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100 Clásicos de la Literatura

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A la mañana siguiente, el príncipe de Liechtenstein se presentó en las avanzadas para comunicar al primer cónsul las proposiciones del general Melas; pero a Bonaparte no le convencían y dictó las suyas, que el príncipe se llevó en respuesta de las que había traído. El ejército del general Melas debía salir de Alejandría libre y con los honores de la guerra, pero mediante las condiciones son bien conocidas por todo el mundo y que volvían a poner la Italia entera bajo la dominación francesa.



El príncipe de Liechtenstein volvió por la noche. Las condiciones habían parecido duras a Melas, que, hasta las tres de la tarde, considerando la victoria como suya y confiado en que sus generales liquidarían la derrota francesa, se había retirado a Alejandría para descansar; pero a las primeras observaciones que el enviado le hizo, Bonaparte le interrumpió.



—Caballero —le dijo—, os he manifestado mis últimas voluntades, comunicádselas a vuestro general y volved pronto, porque son irrevocables. Pensad que conozco vuestra situación tan bien como vosotros mismos y que no hago la guerra desde ayer. Estáis bloqueados en Alejandría, tenéis muchos heridos y enfermos y os faltan víveres y medicamentos. Estoy a vuestra retaguardia; habéis perdido entre muertos y heridos la flor de vuestro ejército; de modo que podría exigir más, pues mi posición me autoriza para ello; pero moderaré mis pretensiones por respeto a las sienes plateadas de vuestro general.



—Esas condiciones son duras, señor —contestó el príncipe—, sobre todo la de entregar Génova, que sucumbió apenas hace quince días, después de tan largo sitio.



—Que no os inquiete eso —replicó el primer cónsul mostrando al príncipe la carta interceptada—; vuestro emperador no ha sabido aún nada de la toma de Génova y bastará con que no le habléis de ello.



Aquella misma noche, todas las condiciones impuestas por el primer cónsul quedaban concedidas y Bonaparte escribió a sus colegas:



Al día siguiente de la batalla de Marengo, ciudadanos cónsules, el general Melas envió a pedir permiso a las avanzadillas para que se dejase pasar al general Skal y durante el día se ajustó el convenio adjunto, que ha sido firmado por la noche por los generales Berthier y Melas. Espero que el pueblo francés quede satisfecho de su ejército.



BONAPARTE




Y fue así como se amplió la predicción que el primer cónsul había hecho a su secretario cuatro meses antes en el gabinete de las Tullerías.



Bonaparte volvió a Milán, donde encontró la ciudad iluminada y poseída del mayor alborozo. Masséna, a quien no había visto desde la campaña de Egipto, le esperaba y obtuvo el mando del ejército de Italia en premio de su heroica defensa de Génova.



El primer cónsul volvió a París en medio de las aclamaciones de los pueblos. Su entrada en la capital se efectuó de noche; pero cuando al día siguiente los parisienses supieron su regreso, se dirigieron en masa a las Tullerías con tantos gritos y entusiasmo, que el joven vencedor de Marengo se vio obligado a salir al balcón y saludar a las masas congregadas.



Pocos días después, una dolorosa noticia vino a consternar la alegría nacional: Kleber había caído en El Cairo bajo el puñal de Soliman-al-Alebi, el mismo día en que Desaix caía en las llanuras de Marengo bajo las balas de los austriacos.



El convenio firmado por Berthier y el general Melas en la noche que siguió a la batalla, condujo a un armisticio concluido el 5 de julio, roto el 5 de septiembre y renovado después de ganarse la batalla de Hohenlinden.



Durante este tiempo, las conspiraciones seguían su curso. Ceracchi, Arena, Topineau-le-Brún y Demerville, habían sido detenidos en la Ópera, donde se acercaban al primer cónsul para asesinarle. La máquina infernal había estallado en la calle de Saint-Nicaise, a veinticinco pasos detrás de su coche. Por si esto fuera poco, Luis XVIII escribía a Bonaparte una carta tras otra para que le devolviese su trono.



Por último, el 9 de febrero de 1801 se firmó el tratado de Luneville, que reforzaba todas la cláusulas del tratado de Campo-Formio; cedía de nuevo a Francia los estados situados en la orilla izquierda del Rin, señalando el Adige como límite de las posesiones austriacas, obligaba al emperador de Austria a reconocer las repúblicas cisalpina, bátava y helvética y, por último, cedía la Toscana a Francia.



La República estaba en paz con el mundo entero, excepto con Inglaterra, su antigua y eterna enemiga. Bonaparte quiso intimidarla con una gran demostración. En Bolonia se formó un campamento de doscientos mil hombres y en todos los puertos del norte de Francia se reunió un inmenso número de buques chatos, destinados a transportar este ejército. Inglaterra se atemorizó ante el poder militar francés y el 25 de marzo de 1802 se firmó el tratado de Amiens.



Entretanto, el primer cónsul avanzaba insensiblemente hacia el trono y Bonaparte se iba convirtiendo poco a poco en Napoleón. El 15 de julio de 1801 firmaba un concordato con el Papa; el 21 de enero de 1802 aceptaba el título de presidente de la república cisalpina; el 2 de agosto siguiente era nombrado cónsul perpetuo y el 21 de marzo de 1804 mandaba fusilar al duque de Enghien en los fosos de Vincennes.



Concedido este último testimonio a la Revolución, se planteó a los franceses la siguiente cuestión:



«¿Debe ser Napoleón Bonaparte emperador de los franceses?».



Cinco millones de firmas contestaron afirmativamente y Napoleón subió al trono de Luis XVI.



Sin embargo, tres hombres protestaban en nombre de las letras, esa eterna república que no tiene Césares ni reconoce Napoleones.



Estos hombres eran Lemercier, Ducis y Châteaubriand.





IV



NAPOLEÓN EMPERADOR





Los últimos momentos del Consulado se habían empleado en despejar el camino del trono mediante castigos o gracias. Una vez llegado al poder absoluto, Napoleón se ocupó organizar un imperio a su medida.



Se creó una nobleza popular que sustituyera a la antigua nobleza feudal. Las diferentes órdenes de caballería habían caído en descrédito; Napoleón instituyó la Legión de Honor. Desde hacía doce años, la más alta distinción militar era el generalato; Napoleón instituyó doce mariscales.



Estas doce personalidades habían sido compañeros de fatigas y no tuvo que ver para nada en su nombramiento el lugar de nacimiento y ningún otro privilegio, pues todos tenían el valor por padre y la victoria por madre. Aquellos doce elegidos eran: Berthier, Murat, Moncey, Jourdan, Masséna, Augereau, Bernadotte, Soult, Brune, Lannes, Mortier, Ney, Davoust, Bessières, Kellermann, Lefebvre, Perignon y Serrurier. Al cabo de treinta y nueve años, aún viven tres que han visto salir el sol de la República y ponerse el astro del Imperio: el primero es, en la hora en que escribimos estas líneas, gobernador de los Inválidos; el segundo presidente del Consejo de ministros, y el tercero, rey de Suecia: únicos y últimos restos de la pléyade imperial. Los dos primeros han mantenido su gran altura y el tercero se ha engrandecido aún más.



El 2 de diciembre de 1804, la consagración se efectuó en la iglesia de Nuestra Señora. El papa Pío VII había venido expresamente de Roma para ceñir con la corona la cabeza del nuevo emperador. Napoleón fue a la iglesia metropolitana escoltado por su guardia, conducido en un coche de ocho caballos y llevando a su lado a josefina. El Papa, los cardenales, los arzobispos, los obispos y todos los grandes cuerpos del Estado le esperaban en la catedral, en cuyo atrio se situó para escuchar un discurso y contestar a él. Una vez terminado, entró en la iglesia y subió a un trono que se había dispuesto para él, con la corona en la cabeza y el cetro en la mano.



En el momento señalado por la ceremonia, un cardenal, el gran limosnero y un obispo, le condujeron al pie del altar; el Papa se acercó a él y haciéndole una triple unción en la cabeza y en las manos, pronunció en voz alta las siguientes palabras:



—¡Dios todopoderoso, que elegisteis a Hazal para gobernar a Siria y que hicisteis a Jesús rey de Israel, manifestándole vuestras voluntades por mediación del profeta Elías; vos Señor, que habéis aplicado igualmente la santa unción de los reyes sobre la cabeza de Saúl y la de David por el ministerio del profeta Samuel, conceded por mis manos los tesoros de vuestras gracias y bendiciones a vuestro servidor Napoleón, que a pesar de nuestra indignidad personal consagramos hoy emperador en vuestro nombre!



El Papa volvió a subir después lenta y majestuosamente a su trono; se presentaron los santos evangelios al nuevo Emperador, que extendió la mano sobre ellos para prestar el juramento prescrito por la nueva Constitución y después, hecho esto, el jefe de los heraldos de armas gritó con voz sonora:



—El muy glorioso y muy augusto emperador de los franceses está coronado y entronizado. ¡Viva el Emperador!



En la iglesia resonó al punto el mismo grito. Una salva de artillería contestó con su voz de bronce, y el Papa entonó el «Te Deum».



Todo había concluido para la República a contar desde aquel preciso instante: «la Revolución se había hecho hombre».



Pero no era suficiente una corona y se podría haber dicho que el gigante, teniendo los cien brazos de Gerión, tenía también las tres cabezas. El 17 de marzo de 1805, el señor de Melzi, vicepresidente de la consulta de Estado de la república cisalpina, se presentó a Napoleón para invitarle a unir el reino de Italia con el imperio francés; y el 26 de mayo fue a recibir en Milán, bajo la cúpula cuya primera piedra había colocado Galeas Visconti, y en la cual él debía esculpir los últimos florones, la corona de hierro de los antiguos reyes lombardos, que Carlomagno había ceñido y que colocó sobre su cabeza, diciendo:

 



—Dios me la ha dado, ¡desgraciado el que ose tocarla!



Desde Milán, donde deja a Eugène con el título de virrey, Napoleón se dirige a Génova, donde renuncia a su soberanía y cuyo territorio, reunido con el Imperio, forma los tres departamentos de Génova, de Montenotte y de los Apeninos: la república de Lucca, englobada en esta distribución, se convierte en principado de Piombino. Napoleón, haciendo un virrey de su hijastro y una princesa de su hermana, se prepara para dar coronas a sus hermanos.



En medio de toda esta organización de lo destruido por la guerra, Napoleón recibe noticia de que para evitar el futurible desembarco francés del que se siente amenazada, Inglaterra ha inducido de nuevo a Austria a declarar la guerra a Francia. Pero esto no es todo, Pablo I, nuestro caballeresco aliado, ha sido asesinado y Alejandro ha heredado la doble corona de pontífice y emperador. Uno de sus primeros actos como soberano ha sido pactar, el 11 de abril de 1805, un tratado de alianza con el ministro británico y con Austria, que ha accedido en el 9 de agosto a este tratado, por el cual subleva a Europa para pactar una tercera coalición.



Esta vez son también los soberanos aliados los que han obligado al Emperador a deponer el cetro, y al general a empuñar nuevamente la espada. Napoleón se dirige al Senado el 23 de septiembre, obtiene una leva de ochenta mil hombres, parte al día siguiente, franquea el Rin el 1 de octubre, entra el 6 en Baviera, libera Múnich el 12, toma Ulm el 20, ocupa Viena el 13 de noviembre, efectúa su unión con el ejército de Italia el 29, y el 2 de diciembre, aniversario de su coronación, está frente a los rusos y los austriacos en las llanuras de Austerlitz.



Desde la víspera, Napoleón había descubierto el error cometido por sus enemigos, que consistía en concentrar todas sus fuerzas en el pueblo de Austerlitz para flanquear la izquierda de los franceses. Hacia mediodía había montado a caballo con los mariscales Soult, Bernadotte y Bessieres, y recorriendo las filas de la infantería y de la caballería de la guardia que estaban sobre los cañones en la llanura de Schlapanitz, avanzó hasta la línea de los tiradores de la caballería de Murat, que cruzaban algunos tiros de carabina con los del enemigo. Desde allí había observado, en medio de las balas, los movimientos de las diversas columnas, e iluminado por una de esas revelaciones súbitas de su genio, adivinó el plan entero de Kutúzov. Desde aquel instante, el general ruso quedó batido en su pensamiento y al volver a la barraca que había mandado construir para su guardia, en una meseta que dominaba toda la llanura, volvió la cabeza y dijo, dirigiendo la última mirada al enemigo.



—Antes de mañana por la noche todo ese ejército será mío.



A eso de las cinco de la tarde se puso en la orden del día la siguiente proclama:



Soldados:



El ejército ruso se presenta ante vosotros para vengar al ejército austriaco de Ulm: son los mismos batallones que habéis batido en Hollabrunn y que después perseguisteis seguidamente hasta aquí. Las posiciones que ocupamos son formidables y mientras que ellos marchen para flanquear mi derecha, me dejarán su izquierda descubierta.



Soldados, yo mismo dirigiré vuestros batallones, manteniéndome lejos del fuego si con vuestra bravura acostumbrada lleváis el desorden y la confusión a las filas enemigas, pero si la victoria se tambaleara un momento, veríais a vuestro emperador exponerse a los primeros golpes, pues la victoria no debe ser vacilante, sobre todo en este día, en el que se trata del honor de la infantería francesa, tan importante para el de toda la nación.



Que no se ralenticen las filas bajo el pretexto de llevarse a los heridos, y que cada cual sea consciente de que es preciso vencer a estos asalariados de Inglaterra, a quienes anima tan enconado odio contra el nombre francés.



Esta victoria terminará nuestra campaña, y podremos volver a nuestros cuarteles de invierno, donde se reunirán con nosotros los diversos ejércitos que se forman en Francia. Entonces, la paz que yo haga será digna de mi pueblo, de vosotros y de mí.



Demos paso ahora al mismo Napoleón; escuchémosle como a Cesar relatando la batalla de Farsalia:



El 30, los enemigos vivaquearon en Hogieditz. Pasé ese día cabalgando por los alrededores y me di cuenta de que tan solo de mí dependía apoyar bien mi derecha y burlar los planes del enemigo, ocupando con numerosas fuerzas la meseta de Pratzen desde el Satón hasta Kresenowitz para detenerle de frente. Pero yo aspiraba a algo mejor.



El inminente ataque de los aliados por mi derecha era evidente: creí que podría dar un golpe seguro dejándoles la libertad de maniobrar para extender su izquierda, y no situé en las alturas de Pratzen más que un destacamento de caballería.



El 1 de diciembre, el enemigo, llegando a Austerlitz, se situó, en efecto, frente a nosotros en la posición de Pratzen, extendiendo su izquierda hacia Anjest. Bernadotte, llegado de Bohemia, entró en línea, y Davoust alcanzó la abadía de Raigern con una de sus divisiones, vivaqueando la de Gudín en Nicolsburgo.



Los informes que yo recibía de todas partes sobre la marcha de las columnas enemigas confirmaron mi sospecha. A las nueve de la noche recorrí mi línea, tanto para predecir la dirección de los fuegos del enemigo como para animar a mis tropas, a las cuales se les acababa de leer una proclama, prometiéndoles, no sólo la victoria, sino explicando las maniobras que a ella nos conduciría. Sin duda era la primera vez que un general comunicaba a todo su ejército en confianza la estrategia que debía asegurar el triunfo; pero yo no temía que se la revelasen al enemigo, pues no le habría dado crédito ninguno. Aquella visita de inspección dio lugar a uno de los acontecimientos más conmovedores de mi vida. Mi presencia al frente de los cuerpos de ejército dio un impulso eléctrico que llegó hasta la extremidad de la línea con la rapidez del relámpago; y por un movimiento espontáneo, todas las divisiones de infantería, levantando haces de paja encendida en la extremidad de grandes pértigas, me proporcionaron una iluminación cuya visión, a la vez impotente y extraña, tenía algo de majestuoso: era el primer aniversario de mi coronación.



El aspecto de aquellos fuegos trajo a mi memoria el recuerdo de los haces de sarmiento con que Aníbal engañó a los romanos, y las tiendas del campamento de Liegnitz, que habían salvado al ejército de Federico, engañando a Daun y a Laudon. Al pasar por delante de cada regimiento resuenan los gritos de «¡Viva el Emperador!» que, repetidos a lo lejos por cada cuerpo a medida que avanzaba, llevan al campamento enemigo pruebas fehacientes del entusiasmo que anima a mis soldados. Jamás ninguna escena guerrera presentó una pompa más solemne; cada soldado participaba con una abnegación inspiradora.



Aquella línea, que recorrí hasta media noche, se extendía desde Kobelnitz hasta el Santon: el cuerpo de ejército de Soult formaba la derecha, y colocado entre Sokolnitz y Puntowitz, hallábase frente al centro del enemigo: Bernadotte vivaqueaba detrás de Girskowitz, hallándose Murat a la izquierda de este pueblo, y Lannes a caballo, ocupaba con sus fuerzas la calzada de Brunn. Mis reservas se situaron entonces detrás de Soult y de Bernadotte.



Poniendo mi derecha, bajo las órdenes de Soult, frente al centro enemigo, claro era que sobre él recaería el menor peso de la batalla; mas para que el movimiento diese el resultado que yo esperaba, era preciso comenzar por alejar de él las tropas enemigas que se dirigían hacia Blasowitz por la calzada de Austerlitz. Era probable que los emperadores y el cuartel general se hallasen allí, y era menester descargar ante todo los primeros golpes en este punto, a fin de volver después sobre su izquierda por un cambio de frente: de este modo se podía también cortar para esa izquierda el camino de Olmutz.



Resolví, pues, apoyar el movimiento de las fuerzas de Bernadotte sobre Blasowitz con más guardias y la reserva de granaderos, para rechazar la derecha del enemigo y volver después a la izquierda, que se hallaría tanto o más comprometida a medida que avanzara más allá de Telnitz.



Mi propósito era tener la cosa bien resuelta desde la víspera, puesto que les anuncié a mis soldados que lo esencial era aprovechar el movimiento oportuno. Yo había pasado la noche en la tienda, y los mariscales se hallaban a mi alrededor para recibir mis últimas órdenes.



Cabalgué a las cuatro de la mañana; la luna se había ocultado, y aunque el tiempo estaba tranquilo, la noche era fría y bastante oscura. Me importaba saber si el enemigo no habría practicado algún movimiento nocturno que pudiera entorpecer mis proyectos. Los informes de los guardias confirmaban que todo el ruido se percibía desde la derecha enemiga a la izquierda, y los fuegos eran, al parecer más extensos hacia Anjest. Al rayar el día, una ligera bruma oscureció algo el horizonte, sobre todo en los terrenos bajos, pero de improviso aquella niebla se desvaneció y el sol comenzó a dorar con sus rayos las cimas de las alturas, mientras que los valles se hallaban rodeados aún de una nube vaporosa. Nosotros divisamos muy claramente las alturas de Pratzen, antes cubiertas de tropas y abandonadas ahora en favor de su izquierda. Es evidente que han persistido en el proyecto de extender su línea más allá de Telnitz, pero descubro con la misma facilidad otra marcha desde el centro hacia la derecha, en la dirección de Holibitz, de modo que es indudable que el enemigo presenta por sí mismo su centro indefenso a todos los ataques que me plazca. Eran las ocho de la mañana, las tropas de Soult se habían concentrado en dos líneas de batallones en columna de ataque, en el fondo de Puntowitz. Pregunto al mariscal cuánto tiempo necesita para ganar las alturas de Pratzen y me promete estar allí en menos de veinte minutos.



—Esperemos aún —contesté—, pues cuando el enemigo realiza un falso movimiento no se le debe interrumpir.



Muy pronto se rompe el fuego de fusilería, más vivamente de Sokelnitz y de Telnitz; un ayudante de campo me anuncia que el enemigo se dirige hacia nosotros con fuerzas amenazadoras. Esto era lo que esperaba. Doy la señal, y al punto, Murat, Lannes, Bernadotte y Soult se lanzan a galope. Yo también cabalgo arrojadamente para trasladarme al centro, y al pasar por delante de las tropas las arengo de nuevo, diciendo:



—El enemigo viene a entregarse imprudentemente en vuestras manos; terminad la campaña con un golpe decisivo.



Los gritos de «¡Viva el Emperador!» atestiguan que se me ha comprendido, y pasan por ser la verdadera señal de ataque. Antes de hablar de esto último, veamos lo que pasaba en el ejército de los aliados.



Si hemos de creer en la disposición proyectada por Weyrother, su objetivo era proceder con táctica practicando maniobras estratégicas, es decir, haciendo un esfuerzo con su izquierda para ganar mi derecha, cortarme el camino de Viena, y rechazarme, derrotado, sobre Brunn. Aunque no fuese mi propósito tomar este camino, y por más que prefiriera el de Bohemia, como ya he dicho, lo cierto es que dicho proyecto no dejaba de ofrecer probabilidades a favor de los aliados, mas para que diese buen resultado, no se debía aislar aquella izquierda de acción, siendo esencial, por el contrario, hacer que la siguieran sucesivamente el centro y la derecha, los cuales se prolongarían en la misma dirección. Weyrother, según lo había hecho en Rívoli, maniobró por las dos alas, o por lo menos, si no fue este su propósito, procedió de manera que se creyese que así era.



La izquierda, al mando de Buxhowden, constituida por la vanguardia de Kienmayer y de tres divisiones rusas, Doctorov, Langeron y Pribitchefsky, contaba con treinta mil hombres, y debió de avanzar en tres columnas desde las alturas de Pratzen por Anjest, y sobre Telnitz y Sokelnitz, franquear el arroyo que forma dos lagos a la izquierda, y reconcentrarse sobre Turas.



La cuarta columna, a las órdenes de Kolowrath, con la que marchaba el cuartel general, constituía el centro: debía de avanzar por Pratzen hacia Kobelnitz, un poco más atrás de la tercera, y se componía de doce batallones rusos al mando de Miloradovitch, y quince austriacos formados por nuevas levas.



La quinta, compuesta de ochenta escuadrones a las órdenes del príncipe Jean de Liechtenstein, debía de haber abandonado el centro, detrás del cual había pasado la noche, y apoyar la derecha, marchando sobre la calzada de Brunn.



La sexta, en la extrema derecha, formada por la vanguardia de Bagration, contaba con doce batallones y cuarenta escuadrones, destinados para atacar, en el gran camino de Brunn, las alturas del Santon y de Bosenitz.

 



La séptima, compuesta por los guardias, al mando del gran duque Constantino, formaría la reserva del ala derecha en la calzada de Brunn.



Bien se ve que el enemigo quería flanquear mi derecha, suponiendo que se extendía hasta Melnitz; mientras que mi ejército estaba concentrado entre Schlapanitz y el camino de Brunn, dispuesto a todo contratiempo.



Según este plan, Buxhowden, estaría más adelantado, ya que el resto del ejército se había puesto en movimiento antes que las demás columnas, y además, la caballería de Liechenstein marcharía nuevamente desde el centro hacia la derecha. De modo que las alturas de Pratzen, llave de todo el campo de batalla, se hallarían desguarnecidas.



En el instante que di la señal, todas mis columnas comienzan a ponerse en movimiento: Bernadotte franquea el desfiladero de Girskowitz y avanza sobre Blasowitz, sostenido en la izquierda por Murat. Lannes marcha a la misma altura por ambos lados de la calzada de Brunn, y mi guardia con mis reservas siguen a corta distancia el cuerpo de Bernadotte, dispuestas a caer sobre el centro si el enemigo trata de llevar allí sus fuerzas.



Soult parte como relámpago desde los barrancos de Kobelnitz y de Puntowitz a la cabeza de las divisiones Saint-Hilaire y Vandamme, sostenidas por la brigada Levasseur. Otras dos brigadas de la división Legrand flanquean, cubren y disputan a Buxhowden los desfiladeros de Telnitz y de Sokelnitz. Como es evidente que forzará el paso, el mariscal Davoust recibe orden de salir de Raigern con la división Friant y los dragones del general Bourcier, para detener las cabezas de las columnas rusas hasta que nos convenga atacarlas más seriamente.



Apenas Soult ha franqueado la altura de Pratzen, se encuentra inopinadamente con la columna de Kolowrath, la cuarta, que marchaba en el centro detrás de la tercera, y que creyéndose protegida por la precedente, avanzaba en columna de camino por pelotones: el emperador Alejandro, Kutuzóv y su Estado Mayor iban con ellas. Todo cuanto sucede inesperadamente en medio de un cuartel general, asombra y desconcierta. Miloradovitch, que marchaba a la cabeza, apenas halla tiempo para conducir al combate los batallones que van llegando, y se le rechaza vigorosamente, así como a los austriacos que le siguen. El emperador Alejandro se expone, y da pruebas de sangre fría para reunir las tropas; pero gracias a las ridículas disposiciones de Weyrother, no tiene a mano una sola división que pueda servirle de reserva, y las tropas aliadas son rechazadas hacia Hostiradeck. La brigada Kaminsky, perteneciente a la tercera columna, acometida así por su flanco derecho, llega a reunir sus esfuerzos con los de Kutúzov, restableciendo un instante el orden; mas el socorro no puede resistir los esfuerzos combinados de Saint-Hilaire, de Vandamme y de Levasserur. La línea de Koluowrath, a punto de ser precipitada en el pequeño valle pantanoso de Birnbaun, se repliega sobre Waschau, como lo prescribía la orden; pero toda la artillería de esta columna, hundida en el barro medio congelado, queda en nuestro poder, y la infantería, privada de caballería y de cañones, no puede ya nada contra Soult victorioso.



En el momento en que se daba este golpe decisivo, las dos columnas de la derecha de Buxhowden se cruzaron y se entorpecieron alrededor de Sokelnitz, y el mismo Buxhowden salió a la vez de Telnitz: no pudiendo detenerle los esfuerzos de cuatro batallones.



En aquel instante, Davoust llegaba de Raigern, y las divisiones Friant rechazaban sobre Telnitz a las vanguardias enemigas. Como el combate tomaba un cariz más serio hacia Sokelnitz, Davoust no deja sobre Telnitz más que los dragones de Bourcier, y remonta el arroyo hasta Sokelnitz con la división Friant; en este punto se desenvuelve uno de los combates más reñidos: Sokelnitz, tomado y recobrado, queda un momento en poder de los rusos, e incluso Langeron y Pribitchefsky logran alcanzar las alturas de Marxdorf. Nuestras tropas, dispuestas en media luna, atacan varias veces sus flancos con éxito. Esta lucha, bastante sangrienta, no es, sin embargo, más que una pérdida de tiempo; hubiera bastado detener al enemigo sin rechazarle, y hasta no habría habido inconveniente en dejarle avanzar un poco más.



Mientras que las cosas tomaban este aspecto tan favorable en nuestra derecha, no obteníamos menos ventaja en el centro y en la izquierda: aquí, al gran duque y a la guardia rusa les sucedió lo que al cuartel general y a la cuarta columna: debían estar de reserva, y fueron los primeros en ser acometi