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100 Clásicos de la Literatura

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Entretanto, Murat y Lannes habían pasado a la ofensiva con un gran éxito, desmantelando el cuerpo de Bagration y la caballería de Ouvarov, que le apoyaba. Nuestros coraceros rompen la izquierda de aquella ala, acosada ya por las divisiones Suchet y Caffarelli, y por todas partes la victoria corona nuestras combinaciones.

Cierto que Bernadotte, Lannes y Murat hubieran sido más que suficientes para rematar el enemigo por este lado, pero me concentré a la derecha con mis guardias y la reserva de Oudinot para ayudar a Soult a destruir el ala izquierda, cogida por retaguardia y atrapada en medio de los lagos. Eran las dos cuando Soult, enardecido por nuestra aproximación, reunió las dos divisiones. Saint-Hilaire y Legrand atacaban a Sokelnitz por un lado, mientras que las tropas de Davoust le asaltaban de frente. Vandamme, por su parte, se precipitó sobre Aujest, y mi guardia, con los granaderos, le siguió para reforzar en caso necesario aquellos ataques.

La división Pribitchefsky, cercada en Sokelnitz, rinde las armas, y solamente algunos rezagados llevan la noticia de este fracaso. Langeron, con efectivos muy desgastados a su vez, no es mucho más afortunado, y tan solo la mitad de sus fuerzas consiguen reunirse con Buxhowden. Este último, que había perdido cinco o seis horas con la columna de Doctorov en una inútil escaramuza cerca de Telnitz, en vez de dirigirse desde las diez sobre Sokelnitz, considera finalmente que ya era hora de pensar en su propia salvación. Emprende la marcha a eso de las dos o las tres para volver a Aujest, y se propone salir de la ratonera en que se hallaba, metiéndose entre los lagos y las alturas. Ya estaba saliendo del pueblo en columna, cuando Vandamme se precipita impetuosamente sobre su flanco, penetra en Aujest y divide la columna en dos. Buxhowden, no pudiendo retroceder, continúa su marcha con los dos batallones a la cabeza, para reunirse con Kutúzov; pero Doctorov y Lageron, con los veintiocho batallones restantes, se hallan oprimidos entre los lagos y las alturas coronadas por Saint-Hilaire, Vandamme y mis reservas. La cabeza de la columna que está por parte de Aujest, y que escolta la artillería, quiere huir a través de los canales formados en el lago seco; pero el puente se rompe bajo el peso de los cañones. Aquellas valerosas tropas, para salvar sus piezas, tratan de atravesar la extremidad del lago helado pero el hielo, roto por nuestras balas, se hunde bajo el peso de aquella masa; hombres y cañones desaparecen; y más de dos mil almas se ahogan. A Doctorov no le quedaba más remedio que costear, bajo nuestro fuego, la orilla del lago hasta Telnitz, y ganar un dique que separa el lago de este nombre del de Melnitz. Finalmente lo consigue, pero no sin sufrir enormes pérdidas. Llega a Satschann protegido por la caballería de Kienmayer, que hizo esfuerzos dignos de elogio, y tomaron juntos el camino de Czeitsch a través de las montañas, enérgicamente perseguidos por los nuestros. La poca artillería que el enemigo había salvado del centro y de la izquierda fue abandonada a su suerte, en caminos horribles que estaban impracticables a causa de la lluvia de la víspera y del deshielo.

La posición del enemigo era desafortunada: yo me había adelantado por el camino de Wischan, que ellos no hubieran podido seguir, porque ya estaban asolados y alcanzar los restos de su izquierda era ya completamente imposible. De modo que debieron tomar forzosamente el camino de Hungría; pero Davoust, liderando una de cuyas divisiones llegaba a Nicolsbourg, podía, por una marcha de flanco, adelantarse a él en Gading, mientras que nosotros le acosaríamos vivamente por retaguardia. El ejército aliado, que había perdido veinticinco mil hombres, entre muertos, heridos, prisioneros y muchos rezagados fugitivos, y además ciento ochenta cañones, se hallaba en el mayor de los desórdenes.

He aquí el relato del mismo Napoleón: claro, sencillo y grave, como conviene a semejante asunto. Su instinto no le había engañado un instante. La batalla se desarrolló como en un tablero, y un solo golpe aniquiló, como él había dicho, a la tercera coalición.

Al día siguiente, el emperador de Austria se presentó en persona a pedir de nuevo la paz que había roto. La entrevista de los dos emperadores tuvo lugar cerca de un molino, junto al camino real y al aire libre.

—Señor —dijo Napoleón adelantándose a su encuentro—, os recibo en el único palacio que habito desde hace dos meses.

—Pero sacáis muy buen partido de esta habitación; es más agradable estar aquí que en el más lujoso de los palacios —contestó el emperador austriaco.

En aquella entrevista se convino en la firma de un armisticio y se ajustaron las principales condiciones de la paz. Los rusos, a quienes se les hubiera podido aniquilar hasta el último de ellos, tuvieron parte en la tregua a ruegos del emperador Francisco II, y por la simple promesa del emperador Alejandro de que evacuaría la Alemania y la Polonia austriaca y prusiana. El convenio se cumplió, retirándose las fuerzas por etapas.

La victoria de Austerlitz fue para el Imperio lo que la de Marengo para el Consulado: símbolo de la sanción del pasado y la fuerza del porvenir. El rey Fernando de Nápoles, que había infringido durante la última guerra el tratado de paz con Francia, fue destituido del trono de las Dos Sicilias, que José obtuvo en su lugar. La república bátava, erigida en su reino, se le otorgó a Luis; Murat recibió el gran ducado de Berg; el mariscal Berthier fue nombrado príncipe de Neufchâtel, y M. de Talleyrand príncipe de Bénévent. Dalmacia, Istria, el Friul, Cadore, Conegliano, Bellune, Trevisa, Feltre, Bassano, Vicencia, Padua y Rovigo se convirtieron en ducados; y el gran Imperio, con sus reinos secundarios, sus feudos, su confederación del Rin y su mediación suiza, quedó formado en menos de dos años como el de Carlomagno lo hiciera.

No era un cetro lo que Napoleón tenía en la mano: era un globo.

La paz de Presbourg duró un año, más o menos. En este tiempo, Napoleón fundó la Universidad Imperial, e hizo promulgar el conjunto del código de procedimiento civil. No había podido dedicarse a estos trabajos administrativos por la actitud hostil de Prusia durante las últimas guerras, que había dejado las fuerzas intactas a Francia. Napoleón se ve muy pronto obligado a combatir contra una cuarta coalición. La reina Luisa ha recordado al emperador Alejandro que ambos juraron sobre la tumba del gran Federico una alianza indisoluble contra Francia, y el emperador Alejandro olvida su segundo juramento para no acordarse sino del primero: Napoleón se ve obligado a mandar a sus tropas a atravesar el Rin, si quiere evitar la guerra.

El Emperador envía a buscar a Berthier y mostrándole el ultimátum de Prusia, le dice:

—Nos retan a un duelo de honor y un francés jamás faltó a esa llamada, y puesto que una hermosa reina quiere presenciar el combate, seamos corteses, no debemos hacerle esperar; marchemos a Sajonia sin demora.

Esta vez, por pura galantería, repite lo de la campaña de Austerlitz, procediendo con más rapidez aún. Las luchas comienza el 7 de octubre de 1806 con los cuerpos de Murat, Bernadotte y de Davoust, la guerra continúa en los días siguientes por los combates de Austaed, de Schelitz y de Saalfeeld, terminando el 14 por la batalla de Jena. El 16, catorce mil prusianos rinden las armas en Erfuth, y el 25, el ejército francés hace su entrada en Berlín. Siete días han bastado para que la monarquía de Federico caiga en poder de ese gran hacedor y deshacedor de tronos, que ha dado reyes a Baviera, a Wurtemberg y a Holanda, que ha expulsado a los Borbones de Nápoles y a la casa de Lorena de Italia y de Alemania.

El 27, Napoleón, desde su cuartel general de Postdam, dirige a sus soldados la siguiente proclama, que resume toda la campaña:

Soldados:

Habéis justificado mis esperanzas, correspondiendo dignamente a la confianza del pueblo francés, soportando las privaciones y las fatigas con tanto valor, como intrepidez y sangre fría demostrasteis en los combates. Sois los dignos defensores del honor de mi corona y de la gloria de un gran pueblo; mientras estéis instigados por ese espíritu, nada se os podrá resistir. La caballería ha rivalizado con la infantería y la artillería, y en adelante no sabré a qué división dar preferencia, porque todos habéis demostrado ser excepcionales soldados. He aquí los frutos de nuestros trabajos: una de las primeras potencias de Europa, que osó en otro tiempo proponernos una vergonzosa capitulación, está aniquilada. Los bosques, los desfiladeros de Franconia, el Sale y el Elba, que nuestros padres no habrían podido atravesar en siete años, han sido franqueados por nosotros en siete días, con tan solo cuatro combates y una gran batalla. Hemos hecho justicia en Potsdam y en Berlín a la fama de nuestras victorias. Hemos hecho sesenta mil prisioneros, cogido sesenta y cinco banderas, entre las cuales figuran las de los guardias del rey de Prusia, seiscientos cañones, tres fortalezas, más de veinte generales; y sin embargo, más de la mitad de vosotros no ha disparado todavía un tiro. Todas las provincias de la monarquía prusiana, hasta el Oder, se hallan en nuestro poder. Soldados, los rusos se vanaglorian de venir a buscarnos, y nosotros marcharemos a su encuentro, ahorrándoles la mitad del camino. Volverán a encontrar Austerlitz en medio de Prusia. La nación que ha olvidado tan pronto la generosidad que tuvimos con ella después de aquella batalla en que su emperador, su corte y los restos de su ejército no encontraron su salvación más que en la generosa capitulación que les concedimos, no logrará vencernos. Sin embargo, mientras que marchamos al encuentro de los rusos, nuevos ejércitos, formados en el interior del Imperio, vendrán a reemplazarnos para conservar nuestras conquistas. El pueblo francés está indignado por la vergonzosa capitulación que los ministros prusianos nos han propuestos en su delirio. Nuestros caminos y ciudades fronterizas están llenos de desterrados que arden en deseos de seguir vuestras huellas. En adelante no seremos ya juguetes de una paz traidora, ni depondremos las armas hasta que hayamos obligado a los ingleses, esos eternos enemigos de nuestra nación, a renunciar al proyecto de perturbar al continente, usurpando el reino de los mares. Soldados, sólo puedo expresaros lo que siento diciendo que mi corazón os profesa el mismo cariño de que me dais pruebas todos los días.

 

Mientras que el rey de Prusia entrega a los franceses todas las plazas que le quedan, en virtud del armisticio firmado el 16 de noviembre, Napoleón se vuelve hacia Inglaterra y, a falta de otras armas, la hiere con un decreto. Gran Bretaña queda declarada en estado de bloqueo, prohibiéndose todo comercio y toda correspondencia con las Islas Británicas. A ninguna carta en lengua inglesa se le dará curso en el correo, todo súbdito del rey Jorge a quien se encuentre en Francia o en los países ocupados por nuestras tropas y las de nuestros aliados, de cualquier estado y condición que sea, se considerará prisionero. Todo almacén, toda propiedad, toda mercancía perteneciente a un inglés, pasarán a ser propiedad del Imperio. El comercio de géneros pertenecientes a Inglaterra o que procedan de sus fábricas o colonias queda prohibido. Y por último, ningún barco que llegue de Inglaterra o de las colonias inglesas será admitido en puerto alguno.

Y después de lanzar contra todo un reino esta especie de excomunión, como pontífice político y supremo, nombra al general Hullín gobernador de Berlín, permite al príncipe Hazfeld conservar su mando civil, y marcha contra los rusos, que así como en Austerlitz, acuden al socorro de sus aliados y que lo mismo que entonces, llegan cuando estos están ya vencidos. Napoleón no se demora más que para enviar a París, donde se hallan depositados en el Palacio de los Inválidos, la espada del gran Federico, su cordón del Águila negra, su faja de general, y las banderas que llevaba su guardia en la famosa Guerra de los Siete Años. Después sale de Berlín el 25 de noviembre y marcha al encuentro del enemigo.

Antes de llegar a Varsovia, Murat, Davoust y Lannes encuentran a los rusos. Después de un ligero combate, Benigsen evacua la capital de Polonia, donde los franceses entran entre vítores. Todo el pueblo polaco se subleva a favor de ellos, ofrece su fortuna, su sangre y su vida y no pide a cambio más que su independencia. Napoleón recibe noticia de esta primera victoria hallándose en Posen, donde se ha detenido para nombrar un rey, que es el anciano elector de Sajonia, cuya corona quiere afianzar.

El año 1806 termina con los combates Pulstusk y de Golymin y el año 1807 comienza con la batalla de Eylau, batalla extraña e infructuosa en la que los rusos perdieron ocho mil hombres y los franceses diez mil, en la que la victoria fue atribuida a ambos bandos y en la que el Zar hizo cantar un tedeum por haber dejado en manos francesas quince mil prisioneros, cuarenta cañones y siete banderas. Era la primera vez que se encontraban el invencible emperador francés y él. Había resistido su embestida y por lo tanto, era vencedor.

Aquel destello de orgullo fue breve: el 16 de mayo, Dantzig es tomado por los franceses. Pocos días después se bate a los rusos en Spanden, en Domitten, en Altkirchen, en Wolfesdorff, en Gutstad y en Heilsberg; y al fin, en la noche del 13 de junio, los dos ejércitos se encuentran en línea de batalla delante de Friedland. A la mañana siguiente se oyen los primeros cañonazos, y Napoleón marcha contra el enemigo gritando:

—Esta fecha siempre trae recuerdos felices: ¡es el aniversario de Marengo!

Y como en Marengo, en efecto, la batalla fue letal y definitiva. Los rusos quedaron aniquilados. Alejandro dejó sesenta mil hombres en el campo de batalla, incluyendo los ahogados en el Albe y los prisioneros, ciento veinte cañones y veinticinco banderas fueron los trofeos. El resto del ejército vencido, no atreviéndose ni siquiera a resistir, corrió a ponerse a cubierto cruzando el Pregel y destruyendo todos los puentes.

A pesar de esta precaución, los franceses pasaron el río el 16, marchando al punto sobre Niemen, última barrera que Napoleón debía franquear para llevar la guerra al territorio mismo del emperador de Rusia. El Zar estaba atemorizado, y el prestigio británico desvanecido. Se halla en la misma situación que después de la batalla Austerlitz, sin esperanza de recibir auxilio. No tiene más remedio que tomar la resolución de humillarse por segunda vez. Esta paz, que él mismo rehusó tan tenazmente y de la cual pudo dictar las condiciones, viene a pedirla él mismo, sometiéndose a las que el vencedor le imponga. El 21 de junio se firma un armisticio, y el 22 se da la siguiente proclama en la orden del día:

Soldados:

El 5 de junio hemos sido atacados en nuestros acantonamientos por el ejército ruso. El enemigo dio un paso en balde engañándose sobre las causas de nuestra poca actividad y se dio cuenta tarde que nuestro reposo era el del león: ahora se arrepiente de haberlo olvidado.

En las jornadas de Gutstadt, en la de Heilsberg, y en la para siempre memorable de Friedland, en diez días de campaña, nos hemos hecho con ciento veinte cañones, setenta banderas; entre muertos, heridos y prisioneros, sesenta mil rusos han quedado en el campo de batalla; hemos tomado al ejército enemigo todos sus almacenes, sus hospitales y ambulancias, la plaza de Koenigsberg, los edificios que tenían en su puerto, llenos de municiones y ciento sesenta mil fusiles que Inglaterra enviaba para armar a nuestros enemigos. Desde las orillas del Vístula hemos llegado a las del Niemen con la rapidez del águila. Celebrasteis en Austerlitz el aniversario de la coronación; este año habéis celebrado dignamente el de Marengo, que puso término a la segunda coalición. Franceses, habéis sido dignos de vosotros y de mí, y entraréis de nuevo en Francia cubiertos de laureles, después de haber obtenido una paz sempiterna. Ya es tiempo de que nuestra patria viva en reposo al abrigo de la maligna influencia de Inglaterra. Mis beneficios os probarán mi agradecimiento y toda la extensión del amor que os profeso.

El día 24 de junio, el general de artillería La Riboissiere mandó situar en el Niemen una balsa y sobre ella un pabellón, destinado a recibir a los dos emperadores: cada uno de ellos debía ir desde la orilla que ocupaba.

El 25, a la una de la tarde, el emperador Napoleón acompañado de Murat, de los mariscales Berthier y Bessières, del general Duroc y del caballerizo mayor Caulaincourt, partió de la orilla izquierda del río para dirigirse al pabellón preparado. Al mismo tiempo, el emperador Alejandro, a quien acompañaban el gran duque Constantino, el general en jefe Benigsen, el príncipe Labanov, el general Onvarov, y el ayudante de campo general conde de Lieven, salió de la orilla derecha.

Los dos barcos llegaron a la vez y al poner el pie en la balsa, los dos emperadores se abrazaron. Este abrazo fue el preludio de la paz de Tilsitt, que se firmó el 9 de julio de 1807.

Prusia pagó los gastos de la guerra; los reinos de Sajonia y de Westfalia quedaron erigidos como dos fortalezas para vigilarla; Alejandro y Federico Guillermo reconocieron solemnemente a José, Louis y Jerôme, como sus hermanos. Bonaparte primer cónsul, había creado repúblicas; Napoleón emperador, las convertía en feudos. Heredero de las tres dinastías que habían reinado en Francia, quiso aumentar más aún la sucesión de Carlomagno, y Europa se vio obligada a dejarle obrar a su antojo.

El 27 de julio del mismo año, después de terminar aquella magnífica campaña con un rasgo de clemencia, Napoleón, de camino a París, no tenía más enemigos que Inglaterra, ensangrentada y resentida por las derrotas de sus aliados, pero siempre constante en su odio, siempre expectante en las dos extremidades del continente, en Suecia y Portugal.

Por el decreto de Berlín sobre el bloqueo continental, Inglaterra estaba proscrita de Europa: en los mares del Norte, Rusia y Dinamarca, en el Atlántico y en el Mediterráneo, Francia, Holanda y España, le habían cerrado sus puertas, comprometiéndose solemnemente a no hacer ningún comercio con ella. Faltaban, pues, solamente, como hemos dicho, Suecia y Portugal. Napoleón se encargó de esta última y Alejandro de la primera. Por un decreto fechado el 27 de octubre de 1807, Napoleón declaró que la casa de Braganza había dejado de reinar y el 27 de septiembre de 1808, Alejandro se comprometió a marchar contra Gustavo IV.

Al cabo de un mes, los franceses se hallaban en Lisboa.

Pero la invasión de Portugal no era más que un preludio para la conquista de España, donde reinaba Carlos IV, acosado por dos poderes opuestos: el favorito Godoy y el príncipe de Asturias, Fernando. Molesto por un armamento torpe que Godoy dispuso en la guerra de Prusia, un solo golpe de vista sobre España le bastó a Napoleón para ver en ella un trono que podía tomar. Sus tropas penetraron en la Península, y bajo pretexto de guerra marítima y de bloqueo a Inglaterra, ocuparon primeramente las costas, luego las principales plazas y formaron al fin alrededor de Madrid un círculo que estrecharon durante tres hasta ser dueños de la capital. Entretanto estalló un motín contra el ministro y el príncipe de Asturias fue proclamado rey en lugar de su padre bajo el nombre de Fernando VII: esto era lo que Napoleón esperaba.

Los franceses entran al punto en Madrid. El emperador corre a Bayona, llama a los príncipes españoles, obliga a Fernando VII a devolver la corona a su madre y le envía prisionero a Valençay. Muy pronto el anciano Carlos IV abdica en favor de Napoleón y se retira a Compiegne. La corona de Carlos IV se confiere a José por una junta suprema, por el Consejo de Castilla y por la municipalidad de Madrid. El trono de Nápoles queda vacante en virtud de esta mutación y Napoleón dispone los medios para que lo ocupe Murat. Hay cinco coronas en su familia, sin contar la suya.

Pero al extender su poder, Napoleón extendía también la lucha abierta a muchos flancos: los intereses de Holanda comprometidos por el bloqueo; Austria humillada por la creación de los reinos de Baviera y de Wurtemberg; Roma engañada en sus esperanzas por la negativa de restituir a la Santa Sede las provincias que el Directorio había agregado a la república cisalpina; y por último, España y Portugal violentados en sus territorios nacionales. Eran muchos los ecos en que resonaba a la vez el llamamiento incesante de Inglaterra. En todas partes se organizó al mismo tiempo una gran reacción, por más que estallase en épocas diferentes.

Roma fue la que se atrevió a dar el primer paso: el 3 de abril, el legado del Papa salió de París y acto seguido el general Miollis recibió orden de ocupar militarmente la ciudad de Roma. El Papa amenazó a las tropas francesas con la excomunión y estas le contestaron apoderándose de Ancona, de Urbino, de Macerata y de Camerino.

Después siguió España. Sevilla, en una junta provincial, reconoció a Fernando VII por rey y llamó a las armas a todas las provincias españolas que no estuvieran ocupadas. Las provincias se insurreccionaron, el general Dupont debió rendir las armas y José no tuvo más remedio que salir de Madrid.

Después, Portugal. Los portugueses se sublevaron el 16 de junio en Oporto. Junot, no teniendo suficientes tropas para evacuar la ciudad por el tratado de Cintra. Wellington se aprovechó de la situación y ocupó la ciudad con veinticinco mil hombres.

Napoleón juzgó que la gravedad de la situación exigía su presencia: sabía perfectamente que Austria se estaba armando en secreto, pero no estaría preparada antes de un año; y sabía también que Holanda se quejaba de la ruina de su comercio, pero mientras que se limitara a quejarse, estaba resuelto a no ocuparse de ella y por consiguiente, le quedaba suficiente tiempo para reconquistar Portugal y España.

Las tropas francesas comandadas por su emperador se presentaron en las fronteras de Navarra y de Vizcaya con ochenta mil veteranos procedentes de Alemania: la toma de Burgos fue la señal de su llegada, seguida de la victoria de Tudela. Después se tomaron las posesiones de Somosierra a punta de lanza; y el 4 de diciembre Napoleón hizo su entrada solemne en Madrid, precedido de esta proclama.

Españoles:

No me presento entre vosotros como amo, sino como libertador. He abolido el tribunal de la Inquisición, completamente anacrónico en este siglo y en esta Europa. Los sacerdotes deben guiar las conciencias, pero no ejercer jurisdicción alguna exterior y corporal sobre los ciudadanos. He suprimido los derechos feudales y cada cual podrá establecer hosterías, hornos, molinos y almadrabas, dando libre impulso a su industria; el egoísmo, la riqueza y la prosperidad de un reducido número de hombres perjudican a vuestra agricultura más que los rigores de la canícula. Así como no hay más que un Dios, no debe haber en ningún estado más que una justicia. Todas las justicias particulares habían sido usurpadas; eran contrarias a los derechos de la nación, y yo las he suprimido. La generación presente podrá variar en su opinión, porque se han puesto en juego demasiadas pasiones, pero vuestros hijos me bendecirán como renovador, recordando entre el número de vuestros días memorables aquel en que yo me presenté ante vosotros, desde el cual datará el inicio de la prosperidad de España.

 

La España conquistada permaneció muda. La Inquisición contestó con este catecismo:

—Dime, hijo mío, ¿qué eres tú?

—Español, por la gracia de Dios.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Hombre de bien.

—¿Quién es el enemigo de nuestra felicidad?

—El emperador de los franceses.

—¿Cuántas naturalezas tiene?

—Dos: la naturaleza humana y la diabólica.

—¿Cuántos emperadores franceses hay?

—Uno verdadero y tres personas engañosas.

—¿Cómo se llaman?

—Napoleón, Murat y Manuel Godoy.

—¿Cuál de los tres es el más malo?

—Los tres lo son igualmente malos.

—¿De quién proviene Napoleón?

—Del pecado.

—¿Y Murat?

—De Napoleón.

—¿Y Godoy?

—De la formación de los dos.

—¿Cuál es el espíritu del primero?

—El orgullo y el despotismo.

—¿Y del segundo?

—La rapiña y la crueldad.

—¿Y del tercero?

—La codicia, la traición y la ignorancia.

—¿Qué son los franceses?

—Antiguos cristianos que se han convertido en herejes.

—¿Es pecado dar muerte a un francés?

—No, padre; se gana el cielo matando a uno de esos perros herejes.

—¿Qué suplicio merece el español que falta a sus deberes?

—La muerte y la infamia de los traidores.

—¿Quién nos librará de nuestros enemigos?

—La confianza entre nosotros y las armas.

Sin embargo, España, pacificada al parecer, era leal casi toda ella a su nuevo rey José. Por otra parte, los preparativos hostiles de Austria reclamaban la presencia de Napoleón en París. De regreso a la capital el 23 de enero de 1809, pidió al punto explicaciones al embajador austriaco, y pocos días después de haberlas rechazado por insuficientes, supo que el 9 de abril el ejército del emperador Francisco había cruzado el Inn e invadido la Baviera. Esta vez, Austria era la que se adelantaba, hallándose preparada antes que Francia: Napoleón hizo un llamamiento al Senado.

El 14, el Senado contestó con una ley que ordenaba una leva de cuarenta mil hombres; el 17, Napoleón estaba en Donawert, a la cabeza de su ejército; el 20, había ganado la batalla de Tann; el 21, la de Abensberg; el 22, la de Ekmuhl; el 23, la de Ratisbona y el 24, dirigía esta proclama a su ejército:

Soldados:

Habéis justificado mis esperanzas, supliendo con vuestra bravura la falta de medios. Habéis señalado gloriosamente la diferencia que existe entre las legiones del César y las masas armadas de Jerjes. En cuatro días hemos triunfado en las batallas de Tann, de Abensberg, de Ekmuhl, y en los combates de Peyssing, de Landshutt y de Ratisbona. Cien cañones, cuarenta banderas y cincuenta mil prisioneros es el resultado de la rapidez de vuestras marchas y de vuestro valor. El enemigo, engañado por un gabinete perjuro, no conservaba ya, al parecer, ningún recuerdo de vosotros; pero pronto ha despertado ante vuestra fuerza, más terrible que nunca. En otro tiempo atravesó el Inn, invadiendo el territorio de nuestros aliados, pero hoy, derrotado y presa del horror, huye en desorden. Mi vanguardia ha traspasado ya el Inn y antes de que pase un mes nos hallaremos en Viena.

El 27, Baviera y el Palatinado se habían evacuado; el 3 de mayo, los austriacos perdían el combate de Elesberg; el 9, Napoleón se hallaba ante los muros de Viena; el 11, esta ciudad abría sus puertas, y el 13, Napoleón hacía su entrada triunfal.

Cien mil hombres, a las órdenes del príncipe Carlos, se habían retirado a la orilla izquierda del Danubio. Napoleón los persigue y los alcanza el 21 en Essling, donde Masséna cambia su título de duque por el de príncipe. Durante el combate, los puentes del Danubio son arrastrados por una súbita crecida; pero en quince días, Bertrand hace construir otros tres nuevos, el primero de sesenta arcos, por el cual pueden pasar de frente tres coches; el segundo sobre vigas, y de ocho pies de anchura; el tercero, sobre barcas. El Boletín del 3 de julio, fechado en Viena, anuncia que ya no hay Danubio, como Luis XIV anunciara que ya no existían Pirineos.

En efecto, el 4 de julio se cruza el Danubio; el 5, se gana la batalla de Enzersdorf, y por último, el 7, los austriacos dejan cuatro mil muertos y nueve mil heridos en el campo de batalla de Wagram, quedando en poder de los vencedores veinte mil prisioneros, diez banderas y cuarenta piezas de artillería.

El 11, el príncipe de Liechtenstein se presentó en las avanzadas para pedir una suspensión de hostilidades. Era un antiguo conocido, pues al día siguiente de Marengo se presentó ya, con una misión análoga. El 12, quedó concluida en Znaim esta suspensión y al punto se dio principio a las conferencias que duraron tres meses, en cuyo tiempo Napoleón vivió Schoenbrunn, donde se libró como por milagro del puñal de Staps. La paz se firmó al fin el 14 de octubre.

Austria cedía a Francia todos los países situados a la derecha del Save, el círculo de Goritz, el territorio de Montefeltro, Trieste, la Carniola y el círculo de Villach. Reconocía la reunión de las provincias ilirias al Imperio francés, así como todas las futuras incorporaciones que la conquista o las combinaciones diplomáticas pudieran producir tanto en Italia, como en Portugal y España y renunciaba irrevocablemente a la alianza con Inglaterra para aceptar el sistema continental francés con todas sus exigencias.

Así pues, todo comenzaba a rebelarse contra Napoleón, pero nada se le resistía aún: Portugal se había comunicado con los ingleses y lo invadió. Godoy manifestó sentimientos hostiles, ordenando un armamento desacertado, aunque inofensivo y obligó a Carlos IV a abdicar. El Papa había hecho de Roma el punto de reunión general de los agentes de Inglaterra y, tratándole como un soberano temporal, le depuso. Josefina se mostraba incapaz de tener hijos y se casó con María Luisa, con la cual tuvo un hijo. Holanda, a pesar de sus promesas, había llegado a ser un depósito de mercancías de Inglaterra y Napoleón desposeyó a Louis de su reino y se anexionó el reino holandés.

El Imperio comprendía ciento treinta departamentos, extendiéndose desde el océano bretón hasta los mares de Grecia, desde el Tajo hasta el Elba: ciento veinte millones de hombres, obedeciendo a una sola voluntad, sometidos a un poder único y avanzando en una misma dirección, gritaron en ocho lenguas diferentes: ¡Vive Napoléon!

El general ha llegado al cénit de su gloria y el emperador al apogeo de su fortuna. Hasta este día, le hemos visto subir sin cesar, pero a partir de ahora se detendrá durante un año en la cima de sus prosperidades, para tomar aliento antes de bajar.