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100 Clásicos de la Literatura

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El 15 vendimiario del año VI se firma el tratado de Campo Formio, y Austria, a la cual se le confiere Venecia, renuncia a sus derechos sobre Bélgica y a sus pretensiones expansionistas sobre Italia. Bonaparte sale de este país para dirigirse a Francia y el 15 frimario del mismo año (5 de diciembre de 1797) llega a París.

El futuro Emperador, ausente dos años, había hecho en este tiempo ciento cincuenta mil prisioneros, tomado ciento setenta banderas, quinientos cincuenta cañones, seiscientas piezas de campaña, nueve navíos de sesenta y cuatro cañones, doce fragatas de treinta y dos, doce corbetas y dieciocho galeras.

Además, habiéndose llevado diez mil luises de Francia, como ya hemos dicho, hizo numerosos envíos de dinero que ascendieron a cerca de cincuenta millones; de modo que contra todas las tradiciones antiguas y modernas, el Ejército era el que había alimentado a la patria.

Con la paz, Bonaparte presintió llegar el término de su carrera militar y no pudiendo permanecer ocioso, ambicionó la plaza de uno de los dos directores que iban a salir; pero desgraciadamente no tenía más que veintiocho años, y esto era una violación tan grande y tan prematura de la Constitución del año III, que ni siquiera se atrevió a proponerlo. Volvió, pues, a su casita de la calle Chantereine, con la idea fija de luchar de antemano contra un enemigo más terrible que todos aquellos a quienes combatiera: el olvido.

—París tiene una memoria infame, decía, y si permanezco largo tiempo ocioso, soy hombre perdido. En esta gran Babilonia, una gloria es reemplazada muy pronto por otra; y basta que me hayan visto tres veces en el teatro para que nadie me mire más.

He aquí por qué, esperando cosa mejor, se hizo nombrar miembro del Instituto.

Por fin, el 29 de enero de 1798, dijo a su secretario:

—Bourrienne, no quiero quedarme aquí porque no hay nada que hacer y todas las personas que me rodean son necias. Veo que si me quedo acabaré yéndome a pique muy pronto, pues todo se desgasta aquí en la Corte y mi gloria se ha esfumado. En esta pequeña Europa no hay bastante espacio para mí; es una ratonera. Jamás hubo grandes imperios y grandes revoluciones más que en Oriente, donde viven seiscientos millones de hombres. Es preciso ir allá, porque de allí vienen todas las grandes hazañas.

Vemos, pues, que Bonaparte necesitaba superar a todos los hombres célebres: ha hecho ya más que Aníbal, y llegará a ser tan grande como Alejandro y César: su nombre falta en las Pirámides, donde están inscritos esos dos grandes nombres.

El 12 de abril de 1798, Bonaparte fue nombrado general en jefe del ejército de Oriente.

Según se ve, ya no tiene que hacer más que pedir algo para que se le sea concedido; su llegada a Tolón será la prueba de que le basta mandar para ser obedecido.

Un anciano de ochenta años acaba de ser fusilado la antevíspera del día en que Bonaparte llega a dicha ciudad y un 16 de mayo de 1798 escribe la siguiente carta a las comisiones militares de la novena división, establecidas en virtud de la ley del 19 fructidor:

Bonaparte, individuo del Instituto nacional.

He sabido, ciudadanos, con el más profundo pesar, que ancianos de setenta a ochenta años y pobres mujeres embarazadas y con niños de pocos años, habían sido fusilados por acusárseles de emigrantes.

¿Se habrán convertido en verdugos los soldados de la libertad? ¿Habrán muerto en sus corazones la compasión que manifestaron hasta en medio de los combates?

La ley del 19 fructidor fue una medida de salvación pública; y tenía por objeto castigar a los conspiradores, pero no a míseras mujeres ni a los ancianos desvalidos.

Os exhorto, pues, ciudadanos, a que cuando la ley presente ante vuestro tribunal hombres de más de sesenta años o pobres mujeres, declaréis que en medio de los combates habéis respetado a los ancianos y a las mujeres de vuestros enemigos.

El militar que firma una sentencia contra cualquier persona incapaz de llevar armas, es un cobarde.

BONAPARTE

Esta carta salvó la vida a un infeliz, perteneciente a esa categoría. Bonaparte se embarca tres días después y su último adiós a Francia es el ejercicio de un acto propio de la realeza: el derecho de perdonar.

Malta estaba comprada de antemano; el flamante general hace que se la entreguen al pasar, y el 1 de julio de 1798 pisa tierra egipcia cerca del fuerte Marabou, a poca distancia de Alejandría.

Apenas recibió esta noticia, Mourad-Bey, a quien se fue a buscar como a un león guardián de su reino, llamó a sus mamelucos, hizo avanzar por la corriente del Nilo una flotilla de chalupas y otras embarcaciones armadas de guerra, y mandó que se las siguiera por las orillas del río con un cuerpo de mil doscientos o mil quinientos caballos, que Desaix, jefe de nuestra vanguardia, encontró el día 14 en el pueblo de Manich-Salam. Era la primera vez que el Oriente y el Occidente se encontraban cara a cara desde el tiempo de las cruzadas.

El choque fue terrible: aquella milicia, cubierta de oro, rápida como el viento, devoradora como la llamas, cargaba con ímpetu a las filas francesas dispuestas en cuadros, cortando los cañones de los fusiles con sus alfanjes templados en Damasco. Inmediatamente después, cuando el fuego erupcionaba de aquellos cuadros como de un volcán, su movimiento se asemejaba al de una inmensa ola de oro y seda, que atacaba al galope a todos los ángulos del muro francés de hierro, cada uno de los cuales devolvía su descarga en respuesta. Cuando veía la imposibilidad de abrir brecha, se alejaba al fin como una larga bandada de aves asustadas, dejando alrededor de nuestros batallones un montón, movible aún, de hombres y caballos mutilados. Luego iba a reformarse a lo lejos para volver a intentar una nueva carga, tan inútil como la primera.

A la mitad del día, los mamelucos se reunieron por última vez; pero en vez de contraatacar, tomaron el camino del desierto y desparecieron en el horizonte en medio de un torbellino de arena.

En Guiza fue donde Mourad tuvo noticia del descalabro de Chébreiss y el mismo día se enviaron mensajeros al Said, al Fayoum y por todo el desierto. Por todas partes, los beys, los jeques y los mamelucos fueron convocados contra el enemigo común, debiendo llevar cada cual su caballo y sus armas. Tres días después, Mourad tenía en torno a sí seis mil jinetes.

Toda aquella tropa que había acudido al grito de guerra de su jefe, acampó desordenadamente en la orilla del Nilo, a la vista de El Cairo y de las Pirámides, entre el pueblo de Embabeh, donde apoyaba su derecha, y Guiza, residencia favorita de Mourad, que se extendía su izquierda. En cuanto a este último, había mandado colocar su tienda de campaña alrededor de un sicomoro gigantesco, cuya sombra bastaba para cubrir cincuenta jinetes. En aquella posición fue donde, después de reordenar un poco su milicia, esperó al ejército francés que remontaba el Nilo.

El 23, al rayar el día, Desaix, que iba siempre a la vanguardia, divisó una partida de quinientos mamelucos enviados a la descubierta y que se replegaron sin dejar de mantenerse a la vista. A las cuatro de la madrugada, Mourad oyó grandes voces: era el ejército francés que saludaba a las Pirámides.

A las seis, franceses y mamelucos estaban en presencia unos de otros.

Imagínense el campo de batalla. Era el mismo que Cambises, el antiguo conquistador que llegara del otro extremo del mundo, eligiera para aniquilar a los egipcios. Dos mil cuatrocientos años habían transcurrido; el Nilo y las Pirámides permanecían allí, pero la esfinge de granito, cuyo rostro mutilaron los persas, no conservaba más que su cabeza gigantesca fuera de la arena. El coloso de que Herodoto nos habla estaba caído, Memfis no existía y la ciudad de El Cairo había surgido. Todos estos recuerdos, bien presentes en el pensamiento de los jefes franceses, se cernían vagamente sobre las cabezas de los soldados, como aquellas misteriosas aves que en otro tiempo pasaban por encima de las batallas y que presagiaban la victoria.

En cuanto al lugar, una vasta llanura de arena, como conviene a las maniobras de la caballería; en el centro se eleva un pueblo llamado Bekir y un arroyuelo le limita un poco más allá de Djizh. Mourad y toda su caballería estaban adosados al Nilo, teniendo el Cairo tras sí.

Bonaparte vio, por esta disposición del terreno y de sus enemigos, que le era posible no sólo vencer a los mamelucos, sino también exterminarlos y, en consecuencia, desarrolló su ejército en semicírculo, formando de cada división gigantescos cuadros, en cuyo centro se colocó la artillería. Desaix, acostumbrado a ir a la vanguardia, mandaba el primer cuadro, situado entre Embabeh y Guiza; después seguían la división Régnier, la división Kléber, privada de su jefe herido en Alejandría y mandada por Dugua; la división Menou, a las ordenes de Vial; y por último, formando la extrema izquierda, apoyada en el Nilo y la más próxima a Embabeh, la división del general Bon.

Todos los cuadros debían ponerse en movimiento juntos para marchar sobre Embabeh, arrollando al pueblo, a los caballos, a los mamelucos y sus trincheras y rechazándolos hasta el Nilo.

Pero Mourad no era hombre para esperar detrás de algunos terromonteros de arena y apenas los cuadros hubieron tomado posición, los mamelucos salieron de sus atrincheramientos en masas desiguales, y sin elegir, sin calcular, se precipitaron contra los cuadros que hallaron más próximos: eran las divisiones de Desaix y Régnier.

Llegados a tiro de fusil, los mamelucos se dividieron en dos columnas: la primera, con sus jinetes inclinados sobre la silla, marchaba contra el ángulo izquierdo de la división Régnier y la segunda sobre el derecho de la división Desaix. Los cuadros dejaron que las columnas se acercaran a diez pasos de distancia y después rompieron fuego: jinetes y caballos se vieron detenidos por un muro de llamas; las dos primeras filas de los mamelucos cayeron como si la tierra hubiera temblado bajo sus pies; el resto de la columna, impulsada por la inercia su carrera, detenida ante aquella muralla de hierro y de fuego y no pudiendo ni queriendo retroceder, flanqueó, ignorando todo el frente del cuadro Régnier, cuyo fuego les rechazó y les desvió directos sobre la división Desaix. Esta última división, hallándose atrapada entonces entre aquellas dos trombas de hombres y de caballos que se agitaban a su alrededor, presentó las puntas de las bayonetas de su primera fila, mientras que las otras dos, inflándose de pronto, entreabrían sus ángulos para dar paso a las balas de los cañones, impacientes por tomar parte en aquella sangrienta lucha.

 

Llegó un momento en que las dos divisiones se hallaron completamente cercadas y se echó mano de todos los medios para romper aquellos cuadros impasibles y mortales. Los mamelucos cargaban a la distancia de diez pasos, recibiendo el doble de fuego dela fusilería y de los cañones; después frenaban sus caballos, espantados por la repentina visión de las bayonetas, obligándoles a avanzar, volviendo grupas, encabritándoles y dejándose caer con ellos. Como si volvieran a la vida, los jinetes desmontados reptaban como serpientes para atacar a los pies de nuestros soldados. Tal lucha sin cuartel continuó durante los tres cuartos de hora que duró aquella terrible batalla. Nuestros soldados, ante aquella manera de combatir, no creían que se las estaban viendo con hombres, sino con fantasmas y demonios. Finalmente, los sanguinarios mamelucos, los gritos de horror, los relinchos de caballos espantados, las llamas, el humo… todo se desvaneció como si un torbellino se lo llevara, no quedando ya entre las dos divisiones más que un campo de batalla ensangrentado, erizado de armas y de estandartes y cubierto de cadáveres y de moribundos. De estos últimos incluso algunos en su agonía lograban incorporarse como la ola de mar que todavía no se ha calmado después de la tempestad.

En aquel momento, todos los cuadros, con paso regular, como si se tratase de un desfile, avanzaban encerrando a Embabeh en su círculo de hierro. Pero de repente, la línea del Bey se revolvió como un animal malherido al tiempo que treinta y siete cañones hacían fuego contra el hierro francés. La flotilla saltaba sobre el Nilo, sacudida por el retroceso de las bombardas, y el mismo Mourad, a la cabeza de sus jinetes, se lanzó a la desesperada con la esperanza de poder abrir brecha en esos cuadros infernales. Entonces la columna, que había cedido en un primer instante antes este inesperado ataque, rápidamente se recompuso, fijo su mirada en el Bey y se abalanzó contra sus mortales enemigos.

A los ojos de un águila que contemplara en aquel campo de batalla, debió de ser un maravilloso espectáculo el que ofrecían aquellos seis mil jinetes, los más hábiles del mundo, montados en caballos cuyos pies apenas dejaban huella en la arena, dando vueltas como una jauría alrededor de aquellos cuadros inmóviles y expectantes, estrechándolos en sus repliegues, rodeándolos con sus nudos, tratando de sofocarlos si no romperlos, dispersándose, reuniéndose, y huyendo de nuevo, cambiando de frente como las olas que baten la orilla. Después, se volvieron sobre una sola línea semejante a una serpiente gigantesca, en cuya cabeza se descubría algunas veces el infatigable Mourad, elevándose por encima de los cuadros y dirigiendo los continuos ataques. De repente, las baterías de los atrincheramientos mamelucos fueron tomadas y los mamelucos se vieron atacados por los proyectiles de sus propias piezas, que dejaban numerosos heridos a lo largo de todo el campo de batalla. Su flotilla corrió la misma suerte, y devorada por el fuego que los franceses le causaron, fue tragada por el río. Mientras que Mourad dirigía sus garras y sus dientes contra nuestros cuadros, las tres columnas de ataque ya se habían apoderado de los atrincheramientos; y Marmont, dominando el llano, abrasaba desde las alturas de Embabeh a los mamelucos encarnizados contra nosotros.

En ese momento, Bonaparte ordenó una nueva maniobra suficiente para que todo concluyera: los cuadros se abrieron, se unieron después y se soldaron como los anillos de una gran cadena. Mourad y sus mamelucos se vieron así cogidos entre sus propios atrincheramientos y la línea francesa: el jefe de los mamelucos comprendió que la batalla había terminado. En consecuencia, reunió a todo los hombres que le quedaban y entre aquella doble línea de fuego, al galope aéreo de sus caballos, se lanzó agazapado por el hueco que la división Desaix dejaba entre ella y el Nilo. Después pasó como una centella bajo la última descarga de nuestros soldados, penetró en el pueblo de Guiza y salió a los pocos segundos por la parte contraria, retirándose hacia el alto Egipto con el resto de su ejército: doscientos o trescientos jinetes.

Había abandonado en el campo de batalla tres mil hombres, cuarenta piezas de artillería, cuarenta camellos cargados, sus tiendas de campaña, sus esclavos y sus caballos. Aquella rica llanura, cubierta de oro, de cachemira y de seda, quedó a disposición de los soldados vencedores, que hicieron un inmenso botín, pues todos aquellos mamelucos llevaban las armas más ricamente adornadas e iban engalanados con todo tipo de alhajas de oro y plata.

Aquella misma noche Bonaparte pasó la noche en Guiza y al día siguiente entró en El Cairo por la puerta de la Victoria.

Apenas recién instalado en El Cairo, Bonaparte sueña con no solamente la colonización del país que acaba de apoderarse, sino también con la conquista de la India a través del Éufrates. Pero antes redacta para el Directorio una nota en la cual pide refuerzos, armas, equipos de guerra, cirujanos, farmacéuticos, médicos, fundidores, licoristas, cómicos, jardineros, fabricantes de muñecos para el pueblo y una cincuentena de mujeres francesas. Envía a Typpo-Saeb un correo para proponerle una alianza contra los ingleses; y después, mecido por esta doble esperanza, comienza a perseguir a Ibrahim, el más influyente de los beys después de Mourad. Le alcanza y le derrota en Saheley’h, y al tiempo que es felicitado por esta victoria, un mensajero le trae la noticia de la pérdida completa de su escuadra. Nelson ha destrozado a Brueys; la flota entera ha naufragado y se han roto las comunicaciones con Francia y con ellas la esperanza de conquistar la India. Es preciso reafirmarse en Egipto para salir victoriosos como los antiguos y gloriosos ejércitos. Bonaparte vuelve a El Cairo, donde celebra el aniversario del nacimiento de Mahoma y la fundación de la República. En medio de las fiestas, la ciudad se amotina y la respuesta del general francés no se hace esperar: desde lo alto del Mokattam, cañonea la ciudad. Dios acude en su auxilio y apacigua el temporal; todo se calma en cuatro días. Bonaparte marcha a Suez; quiere ver el mar Rojo y poner el pie en Asia con la misma edad de Alejandro.

Después fija los ojos en Siria, pues la campaña del desembarco de Egipto ha finalizado, y no debe volver hasta el mes del julio siguiente. Antes debe realizar una expedición por Gaza y el Arich, porque Djezzar-Baja, apellidado el «Carnicero», acaba de apoderarse de esta última ciudad. Es preciso destruir aquella vanguardia de la Puerta Otomana, derribar los muros de Jaffa, de Gaza y de Acre, asolar el país y dar fin a todos sus recursos, a fin de hacer imposible el paso de un ejército por el desierto. Este es el plan «oficial»; pero tal vez, estas titánicas expediciones oculten algún secreto que sólo Bonaparte conoce. Parte a la cabeza de diez mil hombres, divide la infantería en cuatro cuerpos, poniéndolos bajo las órdenes de Bon, de Kléber, de Lannes y de Régnier; pone a su disposición la caballería a Murat, la artillería a Dammartin, y los ingenieros a Cafarelli-Dufalga. El Arich es atacado y tomado el 1 ventoso; el 7 se ocupa Gaza, sin resistencia; el 17 se toma Jaffa por asalto, pasando por el cuchillo a la guarnición compuesta de cinco mil hombres; después continúa la marcha triunfal, llega ante San Juan de Acre, y el 30 del mismo mes queda abierta la brecha: aquí es donde van a comenzar los reveses.

Paradójicamente un francés manda en la plaza y además antiguo compañero suyo de graduación en la Escuela Militar. Fueron enviados el mismo día a sus respectivos cuerpos. Afiliado al partido realista, Phelippeaux, tal es su nombre, consigue escapar con Sydney-Smith de la prisión del Temple, le sigue a Inglaterra y es dejado al mando por éste en Siria. Bonaparte choca contra su genio más que contra las murallas de Acre y al primer golpe de vista se convence de que la defensa la dirige un hombre superior. Un sitio en regla es imposible y se hace preciso tomar la ciudad; pero tres asaltos sucesivos no producen ningún resultado. Durante uno de ellos una bomba cae a los pies de Bonaparte; dos granaderos se precipitan al punto sobre él, la colocan entre ellos, elevando sus brazos sobre la cabeza y protegiéndole con sus vidas. La bomba estalla y como por milagro sus cascos recompensan aquella abnegación por su general, de modo que ninguno queda herido. Uno de estos granaderos se llama Daumesnil; será general en 1809, perderá una pierna en Moscú en 1812 y mandará en Vincennes en 1814.

Entretanto, de todas partes llegan auxilios a Djezzar; las bajas de Siria han reunido sus fuerzas y marchan sobre Acre; Sydney-Smith acude con la flota inglesa y por último, la peste, ese otro ejército más terrible que todos los demás, viene en auxilio del verdugo de Siria. Es preciso librarse del ejército de Damasco: Bonaparte, en vez de esperarle o retroceder a su aproximación, marcha a su encuentro, le alcanza, le dispersa en la llanura del monte Tabor y después vuelve para intentar otros cinco asaltos, tan inútiles como los primeros. San Juan de Acre es para él la ciudad maldita, su némesis, y no pasará de ella.

Todos se asombran de que el general se obsesione así con la toma de una bicoca, de que arriesgue diariamente su vida, la de sus mejores oficiales y más valiosos soldados; todos censuran aquella obstinación, sin objeto al parecer. Él mismo explicó este aparente sinsentido a Duroc, después de que en uno de esos infructuosos asaltos éste quedara herido, porque necesitaba que algún espíritu grande como el suyo supiera que no procedía como un loco.

—Sí —dijo—, veo que esta bicoca me ha costado bastante gente y mucho tiempo; pero las cosas están demasiado adelantadas para no intentar otro esfuerzo. Si lo consigo al fin, encontraría en la ciudad los tesoros del Bajá y armas para trescientos mil hombres; sublevaría y armaría a Siria, tan indignada por el yugo cruel de Djezzar que a cada asalto la población pide a Dios que la ciudad caiga en mis manos; y marcharía al fin sobre Damasco y Alepo. Después avanzo por el país, cuanto más crece mi ejército más insurgentes se alían a la causa; anuncio al pueblo la abolición de la servidumbre del gobierno tiránico de los bajas; llego a Constantinopla con grandes grupos armados; derribo el imperio turco; fundo en Oriente un nuevo y gran imperio que fije mi lugar en la posteridad y vuelvo a París por Andrinópolis y Viena después de haber aniquilado la casa de Austria —y dejando escapar un suspiro, continuó—: si no consigo mi objeto en el último asalto que voy a intentar marcharé al punto, porque otros asuntos me reclaman. No estaré en El Cairo antes de mediados de junio; los vientos serán entonces favorables para ir desde el Norte a Egipto. Constantinopla enviará tropas a Alejandría y Rosetta, y es preciso que yo esté allí. En cuanto al ejército que venga más tarde por tierra, no lo espero hasta este año; mandaré destruir todo hasta la entrada del desierto e imposibilitaré el paso de un ejército, al menos de aquí a dos años: no podrán vivir en medio de las ruinas.

Este último plan es el que se hace necesario adoptar: el ejército se retira hacia Jaffa. Antes sucederá el famoso episodio en el que Bonaparte visita el hospital de los apestados, acto que servirá de asunto a la más hermosa composición del pintor Gros. Todo cuanto es transportable se envía por mar a Damieta y por tierra a Gaza y a Arich. Tan solo quedan unos sesenta hombres que no vivirán más de un día, pero que dentro de una hora caerán en poder de los turcos. El mismo corazón de hierro que ha hecho pasar a cuchillo la guarnición de Jaffa, eleva de nuevo la voz: el farmacéutico personal de Bonaparte manda distribuir, según dicen, un veneno a los moribundos; y en vez de los tormentos que los turcos les reservan, tendrán al menos una corta agonía.

Por fin, el 26 pradial, después de una marcha larga y penosa, el ejército entra en El Cairo, y ciertamente que ya era hora. Mourad Bey, que ha escapado de manos de Desaix, amenaza el bajo Egipto y por segunda vez espera a los franceses al pie de las pirámides: Bonaparte lo dispone todo para una batalla y en esta ocasión él es quien toma las posiciones de los mamelucos, teniendo el río a su espalda, Pero a la mañana del día siguiente, Mourad Bey se ha esfumado. Bonaparte se asombra; mas en el mismo día obtiene la explicación del hecho: la flota, cuya presencia adivina él, acaba de presentarse en Aboukir, precisamente sobre las fechas que Bonaparte predijo; y Mourad, tomando caminos apartados, se ha dirigido al campamento de los turcos.

 

Al llegar, encuentra al Bajá lleno de orgullo y esperanzas, pues cuando se ha presentado, los destacamentos franceses, demasiado reducidos para combatirle, se han replegado a fin de concentrarse.

—Y bien —dice Mustafá-Bajá al bey de los mamelucos—, has de saber que esos franceses tan temidos a quienes no pudiste resistir, han salido despavoridos apenas me presenté.

—Bajá —contesta Mourad Bey—, dad gracias al Profeta de que les haya convenido a los franceses retirarse, porque si se volvieran contra ti, desaparecerías delante de ellos como el polvo ante el aquilón.

El hijo del desierto lo profetizó: pocos días después, Bonaparte llega, y después de tres horas de combate, los turcos dan principio a la retirada y al fin emprenden la fuga. Mustafá-Bajá entrega con una mano ensangrentada su sable al general Murat; doscientos hombres se rinden con él, dos mil se hallan tendidos en el campo de batalla y diez mil se han ahogado, veinte cañones, las tiendas de campaña y los bagajes quedan en manos francesas; el fuerte de Aboukir se toma de nuevo; los mamelucos son rechazados hasta más allá del desierto y los ingleses y los turcos han ido a refugiarse a sus barcos. Bonaparte envía un parlamentario al buque almirante para negociar la libertad de los prisioneros, que le es imposible conservar en su poder y que juzga inútil fusilar como en Jaffa: en cambio, el almirante envía a Bonaparte vino, frutas, y la Gazzete de Francfort del 10 de junio de 1799.

Desde el mes de junio de 1798, es decir, hace más de un año, Bonaparte no ha recibido noticias de Francia; fija su vista en el diario, lo recorre rápidamente, y exclama:

—Mis presentimientos no me han engañado, Italia se ha perdido; es preciso que vaya en persona inmediatamente.

En efecto, los franceses han llegado al punto en que él los quiere; son lo bastante desgraciados para verle llegar, no como un personaje ambicioso, sino como un salvador de la patria.

Gantheaume, llamado por él, llega muy pronto; Bonaparte le da orden de preparar las dos fragatas El Muiron y La Carrere, y dos barcos pequeños La Ravanche y La Fortune, con víveres como para alimentar a cuatrocientos o quinientos hombres durante dos meses. El 22 de agosto escribe al ejército:

Las noticias de Europa me han obligado a marchar a Francia. Confío el mando al general Kléber.

El ejército recibirá muy pronto noticias mías. Ahora no puedo decir más. Me cuesta mucho separarme de los soldados a quienes tanto aprecio; pero será tan solo momentáneamente. El general a quien dejo mi lugar merece la confianza del ejército y la mía.

Al día siguiente se embarca en El Muiron. Gantheaume quiere tomar la ruta por alta mar; pero Bonaparte se opone a ello.

—Iremos costeando África —dice—, en la medida de los posible, y seguiréis esta vía hasta el sur de Cerdeña. Tengo un puñado de valientes y un poco de artillería y si los ingleses se presentan, encallaré en las arenas para ganar por tierra Orán, Túnez u otro puerto, donde hallaré medio de embarcarme otra vez.

Durante veintiún días, los vientos del Oeste y del Noroeste repelen a Bonaparte hacia el puerto de donde acaba de salir; pero al fin se sienten las primeras brisas de un viento del Este. Gantheaume manda desplegar todas las velas; en poco tiempo se pasa el punto donde se elevaba en otro tiempo Cartago, se dobla Cerdeña, corriéndose por la costa occidental, y el 1 de octubre se penetra en el puerto de Ajaccio, donde se cambian diecisiete mil francos de zequíes turcos en dinero francés: es todo lo que Bonaparte ha traído de Egipto. Por último, el 7 del mismo mes se abandona Córcega, haciéndose a la vela para Francia, distante tan solo setenta leguas. En la noche del 8, se señala una escuadra de cuarenta buques: Gantheaume propone virar de bordo y volver a Córcega.

—¡No! —exclama Bonaparte imperiosamente—; ¡haced fuerza de velas, todo el mundo a su puesto, y enderezad el rumbo al Noroeste; adelante!

Toda la noche transcurre con nerviosismo: Bonaparte no abandona el puente; manda preparar una chalupa grande, poniendo en ella doce marineros; ordena a su secretario que recoja sus papeles más importantes y llama a veinte hombres, con los cuales se hará encallar en las costas de Córcega. Al rayar el día, todas estas precauciones son ya inútiles; la preocupación se desvanece, y los barcos continúan su ruta hacia el Nordeste. El 8 de octubre, al amanecer, se divisa Frejus y a las ocho se entra en la bahía. Al momento se propaga el rumor de que una de las dos fragatas está conducida por Bonaparte; el mar se cubre de embarcaciones, todas las medidas sanitarias se ignoran y olvidadas por el pueblo y en vano se les advierte del peligro de contagio que les amenaza.

—Preferimos la peste a los austriacos —contesta sin vacilar.

Bonaparte es conducido en medio de vítores; aquello se convierte en una fiesta, es una ovación, un triunfo; y al fin, en medio del entusiasmo, de las aclamaciones y del delirio, César pone el pie en aquella tierra donde no hay un Bruto.

Seis semanas después, Francia no tiene ya directores, sino tres cónsules, y entre ellos se cuenta uno, que responde al nombre de Sieyès, que lo sabe todo, que lo dispone todo y que todo lo puede.

Hemos llegado al 18 brumario.

III

BONAPARTE PRIMER CÓNSUL

La primera intención de Bonaparte al ocupar la suprema magistratura de un Estado, lleno de sangre aún por la guerra civil y extranjera, y exhausto por sus propias victorias, fue tratar de establecer la paz sobre sólidas bases. El 5 nivoso del año VIII de la República, dejando a un lado todas las formas diplomáticas con que los soberanos suelen ocultar sus pensamientos, escribió directamente de su puño y letra al rey Jorge III, proponiéndole una alianza entre Francia e Inglaterra. El Rey guardó silencio y William Pitt se encargó de contestar, es decir, que la alianza fue rehusada.

Bonaparte, viéndose rechazado por Jorge III, se dirigió a Pablo I. Conociendo de antemano el carácter caballeresco de este príncipe, pensó que era necesario proceder con él como caballero. Reunió en el interior de Francia las tropas rusas apresadas en Holanda y en Suiza, mandó que los uniformaran de nuevo, y las envió a su patria sin exigir rescate ni cambio alguno. Bonaparte no se equivocó al dar este paso para desarmar a Pablo I: éste, al tener conocimiento de la cortesía del primer cónsul, retiró las tropas que aún conservaba en Alemania y declaró que no formaba ya parte de la coalición.

Francia y Prusia mantenían buenas relaciones y el rey Federico Guillermo había mantenido escrupulosamente las condiciones del tratado de 1195. Bonaparte envió a Duroc con la misión de persuadirle para que extendiera el cordón de sus tropas hasta el bajo Rin, así no verse obligado a defender una línea tan considerable. El rey de Prusia consintió, prometiendo emplear su fuerza cerca de Sajonia, Dinamarca y Suecia, a fin de conservar la neutralidad.