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100 Clásicos de la Literatura

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Nos precipitamos hacia él, y allí, sin ningún género de duda, en una profunda hondonada o depresión, en la cumbre misma del koppie de arena, había una charca de agua. No nos detuvimos a preguntarnos cómo había llegado hasta un lugar tan extraño, ni dudamos ante su aspecto negruzco y poco atractivo. Era agua, o una buena imitación, y con eso teníamos suficiente. Nos precipitamos hacia la charca de un salto, y a los pocos segundos estábamos todos tumbados boca abajo sorbiendo aquel líquido poco apetecible como si fuera néctar digno de los dioses. ¡Cielo santo, cómo bebimos! Después de beber, nos despojamos de la ropa y nos sentamos en la charca, absorbiendo la humedad por nuestras pieles resecas. Tú, lector, que no tienes más que abrir un par de grifos para elegir «fría» o «caliente» de un inmenso depósito invisible, sólo puedes hacerte una pequeña idea del lujo que suponía revolcarse en aquella agua tibia, fangosa y salobre.

Al cabo de un rato salimos de la charca, verdaderamente refrescados, y nos lanzamos como fieras sobre el biltong que apenas habíamos podido tocar durante veinticuatro horas, y comimos hasta hartarnos. Después fumamos una pipa y nos acostamos junto a aquella bendita charca bajo la sombra que proyectaba la ribera, y dormimos hasta el mediodía.

Durante todo el día nos quedamos descansando junto al agua, agradeciendo a nuestra buena estrella el haber tenido la suerte de encontrarla, a pesar de lo mala que era, y sin olvidar rendir un homenaje de gratitud a la sombra de Da Silvestra, muerto tiempo atrás, que lo había anotado con tanta exactitud en el faldón de su camisa. Lo que más nos sorprendía era que hubiese durado tanto tiempo, y la única explicación que se me ocurre es suponer que estaba alimentada por algún arroyo que corría a gran profundidad.

Tras saciar nuestra sed y llenar las cantimploras hasta los topes, nos pusimos de nuevo en marcha con mucha mejor disposición de ánimo al salir la luna. Aquella noche recorrimos casi veinticinco millas, pero, como era de esperar, no encontramos más agua, aunque tuvimos la suerte de encontrar un poco de sombra al día siguiente tras unos hormigueros. Cuando salió el sol y despejó durante un rato las misteriosas neblinas, la Berg de Sulimán y los senos majestuosos, que ahora estaban sólo a una distancia de unas veinte millas, parecían erguirse justo por encima de nuestras cabezas, y se veían más grandes que nunca. Al acercarse la noche, nos pusimos de nuevo en marcha, y para decirlo en pocas palabras, con la luz de la mañana siguiente nos encontramos sobre las lomas más bajas del seno izquierdo de Saba, hacia el que nos habíamos dirigido continuamente. Para entonces ya se nos había agotado el agua. Sufríamos una sed terrible, y no veíamos ninguna posibilidad de aliviarla hasta llegar a la línea de nieve que se marcaba muy por encima de nuestras cabezas. Tras descansar una o dos horas, inducidos por la sed torturante, empezamos a caminar de nuevo, avanzando con dificultad a causa del asfixiante calor por las vertientes de lava, porque descubrimos que la enorme base de la montaña estaba compuesta totalmente de lechos de lava erupcionados en época remota.

Alrededor de las once estábamos completamente agotados, y nos encontrábamos en muy mal estado. La escoria de lava sobre la que teníamos que avanzar, aunque era relativamente lisa en comparación con otras escorias de las que he oído hablar, por ejemplo la que existe en la isla de Ascensión, era lo suficientemente áspera como para llagarnos dolorosamente los pies, y esto, junto a nuestras otras desventuras, acabó totalmente con nosotros. A unas cuantas yardas por encima de nuestras cabezas había grandes trozos de lava, y hacia ellos nos dirigimos con la intención de tumbarnos al amparo de su sombra. Al llegar allí y para nuestra sorpresa, en la medida en que nos quedaba capacidad para sorprendernos, vimos que en una pequeña altiplanicie o cuesta cercana la lava estaba cubierta de una densa hierba. Evidentemente, aquella tierra se había formado con lava descompuesta que con el paso del tiempo se había convertido en receptáculo de semillas depositadas por los pájaros. Pero aquella hierba no despertó en nosotros demasiado interés, porque no se puede vivir de hierba como Nabucodonosor. Para ello se necesita un designio de la Providencia y órganos digestivos especiales.

De modo que nos sentamos bajo las rocas y nos pusimos a quejarnos, y por primera vez deseé de todo corazón no haber comenzado nunca aquella estúpida aventura. Mientras estábamos allí sentados, observé que Umbopa se levantaba y se dirigía hacia la mancha de hierba, y unos minutos después, para migran asombro, pude ver que aquel individuo, habitualmente tan digno, se ponía a bailar y a gritar como un loco, agitando algo verde que llevaba en la mano. Nos precipitamos hacia él tan velozmente como nos lo permitieron nuestros cansados miembros, con la esperanza de que hubiese encontrado agua.

—¿Qué ocurre, Umbopa, pedazo de imbécil? —le grité en zulú.

—Que hay comida y agua, Macumazahn —y volvió a agitar una cosa verde.

Entonces vi lo que tenía en la mano. Era un melón. Nos habíamos topado con un melonar; había melones silvestres a miles, completamente maduros.

—¡Melones! —grité a Good, que estaba cerca de mí; y al cabo de un instante clavó sus dientes postizos en uno de ellos.

Creo que comimos seis cada uno hasta hartarnos y, a pesar de no ser de muy buena calidad, dudo que nada me haya parecido nunca tan sabroso.

Pero los melones no llenan mucho, y cuando hubimos satisfecho la sed con su pulpa, y tras dejar unos cuantos a refrescar mediante el simple procedimiento de cortarlos en dos y colocarlos boca arriba al sol ardiente para que se enfriasen por evaporación, empezamos a sentir un hambre terrible. Aún nos quedaba un poco de biltong, pero nuestros estómagos se negaban a admitir más biltongy además teníamos que racionarlo, porque no sabíamos cuándo encontraríamos más comida. Justo en aquel momento ocurrió un feliz percance: al mirar hacia el desierto vi una bandada de unos diez grandes pájaros que volaban hacia nosotros.

—¡Skit, baas, skit! (‘dispare, amo, dispare’) —susurró el hotentote, tirándose al suelo de bruces, ejemplo que seguimos todos.

Entonces vi que los pájaros eran una bandada de pauw (‘avutardas’), y que iban a pasar a unas cincuenta yardas por encima de nuestras cabezas. Cogí uno de los Winchesters de repetición y esperé a que estuvieran casi encima de nosotros y entonces me levanté de un salto. Al verme, los pauw se agruparon, como yo esperaba que ocurriese, y disparé dos tiros al grueso de la bandada y, por suerte, cayó uno de ellos, un buen ejemplar que pesaba unas veinte libras. Al cabo de media hora habíamos encendido una hoguera con tronchos de melón, en la que asamos el ave, y preparamos una comida como no habíamos disfrutado desde hacía una semana. Comimos el pauw; no quedó nada, salvo los huesos y el pico, y después nos sentimos muchísimo mejor.

Aquella noche reemprendimos la marcha al salir la luna, cargados con la mayor cantidad de melones que pudimos. A medida que ascendíamos, el aire se enfriaba cada vez más, lo que suponía un gran alivio, y al amanecer, según nuestros cálculos, nos encontrábamos a no más de doce millas de la nieve. Encontramos más melones, con lo que desapareció nuestra angustia por el agua, porque sabíamos que pronto dispondríamos de nieve. Pero la ladera era muy escarpada, y la ascensión muy lenta; no recorríamos más de una milla por hora. Esa noche comimos el último pedazo de biltong. Hasta entonces, y con la excepción de los pauw, no habíamos visto ningún ser vivo en la montaña, ni nos habíamos topado con ningún torrente o arroyo, hecho que nos resultaba muy extraño, teniendo en cuenta la proximidad de la nieve, que, según pensábamos, debía derretirse a veces. Pero según descubrimos más tarde, debido a alguna causa que yo no puedo explicar, todos los torrentes discurrían por el norte de las montañas.

Empezamos a angustiarnos por la comida. Nos habíamos librado de morir de sed, pero parecía probable que sólo para morir de hambre. La mejor forma de describir los acontecimientos de los tres terribles días que siguieron es copiar las notas que tomé entonces en mi agenda.

»21 de mayo.—Salimos a las 11 de la mañana, al ver que el aire estaba suficientemente frío para viajar de día; llevamos unos cuantos melones. Avanzamos con gran dificultad todo el día, sin encontrar ninguno más, porque, evidentemente, hemos dejado atrás la región en que se dan. No hemos visto caza de ningún tipo. Nos detuvimos por la noche, al atardecer, sin comer nada durante horas. Por la noche pasamos un frío terrible.

»22.—Iniciamos la marcha a la salida del sol, débiles y medio desmayados. Sólo recorrimos cinco millas durante todo el día. Encontramos algunos montones de nieve, de la que comimos un poco, pero nada más. Acampamos por la noche bajo el saliente de una gran altiplanicie. Hace un frío espantoso. Bebimos un poco de coñac, y nos apretamos unos contra otros, bien arropados con las mantas para no morirnos. Sufrimos terriblemente por el hambre y el cansancio. Pensé que Ventvógel iba a morir en el transcurso de la noche.

»23.—Seguimos avanzando a duras penas en cuanto salió el sol y nos calentamos un poco los miembros. Nuestra situación es espantosa, y temo que, si no encontramos comida, éste será nuestro último día de viaje. Queda poco coñac. Good, sir Henry y Umbopa están muy animados, pero Ventvúgel se encuentra muy mal. Como la mayoría de los hotentotes, no soporta el frío. Las punzadas del hambre no son terribles, pero dejan una sensación de vacío en el estómago. Los otros dicen que les ocurre lo mismo. Nos encontramos ahora al nivel de la cordillera escarpada, o pared de lava, que une los dos senos, y el panorama es magnífico. A nuestra espalda el gran desierto refulgente y ondulante se pierde en el horizonte, y ante nosotros se extienden, casi uniformes, millas y millas de superficie nevada, suave y dura, pero en ligera ascensión, desde el centro de la cual se eleva hacia el cielo, a una altura de unos cuatrocientos pies, el pezón de la montaña, que parece tener una circunferencia de varias millas. No se ve ni un solo ser vivo. Que Dios nos ayude; temo que ha llegado nuestra última hora».

 

Y ahora voy a dejar a un lado el diario, en parte porque su lectura no es muy interesante, y en parte porque lo que sigue a continuación quizá requiera una narración más exacta.

Durante todo aquel día (23 de mayo), ascendimos penosamente por la ladera nevada; nos tumbábamos de vez en cuando a descansar. Debíamos parecer una cuadrilla extraña, esqueléticos y cargados de enseres, arrastrando los pies por la planicie deslumbrante, mirando ferozmente a nuestro alrededor con los ojos hambrientos. No es que fuese muy útil mirar, porque no había nada que comer. Ese día no recorrimos más de siete millas. Justo antes del crepúsculo nos encontramos bajo el pezón del seno izquierdo de Saba, que se elevaba hacia el cielo a cientos de pies de altura; era un enorme montículo de nieve helada. A pesar de lo mal que nos encontrábamos, no pudimos por menos de apreciar el maravilloso escenario, cuya belleza quedaba realzada por los rayos voladores de la luz del sol poniente, que manchaban aquí y allá la nieve de rojo sangre y coronaban la masa que se cernía sobre nuestras cabezas con una diadema de esplendor.

—Escuchen —dijo Good con voz entrecortada—; tenemos que estar cerca de la cueva a la que se refería ese caballero.

—Sí —dije—; si es que existe esa cueva.

—Vamos, Quatermain —gimió sir Henry—, no diga eso. Tengo una fe total en aquel hombre; recuerde lo del agua. Pronto encontraremos ese lugar.

—Si no lo encontramos antes de que oscurezca, somos hombres muertos; eso es todo —repliqué a modo de consuelo.

Caminamos penosamente y en silencio durante los siguientes diez minutos, hasta que Umbopa, que marchaba a mi lado arropado con su manta, y con un cinturón de cuero en torno al estómago para «hacer pequeña el hambre», como él decía, tan apretado que su cintura parecía la de una muchacha, me tomó del brazo.

—¡Mire! —dijo señalando hacia la ladera en que empezaba a tomar forma el pezón.

Seguí su mirada y, a unas cien yardas de distancia, vi lo que parecía ser un agujero en la nieve.

—Es la cueva —dijo Umpoba.

Llegamos a duras penas hasta allí, y tuvimos la certeza de que aquel agujero era la boca de la cueva, sin duda la misma a la que se refería Da Silvestra. Llegamos justo a tiempo, porque, en cuanto entramos en el refugio, el sol se puso con asombrosa rapidez, dejando el lugar casi a oscuras. En esas latitudes apenas hay crepúsculo. Nos arrastramos hasta el interior de la cueva, que no parecía ser muy grande, y pegándonos unos a otros para calentarnos, engullimos lo que quedaba de coñac —apenas un sorbo para cada uno— y tratamos de olvidar nuestras desventuras en el sueño. Pero el frío era demasiado intenso para permitirnos dormir. Estoy convencido de que a esa gran altura el termómetro no podía marcar menos de catorce o quince grados bajo cero. El lector imaginará mejor de lo que yo pueda describir lo que esto significaba para nosotros, debilitados como estábamos por las privaciones, la falta de alimento y el tremendo calor del desierto. Baste decir que nunca me había sentido tan cerca de morir de frío. Allí nos quedamos sentados, hora tras hora, en medio de un frío espantoso, sintiendo el acecho de la congelación que nos pellizcaba en los dedos, en los pies, en la cara. En vano nos apretujábamos unos contra otros; en nuestros miserables cuerpos muertos de hambre no había calor. A veces, uno de nosotros se sumía en una inquieta somnolencia de unos cuantos minutos, pero no podíamos dormir durante mucho tiempo, y acaso eso nos salvara, porque dudo que hubiésemos despertado. Creo que sólo nuestra fuerza de voluntad nos mantuvo vivos.

Poco antes del amanecer oí al hotentote, Ventvógel, cuyos dientes estuvieron castañeteando toda la noche, emitir un profundo suspiro, y después sus dientes dejaron de castañetear. No le di mayor importancia en aquel momento, y supuse que se había quedado dormido. Su espalda estaba apoyada contra la mía, y parecía enfriarse cada vez más, hasta que se quedó como un bloque de hielo.

Finalmente, el aire comenzó a ponerse gris con la luz; a continuación unas flechas doradas centellearon rápidas sobre la nieve, y el sol magnífico se asomó por encima de la pared de lava y acarició nuestras seis figuras y la de Ventvógel, que estaba sentado completamente muerto. No es de extrañar que tuviera la espalda tan fría el pobre hombre. Murió cuando le oí suspirar, y ya estaba casi rígido. Terriblemente impresionados nos apartamos del cadáver (es extraño el horror que nos inspira la compañía de un cuerpo muerto), y lo dejamos allí sentado con los brazos alrededor de las rodillas.

Para entonces el sol derramaba sus fríos rayos (porque allí eran fríos) directamente sobre la entrada de la cueva. De repente oí que alguien dejaba escapar una exclamación de terror, y volví la cabeza hacia la cueva.

Y esto es lo que vi: sentado en el fondo de la cueva, que no tenía más de cuarenta pies de largo, había otra forma humana, con la cabeza apoyada sobre el pecho, y los largos brazos caídos. Me quedé mirándolo y comprendí que también era un hombre muerto, y aún más, un hombre blanco.

También los otros lo vieron, y la visión resultó excesiva para nuestros nervios destrozados. Todos sin excepción salimos corriendo de la cueva, con toda la rapidez que nos permitían nuestros miembros medio congelados.

7. La carretera de Salomón

Nos detuvimos a la salida de la cueva, con una sensación de ridículo.

—Yo voy a volver —dijo sir Henry.

¿Por qué? —preguntó Good.

—Porque pienso que… que lo que hemos visto podría ser mi hermano.

No se nos había ocurrido, así que volvimos a entrar en la cueva para comprobarlo. Tras la brillante luz del exterior, nuestros ojos, debilitados de mirar la nieve, no pudieron perforar las tinieblas de la cueva durante un rato. Pero finalmente nos acostumbramos a la semioscuridad y avanzamos hacia el cuerpo muerto.

Sir Henry se arrodilló y miró de cerca su cara.

—Gracias a Dios —dijo con un suspiro de alivio—; no es mi hermano.

Entonces me acerqué yo y lo miré. Era el cadáver de un hombre alto, de mediana edad, con rasgos aquilinos, pelo canoso y largo bigote negro. La piel estaba completamente amarilla y pegada a los huesos. Sus ropas, salvo lo que parecían ser los restos de unas calzas de lana, habían desaparecido, y el esquelético cuerpo estaba desnudo. En torno al cuello colgaba un crucifijo de marfil amarillo. El cadáver estaba congelado, completamente rígido.

—¿Quién demonios puede ser? —dije.

—¿No lo adivina? —preguntó Good.

Negué con la cabeza.

—Pues José da Silvestra, naturalmente. ¿Quién si no?

—Imposible —dije con voz entrecortada—; murió hace trescientos años.

—¿Y qué impide que se mantenga así durante trescientos años en esta atmósfera, si se puede saber? —preguntó Good—. Sólo con que el aire sea lo suficientemente frío, la carne y la sangre se mantendrán tan frescos como el cordero de Nueva Zelanda, y Dios sabe que aquí hace suficiente frío. No llega el sol; no entra ningún animal que pueda despedazarlo o destruirlo. Sin duda, su esclavo, al que se refiere en el mapa, le quitó la ropa y lo dejó aquí. No podía enterrarlo él solo. Mire —prosiguió, agachándose y recogiendo un hueso de forma extraña, uno de cuyos extremos había sido raspado y acababa en punta—, y éste es el hueso que utilizó para dibujar el mapa.

Nos quedamos atónitos durante unos momentos, olvidando nuestras propias desventuras ante aquella visión tan extraordinaria y, a nuestro entender, casi milagrosa.

—Ah —dijo sir Henry—, y de ahí sacó la tinta —y señaló una pequeña herida en el brazo izquierdo del cadáver—. ¿Habrá algún hombre que haya visto una cosa semejante?

Ya no cabía duda sobre el tema, que he de confesar que me aterraba. Allí teníamos sentado al hombre cuyas indicaciones, escritas diez generaciones atrás, nos habían llevado a aquel lugar. En mi propia mano tenía la pluma rudimentaria con que las había escrito, y de su cuello pendía el crucifijo que habían besado sus labios moribundos. Al mirarlo, mi imaginación podía reconstruir toda la escena: el viajero que moría de frío y de hambre, y a pesar de ello luchaba por comunicar al mundo el gran secreto que había descubierto; la espantosa soledad de su muerte, cuya evidencia estaba sentada ante nosotros. Incluso me parecía que podía distinguir entre sus rasgos fuertemente marcados el parecido con los de mi pobre amigo Silvestre, su descendiente, que había muerto veinte años atrás en mis brazos, pero quizá fueran figuraciones mías. En cualquier caso, allí estaba, triste recuerdo del destino que con tanta frecuencia sorprende a los que se adentran en lo desconocido; y probablemente allí se quedaría, coronado con la pavorosa majestad de la muerte, durante siglos, para sobrecoger las miradas de los viajeros como nosotros, si es que alguien vuelve a invadir su soledad. Aquello nos dejó estupefactos, ya casi al borde de la muerte por hambre y frío como estábamos.

—Vamos —dijo sir Henry en voz baja—; esperen, le daremos un compañero.

Levantó el cuerpo muerto del hotentote Ventvógel, y lo colocó cerca del viajero Da Silvestra. Después se agachó y de un tirón arrancó el cordel putrefacto del crucifijo que le rodeaba el cuello, porque tenía los dedos demasiado fríos para intentar desatarlo. Creo que aún lo conserva. Yo cogí la pluma, y mientras escribo esto la tengo ante mí; a veces firmo con ella.

Después de dejar a aquellos dos hombres, al orgulloso blanco de una época pasada y al pobre hotentote en su eterna vigilia en medio de las nieves perpetuas, salimos arrastrándonos de la cueva al bendito sol y reanudamos el camino, preguntándonos en nuestros corazones cuántas horas pasarían hasta vernos como ellos.

Al cabo de media milla, llegamos al borde de una altiplanicie, porque el pezón de la montaña no se elevaba desde el centro mismo, aunque desde el desierto así parecía. No podíamos ver lo que se extendía a nuestros pies, porque el paisaje estaba velado por espirales de bruma matutina. Pero al poco se despejaron las capas superiores de niebla y dejaron al descubierto a unas quinientas yardas por debajo de nosotros, al final de una pendiente oblonga de nieve, una mancha de vegetación, por la que corría un arroyo; tomando el sol de la mañana, unos de pie y otros sentados, había un grupo de diez o quince grandes antílopes (a esa distancia no podíamos distinguir con claridad lo que eran).

La vista de aquellos animales nos llenó de un júbilo exorbitado. Si podíamos hacernos con ella, allí había comida en cantidad suficiente. Pero el problema consistía en cómo obtenerla. Las bestias estaban a seiscientas yardas, distancia excesiva para disparar cuando nuestra vida dependía de los resultados.

Consideramos apresuradamente la conveniencia de acechar a los animales, pero finalmente desechamos un poco a regañadientes esta posibilidad. En primer lugar, el viento no era favorable, y además era seguro que, por mucho cuidado que tuviésemos, los animales nos verían en cuanto nuestras figuras se recortasen sobre el fondo de nieve que teníamos necesariamente que atravesar.

—Bueno, habrá que intentarlo desde donde estamos —dijo sir Henry—. ¿Qué utilizamos, Quatermain, los rifles de repetición o los express?

Éste era otro problema. Los Winchesters de repetición (dos en total; Umbopa llevaba el del pobre Ventvógel y el suyo) sólo tenían un alcance de trescientas cincuenta yardas de distancia, pasada la cual disparar con ellos era más o menos una cuestión de azar. Por otra parte, si acertábamos, al ser las balas del rifle express expansivas, teníamos muchas más probabilidades de abatir al animal. Era un asunto complicado, pero decidí que debíamos arriesgarnos a utilizar los express.

—Que cada uno se encargue del que tiene enfrente. Apunten al lomo, bien alto —dije—; tú, Umbopa, darás la señal para que todos disparemos a la vez.

Se hizo una pausa; cada hombre apuntaba lo mejor que podía, como es de imaginar cuando se sabe que la propia vida depende del disparo.

—¡Fuego! —dijo Umbopa en zulú, y casi al mismo instante los tres rifles sonaron con estrépito; ante nosotros se elevaron durante unos momentos tres nubes de humo, y cientos de resonancias atravesaron la silenciosa nieve. El humo se disipó, y descubrimos, ¡oh alegría!, un gran macho que yacía sobre el lomo, pateando furiosamente en agonía de muerte. Dimos un grito de triunfo; estábamos salvados; no moriríamos de hambre. A pesar de nuestra debilidad, atravesamos a toda velocidad la pendiente de nieve que nos separaba del animal, y a los diez minutos de haber disparado teníamos el corazón y el hígado humeantes del animal ante nosotros. Pero entonces surgió una nueva dificultad; no teníamos combustible y, por tanto, no podíamos encender fuego para cocinarlo. Nos miramos desolados.

 

—Cuando se está muerto de hambre, no se puede ser caprichoso —dijo Good—; tendremos que comer carne cruda.

No había otra forma de resolver el dilema, y el hambre que nos corroía hacía que la proposición fuese menos desagradable de lo que habría sido en cualquier otro caso. Así que cogimos el corazón y el hígado y los enterramos durante unos minutos bajo un montón de nieve para enfriarlos. Luego los lavamos en el agua helada del arroyo, y finalmente los comimos con avidez. Parece asqueroso, pero, sinceramente, nunca había probado nada tan bueno como aquella carne cruda. Un cuarto de hora después éramos unos hombres diferentes. Recobramos la vida y el vigor, nuestros débiles pulsos se fortalecieron y la sangre empezó a correr por nuestras venas. Pero, conscientes de los resultados del exceso de alimento en un estómago vacío, tuvimos la precaución de no comer demasiado, y paramos cuando aún sentíamos hambre.

—¡Gracias a Dios! —dijo sir Henry—. Esa bestia nos ha salvado la vida. ¿Qué es, Quatermain?

Me levanté y fui a mirar el animal, porque no estaba seguro de que fuese un antílope. Era del tamaño aproximado de un burro, con grandes cuernos curvos. Nunca había visto uno igual; aquella especie era nueva para mí. Era pardo, con rayas ligeramente rojizas, y tenía un pelaje muy denso. Después descubrí que los nativos de aquel maravilloso país llaman a esta especie finco. Es muy rara, y sólo se encuentra en las grandes alturas, donde no vive ninguna otra especie. El animal había recibido el balazo en la paletilla; aunque, por supuesto, no pudimos saber quién de nosotros lo había derribado. Creo que Good, acordándose del estupendo disparo de la jirafa, se lo atribuía secretamente a su propia destreza, y los demás no le contradijimos.

Habíamos estado tan ocupados en saciar nuestros vacíos estómagos que hasta entonces no nos había dado tiempo a mirar a nuestro alrededor. Pero ahora, tras encargar a Umbopa que cuartease la mejor carne para llevarnos la mayor cantidad posible, nos pusimos a inspeccionar los alrededores. La niebla ya había aclarado, porque eran las ocho y el sol la había absorbido, de modo que pudimos apreciar con una sola mirada toda la región que se extendía ante nosotros. No sé cómo describir el magnífico panorama que se desplegaba ante nuestros ojos embelesados. Nunca he visto nada igual, y creo que nunca volveré a verlo.

Por detrás y por encima de nosotros se erguían los senos de Saba, y por debajo, a unos cinco mil pies debajo de donde nos encontrábamos, se extendían leguas y leguas del más delicioso paisaje de fértiles campos. Acá había densas manchas de grandiosos bosques, acullá un gran río serpenteaba en su lecho de plata. A la izquierda había una vasta extensión de hierba o veldt, ondulante y de color intenso, en la que distinguíamos incontables manadas de animales salvajes o reses; a esa distancia no podíamos precisarlo. A la derecha, el terreno era más o menos montañoso, es decir, se erguían colinas solitarias en mitad de la llanura, con parcelas de tierras de cultivo entre medias, en las que se veían claramente grupos de chozas de forma abovedada. El paisaje se nos ofrecía como un mapa en el que los ríos centelleaban como serpientes plateadas y se alzaban con solemne magnificencia picos como los de los Alpes, coronados de guirnaldas de nieve caprichosamente retorcidas, todo ello presidido por el sol alegre y el profundo aliento de la vida feliz de la Naturaleza.

Mientras lo contemplábamos, nos sorprendieron dos cosas. La primera, que el paisaje que teníamos ante nosotros debía encontrarse al menos a cinco mil pies por encima del desierto que habíamos atravesado, y la segunda, que todos los ríos discurrían de sur a norte. Como sabíamos por dolorosas razones, no había agua en absoluto en la zona sur de la vasta región en que nos encontrábamos, pero en la parte norte había muchos arroyos, la mayoría de los cuales parecían unirse con el gran río que podíamos ver serpenteando más allá de lo que nuestra vista alcanzaba.

Nos sentamos un rato y contemplamos en silencio el bello panorama. Finalmente, sir Henry rompió el silencio. Dijo:

—¿No hay nada en el mapa referente a la gran carretera de Salomón?

Asentí, con los ojos aún fijos en la distancia.

—¡Sí, mire; allí está! —y señaló hacia la derecha.

Good y yo miramos en aquella dirección, y allí vimos lo que parecía ser una amplia carretera que serpenteaba hacia la llanura. No la habíamos visto al principio porque, al llegar a la llanura, se adentraba en terreno accidentado. No dijimos nada; al menos, no mucho; empezábamos a perder la capacidad de asombro. Por alguna razón, no nos resultaba especialmente extraordinario encontrar una especie de calzada romana en aquella extraña tierra. Nos limitamos a aceptar el hecho sin más.

—Bueno —dijo Good—; debe quedar bastante cerca si acortamos por la derecha. ¿Les parece que iniciemos la marcha?

Era una medida prudente, y en cuanto nos hubimos lavado la cara y las manos en el río, empezamos a caminar. Durante aproximadamente una milla nos abrimos paso entre arbustos y atravesamos extensiones de nieve hasta que repentinamente, al remontar un pequeño altozano, nos topamos con la carretera, que se extendía a nuestros pies. Era una carretera espléndida, excavada en la roca viva, de al menos cincuenta pies de anchura y, al parecer, en buen estado; pero lo que resultaba curioso es que parecía empezar allí. Descendimos y nos adentramos en ella, pero a sólo cien pasos por detrás de nosotros, en dirección a los senos de Saba, desaparecía, cubierta toda la superficie de la montaña por lomas entremezcladas con extensiones de nieve.

—¿Qué le parece, Quatermain? —preguntó sir Henry.

Moví la cabeza; no se me ocurría nada.

—¡Ya la entiendo! —dijo Good—. Sin duda, la carretera pasaba por la cordillera y atravesaba el desierto hasta el otro lado, pero allí se ha cubierto de arena, y encima de nosotros ha quedado destruida por la lava fundida de una erupción volcánica.

Aquella idea parecía lógica y, en cualquier caso, la aceptamos y seguimos descendiendo por la montaña. Viajar cuesta abajo por aquel magnífico camino y con los estómagos llenos era muy diferente a caminar cuesta arriba, sobre nieve, medio muertos de hambre y casi congelados. En realidad, de no haber sido por los recuerdos melancólicos del triste destino del pobre Ventvógel, y de aquella lóbrega cueva en que quedara haciendo compañía al viejo portugués, nos hubiéramos sentido verdaderamente felices, a pesar de saber que nos acechaban peligros desconocidos. A cada milla que recorríamos, el aire se hacía más ligero y fragante, y el paisaje resplandecía ante nosotros con una belleza aún más luminosa. En cuanto a la carretera, debo decir que nunca había visto una obra de ingeniería como aquélla, aunque sir Henry dijo que la gran carretera que atraviesa el San Gotardo, en Suiza, es muy parecida. Ninguna dificultad debió ser realmente seria para el magnífico ingeniero de la antigüedad que la ideó. Llegamos a una gran hondonada de trescientos pies de anchura y al menos cien de profundidad. La vasta hondonada había sido rellenada, al parecer, por enormes bloques de piedra tallada, con arcos abiertos en el fondo para la conducción de agua, sobre los que discurría la carretera, sublime. En otro punto la carretera estaba excavada en zigzag en el borde de un precipicio de quinientos pies de profundidad, y en un tercer punto pasaba bajo un túnel en la base de un risco a lo largo de treinta yardas o más.