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100 Clásicos de la Literatura

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Todas estas circunstancias se presentan a nuestros ojos con perfecta evidencia. Pero como no bastan para explicarnos el hecho de que estos sueños sean también soñados por personas sobre cuyo amor filial en la actualidad no cabe discusión, habremos de suponer que el deseo de la muerte de los padres se deriva también de la más temprana infancia.

Esta hipótesis queda confirmada por el análisis y sin lugar a duda alguna, con respecto a los psiconeuróticos. Al someter a estos enfermos a la labor analítica, descubrimos que los deseos sexuales infantiles hasta el punto de que hallándose en estado de germen merecen este nombre despiertan muy tempranamente y que la primera inclinación de la niña tiene como objeto al padre, y la del niño, a la madre. De este modo, el inmediato ascendiente del sexo igual al del hijo se convierte para éste en importuno rival, y ya hemos visto, al examinar las relaciones paternas, cuán poco se necesita para que este sentimiento conduzca al deseo de muerte. La atracción sexual actúa también, generalmente, sobre los mismos padres, haciendo que por un rasgo natural prefiera y proteja la madre a los varones, mientras que el padre dedica mayor ternura a las hijas, conduciéndose en cambio ambos con igual severidad en la educación de sus descendientes cuando el mágico poder del sexo no perturba su juicio. Los niños se dan perfecta cuenta de tales preferencias y se rebelan contra aquel de sus inmediatos ascendientes que los trata con mayor rigor. Para ellos, el amor de los adultos no es sólo la satisfacción de una especial necesidad, sino también una garantía de que su voluntad será respetada en otros órdenes diferentes. De este modo siguen su propio instinto sexual y renuevan al mismo tiempo con ello el estímulo que parte de los padres cuando su elección coincide con la de ellos.

La mayor parte de los signos en que se exteriorizan estas inclinaciones infantiles suele pasar inadvertida. Algunos de tales indicios pueden observarse aún en los niños después de los primeros años de su vida. Una niña de ocho años, hija de un amigo mío, aprovechó una ocasión en que su madre se ausentó de la mesa para proclamarse su sucesora, diciendo a su padre: «Ahora soy yo la mamá. ¿No quieres más verdura, Carlos? Anda, toma un poco más.» Con especial claridad se nos muestra este fragmento de la psicología infantil en las siguientes manifestaciones de una niña de menos de cuatro años, muy viva e inteligente: «Mamá puede irse ya. Papá se casará conmigo. Yo quiero ser su mujer.» En la vida infantil no excluye este deseo un tierno y verdadero cariño de la niña por su madre. Cuando el niño es acogido durante la ausencia del padre en el lecho matrimonial y duerme al lado de su madre hasta que al regreso de su progenitor vuelve a su alcoba, al lado de otra persona que le gusta menos, surge en él fácilmente el deseo de que el padre se halle siempre ausente para poder conservar sin interrupción su puesto junto a su querida mamá bonita, y el medio de conseguir tal deseo es, naturalmente, que el padre muera, pues sabe por experiencia que los «muertos», esto es, como, por ejemplo, el abuelo, se hallan siempre ausentes y no vuelven jamás.

Si tales observaciones de la vida infantil se adaptan sin esfuerzo a la interpretación propuesta, nonos proporcionan, sin embargo, la total convicción que los psicoanálisis de adultos neuróticos imponen al médico. La comunicación de los sueños de este género es acompañada por ellos de tales preliminares y comentarios, que su interpretación como sueños optativos se hace ineludibles. Una señora llega a mi consulta toda conturbada y llorosa. «No quiero ver más a mi familia me dice. Tengo que causarles horror.» A seguidas y casi sin transición me relata un sueño cuyo significado desconoce. Lo soñó teniendo cuatro años y su contenido es el siguiente: «Ve andar a un lince o una zorra por encima de un tejado. Después cae algo o se cae ella del tejado abajo. Luego sacan de casa a su madre muerta y rompe ella a llorar amargamente.» Apenas expliqué a la sujeto que su sueño tenía que significar el deseo infantil de ver morir a su madre y que el recuerdo del mismo es lo que la inspira ahora la idea de que tiene que causar horror a su familia, me suministró espontáneamente material bastante para un total esclarecimiento. Siendo niña, un golfillo que había encontrado en la calle se había burlado de ella aplicándole algunas calificaciones zoológicas, entre las que se hallaba la de «lince», y, posteriormente, teniendo ya tres años, había sido herida su madre por una teja que le cayó sobre la cabeza, originándole intensa hemorragia.

Durante algún tiempo he tenido ocasión de estudiar con todo detalle a una niña que pasó por diversos estados psíquicos. En la demencia frenética con que comenzó su enfermedad mostró una especial repulsión hacia su madre, insultándola y golpeándola en cuanto intentaba acercarse a su lecho. En cambio, se mostraba muy cariñosa y dócil para con su hermana, bastante mayor que ella. A este período de excitación surgió otro más despejado, aunque algo apático y con grandes perturbaciones del reposo, fase en la que comencé a someterla a tratamiento y a analizar sus sueños. Gran cantidad de los mismos trataba, más o menos encubiertamente, de la muerte de la madre. Así, asistía la sujeto al entierro de una anciana o se reía sentada en la mesa con su hermana, ambas vestidas de luto. El sentido de estos sueños no ofrecía la menor duda. Conseguida luego una más firme mejoría, aparecieron diversas fobias, entre las cuales la que más le atormentaba era la de que a su madre le había sucedido algo, viéndose incoerciblemente impulsada a retornar a su casa, cualquiera que fuese el lugar en que estuviese, para convencerse de que aún se hallaba con vida. Este caso, confrontado con mi experiencia anterior en la materia, me fue altamente instructivo, mostrándome, como traducción de un tema a varios idiomas, diversas reacciones del aparato psíquico a la misma representación estimuladora. En la demencia inicial, dependiente, a mi juicio, del vencimiento de la segunda instancia psíquica por la primera, hasta entonces reprimida, adquirió poder motor la hostilidad inconsciente contra la madre. Luego, al comienzo de la fase pacífica, reprimida la rebelión y restablecida la censura, no quedó accesible a dicha hostilidad para la realización del deseo de muerte en que se concretaba, dominio distinto del de los sueños, y, por último, robustecida la normalidad, creo, como reacción contraria histérica y fenómeno de defensa, la excesiva preocupación con respecto a la madre. Relacionándolo con este proceso, no nos resulta ya inexplicable el hecho de que las muchachas histéricas manifiesten con tanta frecuencia un tan exagerado cariño a sus madres.

En otra ocasión me fue dado penetrar profundamente en la vida anímica inconsciente de un joven al que la neurosis obsesiva hacía casi imposible la vida, pues la preocupación de que mataba a todos los que con él se cruzaban le impedía salir a la calle. Encerrado así en su casa, pasaba el día ordenando los medios con que le sería posible probar la coartada en caso de ser acusado de algún asesinato cometido en la ciudad. Excuso decir que se trataba de un hombre de elevado sentido moral y gran cultura. El análisis mediante el cual conseguí una completa curación reveló, como fundamento de esta penosa representación obsesiva, el impulso de matar a su padre persona de extremada severidad, sentido conscientemente con horror por nuestro sujeto a la edad de siete años; pero que, naturalmente, procedía de épocas mucho más tempranas de su infancia. Después de la dolorosa enfermedad que llevó a su padre al sepulcro, teniendo ya el sujeto treinta y un años, surgió en él el reproche obsesivo que adoptó la forma de la fobia antes indicada. De una persona capaz de precipitar a su padre a un abismo, desde la cima de una montaña, ha de esperarse que no estimará en mucho la vida de aquellos a los que ningún lazo le une. Así, pues, lo mejor que puede hacer es permanecer encerrado en su cuarto.

Según mi experiencia, ya muy repetida sobre estas cuestiones, desempeñan los padres el papel principal en la vida anímica infantil de todos aquellos individuos que más tarde enferman de psiconeurosis, y el enamoramiento del niño por su madre y el odio hacia el padre o viceversa, en las niñas forman la firme base del material de sentimientos psíquicos constituido en dicha época y tan importante para la sintomática de la neurosis ulterior. Sin embargo, no creo que los psiconeuróticos se diferencien en esto grandemente de los demás humanos que han permanecido dentro de la normalidad, pues no presentan nada que les sea exclusivo y peculiar. Lo más probable sea que sus sentimientos amorosos y hostiles con respecto a sus padres no hagan sino presentarnos amplificado aquello que con menor intensidad y evidencia sucede en el alma de la mayoría de los niños, hipótesis que hemos tenido ocasión de comprobar repetidas veces en la observación de niños normales. En apoyo de este descubrimiento nos proporciona la antigüedad una leyenda cuya general impresión sobre el ánimo de los hombres sólo por una análoga generalidad de la hipótesis aquí discutida nos parece comprensible.

Aludimos con esto a la leyenda del rey Edipo y al drama de Sófocles en ella basado. Edipo, hijo de Layo, rey de Tebas, y de Yocasta, fue abandonado al nacer sobre el monte Citerón, pues un oráculo había predicho a su padre que el hijo que Yocasta llevaba en su seno sería un asesino. Recogido por unos pastores, fue llevado Edipo al rey de Corinto, que lo educó como un príncipe. Deseoso de conocer su verdadero origen, consultó un oráculo, que le aconsejó no volviese nunca a su patria, porque estaba destinado a dar muerte a su padre y a casarse con su madre. No creyendo tener más patria que Corinto, se alejó de aquella ciudad, pero en su camino encontró al rey Layo y lo mató en una disputa. Llegado a las inmediaciones de Tebas adivinó el enigma de la Esfinge que cerraba el camino hasta la ciudad, y los tebanos, en agradecimiento, le coronaron rey, concediéndole la mano de Yocasta. Durante largo tiempo reinó digna y pacíficamente, engendrando con su madre y esposa dos hijos y dos hijas, hasta que asolada Tebas por la peste, decidieron los tebanos consultar al oráculo en demanda del remedio. En este momento comienza la tragedia de Sófocles. Los mensajeros traen la respuesta en que el oráculo declara que la peste cesará en el momento en que sea expulsado del territorio nacional el matador de Layo. Mas ¿dónde hallarlo?

 

Pero él, ¿dónde está él?

¿Dónde hallar la oscura huella de la antigua culpa?

La acción de la tragedia se halla constituida exclusivamente por el descubrimiento paulatino y retardado con supremo arte proceso comparable al de un psicoanálisis de que Edipo es el asesino de Layo y al mismo tiempo su hijo y el de Yocasta. Horrorizado ante los crímenes que sin saberlo ha cometido, Edipo se arranca los ojos y huye de su patria. La predicción del oráculo se ha cumplido.

Edipo rey es una tragedia en la que el factor principal es el Destino. Su efecto trágico reposa en la oposición entre la poderosa voluntad de los dioses y la vana resistencia del hombre amenazado por la desgracia. Las enseñanzas que el espectador, hondamente conmovido, ha de extraer de la obra con la resignación ante los dictados de la divinidad y el reconocimiento de la propia impotencia. Fiados en la impresión que jamás deja de producir la tragedia griega, han intentado otros poetas de la época moderna lograr un análogo efecto dramático, entretejiendo igual oposición en una fábula distinta. Pero los espectadores han presenciado indiferentes cómo, a pesar de todos los esfuerzos de un protagonista inocente, se cumplían en él una maldición o un oráculo. Todas las tragedias posteriores, basadas en la fatalidad, han carecido de efecto sobre el público.

En cambio, el Edipo rey continúa conmoviendo al hombre moderno tan profunda e intensamente como a los griegos contemporáneos de Sófocles, hecho singular cuya única explicación es quizá la de que el efecto trágico de la obra griega no reside en la oposición misma entre el destino y la voluntad humana, sino en el peculiar carácter de la fábula en que tal oposición queda objetivizada. Hay, sin duda, una voz interior que nos impulsa a reconocer el poder coactivo del destino en Edipo, mientras que otras tragedias construidas sobre la misma base nos parecen inaceptablemente arbitrarias. Y es que la leyenda del rey tebano entraña algo que hiere en todo hombre una íntima esencia natural. Si el destino de Edipo nos conmueve es porque habría podido ser el nuestro y porque el oráculo ha suspendido igual maldición sobre nuestras cabezas antes que naciéramos. Quizá nos estaba reservado a todos dirigir hacia nuestra madre nuestro primer impulso sexual y hacia nuestro padre el primer sentimiento de odio y el primer deseo destructor. Nuestros sueños testimonian de ello. El rey Edipo, que ha matado a su padre y tomado a su madre en matrimonio, no es sino la realización de nuestros deseos infantiles. Pero, más dichosos que él, nos ha sido posible, en épocas posteriores a la infancia, y en tanto en cuanto no hemos contraído una psiconeurosis, desviar de nuestra madre nuestros impulsos sexuales y olvidar los celos que el padre nos inspiró. Ante aquellas personas que han llegado a una realización de tales deseos infantiles, retrocedemos horrorizados con toda la energía del elevado montante de represión que sobre los mismos se ha acumulado en nosotros desde nuestra infancia. Mientras que el poeta extrae a la luz, en el proceso de investigación que constituye el desarrollo de su obra, la culpa de Edipo, nos obliga a una introspección en la que descubrimos que aquellos impulsos infantiles existen todavía en nosotros, aunque reprimidos. Y las palabras con que el coro pone fin.a la obra: «…miradle; es Edipo; el que resolvió los intrincados enigmas y ejerció el más alto poder; aquel cuya felicidad ensalzaban y envidiaban todos los ciudadanos. ¡Vedle sumirse en las crueles olas del destino fatal!», estas palabras hieren nuestro orgullo de adultos, que nos hace creernos lejos ya de nuestra niñez y muy avanzados por los caminos de la sabiduría y del dominio espiritual. Como Edipo, vivimos en la ignorancia de aquellos deseos inmorales que la Naturaleza nos ha impuesto, y al descubrirlos quisiéramos apartar la vista de las escenas de nuestra infancia.

En el texto mismo de la tragedia de Sófocles hallamos una inequívoca indicación de que la leyenda de Edipo procede de un antiquísimo tema onírico, en cuyo contenido se refleja esta dolorosa perturbación, a que nos venimos refiriendo, de las relaciones filiales por los primeros impulsos de la sexualidad. Para consolar a Edipo, ignorante aún de la verdad, pero preocupado por el recuerdo de la predicción del oráculo, le observa Yocasta que el sueño del incesto es soñado por muchos hombres y carece, a su juicio, de toda significación: «Son muchos los hombres que se han visto en sueños cohabitando con su madre. Pero aquel que no ve en ellos sino vanas fantasías soporta sin pesadumbre la carga de la vida.»

Este sueño es soñado aún, como entonces, por muchos hombres, que al despertar lo relatan llenos de asombro e indignación. En él habremos, pues, de ver la clave de la tragedia y el complemento al de la muerte del padre. La fábula de Edipo es la reacción de la fantasía a estos dos sueños típicos, y así como ellos despiertan en el adulto sentimiento de repulsa, tiene la leyenda que acoger en su contenido el horror al delito y el castigo del delincuente, que éste se impone por su propia mano. La ulterior conformación de dicho contenido procede nuevamente de una equivocada elaboración secundaria, que intenta ponerlo al servicio de un propósito teologizante (cf. el tema onírico de la exhibición, expuesto en páginas anteriores). Pero la tentativa de armonizar la omnipotencia divina con la responsabilidad humana tiene que fracasar aquí, como en cualquier otro material que quiera llevarse a cabo.

Sobre base idéntica a la de Edipo rey se halla construida otra de las grandes creaciones trágicas: el Hamlet shakesperiano. Pero la distinta forma de tratar una misma materia nos muestra la diferencia espiritual de ambos períodos de civilización, tan distantes uno de otro, y el progreso que a través de los siglos va efectuando la represión en la vida espiritual de la Humanidad. En Edipo rey queda exteriorizada y realizada, como en el sueño, la infantil fantasía optativa, base de la tragedia. Por lo contrario, en Hamlet permanece dicha fantasía reprimida, y sólo por los efectos coactivos que de ella emanan nos enteramos de su existencia, situación análoga a la de la neurosis. La creación shakespeariana nos demuestra, de este modo, la singular posibilidad de obtener un arrollador efecto trágico, dejando en plena oscuridad el carácter del protagonista. Vemos, desde luego, que la obra se halla basada en la vacilación de Hamlet en cumplir la venganza que le ha sido encomendada, pero el texto no nos revela los motivos o razones de tal indecisión, y las más diversas tentativas de interpretación no han conseguido aún indicárnoslas. Según la opinión hoy dominante, iniciada por Goethe, representa Hamlet aquel tipo de hombre cuya viva fuerza de acción queda paralizada por el exuberante desarrollo de la actividad intelectual. Según otros, ha intentado describir el poeta un carácter enfermizo, indeciso y marcado con el sello de la neurastenia. Pero la trama de la.obra demuestra que Hamlet no debe ser considerado, en modo alguno, como una persona incapaz de toda acción. Dos veces le vemos obrar decididamente: una de ellas, con apasionado arrebato, cuando da la muerte al espía oculto detrás del tapiz, y otra conforme a un plan reflexivo y hasta lleno de astucia, cuando con toda la indiferencia de los príncipes del Renacimiento envía a la muerte a los dos cortesanos que tenían la misión de conducirle a ella. Qué es, por lo tanto, lo que paraliza en la ejecución de la empresa que el espectro de su padre le ha encomendado. Precisamente el especial carácter de dicha misión. Hamlet puede llevarlo todo a cabo, salvo la venganza contra el hombre que ha usurpado, en el trono y en el lecho conyugal, el puesto de su padre, o sea contra aquel que le muestra la realización de sus deseos infantiles. El odio que había de impulsarle a la venganza queda sustituido en él por reproches contra sí mismo y escrúpulos de conciencia que le muestran incurso en los mismos delitos que está llamado a castigar en el rey Claudio. De estas consideraciones, con las que no hemos hecho sino traducir a lo consciente lo que en el alma del protagonista tiene que permanecer inconsciente, deduciremos que lo que en Hamlet hemos de ver es un histérico, deducción que queda confirmada por su repulsión sexual, exteriorizada en su diálogo con Ofelia. Esta repulsión sexual es la misma que a partir del Hamlet va apoderándose, cada vez más por entero, del alma del poeta, hasta culminar en Timón de Atenas. La vida anímica de Hamlet no es otra que la del propio Shakespeare. De la obra de Jorge Brandès sobre este autor (1896) tomo el dato de que Hamlet fue escrito a raíz de la muerte del padre del poeta (1601); esto es, en medio del dolor que tal pérdida había de causar al hijo y, por tanto, de la reviviscencia de los sentimientos infantiles del mismo con respecto a su padre. Conocido es también que el hijo de Shakespeare, muerto en edad temprana, llevaba el nombre de Hamnet (idéntico al de Hamlet). Así como Hamlet trata de la relación del hijo con sus padres, Macbeth, escrito poco después, desarrolla el tema de la esterilidad. Del mismo modo que el sueño y en general todo síntoma neurótico es susceptible de una superinterpretación e incluso precisa de ella para su completa inteligencia, así también toda verdadera creación poética debe de haber surgido de más de un motivo y un impulso en el alma del poeta y permitir, por tanto, más de una interpretación. Lo que aquí hemos intentado es, únicamente, la interpretación del más profundo estrato de sentimientos del alma del poeta creador.

No puedo abandonar el tema de los sueños típicos de la muerte de parientes queridos sin aclarar aún más, con algunas indicaciones, su importancia para la teoría de los sueños. Se da en ellos el caso, nada común, de que la idea onírica formada por el deseo reprimido escapa a toda censura y aparece inmodificada en el contenido manifiesto. Este hecho tiene que ser facilitado por circunstancias especiales. Hay, en efecto, dos factores que lo favorecen: en primer lugar, no existe deseo alguno del que nos creamos más lejanos. Opinamos que «ni siquiera en sueños podría ocurrírsenos» desear cosa semejante, y de este modo resulta que la censura no se halla preparada a tal monstruosidad, análogamente a como las leyes de Solón no sabían encontrar un castigo proporcionado al delito del parricidio. Pero, además, el deseo reprimido e insospechado recibe con gran frecuencia en estos casos el apoyo de un resto diurno relativo a las preocupaciones que durante la vigilia hemos abrigado con respecto a la vida de personas que nos son queridas. Esta preocupación no puede llegar a incluirse en un sueño sirviéndose del deseo de igual sentido, el cual puede, a su vez, disfrazarse bajo la apariencia de la preocupación que nos ha embargado durante el día. Aquellos que opinan que el proceso es mucho más sencillo y que no hacemos sino continuar, durante la noche y en sueños, lo que nos ha preocupado durante el día, habrán de dejar los sueños de muerte de personas queridas fuera de toda relación con el esclarecimiento del fenómeno onírico y conservar sin resolver, superfluamente, un enigma fácil de desentrañar. Resulta también muy instructivo perseguir la relación de estos sueños con los de angustia. En los de la muerte de personas queridas ha hallado el deseo reprimido un camino por el que poder eludir la censura y la deformación por ella impuesta. Siempre que esto se verifica en un sueño experimentamos durante el mismo, como fenómeno concomitante, sensaciones dolorosas. Correlativamente, sólo se produce el sueño de angustia cuando la censura es vencida total o parcialmente y, por otro lado, la preexistencia de angustia como sensación actual emanada de fuentes somáticas facilita el vencimiento de la censura. De este modo vemos ya claramente la tendencia en favor de la cual labora la censura imponiendo la deformación, tendencia que no es sino la de impedir el desarrollo de angustia o de otra forma cualquiera de afecto penoso. En páginas que anteceden traté del egoísmo del alma infantil, y quiero reanudar aquí el examen de este tema para demostrar que los sueños han conservado también este carácter. Todos, sin excepción, son egoístas y en todos aparece el amado yo, aunque oculto bajo el disfraz. Los deseos que en ellos quedan realizados son siempre deseos de dicho yo, y cuando el sueño nos parece obedecer a un interés por otra persona, ello no es sino una engañosa apariencia. Someteré aquí al análisis algunos sueños que parecen contradecir esta afirmación.

 

I. Un niño de menos de cuatro años relata el siguiente sueño: «ha visto una gran fuente que contenía un gran pedazo de carne asada. De repente se lo comía alguien, de una sola vez y sin corta. Pero él no veía quién era la persona que se lo había comido».

¿Quién podrá ser el individuo con cuyo copioso almuerzo sueña el niño? Los sucesos del día del sueño nos proporcionarán, sin duda, el esclarecimiento deseado. El sujeto se halla hace algunos días, por prescripción facultativa, a dieta láctea. Pero la tarde anterior había sido malo y le fue impuesto el castigo de acostarse sin siquiera tomar la leche. Ya en otra ocasión había sido sometido a una análoga cura de ayuno, resistiéndola muy valientemente, sin intentar siquiera que le levantasen el castigo confesando su hambre. La educación comienza ya a actuar sobre él, revelándose en el principio de deformación que su sueño presenta. No cabe duda que la persona que en su sueño almuerza tan a satisfacción, y precisamente carne asada, es él mismo. Pero como sabe que le está prohibido, no se atreve a hacer lo que los niños hambrientos hacen en sueños (cf. el sueño de mi hija Ana); esto es, darse un espléndido banquete, y el invitado permanece anónimo.

II. Sueño ver en el escaparate de una librería un tomo nuevo de una colección cuyas publicaciones suelo adquirir siempre (monografías artísticas o históricas). Este tomo inicia una nueva serie titulada: «Oradores (o discursos) famosos y ostenta en la portada el nombre del doctor Lecher.

El análisis me demuestra desde el primer momento lo inverosímil de que pueda ocuparme, efectivamente, en sueños, la personalidad del doctor Lecher, famoso por la resistencia que demostró hablando hora tras hora en el.Parlamento alemán, durante una campaña obstruccionista. La verdad es que hace algunos días se ha aumentado el número de pacientes que tengo sometidos al tratamiento psíquico y me veo obligado a hablar durante nueve o diez horas diarias. Soy yo, por tanto, el resistente orador.

III. En otra ocasión sueño que un profesor de nuestra Universidad, conocido mío, me dice: Mi hijo, el miope. a estas palabras se enlaza un diálogo compuesto de breves frases. Pero luego sigue un tercer fragmento onírico, en el que aparezco yo con mis hijos. En el contenido latente, el profesor M. y su hijo no son sino maniquíes que encubren mi propia persona y la de mi hijo mayor. Sobre este sueño habremos de volver más adelante, con motivo de otra de sus peculiaridades.

IV. El siguiente sueño nos da un ejemplo de sentimientos ruines y egoístas, ocultos bajo la apariencia de una tierna solicitud.

«Mi amigo Otto tiene mala cara. Su tez ha tomado un tinte oscuro, y los ojos parecen querer salírsele de las órbitas.»

Otto es nuestro médico de cabecera. No tengo la menor esperanza de saldar jamás mi deuda de gratitud para con él, pues vela hace ya muchos años por la salud de mis hijos, los ha asistido siempre con éxito y aprovecha además cualquier ocasión que se presenta para colmarlos de regalos. La tarde anterior al sueño que nos ocupa había venido a visitarnos, observando mi mujer que parecía hallarse fatigado y deprimido. Aquella misma noche le atribuye mi sueño dos de los síntomas característicos de la enfermedad de Basedow. Aquellos que se niegan a aceptar mis reglas de interpretación no verán en este sueño sino una continuación de los cuidados que el mal aspecto de mi amigo me había inspirado en la vigilia. Pero una tal interpretación contradiría los principios de que el sueño es una realización de deseos y accesible tan sólo a sentimientos egoístas. Además, habríamos de invitar a sus partidarios a explicarnos por qué la enfermedad que temo aqueje a mi amigo es precisamente el bocio exoftálmico, diagnóstico para el que no ofrece su aspecto real el más pequeño punto de apoyo.

En cambio, mi análisis me proporciona el material siguiente, derivado de un suceso acaecido seis años antes. Varios amigos, entre ellos el profesor R., atravesábamos en carruaje el bosque de N., distante algunas horas de nuestra residencia veraniega. Era ya noche cerrada, y el cochero, que había abusado de la bebida, nos hizo volcar en una pendiente, sin grave daño para nuestras personas, pero obligándonos a pernoctar en una vecina hostería, donde la noticia del accidente nos atrajo el interés de los demás viajeros. Un caballero, que mostraba algunos de los signos característicos del morbus Basedowi tez oscura y ojos saltones, como Otto en mi sueño, se puso por completo a nuestra disposición, preguntándonos en qué podía sernos útil. El profesor R., con su acostumbrada sequedad, le respondió.» Pero la generosidad del amable auxiliar no debía de llegar a tanto, pues alegando que no le era posible acceder a la petición del profesor, se alejó de nuestro lado. En la continuación del análisis se me ocurre (aunque sin grandes seguridades sobre la exactitud de tal conocimiento) que Basedow no es sólo el nombre de un médico, sino también el de un famoso pedagogo. Mi amigo Otto es la persona a quien he rogado que, en caso de sucederme alguna desgracia, vele por la educación física de mis hijos, especialmente durante la pubertad (de aquí la camisa de dormir). Atribuyéndole luego, en el sueño, los síntomas patológicos de nuestro generoso auxiliador, es como si quisiera decir: «Si me.sucede algo, le tendrán tan sin cuidado mis hijos como nosotros en aquella ocasión al barón de L., no obstante sus amables ofrecimientos.» Pero el nódulo egoísta de este sueño tenía que quedar encubierto de alguna manera. Mas ¿dónde se halla aquí la realización de deseos? Desde luego no en la venganza contra mi amigo Otto, cuyo destino es, por lo visto, que yo le maltrate en mis sueños, sino en la siguiente relación: representando a Otto en mi sueño por la persona del barón de L., he identificado mi propia persona con la de otro; esto es, con la del profesor R., pues demando algo de Otto, como el profesor del barón, en aquella circunstancia. El profesor R. ha seguido, como yo, independientemente su camino, y sólo después de largos años ha alcanzado un título que merecía desde mucho antes. Así, pues, deseo nuevamente, en este sueño, el título de profesor. Incluso este «después de largos años» es una realización de deseos, pues indica que vivo lo suficiente para guiar a mis hijos a través de los escollos de la pubertad.

Otros sueños típicos.

No tengo experiencia personal de otros sueños típicos en los que el soñante se encuentra volando en el aire con el acompañamiento de un sentimiento de agrado o de angustia, por lo que todo lo que diga sobre el particular se deriva de los psicoanálisis. Por la información así obtenida debo concluir que también estos sueños reproducen impresiones infantiles; relatan aquellos juegos de movimiento de tanto atractivo para los niños. No existe un tío que no le haya mostrado a un niño volar alrededor de la pieza cogiéndolo entre sus brazos, o que no haya jugado dejándolo caer súbitamente al estar cabalgando en su rodilla y extender de improviso la pierna, o levantándolo en vilo y repentinamente simular dejarlo caer. Los niños gozan con tales experiencias y no se cansan de pedir su repetición, particularmente si ellas les producen un cierto susto o vértigo. Años después se repiten tales escenas en los sueños; pero dejando aparte las manos que los sujetaban, por lo que flotan o caen sin tener apoyo. El placer derivado por los niños en juegos por el estilo (columpio y balancín) es por todos conocido, y cuando ven acrobacias en un circo se reactiva la memoria de dichos juegos. Ataques histéricos en niños (varones) a veces no son sino meras reproducciones de tales acrobacias, llevadas a cabo con suma destreza. No es infrecuente que suceda en estos juegos de movimiento, aunque inocentes en sí, que den lugar a sensaciones sexuales (ver nota a La elaboración onírica «Un joven colega, libre de todo nerviosismo…», en estas Obras Completas). El retozar de los niños (`hetzen'), usando un término que corrientemente describe tales actividades, es lo que se repite en los sueños de volar, caer, vértigo, etc., en tanto que el sentimiento placentero a ellas enlazado se transforma en angustia. Muy a menudo, como toda madre lo sabe, el retozar de los niños lleva a terminar en riñas y lágrimas.