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100 Clásicos de la Literatura

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Observamos que los lados del túnel estaban cubiertos de originales esculturas, en su mayoría figuras con cotas de malla que conducían carros. Una de ellas, que era extraordinariamente bella, representaba una escena bélica, en la que se veía un grupo de prisioneros que marchaba penosamente en la distancia.

—Bueno —dijo sir Henry, tras inspeccionar aquella antigua obra de arte—; me parece muy bien llamar a esto carretera de Salomón, pero, en mi humilde opinión, los egipcios estuvieron aquí antes de que pusieran el pie las gentes de Salomón. Si esto no son obras egipcias, sólo puedo decir que se parecen mucho.

Hacia el mediodía habíamos descendido lo suficiente por la montaña para llegar a la región, en que podía encontrarse leña. Primero topamos con arbustos diseminados, que a medida que avanzábamos eran cada vez más numerosos, hasta que finalmente encontramos la carretera que serpenteaba entre un bosquecillo de árboles plateados semejantes a los que se ven en las laderas de la meseta de Ciudad de El Cabo. Nunca me había topado con ellos en mis viajes, excepto en El Cabo, y su presencia allí me sorprendió enormemente.

—¡Ah! —exclamó Good al observar las brillantes hojas de los árboles con evidente entusiasmo—. Aquí hay mucha leña; vamos a detenernos y a hacer la cena. Ya casi he digerido la carne cruda.

Nadie hizo la menor objeción, de modo que abandonamos la carretera y avanzamos hacia un arroyo cuyo rumor se oía a poca distancia, y al rato ya habíamos encendido un brillante fuego con ramas secas. Cortamos unos sustanciosos trozos de la carne de finco que llevábamos y procedimos a asarlos colocándolos en el extremo de unos palos afilados, al modo de los cafres, y los comimos con delectación. Una vez saciados, encendimos las pipas y nos entregamos a un placer que, comparado con las fatigas que habíamos sufrido recientemente, nos pareció punto menos que divino.

El arroyo, cuyas orillas estaban tapizadas con densas masas de una especie gigante de culantrillo entremezclado con matojos plumosos de espárragos silvestres, canturreaba alegremente a nuestro lado, el suave viento murmuraba entre las hojas de los árboles plateados, las palomas se arrullaban a nuestro alrededor y los pájaros de brillantes plumas centelleaban como gemas vivientes de rama en rama. Era como estar en el paraíso.

La magia de aquel lugar, combinada con la abrumadora sensación de los peligros que habíamos dejado atrás, y de haber llegado por fin a la tierra prometida, parecían cubrirnos con un hechizo que nos obligaba a guardar silencio. Sir Henry y Umbopa estaban sentados hablando una mezcla de inglés chapurreado y de zulú de andar por casa en voz baja, pero con animación, y yo estaba tumbado con los ojos semicerrados, sobre la fragante alfombra de helechos, y los observaba.

De repente eché en falta a Good, y miré a mi alrededor para ver qué estaba haciendo. Le descubrí sentado en la orilla del riachuelo, en el que se había bañado. Estaba desnudo, salvo por la camisa de franela, y como habían reaparecido sus hábitos naturales de extraordinaria limpieza, se hallaba entregado a la tarea de su aseo personal. Había lavado el cuello de gutapercha, sacudido con esmero los pantalones, la chaqueta y el chaleco, y en ese momento los doblaba con sumo cuidado, hasta que se encontró en disposición de ponérselos; meneó la cabeza tristemente al observar los numerosos rotos y descosidos que tenían, resultado natural de nuestro espantoso viaje. A continuación cogió las botas, las frotó con un manojo de helechos y finalmente las restregó con un trozo de grasa que había recogido cuidadosamente de la carne de finco, hasta que adquirieron un aspecto relativamente respetable. Tras inspeccionarlas detenidamente, provisto de su monóculo, se las calzó y se entregó a una nueva ocupación. De una pequeña bolsa que llevaba sacó un peine de bolsillo en el que había un pequeño espejo, y en él se examinó. Al parecer, no se encontraba satisfecho, porque empezó a peinarse con sumo cuidado. Después hizo una pausa, mientras volvía a contemplar el efecto, que aún no resultaba satisfactorio. Se palpó el mentón, en el que se habían acumulado las frondas de una barba de diez días. «No se pondrá a afeitarse…», pensé.

Pero así fue. Cogió el trozo de grasa con que había frotado las botas y lo lavó cuidadosamente en el arroyo. Después se puso a hurgar una vez más en la bolsa, de la que sacó una pequeña navaja de afeitar con guarnición, como las que usan las personas que temen cortarse o las que inician un viaje por mar. A continuación se frotó vigorosamente el rostro y el mentón con la grasa y empezó a afeitarse. Pero a todas luces, se trataba de una operación dolorosa, porque gemía mientras la realizaba, y yo tenía convulsiones de risa contenida al verle luchar contra aquella barba hirsuta. Me resultaba extraño que un hombre se molestase en afeitarse en semejante lugar y en tales circunstancias. Finalmente, logró liberarse de los pelos del lado derecho del rostro y del mentón, y en aquel momento, yo, que le observaba, percibí un destello de luz que pasó rozándole la cabeza.

Good se levantó de un salto con un juramento (si no hubiera tenido una navaja de seguridad, sin duda se habría cortado el cuello), y yo hice lo mismo, pero sin juramento, y vi lo siguiente. A poco más de veinte pasos de donde yo me encontraba, y a unos diez de Good, había un grupo de hombres. Eran muy altos y de pigmentación cobriza, y algunos llevaban grandes penachos de plumas negras y capas cortas de piel de leopardo; esto es lo que pude apreciar en aquel momento. Delante de ellos había un joven de unos diecisiete años, con la mano aún levantada y el cuerpo inclinado hacia delante en la actitud de una escultura griega de un lanzador de jabalina. Sin duda, el destello de luz que había visto era un arma que él había arrojado.

Mientras los miraba, un hombre anciano con aspecto de guerrero se adelantó unos pasos al grupo y, cogiendo al joven por el brazo, le dijo algo. A continuación avanzaron hacia nosotros.

Sir Henry, Good y Umbopa ya habían cogido sus rifles y apuntaban amenazadoramente. El grupo de nativos siguió avanzando. Se me ocurrió que no podían saber lo que era un rifle, ya que de otro modo no los hubieran tratado con tanto desprecio.

—¡Bajen los rifles! —grité a los demás, al comprender que nuestra única posibilidad de salvación estaba en la conciliación. Obedecieron y, avanzando unos pasos, me dirigí al hombre anciano que había frenado al joven.

—Saludos —dije en zulú, sin saber qué idioma debía utilizar. Para mi sorpresa, me comprendieron.

—Saludos —respondió aquel hombre, no exactamente en la misma lengua, sino en un dialecto tan estrechamente relacionado con ella que ni Umbopa ni yo tuvimos dificultad en comprenderla. En realidad, como descubrimos más tarde, el idioma que hablaban aquellas gentes era una forma arcaica de la lengua zulú, que guardaba con ella aproximadamente la misma relación que el inglés de Chaucer con el inglés del siglo diecinueve.

—¿De dónde venís? —prosiguió—. ¿Quiénes sois? ¿Y por qué los rostros de tres de vosotros son blancos y el rostro del cuarto es como el de los hijos de nuestra madre? —y señaló a Umbopa. Miré a Umbopa y me di cuenta de que tenía razón. Umbopa tenía los mismos rasgos que los hombres que había frente a mí, y lo mismo ocurría con su fuerte complexión. Pero no tenía tiempo para reflexionar sobre esa coincidencia.

—Somos extranjeros y venimos en son de paz —contesté, hablando con mucha lentitud para que me entendiesen—, y este hombre es nuestro criado.

—Mentís —replicó—; ningún extranjero puede atravesarlas montañas donde mueren todas las cosas. Pero no importan vuestras mentiras; si sois extranjeros, debéis morir, porque ningún extranjero puede vivir en la tierra de los kukuanas. Es la ley real. ¡Preparaos para morir, oh extranjeros!

Me quedé un poco titubeante ante aquellas palabras, especialmente al ver que las manos de algunos hombres del grupo descendían hacia los costados, de los que colgaban unos objetos que me parecieron cuchillos grandes y pesados.

—¿Qué dice ese tipo? —preguntó Good.

—Dice que nos van a rebanar el cuello —contesté inexorable.

—Oh, Dios mío —gimió Good y, como era su costumbre cuando estaba perplejo, se llevó la mano a la dentadura postiza, se despegó la parte superior y volvió a colocarla en la mandíbula con un chasquido. Fue un gesto sumamente afortunado, porque, a los pocos segundos, el digno grupo de kukuanas profirió al unísono un grito de terror, y retrocedió varias yardas.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Es su dentadura —susurró sir Henry con excitación—. La ha movido… ¡Quítesela, Good, quítesela!

Obedeció y deslizó la dentadura en la manga de su camisa de franela.

Al cabo de unos instantes, la curiosidad había vencido al temor, y los hombres avanzaron lentamente. Al parecer, habían olvidado sus amistosas intenciones de liquidarnos:

—¿Cómo es posible, oh extranjeros —preguntó el anciano con solemnidad—, que este hombre —y señaló a Good, que sólo llevaba la camisa de franela y no había acabado de afeitarse—, que lleva ropas y cuyas piernas están desnudas, que tiene pelo en un lado de su cara enfermiza y no en el otro, y un ojo brillante y transparente, tenga dientes que se mueven solos, que se salen de las mandíbulas y vuelven a su sitio por su propia voluntad?

—Abra la boca —le dije a Good, que inmediatamente frunció los labios y sonrió al anciano caballero como un perro furioso, mostrando ante su mirada atónita dos encías rojas delgadas como líneas, tan vírgenes de marfil como un elefante recién nacido. La concurrencia emitió un grito sofocado.

—¿Dónde están los dientes? —gritaron—. Los hemos visto con nuestros propios ojos.

 

Girando la cabeza con lentitud, en un gesto de inefable desprecio, Good se pasó la mano por la boca. Luego volvió a sonreír, y héteme aquí dos hileras de hermosos dientes.

El joven que había lanzado el cuchillo se arrojó al suelo y dio rienda suelta a un prolongado alarido de terror; y con respecto al anciano caballero, se le entrechocaron las rodillas de terror.

—Veo que sois espíritus —dijo en un balbuceo—. ¿Acaso algún hombre nacido de mujer tiene pelo en un lado de la cara y no en el otro, o un ojo redondo y transparente, o dientes que se mueven y se esfuman y vuelven a nos, señores?

Aquello fue un verdadero golpe de suerte, y como es de suponer, me precipité a aprovechar la oportunidad.

—Perdón concedido —repliqué con una sonrisa imperial —Pero debéis saber la verdad. Venimos de otro mundo, aunque somos hombres como vosotros; venimos— proseguí —de la estrella más grande que brilla en la noche.

—¡Ah! ¡Oh! —exclamaron a una los estupefactos aborígenes.

—Sí —proseguí—, así es. —Y volví a sonreír con benevolencia mientras pronunciaba el sorprendente embuste—. Hemos venido a quedarnos con vosotros algún tiempo, y a bendeciros con nuestra presencia. Como podéis ver, amigos, me he preparado para la visita aprendiendo vuestro idioma.

—Así es, así es —corearon.

—Pero, mi señor —intervino el anciano caballero—, lo habéis aprendido muy mal.

Le lancé una mirada de indignación que le amedrentó.

—Y ahora, amigos —proseguí—, comprenderéis que después de tan largo viaje nuestros corazones sientan la necesidad de vengar tal recibimiento, quizá fulminando a la mano impía que… que, en pocas palabras, arrojó un cuchillo a la cabeza de aquel cuyos dientes se mueven.

—Perdonadle, señores —dijo el anciano suplicante—; es el hijo del rey, y yo soy su tío. Si algo sucede, me pedirán cuentas de su sangre.

—Sí, es así —atajó el joven con gran énfasis.

—Quizá dudéis de nuestro poder para vengarnos —proseguí, haciendo caso omiso de sus palabras—. Esperad, que os lo demostraré. Tú, perro esclavo —dirigiéndome a Umbopa en tono fiero—, dame el tubo mágico que habla —y le guiñé un ojo, señalando mi rifle express.

Umbopa se puso a la altura de las circunstancias y me tendió el rifle con lo más parecido a una sonrisa que nunca había visto en su digno rostro. Con una profunda reverencia dijo:

—Aquí está, oh señor de señores.

Ahora bien, justo antes de pedir el rifle, había observado un pequeño gamo que estaba entre unas rocas a una distancia de unas setenta yardas, y decidí arriesgarme a disparar.

—¿Veis aquel animal? —dije señalando el gamo al grupo que tenía frente a mí—. Decidme, ¿es posible que un hombre nacido de mujer lo mate desde aquí con un ruido?

—No es posible, mi señor —contestó el anciano—. Pues yo lo mataré —dije tranquilamente. El anciano sonrió.

—Eso no lo puede hacer mi señor —dijo.

Alcé el rifle y apunté al gamo. Era un animal pequeño, por lo

que era fácil errar el tiro, pero sabía que no fallaría.

Aspiré una profunda bocanada de aire y apreté lentamente el gatillo. El animal estaba inmóvil como una estatua.

¡Bang, pum! El gamo dio un salto en el aire y cayó sobre las rocas, fulminado.

El grupo de nativos emitió un grito de terror.

—Si queréis carne —dije con frialdad—, id a coger ese gamo.

El anciano hizo una señal, y uno de sus seguidores se separó del grupo y volvió al poco rato con el gamo. Observé con satisfacción que le había acertado justo en el lomo. Rodearon el cuerpo de la pobre bestia, mirando con consternación el agujero que había hecho el proyectil.

—Como veis —dije—, no hablo en vano.

No hubo réplica.

—Si dudáis de nuestro poder —proseguí—, que uno de vosotros suba a esa roca y haré con él lo mismo que con este gamo.

Nadie parecía dispuesto a aceptar el reto, así que finalmente habló el hijo del rey.

—Son palabras cuerdas. Tú, tío, súbete a la roca. Lo que ha matado la magia es un gamo, pero no podrá matar a un hombre.

El anciano no aceptó la idea de buena gana. Por el contrario pareció muy molesto.

—¡No, no! —exclamó apresuradamente—. Mis viejos ojos han visto suficiente. Sin duda sois brujos. Llevémoslos ante el rey. Pero, si alguien quiere otras pruebas, que él mismo se suba a la roca, y que el tubo mágico hable.

Inmediatamente se oyeron exclamaciones de desaprobación.

—No malgastéis la magia buena en nuestros miserables cuerpos —dijo uno—; nos damos por satisfechos. Toda la magia de nuestro pueblo no puede compararse con ésta.

—Así es —secundó el anciano, en tono de intenso alivio—; así es sin duda ninguna. Escuchad, hijos de las estrellas, hijos del ojo brillante y de los dientes móviles, que rugís como el trueno y matáis desde la distancia. Soy Infadoos, hijo de Kafa, en otro tiempo rey del pueblo kukuana. Este joven es Scragga.

—Pues casi me corta el cuello —murmuró Good.

—Scragga, hijo de Twala, el gran rey; Twala, marido de mil mujeres, dueño y señor absoluto de los kukuanas, guardián de la gran carretera, terror de sus enemigos, estudioso de la magia negra, jefe de cien mil guerreros; Twala, el del ojo único, el negro, el terrible.

—Pues bien —dije displicente—, llevadnos entonces ante Twala. No hablamos con gentes inferiores ni con subordinados.

—Está bien, mis señores, os llevaremos ante él, pero el camino es largo. Estamos cazando a tres días de viaje del lugar en que vive el rey. Pero tened paciencia y os llevaremos hasta allí.

—Está bien —dije sin darle importancia—; tenemos todo el tiempo, porque nosotros no morimos. Estamos dispuestos. Llevadnos. ¡Pero tened cuidado vosotros dos, Infadoos y Scragga! No traméis nada, no nos tendáis ninguna trampa, porque, antes de que vuestros cerebros de barro hayan pensado en ello, lo sabremos y nos vengaremos. La luz del ojo transparente del que lleva las piernas desnudas y tiene media barba os destruirá y acabará con vuestra tierra; sus dientes se clavarán en vosotros y os devorarán, a vosotros y a vuestras mujeres e hijos. Los tubos mágicos os hablarán en voz alta y os dejarán como un colador. ¡Tened cuidado!

Este magnífico discurso no erró el blanco; en realidad, apenas era necesario, porque nuestros amigos ya estaban profundamente impresionados por nuestros poderes.

El anciano hizo una profunda reverencia y murmuró la palabra Koom, Koom, que después descubrí que era el saludo real, equivalente al bayéte de los zulúes, y dando media vuelta se dirigió a sus seguidores. Éstos procedieron de inmediato a recoger todos nuestros enseres y pertenencias, con objeto de transportarlos, con la única excepción de los rifles, que no querían tocar bajo ningún concepto. Incluso cogieron las ropas de Good, que estaban, como recordará el lector, pulcramente dobladas junto a él.

—Oh, mi señor del ojo transparente y los dientes que desaparecen —dijo el anciano—, dejad vuestras ropas. Sus esclavos las llevarán con mucho gusto.

—¡Pero quiero ponérmelas! —gruñó Good en inglés, nervioso.

Umbopa tradujo sus palabras.

—No, mi señor —atajó Infadoos—. ¿Es que mi señor va a ocultar sus hermosas piernas blancas —a pesar de ser muy moreno, Good tenía una piel singularmente blanca— de la vista de sus siervos? ¿En qué hemos ofendido a nuestro señor para que nos haga una cosa así?

Al oír al nativo, estuve a punto de soltar la carcajada, y entretanto, uno de los hombres del grupo inició la marcha con las ropas del capitán.

—¡Maldita sea! —gruñó Good—. Ese negro bribón se ha llevado mis ropas.

—Mire, Good —dijo sir Henry—; ha aparecido en estas tierras con un cierto aspecto y tiene que mantenerlo. No le favorecería volver a ponerse los pantalones. De aquí en adelante tendrá que vivir con una camisa de franela, las botas y el monóculo.

—Sí —dije yo—, y con bigotes en un solo lado de la cara. Si cambia alguna de estas características, pensarán que somos impostores. Lo siento mucho por usted, pero le digo en serio que tiene que hacerlo. Como empiecen a sospechar de nosotros, nuestra vida valdrá menos que un penique.

—¿De verdad piensan eso? —preguntó Good, lúgubre.

—Desde luego que sí. Sus «hermosas piernas blancas» y su monóculo son los rasgos distintivos de nuestro grupo y, como dice sir Henry, debe mantenerlos. Dé gracias al cielo por llevar las botas puestas y porque la temperatura sea cálida.

Good suspiró y no dijo nada más, pero tardó dos semanas en acostumbrarse a su atavío.

8. Entramos en Kukuanalandia

Viajamos durante toda la tarde por aquella magnífica carretera, que nos conducía inexorablemente hacia el noroeste. Infadoos y Scragga caminaban con nosotros, pero sus seguidores marchaban a unos cien pasos por delante.

—Infadoos —dije al cabo de un rato—, ¿quién hizo esta carretera?

—Fue construida hace mucho tiempo, mi señor; nadie sabe cómo ni cuándo, ni siquiera Gagool, la mujer sabia, que ha vivido durante muchas generaciones. Nosotros no somos lo suficientemente viejos como para recordar su construcción. Ahora nadie puede hacer carreteras así, pero el rey no permite que en ella crezca la hierba.

—¿Y quién hizo las inscripciones que hay en las paredes de las cuevas que hemos encontrado en el camino? —pregunté, refiriéndome a las esculturas de estilo egipcio que habíamos visto.

—Mi señor, las mismas manos que construyeron la carretera hicieron las maravillosas inscripciones, pero no sabemos quién.

—¿Cuándo llegó la raza kukuana a estas tierras?

—Mi señor, nuestra raza bajó hasta aquí como el viento de una tormenta hace diez mil lunas, desde las grandes tierras que se extienden más allá —y señaló al norte—. No pudieron seguir avanzando debido a las grandes montañas que rodean el país —y señaló hacia los picos cubiertos de nieve—; así lo dicen las voces de nuestros antepasados que han llegado hasta nosotros, sus hijos, y así lo dice Gagool, la mujer sabia, la que olfatea a los hechiceros. De todos modos, el país era bueno, así que se asentaron aquí y se hicieron fuertes y poderosos, y ahora somos numerosos como las arenas del mar, y cuando Twala, el rey, convoca a sus ejércitos, sus penachos de plumas cubren la llanura hasta donde alcanza la vista de un hombre.

—Pero si el país está cercado por montañas, ¿contra quién luchan los ejércitos?

—No, mi señor, el país está abierto por allí —y de nuevo señaló al norte—, y de cuando en cuando nos atacan guerreros que llegan en nubes desde una tierra que no conocemos, y nosotros los matamos. Desde la última guerra, ha pasado la tercera parte de la vida de un hombre. En ella murieron muchos millares de guerreros, pero destruimos a los que venían a devorarnos, y desde entonces no ha habido otra guerra.

—Vuestros guerreros deben aburrirse de estar apoyados sobre sus lanzas.

—Mi señor, hubo una guerra inmediatamente después de haber destruido al pueblo que nos atacó, pero fue una guerra civil, de hermano contra hermano.

—¿Y cómo fue?

—Mi señor, el rey, mi hermanastro, tenía un hermano nacido el mismo día y de la misma mujer. Nuestras costumbres no permiten vivir a los gemelos, mi señor; el más débil debe morir. Pero la madre del rey escondió al niño más débil, que nació el último, ya que su corazón lo amaba, y el niño es Twala, el rey. Yo soy su hermano mayor, nacido de otra madre.

—¿Y bien?

—Mi señor: Kafa, nuestro padre, murió cuando nosotros llegamos a la edad viril, y le sucedió en el trono mi hermano, Imotu, que reinó durante algún tiempo y tuvo un hijo de su esposa favorita. Cuando el niño contaba tres años, inmediatamente después de la gran guerra, durante la que nadie pudo sembrar ni cosechar, el hambre asoló nuestra tierra, y el pueblo empezó a murmurar debido al hambre, y a buscar algo que llevarse a la boca como leones hambrientos. Fue entonces cuando Gagool, esa mujer sabia y terrible que nunca muere, se dirigió al pueblo con estas palabras: «El rey Imotu no es rey». Imotu estaba entonces enfermo a causa de una herida, acostado en su choza sin poder moverse.

»Entonces Gagool entró en una choza y sacó a Twala, mi hermanastro y hermano gemelo del rey, a quien había escondido desde su nacimiento entre las rocas, le arrancó la moocha (‘taparrabos’), mostró a los kukuanas la marca de la serpiente sagrada enroscada en torno a su cintura, con la que se señala al hijo mayor de un rey al nacer, y gritó en voz alta: “¡Mirad, éste es vuestro rey, a quien yo he salvado para vosotros hasta hoy!”.

 

Y el pueblo, enloquecido por el hambre y privado de la razón y del conocimiento de la verdad, gritó: «¡El rey! ¡El rey!», pero yo sabía que no era cierto, porque Imotu, mi hermano, era el mayor de los gemelos y nuestro rey legítimo. Y cuando el tumulto alcanzaba su punto culminante, Imotu, el rey, a pesar de estar tan enfermo, salió arrastrándose de su cabaña, con su mujer tomada de la mano y seguido por su hijito Ignosi (‘el iluminado’).

«¿A qué viene todo este ruido? —preguntó—. ¿Por qué gritáis ¡el rey!, ¡el rey!?».

»Entonces Twala, su propio hermano, nacido de la misma mujer y a la misma hora, corrió hacia él; le cogió por los cabellos, y le atravesó el corazón con su cuchillo. Y el pueblo, que es inconstante y siempre está dispuesto a adorar al sol que más calienta, empezó a batir palmas y a gritar: “¡Twala es rey! ¡Ahora sabemos que Twala es rey!”».

—¿Y qué le ocurrió a su mujer y a su hijo Ignosi? ¿También los mató Twala?

—No, mi señor. Al ver que su señor había muerto, la mujer cogió al niño dando un grito y huyó. A los dos días llegó a un kraal, hambrienta, pero nadie quiso darle comida ni leche, muerto su señor rey, porque todos los hombres detestan a los desgraciados. Pero, al anochecer, una niñita salió a escondidas y le llevó comida, y la mujer bendijo a la niña y se dirigió a las montañas con su hijo antes de que el sol saliera de nuevo, y allí habrá perecido, porque nadie la ha visto a ella ni al niño Ignosi desde entonces.

—Entonces, si Ignosi hubiera vivido, ¿sería él el verdadero rey de los kukuanas?

—Así es, mi señor; tiene la serpiente sagrada en la cintura. Si vive, él es el rey, pero, ¡ay!, hace tiempo que murió.

Mirad, mi señor —y señaló hacia un amplio grupo de chozas que se extendía en la llanura a nuestros pies, rodeado por una cerca que a su vez estaba rodeada de un gran foso—. Ése es el kraal, en que vieron por última vez a la mujer de Imotu con su hijo Ignosi. Allí es donde dormiremos esta noche, si es que —añadió dubitativo— mis señores duermen realmente en este mundo.

—Mientras estemos entre los kukuanas, mi buen amigo Infadoos, haremos lo que hacen los kukuanas —dije majestuosamente, y me volví apresuradamente para dirigirme a Good, que se arrastraba de mal humor detrás de mí, completamente ocupado en insatisfactorias tentativas de impedir que la brisa de la tarde levantara los faldones de su camisa de franela, y para mi asombro me topé con Umbopa, que caminaba inmediatamente detrás de mí y que, a todas luces, había estado escuchando con sumo interés mi conversación con Infadoos. En su rostro había una expresión extraña, la del hombre que lucha, sin lograrlo totalmente, por recordar algo olvidado tiempo atrás.

Durante todo aquel rato habíamos avanzado a buen paso hacia la llanura ondulante que se extendía a nuestros pies. Las montañas que habíamos cruzado se alzaban ahora por encima de nuestras cabezas, y los senos de Saba estaban púdicamente velados por diáfanos cendales de niebla. A medida que avanzábamos, el paisaje se hacía cada vez más hermoso. La vegetación era exuberante, sin llegar a ser tropical; el sol, brillante y cálido, no quemaba, y una deliciosa brisa soplaba suavemente por las fragantes laderas de las montañas. Verdaderamente, esta nueva tierra era poco menos que el paraíso terrenal; nunca he visto otra igual por su belleza, su riqueza natural y su clima. El Transvaal es un país hermoso, pero no tiene ni punto de comparación con Kukuanalandia.

En cuanto emprendimos la marcha, Infadoos envió un mensajero a avisar de nuestra llegada a los habitantes del kraal, que, a la sazón, estaba bajo su mando militar. El hombre partió a una velocidad extraordinaria que, según me dijo Infadoos, mantendría durante todo el camino, puesto que correr era un ejercicio muy practicado entre su pueblo.

El resultado del mensaje no se hizo esperar. Al llegar a unas dos millas de distancia del kraal vimos que, formación tras formación, los guerreros salían a las puertas del poblado y se dirigían hacia nosotros.

Sir Henry puso su mano sobre mi hombro y comentó que, al parecer, nos íbamos a encontrar con una cálida recepción. Algo en su tono de voz llamó la atención de Infadoos.

—No temáis nada, mis señores —se apresuró a decir—, porque en mi pecho no hay lugar para la traición. Este ejército se encuentra bajo mi mando y sale a recibirnos por órdenes mías.

Asentí tranquilamente, aunque en mi interior no estaba nada tranquilo.

A una media milla de las puertas del kraal había una larga franja de terreno elevado que ascendía suavemente desde la carretera. Y allí formaron las compañías. Resultaba un panorama espléndido, cada compañía compuesta por unos trescientos hombres fuertes que marchaban a paso ligero colina arriba, con lanzas centelleantes y plumas ondulantes, para ocupar el lugar que les correspondía. En el momento en que llegábamos a la colina, salían doce de estas compañías, que sumaban en total tres mil seiscientos hombres, y ocupaban sus puestos en la carretera.

Nos acercamos a la primera compañía y tuvimos la oportunidad de contemplar el más extraordinario grupo de hombres que jamás he visto. Eran todos ya maduros, en su mayoría veteranos de unos cuarenta años, y ni uno solo medía menos de seis pies y tres o cuatro pulgadas. Llevaban en la cabeza pesados penachos negros de plumas de sakaboola, como los que utilizaban nuestros guías. En torno a la cintura y bajo la rodilla derecha llevaban unos anillos blancos de rabo de buey, y con la mano izquierda sujetaban escudos redondos de unas veinte pulgadas de diámetro. Estos escudos eran muy curiosos. El armazón consistía en una plancha delgada de hierro batido, sobre la que se había superpuesto una piel blanca de buey.

Las armas que cada hombre portaba eran sencillas pero sumamente útiles; consistían en una lanza corta y muy pesada de doble filo, con mango de madera, y la hoja tenía un diámetro de unas seis pulgadas en la parte más ancha. Estas lanzas no se usaban como armas arrojadizas, sino que, al igual que el bangwan zulú o azagaya de estocada, sólo estaban destinadas a la lucha cuerpo a cuerpo, en la que la herida que infligen es terrible. Además de los bangwans, cada hombre llevaba tres cuchillos grandes y pesados, de unas dos libras. Un cuchillo iba sujeto al cinto de cola de buey, y los otros dos a la parte posterior del escudo redondo. Estos cuchillos, que los kukuanas llaman topas, cumplen la misma función que las azagayas arrojadizas de los zulúes. Un guerrero kukuana sabe lanzarlos con gran precisión a una distancia de cincuenta yardas, y tiene la costumbre de cargar contra el enemigo arrojando una verdadera andanada de ellos al entrar en el combate cuerpo a cuerpo.

Cada compañía permaneció inmóvil como estatuas de bronce hasta que llegamos frente a ellos, momento en que, obedeciendo a una señal dada por el oficial que llevaba como distintivo una capa de piel de leopardo y se encontraba unos pasos delante de la compañía, todas las lanzas se alzaron en el aire, y de las trescientas gargantas ascendió, en un súbito bramido, el saludo real de Koom. Entonces, cuando hubimos pasado, la compañía formó detrás de nosotros y nos siguió hacia el kraal, hasta que finalmente el regimiento completo de «grises» (así llamados por los escudos blancos, fuerza de choque del pueblo kukuana) marchaba a nuestra espalda a un paso que hacía temblar la tierra.

Finalmente nos separamos de la gran carretera de Salomón y llegamos al profundo foso que rodeaba el kraal, que tenía por lo menos una milla de circunferencia y estaba cercado por una fuerte empalizada de estacas hechas de troncos de árboles. En la puerta, el foso estaba cubierto por un primitivo puente levadizo que la guardia dejó caer para que pasáramos. El kraal estaba extraordinariamente bien distribuido. Por el centro discurría una amplia avenida cortada en ángulo recto por otras avenidas, dispuestas de tal modo que las cabañas quedaban separadas en bloques cuadrados, y cada bloque era el cuartel general de la compañía. Las cabañas tenían techos abovedados y estaban construidas, como las de los zulúes, con una estructura de ramas hábilmente bardadas con hierba, pero, a diferencia de las zulúes, tenían puertas por donde se podía pasar sin tropiezo. Además eran mucho más grandes y estaban rodeadas por una galería de unos seis pies de ancho, bellamente pavimentada con cal en polvo bien apisonada.