos.

11. Hacemos una señal

Durante un buen rato —yo diría que unas dos horas—, nos quedamos sentados y en silencio, porque nos sentíamos demasiado abrumados por los recuerdos de los horrores que habíamos presenciado para poder hablar. Finalmente, cuando ya estábamos a punto de acostarnos —porque ya la noche se acercaba al alba—, oímos ruidos de pasos. Luego se oyó la consigna del centinela, que estaba apostado a la puerta del kraal, a la que por lo visto respondieron, aunque no en un tono de voz audible, ya que los pasos se aproximaron. A los pocos segundos entró Infadoos en la cabaña seguido de una media docena de jefes de aspecto muy digno.

—Mis señores —dijo—, he venido, cumpliendo mi palabra. Mis señores e Ignosi, legítimo rey de los kukuanas, he traído conmigo a estos hombres —y señaló a los jefes, que estaban en fila—, que son grandes hombres entre nosotros, pues cada uno de ellos tiene a su mando tres mil soldados, que sólo viven para cumplir con su deber para con el rey. Les he contado lo que he visto y lo que he oído. Ahora, permitid que ellos también vean la serpiente sagrada que te rodea la cintura, y que oigan tu historia, Ignosi, para que decidan si deben hacer causa común contigo contra Twala, el rey.

Por toda respuesta, Ignosi volvió a despojarse de su taparrabos y exhibió la serpiente que llevaba tatuada. Los jefes se acercaron a él por turno y la examinaron a la débil luz de la lámpara, y sin decir palabra se colocaron al otro lado.

Entonces lgnosi volvió a ponerse la moocha y, dirigiéndose a ellos, repitió la historia que nos había contado por la mañana.

—Ahora que lo habéis oído, jefes —dijo Infadoos cuando Umbopa terminó el relato—, ¿qué decís? ¿Os quedaréis al lado de este hombre y le ayudaréis a recuperar el trono de su padre, o no? La tierra clama contra Twala, y la sangre del pueblo corre como las aguas en primavera. Lo habéis visto esta noche. Tenía en mente hablar con otros dos jefes: ¿dónde están ahora? Las hienas aúllan alrededor de sus cadáveres. Pronto estaréis como ellos si no lucháis. Decidíos, hermanos míos.

El mayor de los seis hombres, un guerrero bajo y de fuerte complexión, con el pelo blanco, se adelantó unos pasos y dijo:

 

—Tus palabras son ciertas, Infadoos. La tierra clama. Mi propio hermano se encuentra entre los que han muerto esta noche, pero hay un asunto de gran importancia y que cuesta trabajo creer. ¿Cómo sabemos que si alzamos nuestras lanzas en son de guerra no lo haremos a favor de un impostor? Como he dicho, es un asunto de gran importancia, y nadie conoce el final. Porque ten por seguro que correrán ríos de sangre antes de que lo llevemos a cabo. Habrá muchos que permanezcan fieles al rey, porque los hombres adoran al sol que aún calienta con sus rayos en el cielo, y no al que todavía no ha salido. Grande es la magia de los hombres blancos que vienen de las estrellas, e Ignosi está protegido por sus alas. Si él es en verdad el rey legítimo, que nos hagan una señal, y que el pueblo tenga una señal para que todos la podamos ver. Así los hombres se unirán a nosotros, al saber que la magia de los hombres blancos está de su parte.

—Tenéis la señal de la serpiente —repliqué.

—Mi señor, eso no es suficiente. Pueden haber colocado ahí la serpiente cuando nació este hombre. Mostradnos una señal. No nos moveremos sin una señal.

Los demás asintieron con decisión, y yo me volví, perplejo, hacia sir Henry y Good, y les expliqué la situación.

—Creo que tengo una idea —dijo Good exultante—. Dígales que nos concedan unos minutos para pensar.

Así lo hice, y los jefes se retiraron. En cuanto se hubieron marchado, Good se dirigió hacia donde estaba la cajita que contenía las medicinas, la abrió y sacó un cuaderno, en cuya cubierta había un calendario.

—Miren esto, amigos. ¿No es mañana cuatro de junio?

Habíamos ido tomando nota del paso de los días con sumo cuidado, por lo que pudimos confirmarlo.

—Muy bien. En ese caso, ya tenemos la señal. «Cuatro de junio, eclipse total de luna. Comienza a las 8.15, hora de Greenwich. Visible en Tenerife, África, etc». Dígales que va a oscurecer la luna mañana por la noche.

Era una idea estupenda. En realidad, lo único que podíamos temer era que el calendario de Good estuviese equivocado. Si hacíamos una profecía falsa sobre un tema semejante, nuestro prestigio se desvanecería para siempre, y lo mismo ocurriría con la oportunidad de Ignosi de acceder al trono.

—Supongamos que el calendario esté equivocado —sugirió sir Henry a Good, que estaba muy ocupado en hacer unos cálculos en una página del cuaderno.

—No veo ninguna razón para suponer tal cosa —replicó —Los eclipses siempre llegan a su tiempo. Al menos, ésa es mi experiencia con ellos, y el calendario dice explícitamente que será visible en África. He hecho unos cálculos lo mejor que he podido, sin conocer nuestra posición exacta, y supongo que el eclipse empezará aquí alrededor de las diez mañana por la noche, y durará hasta las doce y media. Durante una hora y media, o quizá más, la oscuridad será absoluta.

—Bien —dijo sir Henry—, supongo que debemos correr ese riesgo.

Yo asentí, aunque tenía mis dudas, porque los eclipses no son ninguna tontería, y envié a Umbopa a llamar de nuevo a los jefes. Llegaron al poco rato y me dirigí a ellos en estos términos:

—Grandes hombres del pueblo kukuana, y tú, Infadoos, escuchadme. No nos gusta mostrar nuestros poderes, porque hacerlo significa interrumpir el curso de la naturaleza, y sumir al mundo en el temor y la confusión, pero como este asunto es de gran importancia, y como estamos enfadados con el rey debido a la matanza que hemos presenciado y debido a las acciones de Gagool, la isanusi, que quería enviar a la muerte a nuestro amigo Ignosi, hemos decidido romper la norma y dar una señal que puedan ver todos los hombres. Venid aquí —y, conduciéndolos a la puerta de la cabaña, señalé el globo rojo de la luna—. ¿Qué veis allí?

—Vemos la luna que se oculta —contestó el portavoz del grupo.

—Eso es. Ahora, decidme, ¿es posible que un hombre mortal haga desaparecer la luna antes de su hora habitual, y que cubra la tierra con las cortinas de la negra noche?

El jefe rio un poco.

—No, mi señor, eso no lo puede hacer ningún hombre. La luna es más fuerte que el hombre que la contempla, y tampoco ella puede alterar su curso.

—Eso es lo que vosotros creéis. Pero yo os digo que mañana por la noche, dos horas antes de la medianoche, nosotros haremos que la luna desaparezca durante una hora y media, y una profunda oscuridad cubrirá la tierra, y ésa será la señal de que Ignosi es el verdadero rey de los kukuanas. Si hacemos esto, ¿quedaréis satisfechos?

—Sí, mis señores —contestó el viejo jefe con una sonrisa, la misma que se reflejaba en los rostros de sus compañeros—; si lo hacéis, quedaremos suficientemente satisfechos.

—Se hará. Nosotros tres, Incuba, Bougwan y Macumazahn, lo hemos dicho, y se hará. ¿Has oído, Infadoos?

—Lo he oído, mi señor, pero lo que prometes es increíble: hacer desaparecer la luna, madre del mundo, cuando está llena.

—Sin embargo, así lo haremos, Infadoos.

—Está bien, mis señores. Hoy, dos horas después del crepúsculo, Twala enviará a buscar a mis señores para presenciar la danza de las muchachas, y una hora después de que comience la danza, la muchacha a quien Twala considere la más bella morirá a manos de Scragga, el hijo del rey, como sacrificio a los Silenciosos de piedra que vigilan junto a las montañas de allá lejos —dijo, señalando los extraños picos donde supuestamente acababa la carretera de Salomón—. Después, que mis señores oscurezcan la luna y salven la vida de la doncella, y el pueblo creerá.

—Sí —dijo el anciano jefe, aún con una ligera sonrisa—, entonces el pueblo creerá de verdad.

—A dos millas de Loo —prosiguió Infadoos—, hay una colina, curva como la luna llena, una fortaleza en la que se hallan acuartelados mi regimiento y otros tres regimientos a cuyo mando están estos hombres. Esta mañana haremos planes para que puedan trasladarse allí otros dos o tres regimientos. Entonces, si mis señores pueden realmente oscurecer la luna, tomaré a mis señores de la mano y los conduciré en la oscuridad a las afueras de Loo hasta llegar a ese lugar, en el que estarán a salvo, y podremos declarar la guerra a Twala.

—Está bien —dije—. Ahora, dejadnos dormir un rato y preparar nuestra magia.

Infadoos se puso de pie y, después de saludarnos, partió con los demás jefes.

—Amigos míos —dijo Ignosi en cuanto se hubieron marchado—, ¿podéis hacer realmente esa maravilla o les habéis dicho palabras vacías a esos hombres?

—Creemos poder hacerlo, Umbopa, quiero decir, Ignosi.

—Es extraño —replicó—, y de no ser vosotros ingleses, no lo hubiera creído, pero los «caballeros» ingleses no mienten. Si sobrevivimos, tened la seguridad de que os recompensaré.

—Ignosi —dijo sir Henry—, prométeme una cosa.

—Te lo prometo, Incubu, amigo mío, antes de oír de qué se trata —replicó aquel enorme hombre con una sonrisa—. ¿Qué es?

—Es lo siguiente: que si llegas a ser rey de este pueblo, acabarás con la caza de brujos como la que hemos presenciado esta noche, y que en esta tierra no se matará a ningún hombre sin haberlo juzgado.

Ignosi quedó pensativo durante unos momentos, después de que yo hube traducido estas palabras, y contestó:

—Las costumbres de los hombres negros no son las mismas de los hombres blancos, Incubu, ni damos el mismo valor a la vida que vosotros. Pero te lo prometo. Si está en mi poder, acabaré con ello, las cazadoras de brujos no trabajarán más ni ningún hombre irá a la muerte sin juicio previo.

—Entonces, trato hecho —dijo sir Henry—, y ahora, descansemos un poco.

Como estábamos completamente agotados, pronto nos quedamos profundamente dormidos, y así seguimos hasta que Ignosi nos despertó, alrededor de las once. Entonces nos levantamos, nos lavamos y tomamos un sustancioso desayuno. A continuación salimos de la cabaña y dimos un paseo; nos entretuvimos en examinar la estructura de las cabañas kukuanas y en observar las costumbres de las mujeres.

—Espero que el eclipse se produzca —dijo sir Henry.

—Si no es así, pronto acabará todo para nosotros —repliqué lúgubremente—, porque, tan cierto como que ahora estamos vivos, algunos jefes le irán con el cuento al rey, y entonces se producirá otro tipo de eclipse que no nos va a gustar nada.

Regresamos a la cabaña y comimos un poco, y pasamos el resto del día ocupados en recibir visitas de cortesía y curiosidad. Finalmente se puso el sol y disfrutamos de un par de horas de tranquilidad, tanta como nos permitían nuestros melancólicos presagios. Alrededor de las ocho y media llegó un mensajero de Twala para invitarnos a la gran «danza anual de las muchachas» que estaba a punto de celebrarse.

Nos pusimos apresuradamente las cotas de malla que nos había regalado el rey, cogimos los rifles y la munición para tenerlos a mano en caso de que tuviésemos que huir, como nos había sugerido Infadoos, y partimos con valentía, aunque por dentro temblábamos de miedo. La gran explanada que se extendía ante el kraal del rey presentaba un aspecto muy diferente del que tenía la noche anterior. En lugar de las apretadas filas de guerreros ceñudos, se veían innumerables grupos de muchachas kukuanas, no precisamente muy tapadas, coronadas cada una de ellas con una guirnalda de flores y con una hoja de palma en una mano y en la otra un largo lirio. En el centro de la explanada iluminada por la luna estaba sentado Twala, el rey, con la vieja Gagool a sus pies, escoltados por Infadoos, su hijo Scragga y doce guardias. También estaban presentes una serie de jefes, entre los que reconocí a la mayoría de nuestros amigos de la noche anterior.

Twala nos recibió con aparente cordialidad, aunque observé que clavaba malignamente su único ojo en Umbopa.

—Bienvenidos, hombres blancos de las —estrellas— dijo. —Éste es un espectáculo distinto al que contemplaron vuestros ojos anoche a la luz de la luna, aunque no tan bonito. Las muchachas son hermosas, y si no fuera por ellas —señaló a su alrededor—, ninguno de nosotros estaría aquí esta noche. Pero los hombres son mejores. Los besos y las tiernas palabras de las mujeres son dulces; ¡pero el sonido del entrechocar de las lanzas de los hombres es más dulce, y aún es más dulce el olor de la sangre de los hombres! ¿Queréis esposas de nuestro pueblo, hombres blancos? Si es así, elegid a las más bellas y serán vuestras, tantas como deseéis —dijo, y se detuvo, esperando nuestra respuesta.

Como aquella perspectiva no parecía desprovista de atractivos para Good, que, como la mayoría de los marinos, es enamoradizo, yo, por ser el mayor y el más prudente, preví las infinitas complicaciones que podría acarrearnos semejante cosa (porque las mujeres traen problemas; eso es tan seguro como que la noche sigue al día), y me apresuré a contestar:

—Gracias, oh rey; pero nosotros, los hombres blancos, sólo nos unimos con mujeres blancas como nosotros. ¡Vuestras doncellas son hermosas, pero no son para nosotros!

El rey se echó a reír.

—Muy bien. Existe un proverbio en nuestra tierra que dice: «Los ojos de las mujeres siempre brillan, sea cual sea su color», y otro que dice: «Ama a la que está presente, porque sin duda la que está ausente te es infiel». Pero quizá no ocurre lo mismo en las estrellas. En una tierra en que todos los hombres son blancos, cualquier cosa es posible. Sea como deseáis, hombres blancos, ¡las muchachas no van a suplicaros! De nuevo os doy la bienvenida; y sé bienvenido tú también, hombre negro. Si Gagool se hubiera salido con la suya, ahora estarías rígido y frío. ¡Tienes suerte de venir tú también de las estrellas! ¡Ja,ja!

—Puedo matarte a ti antes de que tú me mates, oh rey —contestó Ignosi tranquilamente—, y hacer que quedes rígido antes de que mis miembros dejen de moverse.

Twala dio un respingo.

—Hablas con mucho descaro, muchacho —replicó airadamente—; no presumas tanto.

—El que tiene la verdad en sus labios puede ser descarado. La verdad es una lanza afilada que acierta en el blanco. ¡Es un mensaje de olas estrellas, oh rey!

Twala frunció el ceño y su único ojo refulgió ferozmente, pero no dijo nada más.

—¡Que empiece la danza! —gritó, y al instante se adelantaron las muchachas coronadas de flores, en grupos, cantando una dulce canción y girando las delicadas palmas y las flores blancas. Bailaban y bailaban, y la luz triste de la luna les confería un aire extraño y espiritual; ora giraban una y otra vez, ora se unían en mímica lucha, cimbreándose, arremolinándose acá y allá; avanzaban, retrocedían en una ordenada confusión deliciosa de presenciar. Por fin se detuvieron, y una joven bellísima se separó de las filas y empezó a hacer piruetas que hubieran avergonzado a la mayoría de las bailarinas de ballet clásico. Finalmente se retiró, agotada, y otra muchacha ocupó su lugar, y después otra y otra, pero ninguna de ellas podía compararse con la primera, ni en gracia ni en destreza ni en atractivos personales.

 

Cuando hubieron bailado todas las muchachas elegidas, el rey levantó la mano.

—¿Cuál os parece la más bella, hombres blancos? —preguntó.

—La primera —respondí sin pensar.

Al instante me arrepentí, al recordar que Infadoos había dicho que la mujer más bella era ofrecida en sacrificio.

—Entonces, mi opinión coincide con la vuestra, y mis ojos con los vuestros. Es la más bella, y mala cosa es para ella, porque debe morir.

—¡Sí, debe morir! —dijo Gagool, lanzando una mirada con sus rápidos ojos a la pobre muchacha, quien, como aún ignoraba el espantoso destino que le estaba reservado, permanecía a unas diez yardas de un grupo de muchachas, ocupada en deshacer nerviosamente en trocitos una flor de su guirnalda, pétalo a pétalo.

—¿Por qué, oh rey? —pregunté, refrenando con dificultad mi indignación—. La muchacha ha bailado bien y nos ha complacido; además es hermosa. Sería una crueldad recompensarla con la muerte.

Twala se echó a reír y replicó:

—Es nuestra costumbre, y las estatuas de piedra que están allí sentadas —y señaló hacia las tres cumbres distantes— deben tener lo que les corresponde. Si no enviara a la muerte esta noche a la muchacha más bella, la desgracia caería sobre mí y sobre mi casa. La profecía de mi pueblo dice así: «Si el rey no ofrece en sacrificio a una muchacha bella el día de la danza de las doncellas a los viejos que vigilan en las montañas, caerán él y su casa». Escuchad, hombres blancos; mi hermano, que reinó antes que yo, no ofreció el sacrificio, debido al llanto de la mujer, y cayó, y también su casa, y yo reino en su lugar. Se acabó. ¡Debe morir!

A continuación, volviéndose hacia los guardias, dijo:

—Traedla aquí. Scragga, afila tu lanza.

Dos hombres dieron un paso al frente, y al mismo tiempo la muchacha, al comprender su destino inminente, lanzó un grito y se dispuso a huir. Pero unas manos fuertes la sujetaron y la trajeron ante nosotros, mientras luchaba por escapar y lloraba.

—¿Cómo te llamas, muchacha? —dijo Gagool—. ¡Vaya! ¿No contestas? ¿Quieres que el hijo del rey cumpla su misión inmediatamente?

Ante esta insinuación, Scragga, que parecía más malvado que nunca, avanzó unos pasos y levantó su gran lanza; y, al hacerlo, vi que la mano de Good se deslizaba hacia su revólver. La pobre muchacha vislumbró el débil destello del acero a través de sus lágrimas, y ello aquietó su angustia. Dejó de forcejear, entrelazó las manos convulsivamente y se puso a temblar de pies a cabeza.

—¡Mirad! —gritó Scragga, lleno de júbilo—. Tiembla ante la vista de mi pequeño juguete antes de haber probado su sabor —y dio unos golpecitos en la ancha hoja de la lanza.

—¡Si tengo ocasión, pagarás por esto, perro! —oí murmurar a Good para sí.

—Ahora que te has calmado, dinos tu nombre, querida. Vamos, habla, y no temas nada —dijo Gagool burlona.

—¡Oh madre! —replicó la muchacha con voz trémula—. Me llamo Foulata, y soy de la casa de Suko. ¡Oh madre!, ¿por qué tengo que morir? ¡No he hecho nada malo!

—Consuélate —prosiguió la anciana con su odioso tono de burla—. Debes morir como sacrificio a los viejos que están sentados allí lejos —y señaló hacia las cumbres—; pero es mejor dormir por la noche que trajinar por el día; es mejor morir que vivir, y tú morirás por la mano regia del mismísimo hijo del rey.

La muchacha llamada Foulata se retorció las manos, angustiada, y gritó: —¡Oh cruel, soy tan joven! ¿Qué he hecho para no volver a ver nacer el sol después de la noche, o las estrellas siguiendo sus huellas en la tarde; para no recoger más flores cuando pese en ellas el rocío, ni escuchar la risa de las aguas? ¡Desgraciada de mí, que nunca volveré a ver la cabaña de mi padre, ni a sentir el beso de mi madre, ni a cuidar al niño enfermo! ¡Desgraciada de mí, a la que ningún amante rodeará con sus brazos ni mirará a los ojos, ni ningún hijo varón nacerá de mí! ¡Oh cruel, cruel! De nuevo se retorció las manos y volvió su rostro bañado en lágrimas y coronado de flores hacia el cielo, tan hermosa en su desesperación— porque era una mujer realmente bella —que sin duda hubiera ablandado el corazón de cualquiera que fuera menos cruel que los tres demonios que teníamos enfrente. Las súplicas del príncipe Arturo a los rufianes que iban a dejarle ciego no fueron más conmovedoras que las de aquella muchacha salvaje.

Pero no conmovieron a Gagool ni al amo de Gagool, aunque sí vi signos de piedad en los guardias situados a su espalda y en los rostros de los jefes. Con respecto a Good, emitió una especie de resoplido de indignación, e hizo un movimiento como para acercarse a ella. Con toda la rapidez propia de una mujer, la muchacha condenada interpretó lo que pasaba por la mente de Good, y con un movimiento súbito saltó hacia él y se abrazó a sus «hermosas piernas blancas».

—¡Oh padre blanco de las estrellas! —gritó—. Cúbreme con el manto de tu protección; déjame deslizarme hasta la sombra de tu fuerza para salvarme. ¡Oh, protégeme de estos hombres crueles y de los designios de Gagool!

—Está bien, bonita, yo cuidaré de ti —bramó nerviosamente Good en sajón—. Vamos, levántate; sé buena chica.

Se agachó y le tomó la mano.

Twala se volvió e hizo un gesto a su hijo, que avanzó con la lanza en alto.

—Ahora le toca a usted —me susurró sir Henry—. ¿A qué espera?

—Estoy esperando a que se produzca el eclipse —contesté —He tenido los ojos clavados en la luna desde hace media hora y nunca la he visto más saludable.

—Bueno, tiene que arriesgarse ahora mismo, o matarán a la muchacha. Twala empieza a perder la paciencia.

Reconociendo la fuerza del argumento, y tras lanzar una mirada desesperada a la brillante cara de la luna, ya que ni el más ferviente astrónomo para demostrar una teoría pudo esperar con tal ansiedad un acontecimiento celeste, me coloqué con toda la dignidad de que fui capaz entre la muchacha postrada y la lanza de Scragga, que avanzaba hacia ella.

—Rey —dije—, esto no debe hacerse. No vamos a tolerar tal cosa. Deja marchar a la muchacha.

Twala se levantó de su asiento, airado y atónito, y brotó un murmullo de sorpresa entre los jefes y las cerradas filas de muchachas, que se habían acercado a nosotros en anticipación de la tragedia.

—¡Que no debe hacerse! Tú, perro blanco, que ladras al león en su cueva. ¡Que no debe hacerse! ¿Es que estás loco? Anda con cautela, no vaya a ser que acabes como este polluelo, tú y los que contigo están. ¿Cómo puedes impedirlo? ¿Quién eres tú para interponerte entre mi voluntad y yo? Retírate, te digo. Scragga, mátala. ¡Eh, guardias! Prended a esos hombres.

A estas órdenes acudieron velozmente varios hombres armados que se encontraban detrás de la cabaña, donde se habían apostado, evidentemente, de antemano.

Sir Henry, Good y Umbopa se agruparon junto a mí y levantaron los rifles.

—¡Deteneos! —grité con decisión, aunque en ese momento tenía el alma en vilo—. ¡Deteneos! Nosotros, los hombres blancos de las estrellas, decimos que no debe hacerse. Acercaos un paso más y apagaremos la luna y sumiremos la tierra en la oscuridad. Probaréis el sabor de nuestra magia.

Mi amenaza surtió efecto. Los hombres se detuvieron, y Scragga se quedó inmóvil frente a nosotros, con la lanza en alto.

—¡Oídle, oídle! —dijo Gagool—. Escuchad al embustero que dice que va a apagar la luna como si fuese una lámpara. Que lo haga y la chica será perdonada. Sí, que lo haga, o si no, que muera con la muchacha, él y los que con él están.