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100 Clásicos de la Literatura

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—Aquí está Tolón.



Cartaux es ahora quien a su vez no comprende nada; tomando al pie de la letra las palabras de Buonaparte, y volviéndose hacia Dupas, su fiel ayudante, le dice:



—Parece que el «Capitán cañón» no es muy fuerte en geografía.



Éste fue el primer sobrenombre de Buonaparte; ya veremos cómo mereció después el de «Pequeño cabo».



En ese momento entra el representante del pueblo, Gasparin. Buonaparte había oído hablar de él, no sólo como verdadero patriota, leal e intrépido, sino también como hombre de sentido recto y de gran perspicacia. El futuro emperador de Francia se dirige a él y le dice:



—Ciudadano representante, soy jefe del batallón de artillería. Por ausencia del general Dutheil y a causa de estar herido el general Dommartin, esta arma se halla bajo mi dirección, y pido que nadie intervenga en ella más que yo, pues de lo contrario no respondo de nada.



—¿Y quién eres tú para responder de alguna cosa? —pregunta el representante del pueblo, asombrado de oír a un joven de veintitrés años hablar con semejante tono y con tal seguridad.



—¿Quién soy? —replica Buonaparte, atrayendo a Gasparin a un rincón y hablándole en voz baja—; soy un hombre que sabe su oficio y que se halla en medio de personas que ignoran el suyo. Pedid al general en jefe su plan de batalla y veréis si tengo razón o no.



El joven oficial hablaba con tal convicción que Gasparin no vaciló un momento.



—General —dice acercándose a Cartaux—, los representantes del pueblo desean que dentro de tres días les presentes tu plan de batalla.



—No has de esperar más que tres minutos —contestó Cartaux—, pues te lo daré ahora mismo.



En efecto, el general, sentándose al punto, cogió una pluma y escribió en un volante este famoso plan de campaña, que ha llegado a ser un modelo en su género:



El general de artillería cañoneará la ciudad de Tolón durante tres días, al cabo de los cuales atacaré con tres columnas y me apoderaré de la plaza.



CARTAUX



El plan fue enviado a París y se entregó al comité de ingenieros, quien lo consideró más chistoso que sabio. Se llamó a Cartaux a declarar y se envió en su lugar a Dugommier.



Al llegar el nuevo general vio que su joven jefe de batallón había tomado todas las disposiciones necesarias: era uno de esos sitios en que la fuerza y el valor no sirven para nada y en que los cañones y la estrategia son los auténticos protagonistas. No se vislumbraba ni un solo rincón de costa en el que no enfrentasen la artillería de una y otra parte, y los cañones tronaban por todas partes como una inmensa tempestad cuyos relámpagos se cruzaban; se oía su estampido en la altura de las montañas y posteriormente en las murallas, en la llanura y en el mar: se podría decir que aquello era a la vez una tempestad y un volcán.



En medio de aquella red de llamas, los representantes del pueblo quisieron hacer cambiar alguna cosa en una batería situada por Buonaparte y ya se había llevado a cabo el traslado, cuando el joven jefe de batallón llegó de pronto y ordenó que se volviera a dejar todo tal y como estaba; pero los representantes del pueblo se resistieron a obedecer y quisieron hacer algunas observaciones.



—Atended a vuestros deberes de diputados —les dijo Buonaparte— y no vengáis a interferir en mi oficio de artillero. Esa batería está bien ahí y yo respondo de ella con mi cabeza.



El ataque general comenzó el 16 y desde entonces el sitio no fue más que un asalto prolongado. El 17 por la mañana, los sitiadores se apoderaron del Paso de Leidet y de la Cruz Faraón; a mediodía desalojaban a los aliados del reducto de San Andrés, de los fuertes de Pomets y de los dos de San Antonio; y finalmente, al declinar el día, iluminados a la vez por la tempestad y por el cañón, los republicanos penetraban en el reducto inglés. Una vez allí, conseguido su objetivo y considerándose como dueño de la ciudad, Buonaparte, herido de un bayonetazo en el muslo, le dijo al malogrado general Dugommier, herido a su vez de dos balazos, uno en la rodilla y otro en el brazo:



—Vaya usted a reposar, general, pues acabamos de tomar Tolón y pasado mañana podrá dormir en la ciudad.



El 18 se toman los fuertes de Éguillette y de Balagnier se dirigen baterías contra Tolón. Al ver varias casas que se incendian y al oír el silbido de los proyectiles que barren las calles, se produce un gran revuelo entre las tropas aliadas y entonces los sitiadores, cuyas miradas penetran en la ciudad y en la rada, observan que la conflagración se declara en varios puntos que no han atacado. Son los ingleses que, resueltos a abandonar el lugar, han prendido fuego al arsenal, a los almacenes de la marina y a los buques franceses que no podían llevarse. A la vista de las llamas, se elevó un bramido general: todo el ejército pide el asalto; pero es demasiado tarde, pues los ingleses comienzan a embarcarse bajo el fuego de nuestras baterías, abandonando y vendiendo a los que habían traicionado a Francia por causa suya. Entretanto llega la noche y las llamas, que se han elevado en varios puntos, se extinguen en medio de grandes rumores: son los presidiarios, que han roto sus cadenas y que sofocan el incendio ocasionado por los ingleses.



Al día siguiente, el 19, el ejército republicano entra en la ciudad y por la noche, según lo había predicho Buonaparte, el general en jefe dormía en Tolón.



Dugommier no olvidó los buenos servicios del joven jefe de batallón, que doce días después de la toma de la ciudad obtendría el grado de general de brigada.



En ese momento es cuando la Historia agarra al futuro emperador en su vorágine para no soltarlo ya más.



Con paso preciso y rápido acompañaremos ahora a Buonaparte en la carrera que ha recorrido como general en jefe, cónsul, emperador y proscrito. Después lo veremos reaparecer, cual rápido meteoro y brillar un instante sobre el trono, le seguiremos a esa isla donde fue a morir, así como lo recogimos en aquella otra donde nació.





II



EL GENERAL BONAPARTE





Según acabamos de atestiguar, Bonaparte había sido nombrado general de artillería en el ejército de Niza, en recompensa de los servicios prestados a la república en el frente de Tolón. Allí fue donde conoció a un joven Robespierre, que era en aquel entonces representante del pueblo en aquel ejército. Reclamado en París algún tiempo antes del 9 termidor, Robespierre hizo todo cuanto pudo para inducir al joven general a seguirle, prometiéndole la protección directa de su hermano; pero Bonaparte rehusó siempre: aún no había llegado el tiempo en que debía tomar su partido.



Por otra parte, tal vez algún motivo le retuvo y esta vez también cabría preguntarnos si era la Providencia la que protegía al genio. En tal caso, la casualidad se había hecho de carne y hueso, tomando la forma de una joven y linda representante del pueblo, que compartía en el ejército de Niza la suerte de su esposo. Bonaparte le profesaba un afecto sincero que manifestaba con varias pruebas de una galantería esencialmente guerrera. Cierto día que paseaba con la muchacha por los alrededores del desfiladero de Tende, se le ocurrió al joven general la idea de ofrecer a su linda compañera el espectáculo de un simulacro bélico, para lo cual ordenó un ataque de avanzada: doce hombres fueron víctimas de aquel cruel pasatiempo, y el propio Napoleón ha confesado en Santa Elena más de una vez, que aquellos doce hombres, muertos sin motivo alguno y por puro capricho, significaban para él un remordimiento más grande que la pérdida de los seiscientos mil soldados que había dejado en las estepas nevadas de Rusia. Entretanto, los representantes del pueblo cerca del ejército de Italia, adoptaron el siguiente acuerdo:



El general Bonaparte se dirigirá a Génova para conferenciar, juntamente con el encargado de negocios de la República francesa, con el gobierno de aquel país acerca de los asuntos indicados en sus instrucciones.



El encargado de negocios cerca de la República de Génova le reconocerá y se hará reconocer por aquel gobierno.



Loano, el 25 mesidor del año II de la República.



El verdadero objeto de esta misión era enviar allí al joven general para que viese con sus propios ojos las fortalezas de Savona y de Génova, proporcionándole ocasión de tomar todos los datos posibles respecto a la artillería y los demás objetos militares, y hasta facilitándole los medios de pronosticar los propósitos del gobierno genovés relativos a la coalición.



Mientras que Bonaparte desempeñaba su cometido, Robespierre estaba en camino del cadalso y los diputados terroristas eran sustituidos por Albitte y Salicetti. Su llegada a Barcelonette se señaló por el decreto siguiente, recompensa que esperaba Bonaparte a su regreso:



Los representantes del pueblo cerca del ejército de los Alpes y de Italia:



Considerando que el general Bonaparte, comandante en jefe de la artillería del ejército de Italia, ha perdido completamente su confianza por su conducta sospechosa y, sobre todo, por el viaje que recientemente realizó a Génova, decretan lo que sigue:



El general de brigada Bonaparte, comandante en jefe de la artillería del ejército de Italia, queda provisionalmente suspendido de sus funciones. El general en jefe de dicho ejército dispondrá, bajo su responsabilidad, que se arreste al citado Bonaparte para enviarle al comité de salvación pública de París con buena y segura escolta. Se pondrán los sellos en todos sus papeles y efectos, de los cuales se hará inventario por los comisionados que en la localidad nombren los representantes del pueblo Salicetti y Albitte. Dicho inventario se presentará con todos los papeles que fuesen sospechosos al comité de salvación pública.



Hecho en Barcelonette el 19 termidor del año II de la República francesa, una, indivisible y democrática.

 



Firmado: ALBITTE, SALICETTI, LAPORTE



Por copia conforme, el general en jefe del ejército de Italia.



Firmado: DUMERBION



El decreto se cumplió; Bonaparte fue conducido a la prisión de Niza, donde permaneció catorce días, al cabo de los cuales y en virtud de un segundo decreto firmado por los mismos hombres, fue puesto en libertad provisional.



Sin embargo, Bonaparte no salió de un peligro sino para sufrir un disgusto. Los acontecimientos de termidor habían ocasionado un cambio y un trastorno en los comités de la Convención; un antiguo capitán llamado Aubry, fue elegido para dirigir el de la Guerra e hizo un nuevo cuadro del ejército en el que figuraba él mismo como general de artillería. En cuanto a Bonaparte, en cambio del grado de que se le despojaba, le daban el de general de infantería en la Vendée; pero éste, juzgando demasiado reducido el escenario de una guerra civil en un rincón de Francia, rehusó ir a ocupar su puesto; y por un decreto del comité de salvación pública, fue borrado de la lista de los oficiales generales empleados.



Bonaparte se creía ya demasiado necesario a Francia para no resentirse profundamente de semejante injusticia; pero como no había llegado todavía a una de esas alturas de la vida desde donde se ve todo el horizonte que aún se ha de recorrer, tenía esperanzas en los futuros acontecimientos, aunque no certidumbre. Estas esperanzas acabaron por frustrarse: entonces se vio, él, lleno de porvenir y de genio, condenado a una inacción larga, si no eterna. Y esto en una época en que cada cual llegaba a su destino corriendo. Alquiló provisionalmente una habitación en un hotel de la calle del Mail, vendió por seis mil francos su caballo y su coche y, reuniendo el poco dinero que le quedaba, resolvió retirarse al campo. Las imaginaciones exaltadas saltan siempre de un extremo a otro: desterrado en los campos, Bonaparte no veía ya nada más que la vida rural; no pudiendo ser César, se convertía en Cincinato.



En ese momento fue cuando se acordó de Valence, donde había pasado tres años tan oscuros y al mismo tiempo, tan felices, y hacia este punto dirigió su exploración, acompañado de su hermano José, que regresaba a Marsella. Al pasar por Montélimart, los dos viajeros se detienen: a Bonaparte le parece conveniente el terreno y el clima de la ciudad y pregunta si hay en los alrededores algún terreno de poco valor en venta. Se le dirige a M. Grasson, agente oficial, con el que se cita para el día siguiente para ir a ver un pequeño campo llamado Beauserret, cuyo solo nombre, que en el dialecto del país quiere decir «hermosa residencia», indica su agradable posición.



Bonaparte, acompañado de José, visita aquel campo; es a grandes rasgos lo que les conviene y tan solo teme, al ver su extensión y lo bien conservado que está, que el precio sea demasiado elevado. Al final los dos hermanos se aventuran a preguntar y se les contesta que treinta mil francos: es casi regalado. Bonaparte y José vuelven a Montélimart para reflexionar detenidamente sobre el asunto; su pequeña fortuna reunida les permite consagrar aquella suma a la adquisición de su futura propiedad. Se citan con M. Grasson para el día siguiente, pues quieren cerrar el contrato en el lugar mismo. El agente les acompaña de nuevo; visitan la propiedad más detenidamente que la primera vez, y al fin, Bonaparte, asombrado de que se dé por tan reducida suma un terreno tan encantador, pregunta si no hay algún motivo oculto que haga bajar el precio.



—Sí —contesta M. Grasson—; pero no es cosa que tenga valor para los que han de vivir aquí.



—No importa —replica Bonaparte—, quisiera saberlo.



—Es que aquí se cometió un asesinato.



—¿Por quién?



—Por un hijo que mató a su padre.



—¡Un parricidio! —exclamó Bonaparte, palideciendo más aún que de costumbre—. ¡Vámonos José!



Y cogiendo a su hermano por el brazo, se precipitó fuera de las habitaciones, volvió a subir a su cabriolé, llegó a Montélimart y pidió caballos de posta para regresar al punto a París, mientras que José continuaba su marcha hacia Marsella. Iba a casarse con la hija de un rico negociante, llamado Clary, que llegó a ser después el cuñado de Bernadotte.



En cuanto a Bonaparte, impelido otra vez por el destino hacia París, aquel gran centro de los acontecimientos importantes, continuó la vida sombría que tanto le pesaba. Entonces fue cuando, no pudiendo soportar su inacción, dirigió al Gobierno una nota en la cual exponía que estaba interesado en la campaña de hacer todo cuanto se pudiese para reforzar los medios militares de Turquía, en el momento en que la emperatriz de Rusia acababa de estrechar su alianza con Austria. De esa manera, Bonaparte se ofrecía al Gobierno para ir a Constantinopla con seis o siete oficiales de diferentes armas que pudiesen instruir en las artes militares a las numerosas e intrépidas milicias, aunque poco aguerridas, que prestaban sus servicios al Sultán.



El Gobierno no se dignó ni siquiera contestar la nota y Bonaparte se quedó en París. ¿Qué hubiera sido del mundo, si un dependiente del Ministerio hubiera escrito al pie de aquella demanda la palabra «concedido»? Solamente Dios lo sabe.



El 22 de agosto de 1795 se aprobó la Constitución del año III: los legisladores que la redactaron habían estipulado que las dos terceras partes de los individuos que componían la Convención nacional formarían parte del nuevo cuerpo legislativo: esto significaba matar las esperanzas del partido opuesto, que por la renovación completa de las elecciones, confiaba en introducir una nueva mayoría que representase su opinión. Este partido opuesto estaba apoyado sobre todo por las secciones de París, que declaraban que no aceptarían la Constitución a menos de que se anulara la reelección de la dos terceras partes. La Convención mantuvo el decreto íntegro; las secciones comenzaron a murmurar; el 25 de septiembre se produjeron algunos disturbios marginales; y al fin, el día 4 de octubre (12 vendimiario), el peligro fue tan inminente, que la Convención pensó que ya era hora de prepararse formalmente. En consecuencia, se dirigió al general Alexandre Dumas, comandante en jefe del ejército de los Alpes, la siguiente carta, cuya brevedad misma indicaba la urgencia:



El general Alexandre Dumas debe dirigirse inmediatamente a París para encargarse del mando de la fuerza armada.



La orden de la Convención se llevó al palacio Mirabeau; pero el general Dumas se había marchado tres días antes a Villers-Cotterêts, donde recibió la carta en la mañana del 13.



Entretanto, el peligro iba en aumento cada hora que pasaba; no había noticias de Dumas y, debido a esto, durante la noche, un representante del pueblo, Barras, fue nombrado comandante en jefe del ejército interior. Barras necesitaba un segundo, y apostó por Bonaparte.



Según se ve, el destino había despejado su horizonte: aquella hora de porvenir que debe sonar una vez, según dicen, en la vida de todo hombre, había llegado: el 13 vendimiario los cañones resonaron en la capital.



Las secciones, que Bonaparte acababa de destruir, le dieron el nombre de «Ametrallador»; y la Convención, a la cual había salvado, le concedió el título de general en jefe del ejército de Italia.



Pero aquella gran jornada no influiría solamente en la vida política de Bonaparte, sino que también debía afectar a su vida privada. El desarme de las secciones acababa de verificarse con el rigor que las circunstancias exigían, cuando cierto día, un niño de diez o doce años se presentó al estado mayor suplicando al general Bonaparte que diese orden para que le devolvieran la espada de su padre, el cual había sido general de la República. Bonaparte, conmovido por la petición y por la gracia juvenil con que se hacía, mandó buscar la espada, y al ser hallada, se la devolvió. El niño, al ver aquella arma sagrada que él creía perdida, besó llorando la empuñadura que tanto había mantenido la firme mano paterna. Bonaparte, más conmovido aún por aquella muestra de amor filial, manifestó tanta benevolencia al niño, que su madre se creyó obligada a visitar al día siguiente al general para darle gracias. El niño se llamaba Eugène y la madre, josefina.



El 21 de marzo de 1796, Bonaparte marchó para reunirse con el ejército de Italia portando con él en su coche diez mil luises: era todo cuanto había podido reunir, añadiéndolo a su propia fortuna y a la de los subsidios del Directorio. Y con esta suma emprende la marcha para conquistar Italia: era siete veces menor que la que Alejandro Magno llevaba cuando fue a conquistar la India.



Al llegar a Niza, encontró un ejército sin ninguna disciplina, sin municiones, sin víveres y sin equipo. Apenas se instaló en el cuartel general, mandó distribuir a los generales para ayudarles a entrar en campaña la suma de cuatro luises; y después se dirigió a los soldados, y mostrándoles Italia con la mano, les dijo:



—¡Compañeros! Carecéis de todo en medio de estas rocas. Fijad los ojos en las ricas llanuras que se extienden a vuestros pies: nos pertenecen y vamos a tomarlas.



Éste era, poco más o menos, el discurso que Aníbal había dirigido a sus soldados mil novecientos años antes; y desde aquella época, no había pasado entre los dos hombres más que uno digno de compararse con ellos: César.



Los soldados a quienes Bonaparte dirigía estas palabras eran los restos de un ejército que, en las rocas estériles del río de Génova, se mantenían penosamente a la defensiva hacía dos años. Tenían ante sí doscientos mil hombres de las mejores tropas del Imperio y del Piamonte. Bonaparte ataca a aquel ejército con treinta mil hombres escasos y en once días le bate cinco veces, en Montenotte, en Millesimo, en Dego, en Vico y en Modovi; después, abriendo las puertas de las ciudades con una mano, mientras gana las batallas con la otra, se apodera de las fortalezas de Con, de Torteen, de Alejandría y de la Ceba. En once días, los austriacos quedan separados de los piamonteses, se toma Provea y el rey de Cerdeña se ve obligado a firmar una capitulación en su propia capital. Entonces, Bonaparte avanza sobre la alta Italia; y después, adivinando el éxito futuro con la confianza que le otorgan las victorias pasadas, escribe al Directorio:



Mañana marcho contra Beaulieu, le obligo a repasar el Po, que cruzo en su seguimiento; me apodero de toda la Lombardía y antes de un mes espero estar en las montañas del Tirol. Aquí encontraré al ejército del Rin, y con su ayuda llevaré la guerra hasta Baviera.



En efecto, Beaulieu es perseguido; inútilmente se vuelve para oponerse al paso del Po, pues el ejército francés le franquea; después, el general enemigo se sitúa detrás de los muros de Lodi, pero un combate de tres horas le desaloja de allí. Entonces se alinea en batalla en la orilla izquierda del Adda, defendiendo con toda su artillería el paso del puente, que no ha tenido tiempo de cortar. El ejército francés, formándose en columna compacta, se precipita sobre el puente, derriba todo cuanto se opone a su paso, disemina el ejército austriaco y prosigue su marcha pisando los talones al enemigo. Entonces se somete Pavía; después se rinden Pizzighitone y Cremona; el castillo de Milán abre sus puertas; el rey de Cerdeña firma la paz, siguiendo su ejemplo los duques de Parma y de Módena; y Beaulieu no tiene más que el tiempo necesario para encerrarse en Mantua.



En este tratado con el duque de Módena, Bonaparte dio la primera prueba de su voluntad desinteresada, rechazando cuatro millones en oro que el comendador del Este le ofrecía en nombre de su hermano y que Salicetti, comisario del Gobierno que no se alejaba nunca demasiado del ejército, insistía que aceptase.



***



En aquella campaña fue también donde recibió el nombre popular que le abrió de nuevo en 1815 las puertas de Francia. He aquí en qué ocasión. Su juventud, cuando tomó el mando del ejército, había causado algún asombro a los soldados veteranos, por lo cual resolvieron conferirle ellos mismos los grados inferiores de que al parecer le había dispensado el Gobierno. Como consecuencia, se reunían después de cada batalla para conferirle un grado y cuando entraba en el campamento le recibían los más viejos veteranos, saludándole con su nuevo título. De este modo fue nombrado cabo en Lodi y de aquí el sobrenombre de «Pequeño cabo» con que designaron siempre a Napoleón.



Entretanto, Bonaparte no ha hecho más que un alto muy breve; y es en ese momento cuando la envidia se cruza en su camino. El Directorio, que ha visto en la correspondencia del soldado la revelación del hombre político, teme que el vencedor se convierta en árbitro de Italia y se dispone a enviarle a Kellermann como agregado; Bonaparte recibe aviso y escribe lo siguiente:

 



Reunir conmigo a Kellermann es querer perderlo todo. No puedo servir de buena voluntad con un hombre que se cree el mejor táctico de Europa; y por otra parte, me parece que un mal general vale más que dos buenos. La guerra es como el Gobierno, un asunto de tacto.



Después, Bonaparte hace su entrada solemne en Milán, donde mientras que el Directorio firma en París el tratado de paz, negociado por Salicetti en la Corte de Turín, y en tanto que se terminan las negociaciones entabladas con Parma, comenzando las de Nápoles y Roma, se prepara para la conquista de la alta Italia.



La llave de Alemania es Mantua; de modo que esta ciudad es la que se ha de tomar. Ciento cincuenta cañones confiscados en el castillo de Milán se dirigen contra Mantua; Serrurier se encarga de los preparativos exteriores, y el sitio comienza.



Entonces, el gabinete de Viena, comprendiendo toda la gravedad de la situación, envía en auxilio de Beaulieu veinticinco mil hombres a las órdenes de Quasdanovitch y treinta y cinco mil al mando de Wurmser. Un espía milanés se encarga de los partes que anuncian este refuerzo y se compromete a internarse en la ciudad.



El espía cae en manos de una ronda nocturna, mandada por el ayudante de campo Dermoncourt y es conducido a presencia del general Dumas. En vano se le registra, pues no se le encuentra nada y ya van a dejarle en libertad, cuando por una de esas revelaciones del destino, el general Dumas adivina que el hombre se ha tragado los partes. El espía lo niega, mas al oír como el general Dumas ordena que se le fusile, confiesa la verdad. Entonces se le entrega al ayudante de campo Dermoncourt y por medio de un vomitivo que el cirujano mayor administra, se obtiene una bolita de cera de regulares dimensiones, en la cual se encierra la carta de Wurmser, escrita en pergamino con una pluma de cuervo. Esta carta da los más minuciosos detalles sobre las operaciones del ejército enemigo. Pronto es enviada a Bonaparte, quien sabe así que Quasdanovitch y Wurmser se han dividido: el primero marcha sobre Brescia y el segundo en dirección a Mantua: es el mismo error táctico que ha perdido ya a Provera y Argentau. Bonaparte deja diez mil hombres delante de la ciudad; se dirige con veinticinco mil al encuentro de Quasdanovitch, a quien rechaza hasta las gargantas del Tirol, después de batirle en Salo y en Lonato. Acto seguido se vuelve contra Wurmser, que adivina la derrota de su colega por la presencia del ejército que le ha vencido. Atacado con la impetuosidad francesa, es batido en Castiglione. En cinco días, los austriacos han perdido veinte mil hombres y cincuenta cañones; mas esta victoria ha dado tiempo a Quasdanovitch para rehacerse. Bonaparte vuelve contra él; le bate en San Marco, en Serravale y en Roveredo y después de los combates de Bassano, de Rimolano y de Cavalo, pone sitio por segunda vez a Mantua, donde Wurmser ha entrado con los restos de su ejército.



Allí, mientras que se efectúan los preparativos del asalto, Bonaparte crea Estados a su alrededor, las repúblicas cispadana y transpadana, expulsa a los ingleses de Córcega, y posa su pesada mano de hierro a la vez sobre Génova, Venecia y la Santa Sede, a las cuales impide sublevarse. En medio de estas vastas operaciones políticas, recibe noticias de la llegada de un nuevo ejército imperial, conducido por Alvinzi; pero le persigue la fatalidad de todos los demás hombres cuando se enfrentan a Bonaporte, pues Alvinzi incurre en la misma falta cometida por sus predecesores. Divide su ejército en dos cuerpos, el uno compuesto de treinta mil hombres, que, conducidos por él, deben atravesar el Verones llegando luego a Mantua; y el otro, formado por quince mil que, bajo el mando de Davidovitch, se extenderá sobre el Adige. Bonaparte marcha contra Alvinzi, le alcanza en Arcole, lucha tres días en cruentas batallas cuerpo a cuerpo con él y no le deja retirarse hasta después de haberle matado cinco mil hombres en el campo de batalla, haciendo ocho mil prisioneros y apoderándose de treinta cañones. Después, palpitante aún por la lucha en Arcole, se precipita entre Davidovitch, que sale del Tirol, y Wurmser, que sale de Mantua. Rechaza al primero hasta sus montañas, obligando al otro a refugiarse en su ciudad. Recibe en su campo de batalla la noticia de que Alvinzi y Provera van a reunirse; derrota al primero en Rívoli, y por los combates de San Jorge y de la Favorita, reduce