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100 Clásicos de la Literatura

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Faltaban, pues, Inglaterra, Austria y Baviera; pero estas tres potencias distaban mucho de hallarse en disposición de comenzar otra vez hostilidades y Bonaparte tuvo así tiempo, sin perderlas de vista, de fijar su atención en el interior.

La residencia del nuevo gobierno se situó en las Tullerías. Bonaparte habitaba el palacio de los reyes y poco a poco las antiguas costumbres de la Corte, desterradas por los convencionales, reaparecieron en aquellas habitaciones. Por lo demás, es sintomático que el primero de los privilegios de la corona que Bonaparte se arrogó fue el de perdonar. M. Defeu, emigrado francés, fue hecho prisionero en el Tirol y conducido a Grenoble, donde fue condenado a muerte. Bonaparte, al recibir esta noticia, manda a su secretario escribir el siguiente volante: «El primer cónsul ordena que se suspenda la ejecución de M. Defeu». Firma esta orden lacónica, se la envía al general Ferino, y M. Defeu se salva.

Muy pronto comienza a salir a flote la pasión que siempre ocupó en su alma el segundo lugar después de la guerra: los monumentos. Desde el primer día que habita las Tullerías ordena que se despeje de tiendas portátiles el patio, ya que entorpecen el paso. Poco después, al mirar por una de las ventanas, fastidiado por la obstrucción del muelle de Orsay, por el que el Sena se desborda todos los inviernos e impide las comunicaciones con el arrabal de Saint Germain, escribe estas palabras: «El muelle de la Escuela de Natación deberá ser concluido en la próxima campaña». Envía esta nota al ministro del Interior y este se apresura a obedecerle. El tráfago diario de personas que cruzan el Sena en barcas, entre el Louvre y las Cuatro Naciones, indica la necesidad de un puente en aquel punto: el primer cónsul manda llamar a los señores Percier y Fontaine y el puente de las Artes se extiende muy pronto entre ambas orillas como una construcción mágica. En la plaza de Vendôme no se ve ya la estatua de Luis XIV: una columna fundida con los cañones confiscados a los austriacos en la campaña de tres meses la sustituirá. El mercado del trigo, que se había incendiado, se reconstruirá en hierro; y leguas enteras del muelle retendrán, desde un extremo a otro de la capital, las aguas del río en su lecho. Se construirá un palacio para la Bolsa; la iglesia de los Inválidos se destinará al mismo uso de antes, brillante como el día en que resplandeció por primera vez al fuego del sol de Luis XIV. Cuatro cementerios, que recordarán las necrópolis de El Cairo, se colocarán en los cuatro puntos cardinales de París; y al fin, con si Dios le proveyera con una fuerza y tiempo sobrehumanos, el primer cónsul manda abrir una calle que deberá extenderse desde Saint Germain-l’Auxerrois hasta la barrera del Trono; tendrá cien pies de anchura, se plantarán árboles como en los bulevares, flanqueándola de arcadas como la calle de Rívoli; mas para ver esta calle los franceses aún tendrán que esperar, porque Napoleón tiene pensado darle el nombre de calle Imperial.

Entretanto, el primer año francés del siglo XIX preparaba sus maravillas guerreras; la ley de reclutamiento se llevaba a cabo con entusiasmo, se organizaba un nuevo material militar y a medida que se iban formando las levas de hombres, se dirigían desde el río de Génova hasta el bajo Rin. En el campamento de Dijón se reunía un ejército de reserva, componiéndose en gran parte del ejército de Holanda, que acababa de pacificar la Vendée.

Por su parte, los enemigos contestan a estas medidas con armamentos semejantes; Austria apresuraba la organización de sus levas, Inglaterra tomaba a sueldo un cuerpo de doce mil bávaros y uno de sus más hábiles agentes reclutaba unidades en Suavia, en Franconia y en el Odenval. Seis mil Wurtembergueses, los regimientos suizos y el cuerpo de emigrados nobles, bajo las órdenes del príncipe de Condé, pasaban del servicio de Pablo I al de Jorge III. Todas estas tropas estaban destinadas a las operaciones en el Rin, y Austria enviaba sus mejores soldados a Italia, porque allí era donde los aliados tenían intención de abrir la campaña.

El 17 de marzo de 1800, en medio de los preparativos del establecimiento de las escuelas diplomáticas fundadas por M. de Talleyrand, Bonaparte se vuelve de pronto hacia su secretario y con visible expresión alegre, le dice:

—¿Dónde os parece que batiré a Melas?

—No lo sé —contesta el secretario con natural asombro.

—Pues id a confeccionar en mi gabinete un gran mapa de Italia y os mostraré el punto.

El secretario se apresura a obedecer; Bonaparte coge algunos alfileres, unos con la cabeza de lacre rojo y otros de lacre negro, se inclina sobre el inmenso mapa, señala su plan de campaña, coloca en todos los puntos donde el enemigo le espera sus alfileres de cabeza negra, alinea los de cabeza encarnada en toda la extensión por donde espera conducir su tropas y después, volviéndose hacia su secretario, que se mantiene silenciosamente, le dice:

—Y bien, ¿qué os parece?

—Pues que sigo sin saber mucho más que antes.

—¡Sois un torpe! Mirad un poco: Melas se halla en Alejandría, donde tiene su cuartel general, y permanecerá allí mientras que Génova no se rinda. En Alejandría tiene sus almacenes, sus hospitales, su artillería y sus reservas. Atravieso los Alpes por aquí —indicando San Bernardo—, caigo sobre su retaguardia antes de que sospeche que estoy en Italia, corto sus comunicaciones con Austria, le alcanzo en las llanuras de la Escrivia —colocando un alfiler de cabeza roja en San Giuliano—, y le bato aquí.

El plan de batalla de Marengo era lo que el primer cónsul acababa de trazar, y cuatro meses después se había completado en todos sus puntos: se franquearon los Alpes, el cuartel general se hallaba en San Giuliano, Melas tenía cortadas sus comunicaciones y no faltaba más que batirle: Bonaparte acababa de escribir su nombre en la Historia junto a los de Aníbal y de Carlomagno.

El primer cónsul estaba en lo cierto: había rodado desde la cima de los Alpes como una avalancha; el 2 de junio se hallaba ante Milán, donde penetró sin resistencia, bloqueando al punto su fuerte. El mismo día, Murat es enviado a Plaisance y Lannes a Montebello; los dos iban a combatir, sin sospechar aún que el uno obtendría una corona y el otro un ducado.

Al día siguiente de la entrada de Bonaparte en Milán, un espía que le había servido en sus primeras campañas de Italia se presenta y solicita una reunión con el general: éste se da cuenta de una primera ojeada de que está al servicio de los austriacos y de que Melas le envía para vigilar a su ejército. Pero al parecer el sospechoso no quiere ejercer ya más su peligroso oficio y pide mil luises para vender a Melas, aunque necesita algunos detalles exactos para dárselos a su general y no levantar sospechas.

—No hay inconveniente —dice el primer cónsul—, pues poco me importa que se conozcan mis fuerzas y mi posición, con tal de que yo sepa también cuáles son las de mi enemigo. Dime algo que merezca la pena y los mil luises serán tuyos.

Y vaya si merece la pena. El espía le explica cuántos y cuáles son los cuerpos de ejército, cuál su fuerza y la posición que ocupan, los nombres de los generales, su valor y su carácter; el primer cónsul sigue atento su relato sin dejar de fijar la vista en el mapa, que llena de pinchazos por todos lados.

—Por lo demás —continúa el espía—, Alejandría no tiene bastantes abastecimientos; Melas está muy lejos de esperar un sitio, tiene muchos enfermos y carece de medicamentos.

A cambio de estos informes, Berthier entrega al espía una nota casi exacta sobre la posición del ejército francés. El primer cónsul ve claramente la de Melas, como si el genio de las batallas le hubiese transportado sobre las llanuras del Escrivia.

En la noche del 8 de junio, un correo llega de Plaisance enviado por Murat portando una carta interceptada. Es de Melas; va dirigida al Consejo áulico de Viena y anuncia la capitulación de Génova, ocurrida el 4: Masséna ha tenido que rendirse después de comerse hasta las sillas de sus caballos.

Se despierta a Bonaparte en mitad de la noche, respetando su precepto: «Dejadme dormir si las noticias son buenas: despertadme si son malas».

—¡Bah! Si no sabéis alemán —contesta a su secretario.

Pero después, obligado a reconocer que éste ha dicho la verdad se levanta, pasa el resto de la noche dando órdenes y enviando cartas. A las ocho de la mañana todo está preparado para hacer frente a las consecuencias probables de este acontecimiento imprevisto.

El mismo día, el cuartel general se traslada a Stradella, donde permanece hasta el 12, habiendo llegado el día anterior el general Desaix. El 13, marchando sobre la Escrivia, el primer cónsul atraviesa el campo de batalla de Montebello y encuentra las iglesias llenas aún de muertos y de heridos.

—¡Diablos! —dice al general Lannes, que le sirve de cicerone—; parece que la pelea ha sido muy reñida.

—¡Ya lo creo! —contesta Lannes—, en mi división los huesos crujían como granizo que cae sobre vidrio.

Por último, en la noche del 13, el primer cónsul llega a Torre di Galifolo, y aunque sea tarde y esté rendido de fatiga, no quiere acostarse hasta haber averiguado si los austriacos tienen un puente sobre el Bormida. A la una de la madrugada, el oficial encargado de esta misión vuelve y dice que no existe. Esta noticia tranquiliza al primer cónsul, que quiere se le explique por última vez cuál es la posición de las tropas. Hecho esto, se acuesta, sin creer que haya ningún encuentro al día siguiente.

Las tropas francesas ocupaban estas posiciones:

Las divisiones Gardanne y la de Chamberliac, formando el cuerpo de ejército del general Victor, se hallaban acampadas en las tierras de Pedra-Bona, antes de llegar a Marengo, y a la misma distancia del pueblo y del río.

 

El cuerpo del general Lannes estaba más allá del pueblo de San Giuliano, a la derecha del gran camino de Tortona, a seiscientas toesas poco más o menos del pueblo de Marengo.

La guardia de los cónsules se había situado como reserva detrás de las tropas que mandaba el general Lannes, a la distancia de unas quinientas toesas.

La brigada de caballería a las órdenes del general Kellermann y algunos escuadrones de húsares y montaraces y cazadores, formando la izquierda, llenaban en la primera línea los intervalos de las divisiones Gardanne y Chamberliac.

Una segunda brigada de caballería, mandada por el general Champeaux, formaba la derecha, llenando en la segunda línea los intervalos vacíos de la infantería del general Lannes.

Por último, el regimiento 12º y el 21º de cazadores, destacados por Murat bajo las órdenes del general Rivaud, ocupaban el frente de Sale, pueblo situado en el extremo derecho de la posición general.

Todos estos cuerpos, reunidos y escalonados oblicuamente, con la izquierda delante, formaban un efectivo de dieciocho mil o diecinueve mil hombres de infantería y dos mil quinientos de caballería, a los cuales debían agregarse al día siguiente las divisiones de Mounier y Boudet, que, según las órdenes del general Desaix, ocupaban detrás, a unas diez leguas de Marengo, los pueblos de Acqui y de Castel-Nuovo.

Por su parte, durante el día 13, el general Melas había acabado de reunir las tropas de los generales Haddik, Kaim y Ott. El mismo día había cruzado el Tanaro para ir a vivaquear más allá de Alejandría con treinta y seis mil infantes, siete mil jinetes y numerosa artillería, bien servida y equipada.

A las cinco, despertó a Bonaparte el estampido de un cañón. En el mismo instante y cuando acababa de vestirse, un ayudante de campo del general Lannes, que había llegado galopando con su caballo, le anuncia que el enemigo ha cruzado el puente, llegando a la llanura y que las tropas se están batiendo.

El oficial de Estado Mayor a quien Bonaparte enviara antes, no había avanzado lo necesario para ver que había un puente sobre el río. Bonaparte monta al punto a caballo y se dirige a toda prisa al sitio donde se está desarrollando la batalla.

Encuentra al enemigo formado en tres columnas: una de ellas, la de la izquierda, compuesta por toda la caballería y la infantería ligera, se dirige hacia Castel-Ceriolo por el camino de Sale, mientras que las columnas del centro y de la derecha, apoyadas una en otra y compuestas de los cuerpos de infantería de los generales Haddik, Kaim y O’Reilly y de la reserva de granaderos a las órdenes del general Ott, avanzan por el camino de Tortona y el de Fragarolo, remontando el Bormida.

A los primeros pasos que dieron estas dos columnas, se encontraron con las tropas del general Gardanne, apostadas, como hemos dicho, en la granja y sobre el barranco de Pedra-Bona. El estrépito de la numerosa artillería que iba delante de las dos columnas, detrás de la cual se desplegaban los batallones, tres veces superiores en número a los franceses, era lo que había despertado a Bonaparte, atrayendo fatalmente al león sobre el campo de batalla.

Llegaba en el momento en que la división Gardanne, agobiada por el enemigo, comenzaba a replegarse y en que el general Victor hacía avanzar en su auxilio a la división Chamberliac. Protegidas por este movimiento, las tropas de Gardanne efectuaban su retirada en buen orden e iban a cubrir el pueblo de Marengo.

En ese momento, los austriacos dejan de marchar en columna y aprovechándose del terreno que se ensancha ante ellos, se despliegan en líneas paralelas, pero numéricamente muy superiores a las de los generales Gardanne y Chamberliac. La primera de estas líneas va mandada por el general Haddik y la segunda por el general Melas en persona, mientras que el cuerpo de granaderos del general Ott se formaba un poco más atrás, a la derecha del pueblo del Castel-Ceriolo.

Un barranco, socavado como un atrincheramiento, formaba un semicírculo alrededor el pueblo de Marengo: el general Victor sitúa allí en línea las divisiones Gardanne y Chamberliac, que van a ser atacadas por segunda vez. Apenas alineadas en batalla, Bonaparte envía la orden de defender Marengo todo cuanto sea posible: el general en jefe había comprendido que la batalla debía llevar el nombre de este pueblo.

Al cabo de un instante, la acción se desempeña de nuevo en el frente de la línea; los tiradores se disparan desde cada lado del barranco y los cañones retumban, enviándose mutuamente la metralla a tiro de pistola. Protegido por su terrible artillería, el enemigo, superior en fuerzas, no tiene que hacer más que esperar para dominar la situación. El general Rivaud, que manda el flanco derecho de la brigada Gardanne, se adelanta entonces, sitúa fuera del pueblo, bajo el fuego más terrible del enemigo, un batallón en campo raso, y les ordena que no retroceda ni un palmo; es un punto de mira para la artillería austriaca, cuyos proyectiles hacen todos blanco. En ese momento, el general Rivaud forma su caballería en columna, da la vuelta al batallón protector, cae sobre tres mil austriacos que avanzan a paso de carga, los rechaza y aunque son diezmados, les obliga, después de haberlos desbaratado, a ir a formarse de nuevo detrás de su línea. Conseguido esto, el general Rivaud vuelve a colocarse en línea de batalla a la derecha del batallón, que ha permanecido firme como una muralla.

En aquel momento, la división del general Gardanne, contra la cual se dedica desde la mañana todo el fuego el enemigo, es rechazada hasta Marengo, donde la primera línea de los austriacos la sigue, mientras que la segunda impide a la división Chamberliac y a la brigada de Rivaud ir en su auxilio; rechazadas también estas tropas, muy pronto no tienen más remedio que batirse en retirada a cada lado del pueblo.

Detrás de éste se concentran; el general Victor las forma de nuevo y recordándoles la importancia que para el primer cónsul tiene la posesión de Marengo, se pone a su cabeza, penetra a su vez en las calles, donde los austriacos no han tenido aún tiempo de levantar barricadas, vuelve a tomar el pueblo, lo pierde otra vez y lo recobra de nuevo, hasta que al fin, agobiado por la superioridad en número, le es forzoso abandonarlo por última vez y apoyado por las dos divisiones de Lannes, que llegan en su auxilio, rehace su línea paralelamente al enemigo, que a su vez sale de Marengo y se despliega, presentando un inmenso frente de batalla. En el mismo instante, Lannes, al ver las dos divisiones del general Victor reunidas y dispuestas para sostener de nuevo el combate, se extiende sobre la derecha precisamente cuando los austriacos están a punto de asfixiar a los franceses. Esta maniobra le pone enfrente a las tropas del general Kaim, que acaban de apoderarse de Marengo; los dos cuerpos, el uno exaltado por rozar ya la victoria y el otro fresco por su reposo, chocan con rabia y el combate, un instante interrumpido por la doble maniobra de los dos ejércitos, vuelve a comenzar en toda la línea con más encarnizamiento que nunca.

Al cabo de una hora de lucha, codo con codo, bayoneta contra bayoneta, el cuerpo de ejército del general Kaim se repliega y retrocede; el general Champeaux a la cabeza del primero y del 8º regimiento de dragones, carga sobre él y provoca su desorden; mientras que el general Watrin, con el 6º de ligeros y el 22º y 40º de línea, se lanza en su persecución y le rechaza hasta cerca de mil toesas detrás del arroyo de la Barbotta. Pero el movimiento que acaba de practicar le ha separado de su cuerpo de ejército; las divisiones del general Victor van a ver comprometida su victoria y es preciso volver a ocupar la posición que ha dejado un momento descubierta.

En ese instante, Kellermann disponía en el ala izquierda lo que Watrin acababa de hacer en la derecha: dos de sus cargas de caballería habían perforado la línea enemiga; pero después de ésta encontró otra, y no atreviéndose a arriesgar el combate a causa de la superioridad del número, perdió los frutos de esta victoria momentánea.

A mediodía, la línea francesa, que ondulaba como una serpiente de fuego a lo largo de una extensión de más de una legua, quedó rota en su centro, después de hacer todo cuanto era humanamente posible, y comenzó a retirarse, no sólo vencida, sino abrasada por el fuego de artillería y atosigada por el choque de las masas.

Al retroceder el cuerpo principal, descubría sus alas, que debieron seguir forzosamente el movimiento retrógrado del centro; y el general Watrin por un lado y el general Kellermann por el otro, dieron orden a sus divisiones para emprender la retirada.

La desbandada se efectuó al momento y en buen orden, bajo el fuego de ochenta cañones que seguían de cerca a los batallones austriacos en su marcha. Durante dos horas, todo el ejército, surcado por las balas, diezmado por la metralla, destrozado por los obuses, retrocedió sin que un solo hombre abandonara su fila para huir y ejecutando siempre los diversos movimientos ordenados por el primer cónsul con la regularidad y la sangre fría propias de un desfile. En aquel momento, la primera columna austriaca, que según hemos dicho se había dirigido a Castel-Ceriolo, se presentó flanqueando el flanco derecho del ejército francés. No se hubiera podido aguantar semejante refuerzo y Bonaparte decidió hacer uso de la guardia consular, que guardaba como reserva con dos regimientos de granaderos. La hizo avanzar hasta que estuvo a trescientas toesas del extremo derecho; dispuso que se formara en cuadro, y les ordenó detener a Elsnitz y su columna, «como si fuese un reducto de granito».

El general Elsnitz cometió entonces un error irreversible, que era precisamente el que Bonaparte había esperado que cometiera. En vez de mirar con indiferencia aquellos novecientos hombres, que eran insignificantes a los ojos de un ejército victorioso, y de seguir adelante para ir en auxilio de los generales Melas y Kaim, se detuvo y se encarnizó con aquel puñado de héroes, que gastaban todos sus cartuchos casi a bocajarro sin ser vencidos y que cuando no tuvieron ya más municiones, recibieron al enemigo con las puntas de sus bayonetas.

Sin embargo, aquellos pocos hombres valientes no podían resistir mucho más tiempo así y Bonaparte iba a darles la orden de seguir el movimiento de retirada con el resto del ejército, cuando una de las divisiones de Desaix, la del general Mounier, apareció detrás de la línea francesa. Bonaparte se estremeció de alegría, porque eran el doble de efectivos de los que esperaba. Rápidamente cruza algunas palabras con el general Dupont, jefe del Estado Mayor; éste se apresura a cumplir las nuevas órdenes y toma el mando. Durante un momento se ve rodeado por la caballería del general Esnitz, pasa a través de sus filas y llega a chocar con terrible ímpetu contra la división Kaim, que comenzaba a cargar sobre el general Lannes. Después impele al enemigo hasta el pueblo de Castel-Ceriolo, destaca una de sus brigadas al mando del general Carra Saint-Cyr, que desaloja a los cazadores tirolianos, sorprendidos de repente por aquel brusco ataque; le ordena, en nombre del primer cónsul, morir antes que rendirse; y luego, prestando auxilio a su vuelta al batallón de la guardia consular y a los dos regimientos de granaderos, que a los ojos de todo el ejército han hecho tan magnífica defensa, se une al movimiento de retaguardia, que continúa efectuándose con el mismo orden e igual precisión.

Eran las tres de la tarde, de los diecinueve mil hombres que habían comenzado a las cinco de la mañana la batalla, apenas quedaban en un radio de diez leguas, ocho mil infantes, mil caballos y seis cañones en estado de hacer fuego; una cuarta parte del ejército estaba fuera de combate y más de otra cuarta se ocupaba, por falta de vehículos, en transportar los heridos, que Bonaparte había dado orden de no abandonar. Todos retrocedían excepto el general Carta Saint-Cyr, que, aislado en el pueblo de Castel-Ceriolo, se hallaba ya a una legua del cuerpo del ejército. Media hora después, se hacía evidente para todos que la retirada se convertiría en derrota, cuando de repente, llega un ayudante de campo cabalgando a galope tendido y anunciando que la vanguardia de sus columnas se divisa a la altura de San Giuliano. Este ayudante había sido enviado previamente al encuentro de la división Desaix, de la cual dependía no solo la suerte de jornada sino el destino de toda Francia. Bonaparte vuelve:

—¡Alto!

La palabra cruza el frente de batalla como una corriente eléctrica y todo se detiene.

En aquel momento, Desaix llega, adelantándose en un cuarto de hora a su división; Bonaparte le muestra la llanura sembrada de muertos, y le pregunta que qué piensa de la batalla. Desaix lo abarca todo de una ojeada.

 

—Pienso que se ha perdido —contesta. Y sacando su reloj añade al punto: pero aún no son más que las tres y todavía nos queda tiempo para ganar otra.

—Es también mi parecer —replica Bonaparte lacónicamente— y ya he ordenado las maniobras para eso.

En efecto, aquí comenzaba el segundo acto de la jornada o más bien de la segunda batalla de Marengo, como Desaix la llamó.

Bonaparte pasa al frente de la línea que dado la vuelta y que se extiende ahora desde San Giuliano a Castel-Ceriolo.

—¡Compañeros! —grita en medio de las balas que levantan la tierra bajo las piernas de su caballo—, hemos retrocedido demasiado y ahora llega el momento de avanzar. ¡Recordad que mi costumbre es dormir en el campo de batalla!

Los gritos de «¡Viva Bonaparte!» y «¡Viva el primer cónsul!» se elevan por todas partes y apagan el estrépito de los tambores que baten la carga.

Los diferentes cuerpos de ejército se hallaban escalonados entonces en el orden siguiente:

El general Carra Saint-Cyr ocupaba siempre, a pesar de los esfuerzos que el enemigo había hecho para recobrar, el pueblo de Castel-Ceriolo, eje de todo el ejército.

Después de él hallábase la segunda brigada de la división Mounier, y los granaderos con la guardia consular que durante dos horas habían resistido solos a todo el cuerpo de ejército del general Elsnitz. Seguían las dos divisiones de Lannes.

Más lejos la división Boudet, que no había combatido aún y a la cabeza de la cual se hallaba el general Desaix, quien decía sonriendo que algo malo debía sucederle, pues las balas austriacas no le habían ni rozado después de los dos años que había estado en Egipto.

Y por último, las dos divisiones Gardanne y Chamberliac, las más debilitadas durante toda la jornada y de las que apenas quedaban mil quinientos hombres.

Todas estas divisiones se habían situado diagonalmente unas detrás de otras.

La caballería estaba en la segunda línea, dispuesta a cargar entre los intervalos de los cuerpos; la brigada del general Champeaux se apoyaba en el camino de Tortona, y la del general Kellermann hallábase en el centro, entre las tropas de Lennes y la división Boudet.

Los austriacos, que no tenían noticia de los refuerzos franceses que habían llegado, creen que el éxito de la jornada les pertenece y continúan avanzando en buen orden. Una columna de cinco mil granaderos, al mando del general Zach, desemboca por el camino real y marcha a paso de carga contra la división Boudet, que cubre San Giuliano. Bonaparte manda poner en batería quince cañones que acaban de llegar, y que la división Boudet oculta. De un bramido proferido por la extensión de una legua, manda a toda la línea marchar adelante. Es la orden general. He aquí las órdenes particulares:

Carra Saint-Cyr abandonará el pueblo de Castel-Ceriolo, arrollando todo cuanto se opone a su paso y se apoderará de los puentes sobre el Bormida para cortar la retirada a los austriacos. El general Marmont descubrirá la artillería cuando no esté más que a tiro de pistola del enemigo; Kellermann con sus coraceros, abrirá en la línea opuesta uno de esos boquetes que tan bien sabe hacer; Desaix, con sus tropas de refresco, aniquilará la columna de granaderos del general Zach; y por último, Champeaux con su caballería ligera, atacará cuando las tropas enemigas, antes vencedoras, emprendan la retirada.

Las órdenes se ejecutan apenas dadas. Las tropas francesas, con un solo movimiento, vuelven a tomar la ofensiva y en toda la línea se abre el fuego de fusilería, resonando también el estampido de los cañones. Se oye el terrible paso de carga al son de la «Marsellesa», y cada jefe llegado a espaldas del desfiladero, está preparado para entrar en la llanura. La batería descubierta por Marmont arroja un torrente de fuego sobre el enemigo; Kellermann se precipita con sus coraceros y atraviesa las dos líneas; Desaix salta sobre los fosos, franquea las rocas, llega a una pequeña eminencia y cae muerto en el momento de volverse para ver si su división le sigue. Su muerte en vez de disminuir la bravura de sus soldados la redobla; el general Boudet ocupa su lugar y se precipita sobre la columna de granaderos, que le recibe con bayonetas. En aquel momento, Kellermann que, como hemos dicho, ha cruzado ya las dos líneas, se vuelve, ve a la división Boudet batiéndose contra aquella masa inmóvil que no retrocede a pesar de sus esfuerzos, y carga sobre ella de flanco, penetra en su interior, la abre, la divide, la rompe; y en menos de media hora, los cinco mil granaderos son arrollados y dispersados, desapareciendo como una nube de humo, completamente aniquilada. El general Zach y su Estado Mayor caen prisioneros. Son todo cuanto queda.

Entonces el enemigo quiere apoyarse a la desesperada en su numerosa caballería; pero el fuego continuo de fusilería, la metralla abrasadora y las terribles bayonetas la detienen en el camino. Murat opera contra sus flancos con dos piezas de artillería ligera y un obús que lleva la muerte grabada en él. En aquel momento un arcón de explosivos se esparce por las filas austriacas con lo que aumenta el desorden. Esto es lo que espera el general Chapeaux con su caballería: se lanza al punto, ocultando sus reducidas fuerzas con una hábil maniobra y penetra en lo más profundo del cuerpo enemigo; las divisiones Gardanne y Chamberliac, resentidas por las continuas retiradas durante todo el día, caen sobre los austriacos con el delirio de la venganza; y Lannes, poniéndose a la cabeza de sus dos cuerpos de ejército, se adelanta a ellos gritando:

—¡Montebello, Montebello!

Bonaparte está en todas partes.

Entonces, todos se doblegan, todos retroceden, todos se desbandan; inútilmente tratan los generales austriacos de sostener la retirada; esta última se convierte en derrota caótica. Las divisiones francesas franquearon durante media hora la llanura que han defendido palmo a palmo durante cuatro horas y el enemigo no se detiene hasta llegar a Marengo, donde vuelve a formarse bajo el fuego de los tiradores que el general Carra Saint-Cyr ha situado desde Castel-Ceriolo hasta el arroyo de la Barbotta. Sin embargo, la división Boudet y las de Gardanne y Chamberliac persiguen al enemigo calle por calle, de plaza en plaza, de casa en casa y al fin toman el pueblo de Marengo. Los austriacos se retiran hacia la posición de Pedra-Bona, donde son atacados, de una parte por las tres divisiones encarnizadas, y de la otra por media brigada de Carra Saint-Cyr.

A las nueve de la noche, Pedra-Bona cae en poder de los franceses y las divisiones Gardanne y Chamberliac vuelven a ocupar sus posiciones de la mañana. El enemigo se precipita hacia los puentes para pasar el Bormida, pero encuentra a Carra Saint-Cyr, que se ha adelantado. Por suerte, acaban encontrando un vado y atraviesan el río bajo el fuego de toda nuestra línea, que no cesa hasta las diez de la noche. Los restos del ejército austriaco vuelven a su campamento de Alejandría y el ejército francés vivaquea delante de los atrincheramientos de la cabeza del puente.

La jornada había costado a los austriacos cuatro mil quinientos muertos, ocho mil heridos, siete mil prisioneros, doce banderas y treinta y siete cañones.

Tal vez jamás la fortuna se había manifestado en un mismo día bajo dos fases tan diversas: a las dos de la tarde los franceses sufrían una derrota de desastrosas consecuencias, mientras que a las cinco ésta se había convertido en gloriosa victoria, otra vez fiel a la bandera de Arcole y de Lodi. A las diez Italia era reconquistada de un solo golpe y Francia la sobrevolaba dominante.