Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¿Qué buscáis, hombres blancos de las estrellas? ¡Ya, claro, de las estrellas! ¿Buscáis al que se ha perdido? No lo encontraréis aquí. No está aquí. Durante siglos y siglos, ningún pie blanco ha hollado esta tierra, ninguno, excepto uno, y sólo para morir. Venís a buscar piedras brillantes, lo sé; yo lo sé. Las encontraréis cuando la sangre se haya secado, pero ¿regresaréis al lugar de donde venís u os quedaréis aquí conmigo? ¡Ja, ja, ja!

»Y tú, el de piel oscura y porte orgulloso —prosiguió señalando con un dedo esquelético a Umbopa—, ¿quién eres tú, y qué buscas tú aquí? No buscas piedras brillantes, ni metal amarillo que refulge, porque eso lo dejas para los “hombres blancos de las estrellas”. Me parece que te conozco; me parece que puedo oler el olor de la sangre de tus venas. Quítate el taparrabos.

En ese momento se convulsionaron los rasgos de aquella extraordinaria criatura y cayó al suelo echando espuma por la boca, presa de un ataque de epilepsia, y se la llevaron a la cabaña.

El rey se puso de pie temblando e hizo un gesto con la mano. Al momento empezaron a desfilar los guerreros, y al cabo de diez minutos la gran explanada quedó despejada, excepto por la presencia del rey, sus siervos y nosotros tres.

—Hombres blancos —dijo el rey—, ha pasado por mi mente la idea de mataros. Gagool ha dicho extrañas palabras. ¿Qué decís vosotros?

Me eché a reír.

—Ten cuidado, oh rey, no es fácil matarnos. Ya has visto la suerte que ha corrido el buey. ¿Quieres que te ocurra lo mismo que a él?

El rey frunció el ceño.

—No se debe amenazar a un rey.

—No amenazamos, sólo decimos la verdad. Trata de matarnos, oh rey, y lo sabrás.

Aquel hombre gigantesco se pasó la mano por la frente.

—Id en paz —dijo por fin—. Esta noche se celebra la gran danza. Vosotros la veréis. No temáis que os tienda una trampa. Mañana pensaré lo que debo hacer.

—Está bien, oh rey —repliqué con displicencia, y a continuación, acompañados por Infadoos, nos pusimos de pie y regresamos a nuestro kraal.

10. La caza de brujos

Al llegar a nuestra cabaña, hice una señal a Infadoos para que entrase.

—Ahora, Infadoos —dije—, nos gustaría hablar contigo.

—Que mis señores hablen.

—Infadoos, nos parece que el rey Twala es un hombre cruel.

—Así es, mis señores. ¡Ay! La tierra clama por sus crueldades. Esta noche lo veréis. Es la gran caza de brujos, y muchos serán acusados de hechiceros y morirán. Nadie está a salvo. Si el rey codicia el ganado de un hombre, o la vida de un hombre, o si teme que un hombre vaya a incitar una rebelión contra él, entonces Gagool, a quien ya habéis visto, o alguna de las mujeres rastreadoras de brujos a las que ella ha instruido, acusarán a aquel hombre de hechicería y le matarán. Muchos morirán antes de que palidezca la luna esta noche. Siempre ocurre así. Quizá yo también muera. Hasta ahora me he librado porque soy muy hábil en la guerra y querido por los soldados, pero no sé cuánto tiempo viviré. La tierra gime por las crueldades de Twala, el rey; está cansada de él y de sus derramamientos de sangre.

—Entonces, Infadoos, ¿por qué no le derroca el pueblo?

—No, mis señores, él es el rey y, si muriese, Scragga ocuparía el trono en su lugar, y el corazón de Scragga es aún más negro que el de su padre Twala. Si Scragga fuese rey, el yugo que ciñe nuestros cuellos sería más pesado que el yugo de Twala. Si Imotu no hubiese sido asesinado, o si Ignosi, su hijo, viviese, todo hubiera sido diferente, pero ambos están muertos.

—¿Cómo sabes que Ignosi está muerto? —dijo una voz a nuestra espalda. Miramos y nos quedamos atónitos al comprobar que el que había hablado era Umbopa.

—¿Qué quieres decir, muchacho? —preguntó Infadoos—. ¿Quién te ha dado permiso para hablar?

—Escucha, Infadoos —replicó, porque voy a contarte una historia. Hace años fue asesinado el rey Imotu en este país, y su mujer huyó con su hijo Ignosi. ¿Es cierto?

—Así es.

—Se dijo que la mujer y el niño habían muerto en las montañas. ¿No es así?

—Así es.

—Pues bien, lo que en realidad sucedió es que Ignosi y su madre no murieron. Cruzaron las montañas y fueron conducidos por una tribu nómada del desierto más allá de las dunas hasta llegar a una tierra en que había agua, árboles y prados.

—¿Cómo sabes tú ese?

—Escucha. Siguieron viajando durante muchos meses hasta llegar a una tierra en que un pueblo llamado los amazulu, que también pertenecen a la raza de los kukuanas, vivía de la guerra, y con ellos permanecieron muchos años, hasta que finalmente murió la madre. Entonces el hijo, Ignosi, volvió a la vida nómada y llegó a esas tierras maravillosas en las que habitan los hombres blancos, y durante muchos años aprendió la sabiduría de los hombres blancos. —Es una bonita historia— dijo Infadoos incrédulo.

—Vivió allí durante muchos años, trabajando como sirviente y soldado, pero guardaba en su corazón todo lo que su madre le había contado sobre su lugar de origen y alimentaba la idea de volver a su propio pueblo y a la casa de su padre antes de morir. Durante muchos años vivió esperando, y por fin llegó el momento, como siempre le sucede a aquel que sabe esperar, y conoció a unos hombres blancos que deseaban llegar a estas tierras desconocidas y se unió a ellos. Los hombres blancos partieron y viajaron durante muchos días, en busca de alguien que se había perdido hace tiempo. Atravesaron el desierto ardiente, atravesaron las montañas cubiertas de nieve y llegaron a la tierra de los kukuanas, y allí te conocieron a ti, oh Infadoos.

—Tienes que estar loco para hablar así —dijo atónito el viejo guerrero.

—Si lo crees así, mira, te mostraré una cosa, oh tío mío. ¡Yo soy Ignosi, legítimo rey de los kukuanas!

Y diciendo esto, se despojó con un rápido movimiento del moocha o taparrabos que llevaba en torno a la cintura y se quedó desnudo ante nosotros.

—Mira —dijo—, ¿qué es esto?

Y señaló una marca que representaba una gran serpiente, cuya cola desaparecía en la boca abierta justo por encima de las ingles, tatuada en azul en torno a su cintura.

Infadoos lo miró con ojos desorbitados y cayó de rodillas ante él.

—¡Koom, koom! —exclamó—. ¡Es el hijo de mi hermano, es el rey!

—¿Es que no te lo había dicho, tío? Levántate. Aún no soy el rey, pero con tu ayuda y con la ayuda de estos valientes hombres blancos, que son mis amigos, lo seré. Pero la anciana Gagool tiene razón; la tierra habrá de cubrirse de ríos de sangre primero, y la suya formará parte de esos ríos, porque ella mató a mi padre con sus palabras e hizo huir a mi madre. Y ahora, Infadoos, elige. ¿Quieres darme la mano y ponerte a mi lado? ¿Quieres compartir los peligros que me acechan y ayudarme a derrocar a ese tirano asesino o no? Elige.

El anciano se llevó la mano a la cabeza y se puso a pensar. Después se levantó; dio unos pasos hacia donde se encontraba Umbopa, o mejor dicho, Ignosi, se arrodilló ante él y le cogió la mano.

—Ignosi, legítimo rey de los kukuanas, te doy la mano y estaré a tu lado hasta la muerte. Cuando eras un niño recién nacido, te tuve sobre mis rodillas, y ahora mi viejo brazo luchará por ti y por la libertad.

—Está bien, Infadoos. Si salgo victorioso, tú serás el más grande hombre del reino después del rey. Si fracaso, sólo te espera la muerte, pero la muerte no está muy lejos de ti. Levántate, tío.

Y vosotros, hombres blancos, ¿queréis ayudarme? ¿Qué puedo ofreceros? Las piedras blancas, si alcanzo la victoria y puedo encontrarlas; tendréis tantas como podáis llevaros. ¿Es eso suficiente para vosotros?

Traduje sus palabras.

—Dígale —contestó sir Henry— que no conoce a los ingleses. La riqueza es deseable y, si nos topamos con ella, la aceptaremos, pero un caballero no se vende por dinero. Por lo que a mí respecta, sólo tengo que decir una cosa: siempre me ha gustado Umbopa y, mientras tenga fuerzas, permaneceré a su lado en este asunto. Sería muy agradable tratar de ajustar cuentas con ese cruel villano de Twala. ¿Qué dicen ustedes, Good y Quatermain?

—Bien —dijo Good—, adoptaré el lenguaje de la hipérbole, que tanto complace a estas gentes; puede decirle que el combate es siempre deseable y que calienta el corazón, y que en lo que a mí respecta, estoy de su parte. La única condición que pongo es que me permita llevar mis pantalones.

Traduje las palabras de ambos.

—Está bien, amigos míos —dijo Ignosi, antes Umbopa—. ¿Y qué dices tú, Macumazahn? ¿Estás conmigo, viejo cazador, más astuto que un búfalo herido?

Pensé durante unos momentos y me rasqué la cabeza.

—Umbopa o Ignosi —dije—, no me gustan las revoluciones. Yo soy hombre de paz, y un poco cobarde —al decir esto, Umbopa sonrió—, pero, por otra parte, soy fiel a mis amigos, Ignosi. Tú nos has sido fiel y te has portado como un hombre yo te seré fiel. Pero ten en cuenta que yo soy un comerciante y tengo que ganarme la vida, de modo que acepto tu oferte acerca de esos diamantes en caso de que estemos en situación de hacernos con ellos. Otra cosa: hemos venido aquí como sabes, a buscar al hermano perdido del Incubu (sis Henry). Debes ayudarnos a buscarlo.

—Lo haré —replicó Ignosi—. Fíjate, Infadoos, y por el signe de la serpiente que rodea mi cintura, dime la verdad. ¿Sabe si algún hombre blanco ha puesto el pie en esta tierra?

—No, oh Ignosi.

—Si se hubiera visto a un hombre blanco por aquí, o si se hubiera oído hablar de él, ¿lo sabrías tú?

—Sin duda me hubiese enterado.

—Ya lo has oído, Incubu —dijo Ignosi a sir Henry—; no ha estado aquí.

—Bien, bien —dijo sir Henry con un suspiro—. ¡Qué le vamos a hacer! Supongo que no pudo llegar hasta aquí. ¡Pobre hombre, pobre hombre! Así que todo ha sido inútil. Es la voluntad de Dios.

 

—Pasemos a otro asunto —intervine, deseoso de abandonar aquel tema tan doloroso—. Está bien ser rey por derecho divino, Ignosi, pero ¿cómo te propones convertirte en rey de verdad?

—No lo sé. Infadoos, ¿tienes algún plan?

—Ignosi, hijo de la luz —contestó su tío—, esta noche tendrá lugar la gran danza y la caza de brujos. Muchos serán acusados y morirán, y en los corazones de muchos otros habrá dolor y angustia y cólera contra el rey Twala. Cuando acabe 12 danza, hablaré con algunos de los grandes jefes, que a su vez si puedo ganarlos para nuestra causa, hablarán con sus soldados. Al principio hablaré con los jefes suavemente y ley haré ver que tú eres el verdadero rey, y creo que mañana al amanecer tendrás veinte mil lanzas bajo tu mando. Y ahora debo marcharme a pensar y a escuchar lo que se dice y a prepararme. Después de la danza, y si es que aún estoy vivo y estamos vivos todos, me reuniré contigo aquí para hablar. En el mejor de los casos, habrá guerra.

En ese momento nuestra reunión quedó interrumpida por los gritos de los mensajeros que venían de parte del rey. Llegamos a la puerta de la choza y ordenamos que se dejase entrar, y al instante aparecieron tres hombres que portaban una brillante cota de malla cada uno y una magnífica hacha de guerra.

—¡He aquí los regalos de mi señor el rey para los hombres blancos que vienen de las estrellas! —exclamó un heraldo que los acompañaba—. Damos las gracias a tu rey —repliqué—; retiraos.

Los hombres se marcharon y examinamos las armaduras con gran interés. Eran las más hermosas que habíamos visto jamás. Formaban un manto tan apretado que constituía una verdadera masa de eslabones, y tan grande que apenas podía abarcarse con ambas manos.

—¿Hacéis esto aquí, Infadoos? —le pregunté—. Son muy hermosas.

—No, mi señor; las hemos heredado de nuestros antepasados. No sabemos quién las hizo, y quedan muy pocas. Sólo los que poseen sangre real pueden llevarlas. Son mallas mágicas que no puede atravesar ninguna lanza. El que la lleva está completamente a salvo en la batalla. El rey debe estar muy complacido con vosotros, o muy atemorizado, porque en otro caso no os las hubiera regalado. Ponéoslas esta noche, mis señores.

Pasamos el resto del día tranquilamente, descansando y hablando sobre la situación, que era verdaderamente excitante. Por fin se puso el sol, se encendieron miles de hogueras y en medio de la oscuridad oímos el sonido de muchos pies en movimiento y el vibrar de cientos de lanzas, a medida que los regimientos desfilaban para dirigirse a los puestos que les habían sido asignados para prepararse para la gran danza. A eso de las ocho salió la luna en todo su esplendor y, mientras contemplábamos su ascenso, llegó Infadoos, revestido con todos sus atuendos de guerra y acompañado por una guardia de veinte hombres que habían de escoltarnos hasta el lugar en que se iba a celebrar la danza. Siguiendo su recomendación, debajo de nuestras ropas corrientes nos pusimos las cotas de malla que nos había regalado el rey y descubrimos con sorpresa que no eran ni muy pesadas ni demasiado incómodas. Aquellas camisas de acero, hechas evidentemente para hombres de gran estatura, a Good y a mí nos quedaban muy holgadas, pero se ajustaban a la magnífica constitución de sir Henry como un guante. Tras abrocharnos los revólveres a la cintura y coger las hachas de guerra que nos había enviado el rey junto a las armaduras, nos dispusimos a partir.

Al llegar al gran kraal en el que habíamos mantenido la entrevista con el rey aquella mañana, descubrimos que el lugar estaba ocupado por una multitud de unos veinte mil guerreros dispuestos en regimientos. A su vez, los regimientos estaban divididos en compañías, y entre cada compañía se abría un pequeño sendero para permitir el libre acceso de las cazadoras de brujos. Es imposible concebir algo más impresionante que el espectáculo que ofrecía aquella enorme y ordenada asamblea de hombres armados. Permanecían en absoluto silencio, y la luna arrojaba su luz sobre el bosque de las lanzas alzadas, sobre sus majestuosas siluetas, sus penachos de plumas ondulantes y las sombras armoniosas de los escudos de diversos colores. Adondequiera que mirásemos, veíamos una hilera tras otra de rostros sombríos coronados por lanzas centelleantes.

—Todo el ejército se ha congregado aquí, ¿verdad? —le dije a Infadoos.

—No, Macumazahn —contestó—, sólo un tercio. La tercera parte está presente en la danza todos los años, otra tercera parte está acantonada en el exterior por si surgen problemas cuando comience la matanza, otros diez mil guerreros cubren las guarniciones de los puestos avanzados que rodean Loo, y el resto vigila los kraals del país. Como puedes ver, es un gran pueblo.

—Están muy silenciosos —dijo Good, y verdaderamente el profundo silencio que reinaba entre tan gran concurrencia de hombres vivos resultaba casi sobrecogedor.

—¿Qué dice Bougwan? —preguntó Infadoos.

Traduje sus palabras. —Aquellos sobre los que se cierne la sombra de la muerte están en silencio— contestó en tono lúgubre.

—¿Matarán a muchos?

—Sí, muchos.

—Al parecer —dije a los otros—, vamos a asistir a un espectáculo de gladiadores preparado sin reparar en gastos.

Sir Henry se estremeció, y Good dijo que esperaba que pudiésemos salir de todo aquello bien parados.

—Dime, ¿estamos en peligro? —pregunté a Infadoos.

—No lo sé, mis señores, confío en que no, pero no demostréis temor. Si salís con vida esta noche, todo irá bien. Los soldados murmuran contra el rey.

Todo esto ocurría mientras avanzábamos lentamente hacia el centro de la explanada, en la que habían colocado varios taburetes. Mientras caminábamos, observamos que se acercaba un grupo procedente de la cabaña real.

—Es el rey, Twala, y su hijo Scragga, y la vieja Gagool y, mirad, con ellos vienen los verdugos —dijo Infadoos señalando a un pequeño grupo compuesto por unos doce hombres gigantescos de aspecto feroz, armados con lanzas y pesadas mazas.

El rey se sentó en el taburete que estaba situado en el centro, Gagool se acurrucó a sus pies y los otros se quedaron detrás, de pie.

—Saludos, señores blancos —dijo en voz alta cuando nos acercamos—. Sentaos, no malgastéis el tiempo; la noche es demasiado corta para todo lo que hay que hacer. Llegáis en buena hora y veréis un espectáculo grandioso. Mirad a vuestro alrededor, señores blancos, mirad a vuestro alrededor —y diciendo esto posó su único y malvado ojo en los regimientos formados—. ¿Pueden mostraron las estrellas un panorama como éste? Mirad cómo tiemblan por su maldad todos aquellos que albergan el mal en sus corazones y temen el juicio de los «cielos».

—¡Empezad, empezad! —gritó Gagool con su voz débil y chillona—. Las hienas están hambrientas, aúllan porque quieren comida. ¡Empezad, empezad!

Después se hizo un profundo silencio que duró unos momentos; fue terrible porque presagiaba lo que había de seguir.

El rey levantó su lanza, y de repente se elevaron veinte mil pies, como si pertenecieran a un solo hombre, y cayeron sobre el suelo de golpe. Esta acción se repitió tres veces, con lo que la tierra tembló y se agitó. A continuación, desde un punto lejano del círculo, se elevó una voz en un canto que parecía un lamento, cuyo estribillo era algo parecido a lo siguiente:

¿Cuál es la suerte del hombre nacido de mujer?

La respuesta surgió al unísono de todas las gargantas de la enorme asamblea:

¡La muerte!

Poco a poco, compañía tras compañía, los guerreros fueron uniéndose al cántico, hasta que toda aquella multitud armada lo entonaba, y ya no pude comprender las palabras, salvo que se trataba, al parecer, de una representación de las diversas fases de las pasiones, los temores y las alegrías humanas. A veces parecía una canción de amor, a veces un himno de guerra bárbaro y majestuoso y, finalmente, un canto fúnebre rematado repentinamente con un lamento sobrecogedor, que se extendió con resonancias por toda la asamblea en notas que helaban la sangre.

El silencio volvió a ser absoluto, y de nuevo quedó roto al levantar el rey una mano. Al instante, miles de pies hicieron temblar el suelo, y de entre las masas de guerreros se destacaron unas siluetas extrañas y espantosas que corrieron hacia nosotros. Al acercarse, vimos que eran mujeres, la mayoría ancianas, porque por la espalda les caían en cascada cabelleras blancas adornadas con pequeñas espinas de peces. Llevaban la cara pintada con franjas blancas y amarillas; por la espalda les colgaban pieles de serpiente, y en torno a la cintura tableteaban anillos de huesos humanos, en tanto que con sus manos marchitas sujetaban pequeñas varas en forma de horquilla. Había diez en total. Se detuvieron al llegar ante nosotros, y una de ellas señaló con su vara hacia la figura agazapada de Gagool y chilló:

—¡Madre, vieja madre, estamos aquí!

—¡Bien, bien, bien! —clamó aquel viejo monstruo—. ¿Son vuestros ojos penetrantes, isanusis (‘hechiceras’), veis bien en la oscuridad?

—Sí, madre, son penetrantes.

—¡Bien, bien, bien! ¿Tenéis los oídos bien abiertos, isanusis, vosotras que oís palabras no pronunciadas por la boca?

—Sí, madre, están bien abiertos.

—¡Bien, bien, bien! ¿Están vuestros sentidos despiertos, isanusis, podéis oler la sangre, podéis limpiar la tierra de los malvados que traman perfidias contra el rey y contra sus vecinos? ¿Estáis preparadas para llevar a cabo la justicia de los “cielos”, vosotras a quienes yo he enseñado, que habéis comido del pan de mi sabiduría y bebido del agua de mi magia?

—Sí, madre, podemos.

—¡Entonces, adelante! No os entretengáis, buitres; ved a los verdugos —dijo señalando al ominoso grupo de hombres que había detrás—; afilad sus lanzas; los hombres blancos llegados de muy lejos desean verlo. ¡Adelante!

El extraño grupo se dispersó en todas direcciones con un alarido salvaje, como fragmentos de un obús, haciendo tabletear los huesos secos que les rodeaban la cintura. Se dirigieron hacia diversos puntos del denso círculo humano. No podíamos verlas a todas, de modo que clavamos nuestros ojos en la isanusi más cercana a nosotros. Al llegar a unos pasos de distancia de los guerreros, se detuvo y se puso a bailar ferozmente, dando vueltas con una rapidez casi increíble, y profiriendo exclamaciones tales como: «¡Puedo oler al malvado!». «¡Está cerca aquel que envenenó a su madre!». «¡Oigo los pensamientos de aquel que pensó mal del rey!».

Bailaba cada vez más deprisa, hasta que llegó a tal frenesí de excitación que empezó a brotar espuma de sus mandíbulas rechinantes, los ojos parecieron salírsele de las órbitas y su carne se estremeció visiblemente. De repente se detuvo en seco y se quedó completamente rígida, como un perro perdiguero cuando olfatea la presa, y a continuación, con la vara extendida, empezó a caminar sigilosamente hacia los soldados que había ante ella. Nos dio la impresión de que, a medida que se acercaba, el estoicismo de los guerreros cedía y que se acobardaban. Nosotros seguimos sus movimientos presos de una terrible fascinación. Al poco rato, siempre arrastrándose y agazapada como un perro, se situó frente a ellos. Se detuvo y señaló a alguien, y siguió avanzando a rastras uno o dos pasos.