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100 Clásicos de la Literatura

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El duque presentó una carta a madame de Mouchy, quien tomándola, pudo leer:

«Inocente o culpable, debéis huir inmediatamente. Mañana seréis arrestado; el regente acaba de decir, delante de mí, que por fin tiene cogido al duque de Richelieu».

— ¿Creéis que el autor de la carta sea persona bien informada?

—Sí; conozco su escritura.

— ¡Bien! Ahora os voy a explicar mi asunto en dos palabras: ¿iréis a darle las gracias a la persona que os ha mandado el aviso?

—Puede ser —dijo el duque, dejando escapar una sonrisa.

—Pues es preciso que le presentéis a la señorita.

— ¿Señorita? —exclamó extrañado el duque volviéndose hacia Bathilda—. ¿Y quién es esta señorita?

—Una pobre muchacha que ama al caballero de Harmental, al que van a ejecutar mañana, y que quiere pedir gracia al regente.

— ¿Amáis al caballero de Harmental, señorita? —preguntó el duque de Richelieu.

— ¡Oh!, señor duque… —balbuceó la joven poniéndose colorada.

—No os turbéis, señorita; es un joven muy noble, y yo daría diez años de mi vida por poder salvarlo. ¿Creéis poder lograr que el regente se muestre en vuestro favor?

—Creo que sí, señor duque.

— ¡Está bien!, creo que ayudar en esta obra meritoria me traerá suerte. Madame —prosiguió el duque, dirigiéndose a la señora de Mouchy—, la señorita verá al regente dentro de una hora.

— ¡Oh!, ¡señor duque! —exclamó Bathilda.

—Señorita, lo que voy a hacer por vos no lo haría si la vida de un hombre enamorado no estuviese en juego. El secreto que voy a descubriros compromete la reputación y el honor de una princesa de sangre real; pero la ocasión es grave y merece que se sacrifiquen algunas conveniencias. Juradme que no diréis a nadie, excepto a la persona con quien no podáis tener secretos, porque sé que con algunas personas no se pueden tener secretos, juradme repito, que nunca diréis a nadie, excepto a él, en qué forma habéis entrado en casa del regente.

Se presentó un lacayo.

—Señor duque —indicó Bathilda—, si no queréis perder tiempo, tengo una carroza de alquiler en la puerta.

El duque, habiendo ofrecido el brazo a Bathilda, bajó con ella la escalinata, la hizo subir al coche, ordenó al cochero que se detuviera en la esquina de la calle Saint-Honoré con la de Richelieu, y tomó asiento al lado de la joven. El duque de Richelieu iba tan despreocupado y divertido como si de aquella aventura no dependiese el que un caballero se pudiera librar de una suerte que muy bien dentro de quince días fuera la suya propia.

Capítulo XXIX

EL ARMARIO DE LAS CONFITURAS

La carroza se detuvo, y el cochero abrió la portezuela. El duque se apeó, ayudó a descender a Bathilda y, sacando una llave del bolsillo, abrió la puerta de la casa número 218 que hacía esquina con las dos calles que se han mencionado.

—Os pido perdón, señorita —se disculpó el duque, ofreciendo el brazo a la muchacha—, por conduciros por una escalera tan mal alumbrada; son precauciones que he de tomar para no ser reconocido.

Después de haber subido una veintena de peldaños, el duque se detuvo, y con una segunda llave abrió la puerta que daba al descansillo. Richelieu, moviéndose con gran sigilo, penetró en la antecámara, encendió una bujía y volvió a la escalera para encender el fanal que había en ella; a continuación cerró la puerta, dando dos vueltas al cerrojo.

—Ahora, seguidme —indicó el duque a la muchacha, mientras le alumbraba el camino con la luz que llevaba en la mano—. Señorita —dijo de pronto—, ¿puedo confiar en vuestra palabra?

—Ya os la he dado, señor duque, y ahora os la ratifico. ¡Sería muy ingrata si faltase a ella!

El duque de Richelieu movió un panel de madera, poniendo así al descubierto una abertura practicada en el muro, tras de la cual se veía el hueco de un armario. El duque dio tres golpecitos suaves en la madera. Al instante se escuchó el ruido de una llave que rechinaba en una cerradura y, enseguida, una luz se filtró entre las rendijas de aquella especie de cajón. Una suave voz musitó:

— ¿Sois vos?

Ante la respuesta afirmativa del duque, tres planchas del fondo se separaron, dejando una abertura suficiente para pasar a la habitación. El duque y Bathilda se encontraron frente a la señorita de Valois, que no pudo reprimir un grito al ver que su amante iba acompañado por otra mujer.

—No temáis, querida Aglaé —la tranquilizó el duque, tomando la mano de la señorita de Valois—. Estoy seguro de que dentro de unos instantes me perdonaréis el que haya traicionado nuestro secreto.

—Pero, duque, ¿podéis explicarme?…

—Inmediatamente, mi bella princesa: alguna vez me habéis oído hablar del caballero de Harmental, ¿no es así? ¡Pues bien! Lo han condenado a muerte; mañana debe ser ejecutado, y esta joven le ama. Su perdón depende del regente; pero ella no sabe cómo llegar hasta vuestro padre… Esta bella enamorada llegó a pedirme auxilio en el momento preciso en que yo recibía vuestro aviso. ¿Me comprendéis ahora?

— ¡Oh!, sí —exclamó con dulzura la señorita de Valois—. Teníais razón, señor duque; os agradezco vuestra, digamos, «traición». Sed bienvenida, señorita. Decidme lo que puedo hacer por vos.

—Deseo ver a monseñor —dijo Bathilda—, y Vuestra Alteza puede conducirme ante el único que puede salvar la vida a mi amado.

— ¿Esperaréis mi regreso, duque? —preguntó inquieta la princesa.

— ¿Acaso lo dudáis?

—Entonces, volved de nuevo al armario de las confituras; tengo miedo de que alguien pueda sorprenderos aquí. Llevaré a la señorita con mi padre y volveré enseguida.

Ofreció la mano a Bathilda diciéndole:

—Señorita, todas las mujeres que amamos somos hermanas. Vos y Armand habéis hecho bien en contar conmigo. Seguidme.

Las dos mujeres atravesaron la serie de salones cuyos ventanales dan a la plaza del Palacio Real, y luego, torciendo a la izquierda, se encaminaron a la habitación del regente.

— ¡Ay! ¡Dios mío!… Me falta el valor.

—Vamos, señorita… No temáis; mi padre es bueno. Entrad y arrojaos a sus pies. Dios y su corazón harán el resto.

Tras estas palabras, viendo que Bathilda aún dudaba, abrió la puerta, empujó a Bathilda suavemente y volvió a cerrar. Después, regresó en busca de su adorado Armand.

La muchacha, cogida por sorpresa, ahogó una exclamación, y el regente, que daba incesantes paseos a lo largo del gabinete, se volvió hacia la joven; Bathilda cayó de rodillas, sacó la carta de su pecho, y la tendió hacia Su Alteza.

El regente, que era muy corto de vista, no se dio cuenta exacta de lo que ocurría; sólo vio que de la sombra salía una especie de fantasma blanco, que poco a poco tomaba la forma de una mujer; de una bella y suplicante joven.

— ¡Por Dios!, señorita —exclamó el regente, muy sensible a las muestras del ajeno dolor—. Decidme, en nombre del Señor, qué puedo hacer para ayudaros. Venid, tomad asiento, ¡os lo ruego!

—No, monseñor… —murmuró Bathilda—. A vuestros pies debo estar, porque vengo a pediros una gracia.

— ¿Una gracia?

—Dejadme deciros, primero, quién soy. Quizás luego me atreva a hablar a Vuestra Alteza.

Y mostró la carta en la que tenía puestas sus esperanzas.

El regente cogió el papel, y sin quitar la vista de la joven se acercó a una vela que ardía sobre la chimenea. Reconoció su propia escritura; volvió a mirar a la joven, y luego leyó:

«Señora, vuestro esposo ha muerto por Francia y por mí. No hay poder humano que nos lo pueda devolver. Si alguna vez necesitáis cualquier cosa, recordad que Francia y yo somos vuestros deudores.

Con todo el afecto de:

Felipe de Orléans».

—Reconozco que yo soy el que escribió esta carta, señorita —habló el regente—; pero, para vergüenza de mi memoria, no me acuerdo a quién fue dirigida.

—Ved la dirección, monseñor —indicó Bathilda, tranquilizada a medias por el aspecto bonachón del regente.

— ¡Claire de Rocher!… —exclamó el regente—. Sí, en efecto; me acuerdo ahora. Escribí esta carta desde España, después de la muerte de Albert en la batalla de Almansa. ¿Cómo es que ahora está en vuestras manos?

—Monseñor, yo soy la hija de Albert y de Claire.

— ¡Vos, señorita! ¡Vos! ¿Y qué ha sido de vuestra madre?

—Murió.

— ¿Hace mucho tiempo?

—Catorce años.

—Pero feliz, supongo, y sin que le faltase nada.

—Desesperada, monseñor, y faltándole todo.

—Pero, ¿por qué no acudió a mí?

—Vuestra Alteza todavía estaba en España.

— ¡Santo Dios! ¡Qué pena!… Seguid contándome, señorita; no podéis imaginar cuánto me interesa. ¡Pobre Claire! ¡Pobre Albert! Se adoraban el uno al otro. Ella no podría sobrevivirle… Es natural. ¿Sabíais que vuestro padre me salvó la vida en Nerwinde?, ¿lo sabíais?

—Sí, señor; y eso es lo que me ha dado el valor para presentarme ante vos.

—Pero vos, pobre niña; vos, pobre huérfana, ¿con quién vivís ahora?

—Fui acogida por un amigo de la familia, por un pobre escribiente que se llama Jean Buvat.

— ¿Jean Buvat? Pero… ¡no digáis más! Conozco a ese hombre. ¡Jean Buvat! El pobre diablo que descubrió la conspiración y que luego me hizo una reclamación en persona… Un puesto en la Biblioteca, ¿no es eso?, unos atrasos que le deben…

—Así es, monseñor.

—Señorita, parece que todos los que están relacionados con vos están destinados a ser mis salvadores. Me habéis dicho que queríais pedirme una gracia; os escucho.

— ¡Dios mío! —oraba en silencio Bathilda—. ¡Dame fuerzas!

— ¿Es tan difícil lo que vais a pedirme, que no os atrevéis?

 

—Señor, es la vida de un hombre que ha merecido la muerte.

— ¡El caballero de Harmental, acaso!

— ¡Ay!, monseñor… Vuestra Alteza lo ha dicho.

La frente del regente mostraba señales de evidente preocupación. Bathilda espiaba las reacciones del príncipe, intentaba reprimir los latidos desenfrenados de su corazón y hacía esfuerzos inauditos para no desmayarse.

— ¿Es pariente vuestro, un amigo de la infancia?

— ¡Es mi vida! ¡Es mi alma!, monseñor, ¡yo lo amo!

—Pero tened en cuenta que si le perdono, habré de perdonar también a todos los demás, ¡y entre ellos hay algunos mucho más culpables todavía!

—No pido que le perdonéis, monseñor… Sólo la vida…

—Pero si conmuto su pena por la de prisión perpetua, no volveréis a verle.

—Entraré en un convento, donde toda la vida rezaré por vos y por él.

—Eso no puede ser —observó el regente.

— ¿Por qué, monseñor?

—Porque hoy me han pedido vuestra mano, y yo la he concedido.

— ¿Mi mano, monseñor? ¿Habéis concedido mi mano? ¡Y a quién! Santo Dios…

—Leed esta carta.

El regente entregó a Bathilda un papel que tomó de su escritorio.

— ¡Raoul! —exclamó Bathilda—. ¡Es la letra de Raoul! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto?

—Leed —repitió el regente.

Y Bathilda, con voz alterada, leyó estas líneas:

«Monseñor:

»He merecido la muerte, lo sé, y no voy a pediros la vida. Estoy dispuesto a morir el día fijado; pero de Vuestra Alteza depende que la muerte no sea para mí tan amarga. De rodillas os suplico una última gracia.

»Amo a una joven, con la que me hubiese casado de haber vivido. Permitid que la haga mi esposa cuando voy a morir. Al abandonar yo este mundo quedará totalmente desamparada. Será para mí el mejor consuelo saber que la dejo protegida por mi nombre y por mi fortuna. De la iglesia, monseñor, iré al patíbulo.

»No neguéis esta gracia a un moribundo.

Raoul de Harmental».

—He accedido a su petición —prosiguió el regente—, es justa. Esa gracia, como él dice, endulzará sus últimos momentos…

—Señor, ¿es todo lo que le concedéis?

—Vos lo habéis visto: él mismo se hace justicia, y no pide más.

— ¡Es inhumano, monseñor! ¡Es terrible! Volverlo a ver y perderlo para siempre… Monseñor, ¡monseñor!… Su vida, os lo suplico… Si estoy lejos de él, sabré por lo menos que vive…

—Señorita —pronunció el regente, en un tono que no permitía la réplica, mientras garrapateaba algunas palabras en un papel—, aquí tenéis una carta para el señor de Launay, gobernador de la Bastilla.

—Su vida, monseñor, ¡su vida! ¡De rodillas vuelvo a suplicaros!

El regente tiró de un cordón. Un ayudante apareció en la puerta.

—Llamad al marqués de Lafare.

—Sois cruel, monseñor —protestó la pobre Bathilda levantándose—. Permitid, al menos, que muera con él.

—Señor de Lafare, acompañad a la señorita a la Bastilla. Tomad esta carta para el señor de Launay. Hablad con él y decidle que las órdenes que aquí doy deben ser cumplidas al pie de la letra.

A continuación, sin prestar oídos al último grito de desesperación de Bathilda, el duque de Orléans desapareció por una de las puertas del gabinete.

Capítulo XXX

MATRIMONIO IN ARTICULO MORTIS

Lafare acompañó a la joven, que apenas podía andar, y la hizo subir en uno de los coches que siempre estaban dispuestos en el patio del Palacio Real. El carruaje emprendió la marcha al galope por la calle de Cléry, y siguiendo por los bulevares, tomó el camino de la Bastilla.

Durante el camino Bathilda no despegó los labios; al llegar frente a la fortaleza sintió que se estremecía toda. Un centinela les dio el «quién vive», a continuación fue bajado el puente levadizo, y una vez dentro del patio, el coche se detuvo ante las escaleras que conducían a las habitaciones del gobernador.

Un criado sin librea abrió la portezuela. Lafare ayudó a descender a Bathilda, a medias desfallecida, y la introdujo en un salón donde la joven permaneció, mientras él iba a hablar con el gobernador.

Al cabo de diez minutos Lafare volvió a entrar, acompañado de Launay. Bathilda levantó maquinalmente la cabeza y miró a ambos con ojos extraviados. El marqués le ofreció el brazo.

—Señorita, la iglesia está preparada y el sacerdote espera.

Bathilda, sin pronunciar palabra, se levantó, pálida y fría como si ya hubiese muerto; para poder dar los pocos pasos necesarios tuvo que apoyarse fuertemente en el brazo de su acompañante; dos hombres que llevaban antorchas les mostraban el camino.

En el momento en que Bathilda entraba en la capilla por una de las puertas laterales, vio aparecer por la otra al caballero de Harmental, acompañado por Valef y Pompadour; eran los testigos de su esposo. Todos los accesos del templo se hallaban custodiados por hombres de las guardias francesas, con las armas en la mano y totalmente inmóviles.

Los dos enamorados corrieron uno hacia el otro: Bathilda, pálida y agonizante; Raoul sereno y tranquilo. Ante el altar, Harmental tomó a su prometida de la mano y la condujo hasta los dos reclinatorios que les esperaban; los dos jóvenes se arrodillaron.

El altar estaba iluminado por cuatro cirios, cuya luz lúgubre hacía más tenebroso aún el ambiente de aquella capilla cargada de recuerdos tétricos, y daba a la ceremonia el aspecto de un oficio de difuntos. El sacerdote comenzó la misa. Era un anciano de cabellos blancos, cuyo rostro melancólico indicaba que su trabajo cotidiano dejaba profundas huellas en su alma: era el capellán de la Bastilla desde hacía veinticinco años.

En el momento de bendecir a los esposos, les dirigió una homilía, según es costumbre; pero, sus palabras, contra lo acostumbrado, sólo hablaban de la paz del cielo, de la misericordia divina y de la resurrección eterna. Bathilda sentía que los sollozos contenidos iban a ahogarla. Raoul, dándose cuenta del martirio que sufría la muchacha, la tomó de la mano y la miró con tan triste y profunda resignación que la pobre niña, haciendo un poderoso esfuerzo, consiguió que las lágrimas, en vez de brotar de sus ojos, se derramaran en su corazón. En el instante de la bendición, la muchacha reclinó su cabeza en el hombro de su esposo. El sacerdote, creyendo que la joven iba a desmayarse, se detuvo.

—Terminad, padre, terminad —murmuró Bathilda.

El sacerdote pronunció las palabras sacramentales, a las que los dos contestaron con un «Sí, quiero» en el que pusieron el alma entera.

La ceremonia había acabado. Harmental preguntó al señor de Launay si su mujer podría acompañarle en las horas que le quedaban de vida. El gobernador contestó que nada se oponía a ello. Entonces Raoul dio un afectuoso abrazo a Valef y a Pompadour, estrechó la mano a Lafare, y agradeció al señor de Launay las atenciones que con él había tenido durante el tiempo que permaneciera en la Bastilla. Después, sosteniendo a Bathilda, que parecía a punto de desplomarse, la llevó hacia la puerta por donde él había penetrado en la capilla. Los dos hombres de las antorchas precedían a Raoul y a Bathilda. En la puerta de la celda aguardaba un carcelero; descorrió los cerrojos, se apartó a un lado para dejar paso al prisionero y a la joven, y volvió a dar la vuelta a la llave. Los dos esposos quedaron a solas.

Bathilda, que ante la gente había contenido el llanto, pudo al fin dar rienda suelta a su dolor: un grito desgarrador escapó de su pecho; sollozando con desesperación, retorciéndose los brazos, cayó desplomada en una butaca. Raoul se arrojó a sus pies; intentaba consolarla, pero él mismo se sentía tan afectado por el dolor de su esposa, que al fin sus lágrimas se mezclaron con las de la muchacha. La pena había llegado a fundir aquel corazón de hierro: Bathilda sintió al mismo tiempo el llanto y los besos de su adorado.

Llevaban apenas media hora juntos, cuando oyeron pasos que se acercaban a la puerta y el ruido de la llave en el cerrojo. Bathilda se estremeció y se abrazó frenéticamente a su esposo. Raoul adivinó el pensamiento atroz que atormentaba a su mujer y la tranquilizó. No podía ser todavía lo que ella pensaba; la ejecución estaba fijada para las ocho de la mañana, y no eran más que las once. Efectivamente, fue el señor de Launay el que apareció.

—Señor —dijo el gobernador—, tened la bondad de seguirme.

— ¿Solo? —preguntó Harmental, abrazando a Bathilda.

—No, con vuestra esposa —respondió el gobernador.

— ¿Has oído? ¡Juntos!, ¡juntos! —exclamó la muchacha—. ¡Vamos a donde quieran! Si ha de ser para los dos, ya no importa. Señor, ¡mostradnos el camino!

Raoul abrazó una vez más a su esposa, le dio un beso en la frente, y haciendo acopio de toda su altivez, siguió al señor de Launay, sin que en su cara se reflejase la terrible conmoción que indudablemente sentía.

Los tres atravesaron una serie de corredores alumbrados por la luz mortecina de algunos candiles. Luego bajaron los peldaños de una escalera de caracol y se encontraron ante la puerta de salida de uno de los torreones. Aquella salida daba al patio de recreo de los presos no incomunicados. En el patio aguardaba un coche enganchado a dos caballos; en la oscuridad se veían brillar las corazas de una docena de mosqueteros.

Una luz de esperanza se encendió en el corazón de los enamorados. Bathilda había pedido al regente que conmutase la pena de muerte por la de cadena perpetua; quizás el príncipe se había compadecido. El coche y la escolta los llevaría a alguna prisión del Estado. El señor de Launay hizo al cochero una seña para que se acercase y ofreció la mano a Bathilda para ayudarla a subir. La joven dudó un instante, volviéndose con inquietud para ver si Raoul la seguía. Al instante su marido estaba a su lado.

El coche arrancó y ambos esposos, rodeados por la escolta de mosqueteros, atravesaron un postigo, luego el puente levadizo. La comitiva se encontró fuera de la fortaleza.

Raoul y Bathilda se arrojaron uno en los brazos del otro. No había duda, el regente había perdonado la vida a Harmental y además consentía que su esposa compartiera el cautiverio. En su alegría, una idea triste cruzó por la mente de Bathilda; con la espontánea efusión de que solamente son capaces los seres que aman, un nombre afloró a sus labios: Buvat.

En aquel momento el coche se detuvo. El postillón asomó su cabeza por la portezuela.

— ¿Qué quieres? —le preguntó Harmental.

— ¡Diablos!, mi amo… quisiera que me digáis a dónde vamos.

— ¡Cómo!, a dónde vamos… ¿Es que no te han dado órdenes?

—La orden era traeros al bosque de Vincennes, entre el castillo y Nogent-sur-Marne, ¡y aquí estamos!

— ¿Y nuestra escolta? —preguntó el caballero—. ¿Qué ha sido de ella?

— ¿Vuestra escolta? Nos ha dejado en la barrera del castillo.

— ¡Dios mío! —exclamó Harmental, en tanto Bathilda, a quien la esperanza había cortado la respiración, unía las manos en una silenciosa súplica—. ¡Dios mío!… ¿Será posible?

El caballero se apeó de un salto y miró con avidez a su alrededor; después ayudó a descender a Bathilda y ambos dieron un grito en el que se mezclaba el agradecimiento y la alegría.

¡Eran tan libres como el aire que respiraban!

En un rasgo de humor el regente había ordenado que el ex prisionero fuese llevado precisamente al lugar donde el caballero, creyendo raptar al duque, sólo consiguió secuestrar al bergante de Bourguignon.

Fue la única venganza que se tomó Felipe el Bondadoso.

Cuatro años después de estos acontecimientos, Buvat, que había sido repuesto en su trabajo de la Biblioteca y cobrado los atrasos, tenía la satisfacción de poner su mejor pluma en la mano de un precioso niño de tres años. Era el hijo de Raoul y Bathilda.

Los dos primeros nombres que el niño aprendió a escribir fueron los de Claire Gray y Albert de Rocher.

Pronto supo también escribir otro nombre: el de Felipe de Orléans, regente de Francia.

Post-Scriptum

Quizás el lector tenga interés en saber lo que fue de los personajes que han representado un papel secundario en la historia que acabamos de relatar, después de la catástrofe que significó la pérdida de los conjurados y la salvación del regente. Vamos a contarlo en pocas palabras.

El duque y la duquesa del Maine, a los que se quería quitar las ganas de seguir conspirando, fueron arrestados en los lugares donde habían buscado refugio. El duque en Sceaux, y la duquesa en la casita de la calle de Saint-Honoré. Fueron conducidos, él al castillo de Doullens, y la duquesa al de Dijon, desde donde fue trasladada a la fortaleza de Châlons. Ambos fueron puestos en libertad algunos meses después, el uno porque negó en redondo haber participado en el complot, y la otra en gracia por la confesión completa que hizo de todas sus culpas.

 

La señorita Delaunay fue conducida a la Bastilla. Su cautiverio se vio endulzado por los amores que en la fortaleza sostuvo con el caballero de Mesnil. Una vez puesta en libertad, su querido compañero de prisión le fue infiel. La pobre abandonada pudo decir, igual que Ninon o Sophie Arnould —no recuerdo cuál de ellas—. ¡Oh! ¡Felices tiempos aquellos en que éramos desgraciados!».

Richelieu fue arrestado el mismo día en que llevara a Bathilda al Palacio Real, tal como le había prevenido la señorita de Valois. Pero su cautiverio significó para él un nuevo triunfo. Corrió el rumor de que el apuesto prisionero había sido autorizado a pasear por la terraza de la Bastilla; la calle de Saint-Antoine se vio atestada de elegantes carrozas y se convirtió en el paseo de moda. El regente decía que tenía en sus manos pruebas para hacerle cortar la cabeza a Richelieu cuatro veces; pero no se atrevió a perder su popularidad entre el bello sexo, cosa que fatalmente hubiera ocurrido de haber prolongado demasiado tiempo el encierro de su prisionero. Tres meses después, Richelieu era puesto en libertad, más fascinante y a la moda que nunca. La pena fue que al salir de la Bastilla encontrase el armario de las confituras cerrado a cal y canto y a la pobre señorita de Valois convertida en duquesa de Módena.

En su momento dijimos que el abate Brigaud había sido arrestado en Orléans. Tuvo que pasar algún tiempo en la cárcel de aquella ciudad, para desesperación de madame Denis, de las señoritas Émilie y Athenais, y de Boniface. Pero cierta mañana feliz, en el momento en que la familia se disponía a desayunar, volvió a comparecer el buen abate, tan calmoso y sereno como de costumbre. Sus amigos le hicieron muchas carantoñas y le pidieron que contase sus aventuras al detalle; pero Brigaud, fiel a su habitual prudencia, indicó a sus oyentes que si querían saber, consultaran los autos del proceso; y que, por favor, nunca más volvieran a mencionar un asunto que tantos sinsabores le había causado. El abate Brigaud dictaba su voluntad en aquella casa, de forma totalmente autocrática; de modo que su deseo fue religiosamente respetado. En el número S de la calle de Temps-Perdu corrieron un definitivo velo sobre aquellos desagradables recuerdos.

Pompadour, Valef, Laval y Malezieux fueron también libertados en su momento, y como si nada hubiera pasado. Los cuatro volvieron a hacerle la corte a madame del Maine. En cuanto al cardenal de Polignac, ni siquiera lo arrestaron: lo confinaron simplemente en su abadía de Anchin.

Legrand-Chancel, el maligno autor de las Filípicas, fue un día llamado al Palacio Real, donde le recibió el regente.

—Señor mío: ¿es que pensáis realmente de mí todo lo que decís? —preguntó el príncipe.

—Sí, monseñor.

— ¡Esta es vuestra salvación! Porque si hubieseis escrito tamañas infamias con la intención de calumniarme, ¡os aseguro que ahora mismo hubiera ordenado que os ahorcasen!

El regente se conformó con enviarle a la isla de Santa Margarita, donde el venenoso poeta no permaneció más que tres o cuatro meses. Los enemigos del regente hicieron correr el rumor de que el príncipe había hecho envenenar a su prisionero; para desmentir aquella nueva calumnia el duque no tuvo más remedio que abrir al pretendido cadáver las puertas de su prisión, de la que Legrand-Chancel salió más ahíto de odio y de hiel que nunca.

Aquella prueba de definitiva clemencia fue considerada por Dubois tan fuera de lugar, que le hizo al regente una terrible escena. A las recriminaciones del arzobispo, el príncipe se limitó a contestar tarareando el estribillo de una canción que Saint-Simon había escrito:

¿Qué queréis?

Soy bondadoso,

Soy bondadoso…

Aquella salida motivó en Dubois tal ataque de rabia, que para hacer nuevamente las paces, el regente no tuvo más remedio que nombrarle cardenal. La elevación del ex abate al cardenalato llenó de orgullo a la Fillon: hizo saber que en adelante los clientes de su mancebía habrían de presentar pruebas de una nobleza anterior a 1399.

Pero la catastrófica conspiración motivó que tan acreditada casa perdiera a una de sus más ilustres pupilas. Tres días después de la muerte del capitán Roquefinnette, la Normanda ingresaba en las Arrepentidas.