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100 Clásicos de la Literatura

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El 1 de abril de 1810, Napoleón contrae matrimonio con María Luisa, archiduquesa de Austria; y once meses después, ciento y un cañonazos anunciaron el mundo al nacimiento de un heredero al trono.

Uno de los primeros efectos de la alianza de Napoleón con la casa de Lorena, fue producir cierta frialdad entre él y el emperador de Rusia, que si hemos de creer al doctor O’Meara, le había ofrecido a su hermana, la gran duquesa Ana. Desde 1810, el Zar, que veía el imperio de Napoleón acercarse a él amenazante como la marea de un océano que sube, había aumentado sus ejércitos y renovado sus relaciones con Gran Bretaña. Todo el año 1811 transcurrió en negociaciones infructuosas, que a medida que fracasaban hacían cada vez más probable una guerra inminente. Cada cual por su parte comenzó los preparativos antes de la esperada declaración de guerra. Rusia, por el tratado de 24 de febrero, y Austria, por el del 14 de marzo proporcionaron a Napoleón respectivamente, veinte mil y treinta mil hombres; y por su parte Italia y la Confederación del Rin cooperaron a esta grandiosa empresa; la una, con veinticinco mil combatientes, y la otra, con ochenta mil. En fin, un senatus-consultus dividió la guardia nacional en tres cuerpos para el servicio del interior: el primero, destinado al servicio activo, ponía a disposición del Emperador, además del gigantesco ejército que se encaminaba hacia Niemen, cien cohortes de mil hombres cada una.

El 9 de marzo, Napoleón partió de París, ordenando al duque de Bassano que hiciera esperar sus pasaportes el mayor tiempo posible al príncipe Kourakine, embajador del Zar. Esta recomendación, que al primer golpe de vista parecía indicar una esperanza de paz, no tenía en realidad más objeto que dejar a Alejandro la incertidumbre de las verdaderas disposiciones de su enemigo. El plan era, en efecto, caer de improviso sobre su ejército. Esta era la táctica habitual de Napoleón y como siempre, tuvo buen resultado. Por eso el Moniteur se contentó con anunciar que el emperador salía de París con el objeto de pasar revista al gran ejército reunido sobre el Vístula y que la emperatriz le acompañaría hasta Dresde para ver a su ilustre familia.

Después de permanecer allí quince días y de haber hecho trabajar, según la promesa que les hizo en París, a Talma y a la señorita Mars delante de los reyes, Napoleón salió de Dresde y llegó a Thorn el 2 de junio. El 22 anunció su regreso a Polonia por la siguiente proclama, fechada en el cuartel general de Wilkowsky.

Soldados:

Rusia ha jurado eterna alianza a Francia y guerra a Gran Bretaña, pero hoy viola sus juramentos, y no quiere dar ninguna explicación de su extraña conducta hasta que las águilas francesas hayan rebasado el Rin, dejando así a nuestros aliados desprotegidos a su merced. ¿Nos creen por ventura tan degradados? ¿Acaso no somos todavía los soldados de Austerlitz? Esta nación nos coloca entre la deshonra y la guerra, y no hay lugar a dudas en la elección que tomar. Marchemos adelante, y cruzando el Niemen llevemos la guerra al territorio ruso, guerra que será gloriosa para las armas francesas. La paz que concluiremos pondrá fin a la funesta influencia que el gabinete moscovita ejerce desde hace cincuenta años en los asuntos de Europa.

Napoleón dirigía estas palabras al ejército más poderoso que jamás había existido. Estaba dividido en quince cuerpos, cada cual a las órdenes de un duque, de un príncipe o de un rey, y constituía una fuerza de cuatrocientos mil infantes, setenta mil caballos y mil cañones.

Necesitó tres días para atravesar el Niemen: el 23, el 24 y el 25 de junio se emplearon en esta operación.

Napoleón se detuvo un instante pensativo e inmóvil en la orilla izquierda de este río, donde tres años antes le había jurado amistad eterna el emperador Alejandro, exclamó:

—¡La fatalidad arrastra a los rusos: que se cumpla su funesto destino!

Sus primeros pasos fueron, como siempre, los de un gigante: al cabo de dos días de una habilidosa marcha, el ejército ruso, sorprendido de pronto, era desbaratado y veía separado de sí uno de sus cuerpos. Entonces Alejandro, reconociendo a Napoleón en aquellos golpes rápidos, terribles y decisivos, envió misivas para instigarle a abandonar el terreno invadido y volver al Niemen. A Napoleón le pareció tan extraña esta proposición, que no contestó a ella más que entrando al día siguiente en Vilna.

Allí permaneció unos veinte días y nombró un gobierno provisional, mientras que una dieta debía reunirse en Varsovia para ocuparse en reconstituir Polonia. Después continuó la persecución del ejército ruso.

Al segundo día de marcha se inquietó un poco al observar el sistema defensivo adoptado por Alejandro. Los rusos habían destruido todo en su retirada, mieses, castillos y cabañas; y un ejército de quinientos mil hombres avanzaba por los desiertos que no habían podido proporcionar alimento suficiente en otro tiempo a Carlos XII y a sus veinte mil suecos. Desde el Niemen al Willia se marchó a la luz de los incendios, pisoteando cadáveres, escombros y ruinas. En los últimos días de julio, el ejército llegó a Vitepsk, asombrado ya de una guerra que no se parecía a ninguna otra, en la cual no se encontraban enemigos, y en la que parecía que tan solo se luchaba contra un espíritu de la destrucción. El mismo Napoleón, estupefacto ante aquel plan de campaña que no pudo imaginar en sus previsiones, no veía ante sí más que desiertos infinitos. Al menos necesitaría un año para llegar al fin, y cada etapa que hacía le alejaba de más y más Francia, de sus aliados y de todos sus recursos. Al llegar a Vitepsk, se dejó caer agobiado en un sillón, y envió a llamar al conde Daru.

—Me quedo aquí —dijo—. Quiero reflexionar y dar algún descanso a mi ejército, para organizar después Polonia. La campaña de 1812 ha terminado; la de 1813 hará lo demás. En cuanto a vos, caballero, encargaos de mantenernos con vida aquí, pues no haremos la locura de Carlos XII. —Luego dirigiéndose a Murat, añadió—: Plantemos nuestras águilas aquí. En 1813 estaremos en Moscú, y en 1814 en San Petersburgo: la guerra de Rusia es una guerra de tres años.

Ésta era la resolución que, al parecer, había tomado, pero no podía evitar una molesta sensación de temor por esa inactividad. Poco dura ésta: Alejandro adelanta ficha y los rusos, que hasta entonces se habían escapado como si fuesen fantasmas, se dejan ver. Despertando del letargo como un jugador al ruido del oro, Napoleón no puede contenerse y se lanza en su persecución. El 14 de agosto los alcanza y los bate en Krasnoi; el 18 los expulsa de Smolensko, entregando esta ciudad a las llamas, y el 30, se apodera de Viazma, donde encuentra todos los almacenes destruidos. Desde que ha puesto el pie en territorio ruso, todas las señales apuntan a una gran guerra nacional.

Napoleón recibe en aquella ciudad la noticia de que el ejército ruso ha cambiado de jefe y se dispone a librar batalla en una posición atrincherada apresuradamente. El emperador Alejandro, cediendo a la voz pública, que atribuye los desastres de la guerra a la mala elección de sus generales, acaba de nombrar para el mando supremo al general Kutúzov, vencedor de los turcos. Si daban crédito a la voz pública, el prusiano Pfuhl ha sido causa de las primeras desgracias de la campaña, y el extranjero Barclay de Toly, sospechoso para los moscovitas puros por su pertinaz y nocivo sistema de retiradas, ha sido el causante de la situación. En una guerra nacional se necesita un ruso para salvar la patria y todos están de acuerdo, desde el Zar hasta el último siervo, en que el vencedor de Roudschouk y el negociador de Bucarest son los únicos capaces de salvar a Rusia. Por otra parte, el nuevo general, convencido de que para conservar su popularidad en el ejército y en la nación debe librar una batalla antes de permitir a los franceses llegar a Moscú, ha resuelto afianzar la posición que ocupa, cerca de Borodino, donde se le agregan, el 4 de septiembre, diez mil milicianos de Moscú, apenas organizados.

El mismo día, Murat alcanza entre Gjatz y Borodino al general Konovitzine, encargado por Kutúzov de mantenerse en una vasta meseta protegida por un barranco. Konovitzine obedece estrictamente la orden dada, conservando su posición hasta que fuerzas que le duplican le impelen o más bien le hacen retroceder. Se siguen sus huellas sangrientas hasta el convento fortificado de Kolostkoi. Aquí trata de resistir un instante pero flanqueado por todas partes, le es forzoso continuar la retirada sobre Golovino sin mirar atrás. La vanguardia francesa sale de este pueblo confundida con los movimientos de la retaguardia rusa. En aquel momento se presenta Napoleón a caballo y desde la altura en la que se posiciona domina toda la llanura: los pueblos están saqueados, los centenos destruidos y los bosques llenos de cosacos. Todo indica que la llanura que se extiende delante de él ha sido elegida por Kutúzov para su campo de batalla. Detrás de esta primera línea hay tres pueblos en la extensión de una legua; en sus intervalos, cortados por barrancos y con numerosos boscajes, miles de hombres hormiguean en la lejanía; todo el ejército ruso se encuentra allí esperando al enemigo, y la prueba es que se ha mandado construir un reducto delante de su izquierda, cerca del pueblo de Schvardino.

Napoleón abarca todo el horizonte de una ojeada, siguiendo en el espacio de algunas leguas las dos orillas del Kalouga, sabe que este río forma un ángulo a la izquierda y aunque no ve las cimas que le obligan a esta desviación, las adivina, comprendiendo que allí están las principales posiciones del ejército ruso. Pero el río, protegiendo la extrema derecha del enemigo, deja al descubierto su centro y su izquierda: solamente por este punto es vulnerable y por consiguiente, por aquí se le debe atacar.

Lo más importante es destruir el reducto que protege su izquierda como una obra avanzada. Desde allí, se podrá reconocer mejor su posición. El general Compáns recibe orden de tomar el reducto: tres veces se apodera de él y otras tantas es rechazado, pero a la cuarta, al fin, entra y se establece definitivamente.

 

Desde allí, Napoleón puede ver las aproximadamente dos terceras partes de la extensión del campo de batalla donde ha de maniobrar.

El resto del día 5 lo emplea en observaciones respectivas: por ambas partes se prepara una batalla homérica. Los rusos dedican este tiempo a las pompas del culto griego, e invocan por sus cantos el auxilio poderoso del venerado santo Nievsky. Los franceses, acostumbrados al «Te Deum» y no a las oraciones, llaman a todos sus compañeros destacados, estrechan sus masas, preparan sus armas, y disponen sus parques. Por ambas partes las fuerzas numéricas son equivalentes: los rusos tienen ciento treinta mil hombres y los franceses ciento veinticinco mil.

El Emperador acampa detrás del ejército de Italia, a la izquierda del camino real. La guardia veterana se forma en cuadro alrededor de su tienda y se encienden los fuegos. Mientras que los de los rusos forman un semicírculo vasto y regular, los de los franceses son débiles, desiguales y sin orden. No se ha especificado aún las posiciones de los diferentes cuerpos y falta leña. Durante toda la noche ha caído una lluvia menuda y fina que indica la llegada del otoño. Napoleón manda despertar once veces al príncipe de Neuchatel para dar órdenes y preguntar si el enemigo parece dispuesto a mantener posiciones: se ha despertado varias veces sobresaltado por el temor de que los rusos se le escapen, creyendo oír rumores de marcha. Pero todo temor es injustificado pues la claridad del día eclipsa el resplandor de las tiendas enemigas.

A las tres de la madrugada, Napoleón cabalga, y perdido en el crepúsculo con una ligera escolta, rodea a la distancia de medio tiro de cañón toda la línea enemiga.

Los rusos coronan todas las crestas, están a caballo en el camino de Moscú y en el barranco de Gorka, en cuyo fondo se desliza un arroyuelo y otras fuerzas se hallan encerradas entre el antiguo camino de Smolensko y el Moscova. Barclay de Tolly, con tres cuerpos de infantería y uno de caballería, forma la derecha, desde el gran reducto bastión hasta el Moscova; Bagration forma la izquierda, con el séptimo y octavo cuerpo, desde el gran reducto hasta el bosque que se extiende entre Semenofskoe y Oustiza.

Por fuerte que fuese esta posición, era defectuosa, debido a la poca táctica del general Benigsen, que desempeñaba las funciones de mayor general del ejército y que había fijado toda su atención en la derecha, defendida por el terreno, descuidando la izquierda, a pesar de que era la parte débil. Es cierto que estaba protegida por tres reductos, mas entre estos y el antiguo camino de Moscú quedaba un espacio de quinientas toesas guarnecido solamente con alguna infantería.

He aquí lo que Napoleón hará:

Con su extrema derecha, mandada por Poniatovsky, ganará el camino de Moscú, para dividir el ejército en dos y mientras que Ney, Davoust y Eugène detendrán la izquierda, él rechazará a todo el centro y la derecha hasta el Moscova. Es la misma disposición que en Priedland, sólo que allí el río estaba a espaldas del enemigo, cortándole toda retirada, mientras que aquí, el Moscova flanquea su derecha y tiene tras sí un terreno favorable si quiere retirarse.

Este plan de batalla sufrió una modificación durante el día: ya no es Bernadotte, sino Eugène quien atacará el centro: Poniatovsky, con toda su caballería, se deslizará entre el bosque y el camino grande, atacando después la extremidad del ala izquierda; mientras que Davoust y Ney abordarán de frente; Poniatovsky recibe a tal efecto, además de su caballería, dos divisiones del cuerpo de Davoust. Esta disminución de una parte de sus tropas pone en el colmo del mal humor al mariscal, que había propuesto un plan infalible que fue rechazado sin explicación. Este plan consistía en dar vuelta a la posición antes de atacar los reductos y situarse perpendicularmente sobre la extremidad del enemigo. La maniobra era buena pero aventurada, porque los rusos, al verse cortados y sin salida en caso de una derrota, podían abandonar por la noche su campamento, tomando el camino de Mojaisk con lo que no encontraría al día siguiente más que una llanura desierta y reductos vacíos. Esto era lo que Napoleón temía tanto como una derrota.

A las tres sale por segunda vez a caballo para asegurarse de que nada se ha movido en el tablero. Llega a las alturas de Borodino y, anteojo en mano, retoma sus observaciones Aunque le acompañan pocas personas muy pronto es reconocido. Un cañonazo, el único que se había disparado en todo el día, sale disparado de las líneas rusas y la bala rebota a pocos pasos del Emperador.

A las cuatro y media, Napoleón retorna a su campamento, donde encuentra a M. de Beausset, que le entrega cartas de María Luisa y el retrato del rey de Roma, por Gerard: el retrato está expuesto delante de la tienda y alrededor de él se forman un círculo de mariscales, de generales y de oficiales.

—Retirad ese retrato —dice Napoleón—; es demasiado pronto para enseñarlo en un campo de batalla.

De vuelta a su tienda, Napoleón dicta las órdenes siguientes:

Durante la noche se construirán dos reductos frente a los que el enemigo ha levantado y que fueron descubiertos durante el día.

El reducto de la izquierda se armará con cuarenta y dos cañones, y el de la derecha con setenta y dos.

Al romper el día, el reducto de la derecha abrirá fuego y el de la izquierda comenzará apenas oiga los disparos.

El Virrey enviará entonces a la llanura una fuerza considerable de tiradores para hacer un fuego de fusilería bien nutrido.

El tercer cuerpo y el octavo, a las órdenes del mariscal Ney, enviarán también algunos tiradores de avanzada.

El príncipe de Ekmuhl quedará en su posición.

El príncipe Poniatovski, con el quinto cuerpo, se pondrá en marcha antes de amanecer para flanquear la izquierda enemiga antes de las seis de la mañana.

Una vez comience la acción, el Emperador dará sus órdenes según lo exija el caso.

Acordado este plan, Napoleón dispone sus fuerzas de modo que no llamen demasiado la atención del enemigo. Cada cual recibe sus instrucciones, se levantan los reductos, la artillería toma posición y al romper el día, ciento veinte cañones acribillan a balazos las obras defensivas que la derecha está encargada de tomar.

Apenas puede Napoleón dormir una hora. A cada instante envía a preguntar si el enemigo permanece en su posición. Varios movimientos que ejecutan los rusos le hacen creer dos o tres veces que se retiran, pero no es así, los rusos no hacen más que reparar la falta que le ha servido a Napoleón para trazar su plan de batalla, llevando a su izquierda todo el cuerpo de Touczkof, que guarnece todos los puntos débiles.

A las cuatro, Rapp entra en la tienda del Emperador y le encuentra con la frente apoyada las manos; pero muy pronto levanta la cabeza.

—Y bien, Rapp, ¿qué tenemos? —le pregunta.

—Señor, no se mueven de allí.

—¡Será una batalla terrible!… ¿Confiáis en la victoria, Rapp?

—Sí, señor; pero será una victoria sangrienta.

—Ya lo sé —replica Napoleón—, pero tengo ochenta mil hombres. Puedo permitirme perder veinte mil, y entrar con sesenta mil en Moscú. Los rezagados se agregarán a nosotros, así como también los batallones de marcha, y seremos más fuertes que antes de la batalla.

En estas cifras Napoleón no contaba ni con su guardia ni con su caballería. Está decidido a alcanzar la victoria sin su auxilio, y todo será cuestión de artillería.

En aquel momento resuenan los gritos de «¡Viva el Emperador!» que se corren por toda la línea debido a que en los primeros albores del día se acababa de leer a los soldados la siguiente proclama, una de las más hermosas, de las más francas y concisas de Napoleón:

Soldados:

He aquí la batalla que tanto habéis ansiado. Ahora, la victoria no dependerá más que de vosotros. La necesitamos porque traerá abundancia, asegurándoos buenos cuarteles de invierno y un pronto regreso a la patria. Sed los hombres de Austerlitz, de Friendland, de Vitespk y de Smolensko y que la más remota posteridad diga al hablar de nosotros: «¡Tomó parte en la gran batalla bajo los muros de Moscú!».

Apenas han cesado los gritos, cuando Ney, siempre impaciente, pide permiso para comenzar el ataque. Todos toman al punto las armas. Cada cual se prepara para esa gran escena que debe decidir de la suerte de Europa y los ayudantes de campo parten como flechas en todas direcciones.

Compans, que tan bien ha preludiado la antevíspera, se deslizará a lo largo del bosque, comenzando la lucha por la toma del reducto que defiende la extrema izquierda de los rusos y Davoust le secundará, avanzando a cubierto por el mismo bosque, mientras que la división Friant aguarda a modo de reserva. Apenas Davoust se haga dueño del reducto, Ney avanzará, escalonando sus fuerzas para apoderarse de Semenofskoe. Sus divisiones han sufrido mucho en Valoutina y apenas cuentan con quince mil combatientes, pero diez mil Westfalianos deberán reforzarlas para formar la segunda línea, mientras que la guardia joven y la veterana formarán la tercera y la cuarta. Murat dividirá su caballería. A la izquierda de Ney, frente al centro enemigo, se situará el cuerpo de Montbrun. Nansouti y Latour-Maubourg deberán colocarse de modo que puedan seguir los movimientos de nuestra derecha. Por último, Grouchy secundará al Virrey, que reforzado con las divisiones Morand y Gerard, tomadas por Davoust, comenzará a apoderarse de Borodino, dejará aquí la división Delzons y atravesando con las otras tres el Kalouga por los tres puentes improvisados durante la mañana, atacará el gran reducto del centro, situado en la orilla derecha. Media hora bastará para llevar a cabo todas estas órdenes.

Son las cinco y media de la mañana, el reducto de la derecha rompe el fuego, el de la izquierda le contesta, y todo se agita, todo se mueve y marcha hacia delante.

Davoust se precipita con sus dos divisiones: la izquierda de Eugène, compuesta por la brigada Plausonne, que debía permanecer en observación limitándose a ocupar Borodino, se deja llevar por el furor de la batalla a pesar de los gritos de su general, franquea el pueblo y llega a la alturas de Gorky, donde los rusos les reciben con un fuego de frente y de flanco. Entonces el regimiento 92º acude por su propio impulso en auxilio del 106º, recoge los restos aún servibles y los trae; pero la mitad de las fuerzas han quedado aniquiladas y también ha muerto su general.

En ese momento, Napoleón, juzgando que Poniarovsky había tenido tiempo de efectuar su maniobra, envía a Davoust al primer reducto: las divisiones Compans y Desaix le siguen, posicionando treinta cañones ante ellas. Toda la línea enemiga se incendia como un reguero de pólvora.

La infantería avanza sin disparar, apresurándose a llegar a la posición del fuego del enemigo a fin de aplacarlo. Compans cae herido; Rapp acude para sustituirle y se lanza a la carrera con la bayoneta delante; mas en el momento en que pisa el reducto le alcanza una bala y ésta es su vigésima segunda herida. Desaix le reemplaza y cae a su vez. El caballo de Davoust quedó muerto de un balazo; el príncipe de Ekmuhl rueda por el cieno y se le cree muerto; pero se levanta y vuelve a montar a caballo. No ha recibido más que una contusión.

Rapp ordena que le lleven en presencia del Emperador.

—Y bien, Rapp —le dice Napoleón—, ¿otra vez herido?

—Siempre, señor; V. M. sabe muy bien que es costumbre en mí.

—¿Qué hacen por allí las tropas?

—Maravillas, pero se necesitaría a la guardia para liquidar del todo a los rusos.

—Me guardaré muy bien de usarla —contesta Napoleón con un movimiento que se asemeja al espanto—; no quiero que me la destruyan. Ganaré la batalla sin su auxilio.

Entonces Ney, con sus tres divisiones, se lanza a la llanura y avanzando por escalones, se dirige, a la cabeza de la división Ledrú, contra aquel reducto fatal que ha dejado ya a la división Compans viuda de sus tres generales: entra por la izquierda, mientras que los valientes que han comenzado el ataque escalan por la derecha.

Ney y Murat envían la división Razout contra los otros dos reductos y ya está a punto de tomarlos, cuando es atacada por los terribles coraceros rusos. Tras un momento de caos e incertidumbre, la infantería se detiene, aunque sin retroceder. La caballería de Bruyère llega en su auxilio y los coraceros rusos son rechazados, Murat y Razout atacan denodadamente y los atrincheramientos son ya suyos.

 

Dos horas se han empleado en estos ataques. Napoleón se espanta al no oír el cañón de Poniatovsky y de no ver movimiento alguno que anuncie en el enemigo un cambio de posición. Durante este tiempo, Kutúzov, que ha podido descubrir fácilmente las considerables fuerzas dispuestas a caer sobre su izquierda, ha separado de los demás el cuerpo de Vagavout, y la dirige a Oustiza, penetrando la otra en el bosque. En aquel momento, Poniatovsky vuelve sin haber podido encontrar paso alguno por el bosque y Napoleón le envía a formar con la extrema derecha de Davoust.

Finalmente, la izquierda de la línea rusa queda rota al fin y la llanura abierta para los franceses: los tres reductos son de Ney, de Murat y de Davoust; pero Bagration continúa manteniendo una actitud amenazadora y recibe un refuerzo tras otro; de modo que es preciso apresurarse hasta llegar detrás del barranco de Semenofskoe, pues de lo contrario podrá tomar de nuevo la ofensiva. Acto seguido se envía a los reductos toda la artillería disponible y se apoya el movimiento. Ney se precipita hacia delante seguido de quince o veinte mil hombres.

En vez de esperarle, Bagration, que teme ser rechazado por el choque, se lanza a la cabeza de su línea y los rusos avanzan con las bayonetas bajas. Los dos cuerpos de ejército se encuentran y se desata una titánica lucha cuerpo a cuerpo: es un duelo entre cuarenta mil hombres. Bagration es herido gravemente y los rusos, sin dirección durante un instante, comienzan a moverse como para emprender una retirada. Pero de repente Konovnitzie toma el mando, vuelve a reunir las fuerzas detrás del barranco de Semenofskoe y, protegido por una artillería bien situada, contiene el impulso de las columnas francesas. Murat y Ney, rendidos de fatiga por el esfuerzo sobrehumano, piden refuerzos a Napoleón. El Emperador manda a la joven guardia avanzar y esta se pone en movimiento, pero casi en el mismo instante, fijando la vista en Borodino y al ver algunos regimientos de Eugène rechazados por la caballería de Ouvarov, juzga que todas las fuerzas del Virrey se baten en retirada, y ordena a la guardia joven detenerse. En su lugar envía a Ney y Murat todos los cañones de reserva, y un centenar de ellos salen a toda velocidad para tomar posición en las alturas conquistadas.

He aquí lo que había sucedido con las tropas de Eugène. Después de estar en suspenso una hora por el combate de la brigada Plausonne, el Virrey ha cruzado el Kalouga por los cuatro puentecillos que los ingenieros han echado, y apenas llegan a la otra orilla se apresuran a tomar la derecha para tomar el gran reducto situado entre Borodino y Semenofskoe, que cubre el centro del enemigo. La división Morand llega la primera a la meseta, envía el regimiento 30º sobre el reducto, y avanza en columnas compactas para apoyarle. Los que las forman son antiguos veteranos, tan serenos ante el fuego como en el paso de revista. Estos guerreros se adelantan con el arma al brazo y sin disparar un solo tiro penetran en el reducto, a pesar del fuego terrible que cae sobre ellos de la primera línea de Paschevitch. Pero este ha previsto la jugada y se precipita con la segunda línea sobre los flancos de la columna, mientras que Yermolof avanza con una brigada de los guardias para apoyarle. Al ver el socorro que llega, la primera línea vuelve la espalda; la división Mourand queda atrapada en un triángulo de fuego y retrocede, dejando en el reducto al general Bonami, que ha caído y una mitad del regimiento 30º que cae a su alrededor. En este momento es cuando Napoleón ha visto algunos regimientos cruzar el Kalouga y creyendo que el enemigo amenaza su línea de retirada, ha retenido su guardia joven.

Sin embargo, Kutúzov sabe aprovecharse del momento de vacilación de Ney y en Murat y mientras que estos se esfuerzan para conservar sus posiciones, el general enemigo llama en auxilio de su izquierda todas sus reservas, incluida la guardia rusa. Gracias a todos estos refuerzos, Konovnitzine, que ha remplazado a Bagration, por estar herido, consigue reforzar su línea. Su derecha se apoya en el gran reducto atacado por Eugène y su izquierda linda con los bosques. Cincuenta mil hombres, como en una masa compacta, se ponen apresuradamente en movimiento para obligar a los franceses a retroceder. Su artillería retumba, acompañada del fuego de fusilería, las balas destrozan las filas francesas, los soldados de Priant, que están en primera línea, reciben una granizada de metralla, vacilan y se turban y un coronel ordena la retirada. Pero Murat, que anda por todas partes y se halla detrás de él, le detiene, le coge por el cuello y mirándole cara a cara, exclama:

—¿Qué hacéis?

—Es evidente que no podemos resistir aquí —contesta el coronel mostrándole la tierra cubierta de muertos y heridos.

—¿Eh? Pues yo me quedo aquí —contesta Murat.

—Si así lo desea, vos es muy justo —dijo el coronel—. ¡Soldados, adelante hasta que nos maten!

Y vuelven a ocupar la misma posición con su regimiento, sufriendo la metralla con un valor sobrehumano.

En aquel instante nuestros reductos se ensanchan: ochenta cañones de refresco rompen fuego a la vez, el auxilio que Murat y Ney esperaban ha llegado, diferente del que esperaban, pero no menos terrible.

Sin embargo, las masas compactas del enemigo, puestas en movimiento, siguen avanzando a pesar de que nuestras balas abren profundos boquetes en sus filas. Pero nada les detiene. No obstante, a los proyectiles le sigue la metralla y atrapados en este huracán de hierro, los rusos tratan de reordenarse, a pesar de que la lluvia mortal se recrudece. Se acaban deteniendo sin atreverse a dar un paso más, pero también se resisten a retroceder. Todo se precipita: las tropas o no oyen las órdenes de sus generales, o estos, incapaces de maniobrar con tan considerables cuerpos de ejército, pierden la cabeza. Como quiera que sea, allí permanecen cuarenta mil hombres bajo el fuego cruzado durante dos horas: es una matanza espantosa, una carnicería sin fin. De pronto Ney y a Murat avisan que las municiones se están agotando. Los vencedores son los que primero se cansan.

Ney se precipita hacia delante, extendiendo su línea derecha para flanquear la izquierda del enemigo: Murat y Davoust secundan el movimiento, las bayonetas y los fusiles destruyen lo que ha escapado de la artillería y la izquierda del ejército ruso queda aniquilada. Los vencedores, llamando a gritos a la guardia, se vuelven hacia el centro, y acuden en socorro de Eugène: todo se prepara para el ataque del gran reducto.

Montbrun, cuyas fuerzas están situadas frente al centro enemigo, marcha contra él a paso de carga, pero apenas ha recorrido la cuarta parte del camino, cuando una bala de cañón le parte en dos. Caulaincourt le reemplaza, poniéndose a la cabeza del quinto de coraceros y se precipita contra el reducto, al mismo tiempo que las divisiones Morand, Gerard y Bourcier, sostenidas por las legiones del Vístula, le atacan por tres lados a la vez. En el momento de penetrar, Caulaincourt cae mortalmente herido. Su intrépido regimiento, destrozado por el fuego de la infantería de Ostermann y de la guardia rusa, situadas detrás de la obra defensiva, se ve obligado a retroceder, y corre a formarse de nuevo bajo la protección de las columnas francesas. Pero enseguida, Eugène ataca a su vez, a la cabeza de sus tres divisiones, se apodera del reducto, haciendo preso al general Lichatschefs. Conseguido esto, envía las fuerzas de Grouchy contra el resto de los batallones de Doctorov; los caballeros guardias y la guardia rusa avanzan al encuentro de nuestras tropas y Grouchy se ve obligado a practicar un movimiento retrógrado; pero con esto ha dado tiempo a Belliard para reunir treinta cañones, que se han puesto ya en batería en el reducto.