Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Lo traduje.

—Ésas son grandes palabras, padre mío —replicó el zulú (siempre le llamo zulú, aunque en realidad no lo era)—, grandes y magníficas palabras, dignas de salir de la boca de un hombre. Tienes razón, padre Incubu. Escucha. ¿Qué es la vida? Es una pluma, es la semilla de una hierba, aventada de acá para allá, que a veces se multiplica y muere en el acto y a veces asciende a los cielos. Pero si la semilla es buena y fuerte, es posible que viaje por el camino según su voluntad. Es bueno tratar de recorrer el propio camino y luchar contra el viento. El hombre tiene que morir. Lo peor que le puede ocurrir es morir un poco antes. Y cruzaré el desierto y escalaré las montañas contigo, a no ser que caiga al suelo en el camino, padre mío.

Hizo una pausa y después prosiguió con uno de esos extraños accesos de elocuencia retórica en la que a veces se complacen los zulúes que, a mi entender, a pesar de sus vanas repeticiones, demuestran que esa raza no carece en absoluto de instinto poético y fuerza intelectual.

—¿Qué es la vida? Decídmelo vosotros, oh hombres blancos, que sois sabios, que conocéis los secretos del mundo, y el mundo de las estrellas y el mundo que está por encima y alrededor de las estrellas; vosotros, que transmitís las palabras desde lejos sin voz; decidme, hombres blancos, el secreto de vuestra vida: a dónde va y de dónde viene.

No podéis contestar; no lo sabéis. Escuchadme; yo sí puedo contestar. Venimos de la oscuridad; a la oscuridad vamos. Como un pájaro llevado por la tormenta en la noche, volamos salidos de la Nada; nuestras alas se ven durante unos momentos a la luz de la hoguera y hete aquí que regresamos una vez más a la Nada. La vida no es nada. La vida lo es todo. Es la mano con la que nos defendemos de la Muerte. Es la luciérnaga que brilla en la noche y oscurece por la mañana; es el aliento blanco de los bueyes en invierno; es la pequeña sombra que atraviesa la hierba y se pierde al caer el crepúsculo.

—Eres un hombre extraño —dijo sir Henry cuando el zulú dejó de hablar.

Umbopa se echó a reír.

—Yo creo que nos parecemos mucho, Incubu. Quizá yo también busco a un hermano detrás de las montañas.

Lo miré con suspicacia.

—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Qué sabes tú de las montañas?

—Poco; muy poco. Allí hay una tierra extraña, una tierra de brujería y de cosas maravillosas; una tierra de gentes valientes y de árboles y arroyos y montañas blancas, con una gran carretera blanca. Yo lo he oído decir. Pero, ¿de qué sirve hablar? Oscurece. Quienes vivan para verlo lo verán.

Volví a mirarlo, dubitativo. Aquel hombre sabía demasiado.

—No tienes por qué temerme, Macumazahn —dijo, interpretando mi mirada—. No cavo agujeros para que tú caigas en ellos. No tramo ninguna trampa. Si llegamos a atravesar las montañas que hay detrás del sol, te diré lo que sé. Pero la Muerte se sienta en ellas. Sed prudentes y volved atrás. Id a cazar elefantes. He dicho.

Y sin añadir una palabra más, levantó su lanza a modo de saludo y se dirigió al campamento, donde al poco tiempo le encontramos limpiando un rifle como cualquier otro cafre.

—Es un hombre extraño —dijo sir Henry.

—Sí —repliqué—, demasiado extraño. No me gustan sus pequeñas manías. Sabe algo, pero no lo quiere soltar. Supongo que no servirá de nada discutir con él. Hemos emprendido un curioso viaje, y un zulú misterioso no supondrá mucha diferencia.

Al día siguiente hicimos los preparativos para partir. Naturalmente, era imposible cargar con los pesados rifles para elefantes y otros avíos por el desierto, así que despedimos a los porteadores y nos pusimos de acuerdo con un viejo nativo que tenía un kraal cerca del campamento para que se hiciera cargo de ellos hasta nuestro regreso. Me dolió en el alma abandonar aquellas herramientas en las manos nada piadosas de un viejo ladrón, de un salvaje cuyos ojos codiciosos contemplaban los objetos con maligna satisfacción. Pero tomé algunas precauciones.

En primer lugar, cargué todos los rifles y puse en su conocimiento que si los tocaba se dispararían. Inmediatamente hizo el experimento con mi rifle del calibre ocho, que se disparó y atravesó a uno de sus bueyes, que en este momento se dirigían al kraal, por no hablar del retroceso, que dejó al hombre patas arriba. Se levantó extraordinariamente asustado, y no muy contento por la pérdida del buey, y tuvo la insolencia de pedirme que se lo pagara. Por nada del mundo volvería a tocar los rifles.

—Pon esos demonios vivos en el techo —dijo—; quítalos de en medio o nos matarán a todos.

Después le dije que, si a nuestro regreso faltaba alguno de aquellos chismes, le mataría a él y a toda su gente mediante brujería; y que, si moríamos y trataba de robar los rifles, yo lo perseguiría y haría enloquecer a su ganado y agriaría la leche, hasta que se aburriera de la vida, y haría que salieran los demonios de los rifles y que le hablasen de una forma que no le gustaría, y le di una idea general de lo que podría sucederle. Tras esas recomendaciones, juró que los cuidaría como si fueran el espíritu de su padre. Era un viejo cafre muy supersticioso y un completo villano.

De modo que, tras desprendernos del equipo superfluo, preparamos el equipaje que habíamos de llevar en el viaje nosotros cinco —sir Henry, Good, yo, Umbopa y el hotentote, Ventvógel—. Era poca cosa, pero, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no logramos que el peso fuera menor de cuarenta libras por hombre. Consistía en lo siguiente:

Los tres rifles express y doscientos cartuchos.

Los dos rifles Winchester de repetición (para Umbopa y Ventvógel) con doscientos cartuchos.

Tres revólveres Colt y sesenta balas.

Cinco cantimploras, cada una con una capacidad de cuatro pintas.

Cinco mantas.

Veinticinco libras de biltong (‘caza secada al sol’).

Diez libras de cuentas de vidrio mezcladas de la mejor calidad, para regalarlas a los salvajes.

Un botiquín en el que se incluían una onza de quinina y uno o dos pequeños instrumentos quirúrgicos.

Cuchillos, objetos diversos, tales como una brújula, cerillas, un filtro de bolsillo, tabaco, una paleta, una botella de brandy y las ropas que llevábamos puestas.

En esto consistía la totalidad de nuestro equipo, verdaderamente pequeño para una aventura de tal calibre, pero no nos atrevimos a llevar más cosas. Aun así era carga pesada para atravesar el ardiente desierto, porque en tales lugares se deja sentir el peso de cada onza de más. Pero, por más que lo intentábamos, no encontrábamos manera de reducirlo. No llevábamos más que lo absolutamente necesario.

Con gran dificultad y bajo promesa de regalarles un buen cuchillo de caza a cada uno, logré convencer a tres miserables nativos de la aldea de que viniesen con nosotros en la primera etapa del viaje, durante veinte millas, y que cada uno de ellos llevase una gran calabaza con capacidad para un galón de agua. El objetivo era permitirnos rellenar las cantimploras después de la primera noche de marcha, porque decidimos partir con el fresco de la noche. Hice creer a los nativos que íbamos a cazar avestruces, que abundaban en el desierto. Farfullaron y se encogieron de hombros, y dijeron que estábamos locos y que moriríamos de sed, lo que debo añadir que parecía muy probable; pero, deseosos de obtener los cuchillos, que en esa región eran tesoros casi desconocidos, aceptaron venir, probablemente tras reflexionar que, al fin y al cabo, si desaparecíamos, no era asunto suyo.

Durante todo el día siguiente descansamos y dormimos, y al atardecer comimos abundantemente, a base de carne fresca de vaca, regada con té, posiblemente el último que habríamos de tomar durante muchos días, como apuntó con tristeza Good. Después, tras llevar a cabo los últimos preparativos, nos tumbamos y esperamos a que saliera la luna. Finalmente, alrededor de las nueve, se elevó con toda su casta magnificencia, inundando aquellas tierras salvajes con su luz de plata, y proyectando un extraño brillo sobre la vasta extensión de desierto ondulado ante nuestros ojos, que resultaba tan solemne y ajeno al hombre como el firmamento tachonado de estrellas. Nos levantamos y a los pocos minutos estábamos listos, aunque un poco dubitativos, ya que la naturaleza humana es propensa a dudar en el umbral de un paso irrevocable. Los tres hombres blancos estábamos solos. Umpoba, con la azagaya en la mano y el rifle cruzado sobre los hombros, a unos cuantos pasos delante de nosotros, contemplaba el desierto con mirada fija; los tres nativos que habíamos contratado, con las calabazas de agua, y Ventvbgel estaban reunidos en un pequeño grupo detrás de nosotros.

—Caballeros —dijo sir Henry con su voz baja y profunda—, vamos a emprender el viaje más extraordinario que pueda hacer un hombre en este mundo. Es muy dudoso que vayamos a tener éxito. Pero somos tres hombres que se mantendrán juntos hasta el final, tanto en la fortuna como en la desgracia. Y ahora, antes de partir, roguemos un momento al Poder que rige los destinos de los hombres y que marca nuestros caminos desde hace siglos para que se digne dirigir nuestros pasos según Su voluntad.

Quitándose el sombrero, se cubrió la cara con las manos durante unos minutos, y Good y yo hicimos lo mismo.

No voy a decir que yo tenga mucha costumbre de rezar; pocos cazadores la tienen, y en lo que respecta a sir Henry, nunca le había oído hablar así, y desde entonces, sólo una vez, aunque creo que en el fondo de su corazón es un hombre muy religioso. También Good es devoto, aunque tiene mucha tendencia a blasfemar. En cualquier caso, creo que nunca en mi vida, salvo en una ocasión, recé con más fervor que en aquellos momentos, y por alguna razón, me hizo sentir muy feliz. Nuestro futuro era completamente desconocido, y creo que lo desconocido y lo terrible siempre acercan al hombre a su Hacedor.

 

—Y ahora —dijo sir Henry—, ¡en marcha!

Y así iniciamos el viaje.

No teníamos nada con qué guiarnos, salvo las lejanas montañas y el viejo mapa de José da Silvestra que, teniendo en cuenta que fue dibujado sobre un trozo de tela por un hombre moribundo y medio loco tres siglos atrás, no era para fiarse demasiado. No obstante, nuestra única esperanza de éxito dependía de él. Si no llegábamos a encontrar la charca de agua que, según el viejo caballero, se encontraba en medio del desierto, a unas sesenta millas del punto de partida, y a la misma distancia de las montañas, lo más probable era que muriésemos de sed. Pero, a mi entender, la posibilidad de encontrarla en el gran mar de arena y matojos de karoo era casi infinitesimal. Incluso suponiendo que Da Silvestra lo hubiese señalado en el lugar correcto, ¿qué podría haber impedido que el sol la hubiese secado muchos años atrás, o que la hubiesen pisoteado los animales o que la hubiese cegado la arena arrastrada por el viento?

Caminábamos silenciosos en la noche sobre la pesada arena. Los arbustos de karoo se nos enredaban en las piernas y retrasaban la marcha, y la arena se colaba en nuestros veldtschoons y en las botas de caza de Good, de manera que teníamos que detenernos a cada pocas millas para vaciarlos; no obstante, la noche era bastante fresca, aunque la atmósfera era densa y pesada, lo que comunicaba al aire una especie de consistencia cremosa, y avanzábamos con bastante rapidez. Todo era quietud y soledad en el desierto, tanto que llegaba a ser opresivo. Good tuvo esa misma sensación y se puso a silbar «La chica que dejé atrás», pero las notas sonaban lúgubres en aquel lugar tan extenso, y se calló.

Poco después ocurrió un incidente que, aunque en su momento nos sobresaltó, después nos hizo reír. Good marchaba en cabeza, a cargo de la brújula que, por ser marino, sabía manejar perfectamente, y los demás avanzábamos penosamente tras él en fila india, cuando de repente oímos una exclamación y Good desapareció. Al momento se armó una barahúnda extraordinaria; estábamos rodeados de bufidos, bramidos, ruidos frenéticos de pies en movimiento. A la débil luz pudimos divisar siluetas al galope, medio ocultas por polvaredas de arena. Los nativos soltaron sus cargas y se dispusieron a huir, pero, al darse cuenta de que no había ningún sitio donde poder refugiarse, se arrojaron al suelo, aullando que era el demonio. Sir Henry y yo nos quedamos de pie, estupefactos, y nuestra estupefacción no menguó cuando percibimos la silueta de Good que corría a toda velocidad hacia las montañas, al parecer encaramado en el lomo de un caballo y gritando como un loco. Seguidamente levantó los brazos, y oímos que caía a tierra con un golpe sordo.

Entonces comprendí lo que había ocurrido: nos habíamos topado con una manada de quaggas dormidos, y Good había caído en el lomo de uno de ellos, ante lo que la bestia, como es natural, se había levantado y huido con él encima. Corrí al encuentro de Good gritando a los otros que no pasaba nada, temeroso de que se hiciera daño, pero para mi gran alivio lo encontré sentado en la arena, con el monóculo aún firmemente sujeto en el ojo, un tanto tembloroso y muy asustado, pero sin haber sufrido ningún daño.

Después de este incidente proseguimos el viaje sin posteriores desgracias, hasta la una, en que hicimos un alto y, tras beber un poco de agua, no mucha, porque el agua era preciosa, y descansar durante media hora, reanudamos la marcha.

Anduvimos y anduvimos, hasta que el Este empezó a sonrojarse como las mejillas de una muchacha. Después vimos débiles rayos de una luz amarillo pálido, que se transformaron al momento en barras doradas, por las que se deslizaba el alba a través del desierto. Las estrellas empalidecieron más y más hasta desvanecerse finalmente; la dorada luna se tornó macilenta, y los bordes de sus montañas se recortaron con claridad sobre su enfermiza cara, como los huesos de la faz de un moribundo; después, en la distancia relampaguearon un destello tras otro de magnífica luz que atravesaron el yermo sin límites, taladrando y encendiendo los velos de la neblina, hasta que el desierto se revistió de un trémulo brillo dorado y se hizo de día.

Aún no nos detuvimos, aunque lo hubiéramos hecho con gusto, porque sabíamos que una vez que el sol estuviese alto, nos resultaría casi imposible seguir caminando. Por fin, aproximadamente una hora más tarde, divisamos una pequeña elevación de rocas que emergía de la llanura, y hacia ella nos arrastramos. Por suerte, encontramos un bloque que sobresalía, alfombrado por debajo con arena fina, lo que proporcionaba un refugio sumamente agradable contra el calor. Nos deslizamos debajo de las rocas y, tras beber un poco de agua y comer biltong, nos acostamos y al poco estábamos profundamente dormidos.

Eran las tres de la tarde cuando nos despertamos para encontrarnos con que los tres porteadores se estaban preparando para regresar. Ya se habían hartado del desierto, y ni una enorme cantidad de cuchillos hubiese sido suficiente tentación para hacerlos avanzar ni un paso más. Así que bebimos de buena gana, y tras vaciar las cantimploras, volvimos a llenarlas con el contenido de las calabazas y después los vimos iniciar el camino de veinte millas que los separaban del campamento.

A las cuatro y media también nosotros nos pusimos en camino. Era un viaje solitario y desolado, porque, con la excepción de unos cuantos avestruces, no se veía un solo ser viviente en la vasta extensión de llanura arenosa. Evidentemente, era demasiado seca para que hubiera caza, y salvo una o dos cobras de aspecto terrible, no vimos ningún reptil. Sin embargo, abundaba un insecto, la mosca común o doméstica. Nos acosaban «no como espías aislados, sino en batallones», como dice el Antiguo Testamento en alguna parte, según creo. Es un animal extraordinario esta mosca común. Vaya uno donde vaya, siempre se la encuentra, y debe haber sido así siempre. Yo la he visto encerrada en un trozo de ámbar, que según me dijeron debía tener medio millón de años, y tenía el mismo aspecto que su descendiente actual, y no cabe duda de que cuando el último hombre sobre la tierra esté a punto de expirar, allí estará la mosca zumbando a su alrededor —si esto ocurriese en verano—, esperando la oportunidad de posársele en la nariz.

Al atardecer nos detuvimos, a la espera de que saliera la luna. A las diez apareció, bella y serena como siempre, y tras otra parada a las dos de la mañana, seguimos caminando penosamente durante toda la noche, hasta que por fin el esperado sol puso punto final a nuestras fatigas. Bebimos un poco y nos tumbamos en la arena, completamente agotados, y pronto nos quedamos profundamente dormidos. No había necesidad de establecer turnos de vigilancia, porque no teníamos nada que temer de nadie ni de nada en aquella vasta llanura deshabitada. Nuestros únicos enemigos eran el calor, la sed y las moscas, pero yo hubiera preferido enfrentarme a cualquier peligro procedente del hombre o de las bestias que a aquella espantosa trinidad. En esta ocasión no tuvimos suerte de encontrar una roca que nos resguardara de la luz deslumbradora del sol, por lo que nos despertamos alrededor de las siete, experimentando exactamente la misma sensación que podría atribuirse a un filete en la parrilla. Literalmente, nos estábamos asando. El ardiente sol parecía chuparnos la misma sangre. Nos sentamos jadeantes.

—¡Puff! —exclamé dando un manotazo al halo de moscas que zumbaban alegremente en torno a mi cabeza. A ellas el calor no las afectaba.

—¡Caramba! —dijo sir Henry.

—¡Sí que hace calor! —dijo Good.

Hacía realmente calor, y no podíamos refugiarnos en ninguna parte. Donde quiera que mirásemos, no había árboles ni rocas, nada salvo un resplandor infinito, que resultaba deslumbrador, debido al aire que danzaba sobre la superficie del desierto como sobre una estufa al rojo vivo.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó sir Henry—. No podremos soportar esto durante mucho tiempo.

Nos miramos con perplejidad.

—Ya lo tengo —dijo Good—; vamos a cavar un hoyo y a meternos en él, y después nos cubriremos con arbustos de karoo.

No parecía una sugerencia muy prometedora, pero era mejor que nada, de modo que pusimos manos a la obra, y con la pala que llevábamos y con las manos, al cabo de una hora logramos excavar un agujero de unos diez pies de largo por doce de ancho, con una profundidad de dos pies. Después cortamos cierta cantidad de matojos con los cuchillos de caza, nos deslizamos en el hoyo y todos nos cubrimos con ellos, salvo Ventvógel, al que, por ser hotentote, el sol no le afectaba especialmente. Esto nos proporcionó una ligera protección contra los ardientes rayos del sol, pero es más fácil imaginar que describir el calor que hacía en aquella especie de tumba. Comparado con éste, el Agujero Negro de Calcuta debía ser una tontería. En realidad, hasta la fecha no he llegado a comprender cómo pudimos sobrevivir aquel día. Jadeantes, nos humedecíamos los labios de vez en cuando con la reserva escasa de agua. De haber seguido nuestros impulsos, habríamos acabado con ella en las dos primeras horas, pero teníamos que actuar con suma precaución, porque, si nos faltaba el agua, sabíamos que moriríamos rápidamente.

Pero todo tiene un fin, con tal de vivir lo suficiente para verlo, y de una u otra forma, aquel día aciago fue acercándose a la noche. Hacia las tres de la tarde llegamos a la conclusión de que no podíamos soportar aquello más tiempo. Era mejor morir caminando que perecer lentamente por el calor y la sed en aquel espantoso agujero. De modo que, tras beber un poco de la reserva de agua, que disminuía a toda velocidad y que estaba casi a la temperatura de la sangre humana, nos pusimos a andar, tambaleantes.

Ya habíamos cubierto unas cincuenta millas del desierto. Si el lector consulta la reproducción y traducción aproximadas del viejo mapa de Da Silvestra, verá que éste asigna al desierto una extensión de cuarenta leguas, y que la «charca de agua sucia» está situada aproximadamente a mitad de camino. Ahora bien, cuarenta leguas son ciento veinte millas; así que debíamos encontrarnos, como mucho, a doce o quince millas del agua, si es que existía.

Nos arrastramos lenta y dolorosamente durante toda la tarde, avanzando apenas más de una milla y media por hora. Con el crepúsculo volvimos a descansar, mientras esperábamos a que saliera la luna, y después de beber un poco, intentamos dormir un rato.

Antes de acostarnos, Umbopa nos señaló un montículo bajo y confuso entre la superficie plana del desierto, a unas ocho millas. Desde lejos parecía un hormiguero, y mientras conciliaba el sueño, me pregunté qué sería.

Al salir la luna nos pusimos en camino, terriblemente agotados y torturados por la sed y el calor sofocante. Quien no lo haya experimentado no puede saber lo que tuvimos que soportar. Ya no caminábamos, avanzábamos a trompicones, cayendo de vez en cuando vencidos por el agotamiento, forzados a hacer un alto a cada hora. Apenas nos quedaban energías suficientes para hablar. Hasta entonces, Good había charlado y bromeado, porque era un tipo alegre; pero ya no le quedaban ánimos para más bromas.

Por fin, hacia las dos, completamente rendidos física y mentalmente, llegamos al pie de aquella colina o koppie arenoso, que a primera vista parecía un hormiguero gigantesco de una altura de unos cien pies, con una base de casi un mor~ gen (dos acres).

Allí nos detuvimos y, empujados por la sed apremiante, apuramos las últimas gotas de agua. No teníamos más que media pinta por cabeza, y hubiéramos podido beber un galón cada uno.

Después nos acostamos. En el momento en que me estaba quedando dormido, oí la observación que Umbopa se hacía a sí mismo en zulú:

—Si no encontramos agua antes de que salga la luna mañana, habremos muerto todos.

Me recorrió un escalofrío a pesar del calor. La perspectiva cercana de una muerte tan espantosa no es agradable, pero ni siquiera esa idea pudo impedir que me durmiera.

6. ¡Agua! ¡Agua!

Al cabo de dos horas, alrededor de las cuatro, me desperté. En cuanto quedó satisfecha la primera exigencia opresiva de la fatiga corporal, la torturante sed que padecía volvió a manifestarse. No pude seguir durmiendo. Había soñado que me bañaba en un arroyo, con riberas verdes pobladas de árboles, y me desperté en medio de aquel yermo, recordando que, como había dicho Umbopa, si no encontrábamos agua aquel día moriríamos de una forma espantosa. Ningún ser humano podía vivir mucho tiempo sin agua con aquel calor. Me incorporé y me froté la cara mugrienta con mis manos secas y callosas. Tenía los labios y los párpados pegados, y sólo después de frotarlos y de hacer un gran esfuerzo fui capaz de abrirlos. No faltaba mucho para el amanecer pero en la atmósfera no flotaba la luminosidad que anuncia el alba, sino una pesadez y una oscuridad cálidas que no puedo describir. Los demás aún dormían.

 

De repente, empezó a brotar luz suficiente para leer, así que saqué un pequeño volumen de bolsillo de las Ingoldsby Legends que traía conmigo y leí «El grajo de Reims». Al llegar a los versos que dicen:

Un hermoso niño llevaba

un aguamanil de oro con relieves,

rebosante del agua más pura

que fluye entre Reims y Namur,

literalmente me chupé mis cuarteados labios, o más bien traté de chupármelos. La sola idea de esa agua tan pura me volvía loco. Si hubiese aparecido por allí el cardenal con su campana, su libro y su cirio, me habría precipitado hacia él para beberme toda el agua, sí; incluso si hubiera estado llena de jabón con el que se hubiera lavado el Papa y aun a sabiendas de que pudieran caer sobre mí todas las excomuniones de la Iglesia católica por hacerlo. Casi me inclino a pensar que había perdido el seso, debido a la sed, al cansancio y la falta de alimento; porque me puse a pensar en lo perplejos que se habrían quedado el cardenal, el hermoso niño y el grajo al ver aparecer repentinamente a un pequeño cazador de elefantes quemado por el sol, de ojos castaños y pelo canoso, que metía su sucia cara en la jofaina y se tragaba hasta la última gota del agua preciosa. La idea me pareció tan divertida que me eché a reír en voz alta, o más bien solté una carcajada histérica que despertó a los otros, que se pusieron a frotarse sus sucias caras y a abrir sus párpados y labios pegados.

En cuanto estuvimos todos despiertos, nos pusimos a discutir la situación, que era realmente grave. No quedaba ni una gota de agua. Volvimos las cantimploras boca abajo y chupamos los bordes, pero todo fue inútil; estaban más secas que un hueso. Good, que tenía en su poder la botella de coñac, la sacó y la contempló con ansia; pero sir Henry se la quitó rápidamente, porque beber alcohol puro sólo hubiera servido para precipitar el final.

—Si no encontramos agua, moriremos —dijo.

—Si confiamos en el viejo mapa de Da Silvestra, tiene que haber agua cerca —dije.

Pero a nadie pareció convencerle esta observación. Era evidente que no podía depositarse mucha fe en el mapa. La luz se iba haciendo más intensa gradualmente, y mientras nos contemplábamos unos a otros con expresión de perplejidad, observé que Ventvógel, el hotentote, se había levantado y caminaba con los ojos fijos en el suelo. Se detuvo repentinamente y, emitiendo una exclamación gutural, señaló a la tierra.

—¿Qué pasa? —exclamamos.

Y todos nos levantamos al unísono y nos dirigimos a donde señalaba el hotentote.

—Muy bien —dije—;son huellas recientes de gacela. ¿Y qué?

—Pues que las gacelas no se alejan mucho del agua —contestó en holandés.

—Es cierto —repliqué—; lo había olvidado. Demos gracias a Dios por ello.

Aquel pequeño descubrimiento nos alegró un poco. Es increíble cómo se aferra uno a la más ligera esperanza en situaciones desesperadas y que pueda sentirse casi feliz con ella. En una noche oscura, es mejor una sola estrella que nada en absoluto.

Entretanto, Ventvógel tenía su chata nariz levantada y olfateaba el aire caliente como un viejo impala que percibe el peligro. En ese momento, volvió a hablar.

—Huelo agua —dijo.

Sus palabras nos llenaron de júbilo, porque sabíamos el instinto tan extraordinario que poseen estos hombres nacidos en tierras salvajes.

En ese preciso instante salió el sol en todo su esplendor y reveló un panorama de tal grandeza ante nuestros ojos atónitos, que durante unos momentos nos olvidamos incluso de la sed.

Porque allí, a una distancia no mayor de cuarenta o cincuenta millas, relucientes como plata con los primeros rayos de sol de la mañana, estaban los senos de Saba; y a ambos lados se extendía, a lo largo de cientos de millas, la gran Berg de Sulimán. Ahora que, sentado tranquilamente, trato de describir el esplendor y belleza extraordinarios de aquel panorama, me faltan las palabras. Me siento impotente ante el recuerdo de aquel paisaje. Frente a nosotros se alzaban dos enormes montañas como no creo que puedan verse en toda África, y acaso en ninguna otra parte del mundo, con una altura de al menos quince mil pies, separadas por unas doce millas, unidas por escarpadas rocas, y destacando sobre el cielo con su terrible solemnidad blanca. Estas montañas, como los pilares de un pórtico gigantesco, tienen exactamente la misma forma que los pechos de una mujer. La base se elevaba suavemente de la llanura, y desde lejos parecían completamente redondas y lisas. En la cumbre de ambas había un extenso montículo redondo cubierto de nieve, que se correspondía exactamente con el pezón del pecho femenino. Los riscos que las unían tenían, en apariencia, unos mil pies de altura, y eran totalmente escarpados, y a cada lado, hasta donde llegaba la vista, se extendían riscos similares sólo interrumpidos acá y allá por mesetas, algo parecido a las mundialmente famosas formaciones de Ciudad de El Cabo, muy corrientes en África.

Está fuera de mis posibilidades describir la grandeza de aquel panorama. Había algo tan inexpresablemente solemne y abrumador en aquellos enormes volcanes —porque sin duda son volcanes extintos— que casi nos quitaba el aliento. Durante un rato, las luces de la mañana juguetearon sobre la nieve y las masas pardas y abultadas que había debajo, y después, como para separar con un velo aquel majestuoso panorama de nuestros ojos curiosos, a su alrededor se formaron extrañas neblinas y nubes que fueron espesando, hasta que sólo pudimos distinguir sus perfiles puros y gigantescos que se hinchaban como fantasmas entre la envoltura aborregada. En realidad, como descubrimos más adelante, normalmente estaban envueltas en esa extraña gasa neblinosa, lo que sin duda había influido en que no las hubiésemos visto antes con mayor claridad.

Apenas se habían desvanecido las montañas en la intimidad de sus ropajes de nubes, cuando la sed —que literalmente nos abrasaba— volvió a presentarse.

Era un consuelo que Ventvógel hubiera dicho que olía a agua, pero por mucho que mirábamos, no veíamos rastro de ella en ningún otro sitio. Hasta donde alcanzaba la vista, no había más que aridez sofocante y matojos de karoo. Rodeamos el altozano y miramos ansiosamente al otro lado, pero era la misma historia; no se veía una gota de agua; no había ninguna indicación de que existiera un pozo, una charca o un arroyo.

—Eres idiota —dije airadamente a Ventvógel—; no hay agua.

Pero siguió levantando su chata nariz para olfatear.

—La huelo, baas (‘amo’) —contestó—; está en el aire.

—Sí —dije—; sin duda está en las nubes, y de aquí a dos meses caerá y nos lavará los huesos.

Sir Henry se acariciaba pensativo la rubia barba. —Quizá esté en la cumbre de la colina— sugirió.

—¡Qué tontería! —dijo Good—. ¿A quién se le ocurre que pueda haber agua en la cima de una colina?

—Vamos a verlo —intervine, y con muy pocas esperanzas, escalamos dificultosamente las laderas empinadas de la colina, con Umbopa a la cabeza. De pronto, se detuvo como petrificado.

—¡Nanzia manzie! (‘aquí hay agua’) —gritó.