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100 Clásicos de la Literatura

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A ambos lados de la amplia avenida que cruzaba el kraal, había cientos de mujeres en fila, que habían salido a vernos atraídas por la curiosidad. Para pertenecer a una raza nativa, estas mujeres son extraordinariamente bellas. Son altas y esbeltas, con una figura maravillosamente estilizada. El pelo, a pesar de llevarlo corto, es más rizado que lanoso, los rasgos son con frecuencia aquilinos y los labios no son desagradablemente gruesos, como sucede con la mayoría de las razas africanas. Pero lo que más nos impresionó fue su porte sosegado, extraordinariamente digno. Son tan distinguidas a su modo como las damas asiduas a un salón de moda, y en este sentido difieren de las mujeres zulúes y de sus parientes, las masai, que viven más allá de la zona de Zanzibar. La curiosidad las había hecho salir para vernos, pero no permitieron que por sus labios pasara ninguna expresión de asombro o de violenta crítica mientras caminábamos, cansados, frente a ellas. Ni siquiera cuando el viejo Infadoos señaló con un movimiento subrepticio de la mano la maravilla culminante de las «hermosas piernas blancas» del pobre Good, exteriorizaron el sentimiento de admiración que sin duda dominaba su pensamiento. Se limitaron a clavar sus ojos en la blancura de nieve de sus piernas (la piel de Good es extraordinariamente blanca). Pero fue suficiente para Good, que es modesto por naturaleza.

Cuando llegamos al centro del kraal, Infadoos se detuvo a la puerta de una choza grande, que estaba rodeada a cierta distancia por un círculo de cabañas más pequeñas.

—Entrad, hijos de las estrellas —dijo en un tono de voz grandilocuente—, y dignaos descansar un poco en nuestra humilde morada. Se os traerá un poco de comida, para que no tengáis que apretaron el cinturón a causa del hambre; miel y leche y uno o dos bueyes, y unos corderos; no mucho, mis señores, pero al fin comida es.

—Está bien, Infadoos —dije—; estamos cansados de viajar por los reinos del aire; déjanos descansar.

Acto seguido entramos en la cabaña, que encontramos perfectamente dispuesta para nuestra comodidad. Habían tendido divanes de piel curtida para que descansáramos sobre ellos y habían colocado agua para que nos laváramos.

De repente oímos gritos fuera y, al acercarnos a la puerta, vimos una hilera de damiselas que portaban leche y tortas de maíz, y un cántaro de miel. Detrás de ellas venían unos jóvenes que conducían un magnífico ternero. Aceptamos los regalos, y a continuación uno de los jóvenes cogió el cuchillo de su cinto y cortó limpiamente la garganta del animal. A los diez minutos estaba muerto, desollado y troceado. Después separaron la mejor parte de la carne para nosotros, y yo, en nombre de nuestro grupo, ofrecí el resto a los guerreros que nos custodiaban, quienes lo cogieron y distribuyeron el «regalo de los hombres blancos».

Umbopa, ayudado por una joven extraordinariamente atractiva, se puso a hervir nuestra porción de carne en un gran recipiente de arcilla sobre una hoguera que encendieron a la puerta de la cabaña, y cuando ya casi estaba lista la comida, enviamos un mensaje a Infadoos en el que pedíamos a él y a Scragga, el hijo del rey, que nos acompañasen.

Vinieron al poco y se sentaron sobre unos pequeños taburetes, de los que había varios alrededor de la cabaña (porque por lo general, los kukuanas no se sientan en cuclillas, como los zulúes), y nos ayudaron a despachar nuestra cena. El anciano se mostró sumamente afable y cortés, pero nos pareció que el joven nos observaba con recelo. Al igual que los demás, estaba atemorizado por nuestra blancura y nuestros poderes mágicos; pero se me antojaba que, al descubrir que comíamos, bebíamos y dormíamos como el resto de los mortales, su temor empezaba a disiparse para dar paso a un recelo resentido, que nos hacía sentirnos bastante incómodos.

En el transcurso de la comida, sir Henry me sugirió que convendría tratar de descubrir si nuestros huéspedes sabían algo de la suerte que había corrido su hermano, o si le habían visto u oído hablar de él; pero yo pensé que sería más prudente no hablar del asunto en aquellos momentos.

Después de cenar llenamos las pipas y las encendimos, operación que dejó a Infadoos y a Scragga atónitos. Evidentemente, los kukuanas no estaban familiarizados con la costumbre divina de fumar tabaco. La planta crece en abundancia en Kukuanalandia, pero, al igual que los zulúes, sólo la utilizan en forma de rapé, y no supieron identificarla bajo aquella nueva forma.

Al cabo de un rato pregunté a Infadoos cuándo proseguiríamos el viaje, y quedé encantado al saber que habían hecho los preparativos necesarios para que pudiésemos salir a la mañana siguiente, y que ya habían enviado mensajeros para informar al rey Twala de nuestra llegada.

Al parecer, Twala se encontraba en su cuartel general, un lugar llamado Loo, dirigiendo los preparativos de la gran fiesta anual que se celebraba en la primera semana de junio. A esa asamblea acudían todos los regimientos, a excepción de ciertos destacamentos que quedaban como guarnición, y desfilaban ante el rey, y después se celebraba la caza de brujos anual.

Debíamos partir al amanecer, e Infadoos, que iba a acompañarnos, esperaba que, a no ser que nos detuviera algún percance o la crecida de un río, llegaríamos a Loo en la noche del segundo día.

Tras proporcionarnos esta información, nuestros visitantes se despidieron, deseándonos buenas noches, y tras disponer un turno de guardia, tres de nosotros nos acostamos y disfrutamos del dulce sueño que recompensa el cansancio, en tanto que el cuarto permanecía en vela, en prevención de una posible traición.

9. El rey Twala

No creo necesario explicar con detalle los incidentes de nuestro viaje a Loo. Nos llevó dos días de marcha por la gran carretera de Salomón, que sigue su trayectoria uniforme hasta adentrarse en el corazón de Kukuanalandia. Baste decir que, a medida que avanzábamos, parecía que la tierra se hacía cada vez más fértil, y los kraals, con el amplio cinturón de cultivos que los rodeaban, eran cada vez más numerosos. Todos estaban construidos según el mismo modelo que el primero que vimos, y protegidos por fuertes guarniciones de tropas. De hecho, en Kukuanalandia, al igual que entre los alemanes, los zulúes y los masai, todo hombre útil es soldado, de modo que toda la fuerza bélica de la nación está dispuesta a movilizarse para una guerra ofensiva o defensiva. Mientras avanzábamos, nos adelantaban cientos de guerreros que se dirigían apresuradamente hacia Loo para tomar parte en la gran revista y en la fiesta anual. Nunca había visto tropas tan magníficas.

Al atardecer del segundo día nos detuvimos para descansar un rato en la cima de unas lomas por las que discurría la carretera, desde donde se divisaba, en una hermosa y fértil llanura que se extendía ante nosotros, la ciudad de Loo. Para ser una ciudad nativa, era enorme, yo diría que de unas cinco millas de perímetro, a lo que hay que añadir los kraals que sobresalían de ella, que en las grandes ocasiones servían como acantonamiento para las tropas, y una extraña colina en forma de herradura situada a unas dos millas al norte, que estábamos destinados a conocer muy bien. Está en un lugar maravilloso, y por el centro del kraal, dividiéndolo en dos partes, discurre un río, al parecer cruzado por varios puentes, quizá el mismo que habíamos visto desde las laderas de los senos de Saba. A unas sesenta o setenta millas se alzaban de la llanura tres grandes montañas coronadas de nieve, situadas como los ángulos de un triángulo. La conformación de aquellas montañas era diferente de las de Saba; en lugar de ser suave y redondeada, era escarpada y rocosa.

Infadoos vio que las mirábamos e hizo la siguiente observación:

—La carretera termina allí —dijo, señalando hacia las montañas conocidas entre los kukuanas como «Las tres brujas».

—¿Por qué termina ahí? —pregunté.

—¿Y quién lo sabe? —contestó encogiéndose de hombros—. Las montañas están llenas de cuevas, y entre ellas hay una gran sima. Allí es donde acudían los hombres sabios de la antigüedad a buscar aquello por lo que venían a este país, y también allí es donde ahora están enterrados nuestros reyes, en el Lugar de la Muerte.

—¿A qué venían aquellos hombres? —pregunté con ansiedad.

—No lo sé. Mis señores, que vienen de las estrellas, deben saberlo —respondió con una mirada rápida. Evidentemente, sabía más de lo que estaba dispuesto a decir.

—Sí —proseguí—, tienes razón; en las estrellas sabemos muchas cosas. He oído decir, por ejemplo, que los hombres sabios de la antigüedad iban a esas montañas a buscar piedras brillantes, bonitos juguetes y hierro amarillo.

—Mi señor es sabio —replicó con frialdad—. Yo no soy más que un niño y no puedo hablar de tales cosas con él. Mi señor debe hablar con la vieja Gagool, que es tan sabia como mi señor y está en la ciudad del rey.

Y se alejó. En cuanto se hubo marchado, me volví hacia los otros y señalé las montañas. —Ahí están las minas de diamantes del rey Salomón— dije.

Umbopa estaba con ellos, al parecer sumido en uno de los accesos de meditación tan corrientes en él, y comprendió mis palabras.

—Sí, Macumazahn —dijo en zulú—, los diamantes están sin duda allí y los conseguiréis, puesto que a vosotros, los blancos, os gustan tanto los juguetes y el dinero.

—¿Cómo sabes eso, Umbopa? —pregunté ásperamente, porque no me gustaba su tono misterioso.

Se echó a reír.

—Lo soñé anoche, hombres blancos —y a continuación giró sobre sus talones y se marchó.

—¿Qué le ocurre a nuestro amigo negro? —dijo sir Henry—. Sabe más de lo que dice, eso está claro. A propósito, Quatermain, ¿ha oído decir algo sobre…, sobre mi hermano?

 

—No, no sabe nada. Ha preguntado a todos aquellos con los que ha entablado amistad, pero todos declaran que nunca se había visto a un hombre blanco en este país antes de llegar nosotros.

—¿Cree que realmente ha llegado hasta aquí? —preguntó Good—. Nosotros lo hemos conseguido por puro milagro. ¿Es posible que él llegara sin el mapa?

—No lo sé —repuso sir Henry, sombrío—, pero estoy convencido de que lo encontraré de una u otra forma.

El sol se puso lentamente, y de pronto la oscuridad descendió sobre la tierra como un objeto tangible. No había respiro entre el día y la noche; no se produjo una escena de suave transformación, porque en aquellas latitudes no existe el crepúsculo. El paso del día a la noche es tan rápido y tan absoluto como el paso de la vida a la muerte. El sol se puso y el mundo quedó envuelto en sombras. Aunque no por mucho tiempo, porque por el este se vio un resplandor, después una orla de luz plateada y, finalmente, apareció sobre la llanura una luna llena magnífica, que lanzaba sus brillantes flechas por todas partes, llenando la tierra de un trémulo fulgor, como refulge el brillo de las buenas obras de un hombre sobre su pequeño mundo cuando su sol se ha puesto, iluminando a los viajeros de ánimo débil hacia un crepúsculo más pleno.

Permanecimos contemplando el panorama maravilloso, mientras las estrellas palidecían ante aquella casta majestad, y sentimos que nuestros corazones se elevaban ante una belleza que no podíamos comprender y mucho menos describir. Lector, mi vida ha sido muy dura, pero hay algunas cosas por las que agradezco haber vivido, y una de ellas es haber visto salir la luna en Kukuanalandia.

De pronto nuestras meditaciones se vieron interrumpidas por nuestro cortés amigo Infadoos.

—Si mis señores han descansado, podemos seguir el viaje hacia Loo, donde se ha preparado una choza para que pasen la noche mis señores. La luna brilla, así que no tropezaremos por el camino.

Asentimos, y al cabo de una hora nos encontrábamos en las afueras de la ciudad, cuya extensión, señalada por millares de hogueras, parecía absolutamente interminable. Good, que siempre estaba dispuesto a hacer un chiste malo, la bautizó como «Loo Ilimitada». Al poco llegamos a una puerta con un puente levadizo, y al atravesarla nos recibieron con un estrépito de armas y el ronco reto de un centinela. Infadoos dio una consigna que no entendí, a la que respondieron con un saludo, y atravesamos la calle principal de la gran ciudad. Tras casi media hora de marcha, durante la que pasamos ante interminables hileras de cabañas, Infadoos se detuvo ante las puertas que resguardaban un pequeño grupo de cabañas que rodeaban un patio de suelo de tierra apisonada, y nos informó de que aquello era nuestro «pobre cuartel general».

Entramos y vimos que nos habían asignado una cabaña a cada uno de nosotros. Aquellas cabañas eran mucho mejores que las que habíamos visto anteriormente, y en cada una de ellas había una cómoda cama hecha a base de pieles curtidas desplegadas sobre colchones de hierbas aromáticas. También nos habían preparado comida, y en cuanto nos hubimos lavado con el agua que contenían unos jarros de arcilla, unas jóvenes muy hermosas nos trajeron carne asada y tortas de maíz primorosamente servidas en fuentes de madera, y nos lo ofrecieron con grandes reverencias.

Comimos y bebimos y, después que hubieron llevado todas las camas a una sola cabaña a petición nuestra, precaución que hizo sonreír a las jóvenes, nos sumimos en un profundo sueño, completamente agotados por el largo viaje.

Al despertarnos, vimos que el sol estaba muy alto y que nuestras sirvientas, a las que no parecía preocupar ningún sentimiento de falsa vergüenza, ya habían entrado en la cabaña, pues les habían ordenado que nos sirvieran y que nos ayudaran a «prepararnos».

—Sí, sí…, prepararnos —refunfuñó Good—. Cuando sólo se tienen una camisa de franela y unas botas, no se necesita mucho tiempo. Me gustaría que les pidiera mis pantalones.

Así lo hice, pero me dijeron que ya habían llevado aquellas sagradas reliquias al rey, quien nos recibiría antes del mediodía.

Tras rogar a aquellas damas que salieran de la cabaña, cosa que las dejó atónitas y un tanto decepcionadas, procedimos a arreglarnos lo mejor que pudimos en semejantes circunstancias. Good incluso llegó al extremo de volver a afeitarse el lado derecho de la cara; le convencimos de que bajo ningún concepto debía tocar el lado izquierdo, en el que había crecido una barba bastante poblada. Nosotros nos conformamos con lavarnos y peinarnos. Los bucles rubios de sir Henry le llegaban casi hasta los hombros, y parecía más que nunca un antiguo danés, en tanto que mi mata de pelo canoso tenía ya una pulgada, en lugar de la media que considero su longitud normal.

Una vez que hubimos desayunado y fumado una pipa, nos hicieron llegar un mensaje a través de un personaje no menos importante que Infadoos, en el que se nos comunicaba que Twala, el rey, estaba dispuesto a recibirnos si queríamos acudir.

Respondimos que preferiríamos esperar a que el sol estuviese un poco más alto, porque aún estábamos cansados del viaje, etc., etc. Siempre es conveniente, en el trato con gentes incivilizadas, no apresurarse demasiado. Tienen inclinación a confundir la cortesía con el temor o el servilismo. Así que, aunque estábamos tan ansiosos por ver a Twala como pudiera estarlo Twala por vernos a nosotros, nos sentamos a esperar durante una hora, intervalo que empleamos en preparar los regalos que nos permitían nuestras escasas pertenencias, a saber, el rifle Winchester que había utilizado el pobre Ventvógel y unas cuentas de vidrio. Decidimos regalar el rifle con su munición a Su Alteza Real, y destinamos las cuentas de vidrio a sus mujeres y cortesanos. Ya habíamos dado unas cuantas a Infadoos y a Scragga, y descubrimos que estaban encantados con ellas, ya que nunca habían visto nada parecido. Por fin les dijimos que ya estábamos listos y, guiados por Infadoos, nos dirigimos a la recepción, tras encargar a Umbopa que llevase el rifle y las cuentas.

Después de caminar unos cientos de yardas, llegamos a un cercado similar al que circundaba las cabañas que se nos habían asignado, pero cincuenta veces mayor. Su extensión no debía ser menor de unos seis o siete acres. Alrededor de la valla exterior había una hilera de cabañas que constituían las habitaciones de las esposas del rey. Justamente frente a la puerta de entrada, al otro lado del espacio abierto, había una cabaña muy grande, aislada, en la que residía Su Majestad. El resto era espacio abierto, mejor dicho, hubiera sido espacio abierto de no haber estado cubierto por una formación tras otra de guerreros, que se habían congregado allí en número de siete u ocho mil. Aquellos hombres permanecían inmóviles como estatuas mientras avanzábamos entre ellos, y sería imposible dar una idea de la magnificencia del espectáculo que ofrecían, con sus penachos ondeantes, sus lanzas refulgentes y sus escudos de hierro guarnecidos de piel de buey.

El espacio frente a la cabaña grande estaba despejado, pero habían colocado unos cuantos taburetes. A una señal de Infadoos, nos sentamos en tres de ellos, y Umbopa se quedó de pie detrás de nosotros. Infadoos tomó posición junto a la puerta de la cabaña. En esta postura esperamos durante diez minutos o más, en medio de un silencio absoluto, conscientes de ser el objeto de la mirada concentrada de ocho mil pares de ojos. Resultó una prueba dura, pero la superamos lo mejor que pudimos. Finalmente se abrió la puerta de la choza, y apareció una figura gigantesca, con un espléndido manto de piel de tigre sobre los hombros, seguida de Scragga y de lo que pareció ser un mono marchito envuelto en una capa de pieles. La gigantesca figura se sentó en un taburete, Scragga se quedó de pie detrás de él y el mono marchito se arrastró a cuatro patas hasta la sombra de la cabaña y se acurrucó.

El silencio era absoluto.

De repente, la gigantesca figura se despojó del manto y se puso de pie frente a nosotros; era un espectáculo verdaderamente alarmante. Era un hombre enorme, con el aspecto más repulsivo que habíamos visto jamás. Tenía los labios gruesos como los de un negro, la nariz chata, un solo ojo reluciente y negro (el otro estaba representado por un hueco en la cara), y su expresión era cruel y sensual en grado sumo. En su enorme cabeza se erigía un magnífico penacho de plumas blancas de avestruz, el cuerpo estaba cubierto por una brillante cota de malla, en tanto que en torno a la cintura y la rodilla derecha llevaba el adorno usual de colas de buey blanco. Con la mano derecha empuñaba una enorme lanza. En el cuello llevaba una gruesa gargantilla de oro, y sujeto a la frente un diamante descomunal sin tallar.

Aún seguía el silencio, pero no duró mucho tiempo. De repente, la enorme figura, a quien con razón habíamos tomado por el rey, alzó la gran lanza que llevaba en la mano. Al instante se elevaron ocho mil lanzas en respuesta, y ocho mil gargantas dejaron escapar el saludo real de Koom. Esto se repitió tres veces, y cada vez la tierra se estremeció con el ruido, que sólo puede compararse con las notas más profundas del trueno.

—Humíllate, oh pueblo —dijo una voz débil que parecía proceder del mono sentado a la sombra—, es el rey.

—¡Es el rey! —respondieron al unísono ocho mil gargantas—. ¡Humíllate, oh pueblo, es el rey!

Después volvió a hacerse el silencio, un silencio absoluto. Pero se rompió de repente. Un soldado que había a nuestra izquierda soltó su escudo, que cayó con estrépito en el suelo de arcilla.

Twala dirigió su frío ojo hacia el lugar en que se había producido el ruido.

—Acércate —dijo con voz de trueno.

Un hermoso joven salió de las filas y se presentó ante él.

—¿Es tuyo el escudo que se ha caído, verdad, perro estúpido? ¿Acaso quieres avergonzarme ante los ojos de los extranjeros que vienen de las estrellas? ¿Qué tienes que decir?

Vimos cómo el pobre hombre palidecía bajo su oscura piel.

—Ha sido un accidente, oh ternero de la vaca negra —murmuró el guerrero.

—Entonces, es un accidente por el que habrás de pagar. Me has puesto en evidencia. Prepárate a morir.

—Yo soy el buey del rey —respondió en voz baja.

—Scragga —bramó el rey—, enséñame cómo usas la lanza. Mátame a este perro estúpido.

Scragga dio unos pasos al frente con una fea mueca y levantó su lanza. La pobre víctima se cubrió los ojos con la mano y se quedó inmóvil. Nosotros estábamos petrificados de terror.

Una, dos veces agitó la lanza y descargó el golpe, y, oh, Dios mío, la lanza atravesó al joven, sobresaliendo un palmo de la espalda del soldado. Agitó los brazos en el aire y cayó muerto. De la multitud emergió algo parecido a un murmullo que fue extendiéndose y finalmente se desvaneció. La tragedia se había consumado. Allí estaba el cadáver, pero nosotros aún no habíamos tomado conciencia de que tal tragedia hubiese tenido lugar. Sir Henry se levantó de un salto y soltó un terrible juramento, y después, vencido por la fuerza del silencio reinante, volvió a sentarse.

—Ha sido un buen lanzazo —dijo el rey—. Lleváoslo.

Cuatro hombres salieron de las filas, levantaron el cuerpo del hombre asesinado y se lo llevaron.

—Cubrid las manchas de sangre, cubridlas —dijo la voz débil procedente de la figura simiesca—; el rey ha hablado, la sentencia del rey se ha cumplido.

A los pocos instantes salió una joven que estaba detrás de la cabaña con un jarro de cal en polvo y lo esparció sobre las manchas rojas, que desaparecieron de la vista.

Entretanto, sir Henry estaba fuera de sí por lo que había ocurrido; nos costó mucho trabajo convencerlo de que se estuviera callado.

—Siéntese, por lo que más quiera —susurré—; nuestras vidas dependen de ello.

Cedió y se quedó quieto.

Twala permaneció sentado inmóvil hasta que desaparecieron los restos de la tragedia; entonces se dirigió a nosotros diciendo:

—Hombres blancos que venís de un lugar que no conozco y por razones que ignoro; os saludo.

—Saludos, Twala, rey de los kukuanas —repliqué.

—Venimos de las estrellas, y no nos preguntes cómo hemos llegado hasta aquí. Hemos venido a ver esta tierra.

—Venís desde muy lejos para ver una cosa tan pequeña. Y ese hombre que os acompaña —dijo señalando a Umbopa—, ¿también viene él de las estrellas?

—Sí, también. En los cielos también hay gente de vuestro color. Pero no preguntes cosas que son demasiado elevadas para ti, rey Twala.

—Habláis en voz muy alta, moradores de las estrellas —replicó Twala en un tono que no me gustó nada—. Recordad que las estrellas están muy lejos y que vosotros estáis aquí. ¿Qué os parecería si os hiciera lo mismo que al que acaban de llevarse?

 

Solté una gran carcajada, a pesar de que no tenía ninguna gana de reír.

—Oh rey —dije—, ten cuidado; anda con pies de plomo, no vaya a ser que te caigas; sujeta bien la lanza, no vaya a ser que te cortes las manos. Si nos tocas un solo pelo de la cabeza, la destrucción se abatirá sobre ti. Acaso éstos —y señalé a Infadoos y Scragga, que el muy villano estaba ocupado en limpiar la sangre del soldado de su lanza— ¿no te han dicho qué clase de personas somos? ¿Has visto alguna vez a alguien como nosotros? —y señalé a Good, con la seguridad de que nunca había visto a nadie que guardase el menor parecido con él, dado el aspecto que presentaba en aquel momento.

—Cierto, no lo he visto —dijo el rey.

—¿No te han contado que matamos desde lejos? —proseguí.

—Sí, me lo han contado, pero no lo he creído. Mostrádmelo. Mata a uno de esos hombres que están allí —dijo, señalando hacia el otro lado del kraal—, y entonces lo creeré.

—No —respondí—; nosotros no derramamos sangre humana excepto en justo castigo, pero si quieres verlo, ordena a tus sirvientes que traigan un buey y lo conduzcan por la puerta del kraal, y antes de que haya dado veinte pasos lo mataré.

—No —dijo el rey riendo—; mata a un hombre y creeré.

—Muy bien, rey, se hará como deseas —contesté con frialdad—; camina hacia la explanada, y antes de que tus pies lleguen a las puertas del poblado, habrás muerto; o si no quieres ir tú, envía a tu hijo Scragga —a quien en esos momentos hubiera matado con mucho gusto.

Al oír mi sugerencia, Scragga soltó una especie de alarido y huyó precipitadamente hacia la choza.

—Que traigan un novillo —dijo el rey.

Inmediatamente partieron dos hombres.

—Y ahora, sir Henry —dije—, dispare usted. Quiero demostrar a este rufián que yo no soy el único mago del grupo.

Sir Henry cogió el express y se preparó.

—Espero hacer un buen tiro —gimió.

—Tiene que hacerlo —repliqué—. Si falla el primer disparo, dispare de nuevo. Apunte a ciento cincuenta yardas y espere a que el animal se ponga de lado.

Se hizo el silencio, y finalmente vimos un buey que entraba corriendo por las puertas del kraal. Al ver tanta gente, se detuvo estúpidamente, se dio la vuelta y mugió.

—Ahora es el momento —susurré.

El rifle se elevó.

¡Bang, pum!, y el buey pateaba tendido sobre el lomo, con una bala en las costillas. El proyectil había hecho un buen trabajo, y un suspiro de asombro se escapó de las gargantas de las ocho mil personas allí congregadas.

Me di la vuelta con frialdad…

—¿Te he mentido, rey?

—No, hombre blanco; me has dicho la verdad —respondió el rey con cierto temor.

—Escucha, Twala —proseguí—. Tú lo has visto. Debes saber que venimos en son de paz, no queremos guerra. Mira esto y levanté el Winchester de repetición. —Aquí tienes este tubo hueco que te permitirá matar como lo hacemos nosotros. Sólo te pongo una condición, y es que no mates con él a ningún hombre. Si lo levantas contra un hombre, te matará a ti. Espera, te lo mostraré. Ordena a uno de tus hombres que avance cuarenta pasos y que clave el mango de una lanza en el suelo de forma que la hoja mire hacia nosotros.

A los pocos segundos se cumplieron las órdenes.

—Ahora voy a romper la lanza.

Apunté con sumo cuidado y disparé. El proyectil golpeó la lanza y la hoja saltó hecha añicos.

De nuevo se elevó de la multitud un suspiro de asombro.

—Bien, Twala —dije, tendiéndole el rifle—, te regalamos este tubo mágico, y poco a poco te iré enseñando a usarlo, pero no utilices la magia de las estrellas contra los hombres de la tierra.

Lo cogió con suma cautela y lo colocó a sus pies. Al mismo tiempo observé que la apergaminada figura simiesca se deslizaba hacia nosotros desde la sombra de la cabaña. Iba a cuatro patas, pero, al llegar al lugar en que se encontraba el rey, se puso de pie y, arrancando la piel que le cubría la cara, dejó ver unas facciones extraordinariamente raras. Al parecer, se trataba de una mujer muy anciana, tan encogida que no era más alta que un niño de un año, y su cara estaba formada por una acumulación de profundas arrugas amarillas. Entre las arrugas había una hendidura que representaba la boca, bajo la que se curvaba una afilada barbilla. No se podía decir que tuviese nariz. Su rostro podía tomarse por el de un cadáver secado al sol de no ser por los ojos, grandes y negros, aún llenos de fuego e inteligencia, que brillaban y jugueteaban bajo las níveas cejas y el prominente cráneo de color pergamino, como gemas en un osario. Su cráneo estaba totalmente pelado y era de color amarillo, en tanto que el cuero cabelludo se movía y contraía como la cabeza de una cobra.

La figura a la que pertenecía aquel espantoso rostro, que al mirarlo nos provocó un escalofrío de temor, se quedó inmóvil durante unos momentos, y de repente extendió una esquelética garra armada de unas uñas de casi una pulgada de largo y la posó en el hombro del rey, Twala, y empezó a hablar con una voz débil y chillona:

—¡Escucha, oh rey! ¡Escucha, oh pueblo! ¡Escuchad, oh montañas y llanuras y ríos, hogar de la raza de los kukuanas! ¡Escuchad, oh cielos y sol, oh lluvia y tormentas y niebla! ¡Escuchad, cosas todas que viven y deben morir! ¡Escuchad, cosas muertas que habrán de vivir de nuevo, para morir de nuevo! ¡Escuchad; el espíritu de la vida habita en mí y yo profetizo! ¡Yo profetizo! ¡Yo profetizo!

Las palabras se desvanecieron con un leve gemido y el terror pareció apoderarse de los corazones de todos los que la escuchaban, incluidos nosotros. La anciana era verdaderamente horripilante.

—¡Sangre, sangre, sangre! Ríos de sangre; sangre por todas partes, la huelo, la veo, siento su sabor. Es salada. Corre por el suelo, roja, cae de los cielos como la lluvia.

»¡Pasos, pasos, pasos! Las pisadas de los hombres blancos que vienen de muy lejos. Sacuden la tierra; la tierra tiembla ante su amo.

»La sangre es buena, la roja sangre es brillante; no existe olor comparable al de la sangre recién derramada. Los leones la lamerán y rugirán, los buitres lavarán sus alas en ella y chillarán de alegría.

»¡Soy vieja! ¡Soy vieja! He visto mucha sangre, ¡ja, ja!, pero aún habré de ver más hasta que muera, y me siento feliz. ¿Cuántos años creéis que tengo? Vuestros padres me conocieron, y sus padres me conocieron también, y los padres de sus padres. He visto al hombre blanco y conozco sus deseos. Yo soy vieja, pero las montañas son más viejas que yo. Decidme, ¿quién construyó la gran carretera? Decidme, ¿quién hizo las inscripciones en las rocas? Decidme, ¿quién erigió los Tres Silenciosos que miran a través de la sima? Y señaló hacia las tres montañas escarpadas que habíamos observado la noche anterior.

—No lo sabéis, pero yo sí. Fue un pueblo de hombres blancos que llegaron aquí antes que vosotros, que estarán aquí cuando vosotros no existáis, que os devorarán y os destruirán. ¡A vosotros! ¡A vosotros!¡A vosotros!

»¿Y a qué vinieron los hombres blancos, los hombres terribles, los sabios en magia y en todas las ciencias, los fuertes, los indestructibles? ¿Qué es esa piedra brillante que llevas en la frente, oh rey? ¿Qué manos hicieron los adornos de hierro que llevas sobre el pecho, oh rey? Tú no lo sabes, pero yo sí. ¡Yo, la vieja, yo, la sabia, yo, la isanusi (‘bruja’)!

Volvió su cabeza calva, como de buitre, hacia nosotros y prosiguió: