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100 Clásicos de la Literatura

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Capítulo XXV

DIOS DISPONE

Harmental, como sabemos, había partido al galope. Siguiendo los bulevares llegó hasta la puerta de Saint-Martin, donde torció a la izquierda; al instante se encontraba en el mercado de los caballos.

Pero, tal como había indicado el malogrado capitán, ninguna señal permitía distinguir a los hombres de su cuadrilla, vestidos como iban igual que los demás, y que, por otra parte, no se conocían unos a otros. Harmental buscó desesperadamente, pero todos los rostros eran iguales para él. La situación era desoladora: el caballero tenía al alcance de su mano todos los medios para llevar a feliz término su misión; pero al matar al capitán, había perdido el hilo conductor.

En medio de sus apuros oyó que daban las cinco. De ocho a nueve el regente debía volver de Chelles. No había un minuto que perder.

Harmental era hombre de soluciones rápidas. Dio una última vuelta por el mercado, y convencido de que nunca llegaría a distinguir a sus hombres entre tanto rostro inexpresivo, puso su caballo al galope, siguió otra vez por los bulevares, llegó al arrabal de SaintAntoine, se apeó ante la casa número 15, subió en cuatro trancos hasta el quinto piso, abrió la puerta de la buhardilla y se encontró cara a cara con madame del Maine, el conde de Laval, Pompadour, Valef, Malezieux y Brigaud.

Todos dejaron escapar un grito de sorpresa al verle.

El caballero contó lo que había ocurrido, y pidió ayuda a Pompadour, Valef y Laval. Los tres se pusieron en el acto a su disposición; irían con él hasta el final del mundo y le obedecerían en todo.

Nada estaba perdido todavía. Cuatro hombres resueltos podían reemplazar muy bien a diez o doce vagabundos mercenarios. Los caballos estaban en la cuadra y cada uno de los cuatro iba armado.

Avranches estaba allí; podían contar con otro hombre abnegado. Se mandó por antifaces de tela negra, para ocultar al regente el rostro de los raptores. Se acordó que el punto de reunión sería Saint-Mandé y cada uno partió por su lado, para no despertar sospechas. Una hora después los cinco hombres volvían a reunirse y se emboscaban en el camino de Chelles, entre Vincennes y Nogent-sur-Marne. En aquel momento daban las seis y media en el reloj del castillo.

Avranches se había informado de que el regente pasó a las tres y media camino de Chelles, sin que ninguna guardia lo escoltase. Iba en un coche de caballos con tiro a la Daumont: dos jinetes y un postillón.

A las ocho y media la noche había cerrado por completo. El natural nerviosismo de los conjurados había dado paso a la impaciencia.

A las nueve creyeron oír un ruido. Avranches se echó de bruces en el suelo y pegó su oreja al terreno; así llegó a él, muy claramente, el ruido de las rodadas de un coche. Al instante surgió, a unos mil pasos de distancia, el brillo de una luz parecida a una estrella. Los conjurados sintieron un estremecimiento: seguramente era la antorcha del postillón. Unos segundos después ya no había duda: el coche, con sus dos linternas, era perfectamente visible. Harmental, Pompadour, Valef y Laval cambiaron un último apretón de manos, se cubrieron los rostros con los antifaces y cada uno ocupó el lugar que tenía asignado.

Harmental comprobó la posición de cada uno de sus compañeros; Avranches estaba en el camino, haciéndose el borracho; Laval y Pompadour a cada lado de la calzada, y Valef, en medio de ella, verificaba que las pistolas salían fácilmente de sus fundas.

El coche seguía avanzando. El postillón había rebasado a Pompadour y a Laval, cuando tropezó con Avranches, el cual, enderezándose súbitamente, asió de la brida al caballo, arrancó la antorcha de manos del jinete y la apagó. A la vista de esto, los dos conductores intentaron virar en redondo; pero ya era tarde. Pompadour y Laval se habían lanzado sobre el coche y mantenían a los jinetes bajo la amenaza de sus pistolas, mientras Harmental y Valef se acercaban a las portezuelas, apagaban las linternas, y hacían comprender al regente que si no quería morir, debía abandonar toda veleidad de resistencia.

Contra lo que esperaba Harmental, que conocía la valentía del regente, éste se limitó a decir:

—Está bien, señores… No me hagáis daño. Iré donde queráis.

Harmental y Valef dirigieron su mirada hacia la carretera y vieron que Pompadour y Avranches perseguían a los dos jinetes. Raoul abandonó su caballo y montó en el delantero del tiro, Laval y Valef se colocaron a cada lado del carruaje, y la comitiva partió al galope tomando la ruta que llevaba a Charenton.

Pero llegados al final de la alameda, Harmental encontró el primer obstáculo; la barrera, por casualidad o de modo premeditado, estaba cerrada. Era preciso abandonar aquel camino y tomar otro.

La nueva avenida que seguían conducía a una plazoleta desde la que arrancaba otro camino que llegaba derecho a Charenton. No había tiempo que perder; era preciso atravesar la plazoleta. Por un instante Harmental creyó distinguir unas sombras que se movían en la oscuridad, pero al momento aquella visión desapareció como por ensalmo y el coche prosiguió su ruta sin impedimentos.

Llegados a la encrucijada, Harmental se dio cuenta de algo muy extraño: una especie de vallas cerraban todos los caminos que de ella salían. Era evidente que algo grave ocurría. Harmental paró el coche, quiso dar marcha atrás y retroceder por donde habían venido, pero una valla igual a las otras se había cerrado detrás de él. En el mismo instante se dejaron oír las voces de Laval y de Valef.

— ¡Estamos rodeados! ¡Sálvese quien pueda!

Ambos abandonaron el carruaje, hicieron saltar a sus caballos por encima de las barreras, y se perdieron en la oscuridad. No pudo hacerlo así Harmental, que montaba un caballo de tiro. Viendo que era el único recurso que le quedaba, clavó con furia las espuelas en los ijares del caballo, y se abalanzó, con la cabeza baja y una pistola en cada mano, dispuesto a embestir contra la barrera más próxima. Pero apenas había recorrido diez pasos cuando una bala de mosquetón alcanzó a su caballo en la cabeza, y el corcel cayó derribado, arrastrando a Harmental, que quedó con una pierna apresada bajo el cuerpo de su montura.

De la oscuridad surgieron ocho o diez caballeros, echaron pie a tierra y se arrojaron sobre Harmental; dos mosqueteros le asieron por los brazos y otros cuatro le sacaron de debajo del caballo. El pretendido regente bajó del coche; era un criado disfrazado con ropas de su amo. Su puesto fue ocupado por Harmental; dos oficiales tomaron asiento a su lado. Otro caballo fue enganchado, y el coche se puso de nuevo en marcha, escoltado por un escuadrón de mosqueteros. Un cuarto de hora después, las ruedas del carruaje hacían retemblar las maderas de un puente levadizo; una pesada puerta giraba en sus goznes, y Harmental se encontró en una galería sombría, al final de la cual esperaba un oficial que llevaba las charretas de coronel.

Era el señor de Launay, gobernador de la Bastilla.

Si nuestros lectores desean saber cómo se había descubierto el complot, bastará que recuerden la conversación que Dubois mantuvo con la Fillon. La comadre sospechaba que Roquefinnette se hallaba mezclado en algún negocio turbio y había confiado sus recelos al ministro, a condición de que se dejase con vida a su capitán. Pocos días después había visto a Harmental en su casa. Subió tras él y desde la habitación vecina a la del malogrado capitán, mediante el simple ardid de un agujero en el tabique, pudo oír todo lo que el caballero había hablado.

Capítulo XXVI

LA MEMORIA DE UN PRIMER MINISTRO

Cuando Bathilda abrió los ojos se encontró acostada en la habitación de la señorita Émilie Denis; Mirza estaba tumbada a los pies de la cama. Las dos hermanas se encontraban a cada lado de la cabecera, y Buvat, anonadado por el dolor, se había sentado en un rincón, con la cabeza entre las manos.

Al principio la joven no podía coordinar sus pensamientos; se llevó la mano a la sien herida.

Sorprendida al despertar de su doloroso sueño en una casa extraña, la muchacha dirigió una mirada de interrogación a las personas que la rodeaban; Mirza alargó su fino pescuezo en demanda de una caricia. Entonces Bathilda comenzó a recordar. El primer pensamiento que volvió a su mente fue el de su afán por llegar a tiempo de salvar a su amor. Por fin articuló unas palabras:

— ¿Y él? ¿Dónde está?, ¿qué le ha ocurrido?

Nadie respondió; ninguna de las tres personas sabía qué decirle.

—Padrecito, ¿no os da lástima vuestra pobre Bathilda?

— ¡Niña querida!… Si mi vida bastara… Tú vas a ser la que ahora no me querrás, y con razón, porque soy un miserable. ¡Debí adivinar que ese joven te amaba, y arriesgarme, sufrirlo todo, antes que…!

— ¡Padrecito! ¡Procurad tan sólo saber lo que le ha ocurrido! ¡Por favor!

No era cosa fácil seguir la pista de Raoul, sobre todo para un investigador tan novel como Buvat. Se enteró por un vecino de que había partido, a lomos de un caballo gris que llevaba más de media hora atado a la verja de una ventana, y que había tomado por la calle de Gros-Chenet. Todas las noticias eran vagas e inciertas. De forma que, después de dos horas de búsqueda, Buvat volvió a casa de madame Denis, sin tener otra cosa que decir a Bathilda sino que Raoul se dirigió a alguna parte siguiendo los bulevares.

Buvat encontró a su pupila más agitada; la crisis prevista por el doctor se preparaba. Bathilda tenía los ojos febriles, el rostro enrojecido y no hablaba casi nada. Madame Denis había enviado otra vez por el médico.

La buena mujer no podía sospechar que el abate Brigaud pudiera estar mezclado en ningún tipo de conspiración; pero lo que acababa de oír, que su huésped no era un estudiante sino un guapo coronel, empezó a hacerla dudar.

 

En esto llegó el médico. Cuando vio a Bathilda puso mala cara.

La enferma parecía más calmada; una sangría le había hecho bien. Madame Denis había abandonado la habitación y Émilie velaba, sentada junto al fuego de la chimenea, leyendo un libro que había sacado del bolsillo. En la puerta resonaron unos golpes precipitados. Émilie comentó:

—Esa no es la voz del señor Raoul, es la del abate Brigaud.

Bathilda se estremeció: el abate hablaba en la habitación vecina y a la joven le pareció oír el nombre de Raoul; pensó que el abate traía noticias. Apoyó su oreja en el tabique y, como si su vida dependiese de ello, escuchó lo que decían.

Brigaud contaba a madame Denis lo que había pasado. Madame del Maine devolvió a todos los conspiradores la palabra empeñada y había sugerido a Malezieux y a Brigaud que huyeran. Ella se había retirado al Arsenal. Brigaud venía a decir adiós a sus amigos; pensaba huir a España.

En medio de su relato, el abate creyó que cuando contaba la catástrofe sufrida por Harmental, en la habitación contigua había resonado un grito; pero él ignoraba la presencia de Bathilda en la casa y apenas prestó atención.

Brigaud se despidió. Boniface se empeñó en acompañarle hasta la barrera que guardaba la entrada en la ciudad.

Cuando abrían la puerta que daba al descansillo, oyeron la voz del portero que trataba de impedir el paso a alguien. Bajaron para enterarse del motivo de la disputa y encontraron a Bathilda, con el pelo suelto, descalza y cubierta solamente por un blanco camisón, que intentaba salir a la calle, a pesar de los esfuerzos que el portero hacía para evitarlo. Su fiebre se había tornado en delirio, quería irse con Raoul, le llamaba a gritos, decía que morirían juntos. Las tres mujeres la cogieron en brazos. Súbitamente las fuerzas fallaron a la enajenada joven; su cabeza cayó hacia atrás y otra vez volvió a perder el conocimiento.

De nuevo se mandó aviso al médico. Lo que era de temer había sucedido: se había declarado la fiebre cerebral.

Toda la noche la pasó Bathilda en pleno delirio: hablaba con Raoul. De vez en cuando pronunciaba el nombre de Buvat, acusándole siempre de haber matado a su amor. El pobre hombre se acercaba al lecho, besaba la mano febril de su pupila que le miraba sin reconocerle, y se retiraba hecho un mar de lágrimas.

Buvat había tomado una resolución extrema. Iría a ver a Dubois, le contaría todo, y como recompensa, en lugar de sus atrasos, pediría el perdón para Harmental. Era lo menos que podían conceder a un hombre a quien el mismo regente había llamado «salvador de Francia».

Las agujas del pequeño reloj de pared señalaban las diez. Era la hora en la que Buvat solía encaminarse al Palacio Real para dedicarse a su malhadada labor de copista. Las amables palabras que el regente le dirigiera hacían pensar al buen hombre que se le dispensaría una buena acogida.

La ocasión no hubiera podido ser peor escogida. Dubois, que en los últimos días apenas si había podido descansar, sufría horriblemente por causa de la enfermedad que algunos años después había de llevarle a la tumba. Además, estaba de muy mal humor, porque sólo habían podido coger a Harmental. Precisamente acababa de ordenar a Leblanc y a Argenson que activasen el proceso todo lo que pudieran, cuando el mayordomo, que tenía la costumbre de ver llegar todos los días al copista, anunció al señor Buvat.

— ¿Quién sois vos? —le preguntó Dubois como si nunca le hubiese visto.

—Monseñor, ¿no me reconocéis? Vengo a daros mi parabién por el descubrimiento de la conspiración.

—Ya recibo bastantes cumplidos, señor Buvat; gracias de todos modos.

—El caso es, monseñor, que yo venía a pediros una gracia.

— ¡Una gracia! ¿Y a santo de qué?

—Pero, monseñor —dijo Buvat, balbuceando—, pero, monseñor, acordaos que me habíais prometido una recompensa.

— ¡Una recompensa! Una recompensa, ¡a ti, pedazo de alcornoque!

— ¿Es posible? ¡Si fue en este mismo gabinete donde monseñor me dijo que tenía la fortuna en la punta de mis dedos!

— ¡Pues bien! Hoy te digo que tienes tu vida en tus piernas, ¡porque si no desapareces de mi vista ahora mismo…!

Buvat no se lo hizo repetir. Pero a pesar de lo rápido que corría aún pudo oír a Dubois que ordenaba al mayordomo que lo matase a palos si volvía a presentarse en el Palacio Real.

El buen hombre decidió pasar por la oficina de la Biblioteca, siquiera para excusarse con el conservador y explicarle los motivos de su ausencia. Todavía le faltaba pasar por lo peor: al abrir la puerta de su oficina encontró a un desconocido sentado en su mesa. Buvat había perdido su trabajo por salvar a Francia.

Eran muchos los acontecimientos desgraciados como para poderlos resistir todos juntos. Buvat volvió a su casa tan enfermo casi como Bathilda.

Capítulo XXVII

BONIFACE

Entre tanto, Dubois aceleraba el proceso de Harmental, esperando que sus revelaciones le procuraran armas contra aquellos a quienes quería destruir; pero el caballero se había encerrado en un total mutismo en lo relacionado con sus compañeros de conspiración. En cuanto a él le concernía, confesaba todo: dijo que había obrado movido por un deseo de vengarse del regente, por causa de la injusticia que con él se había cometido al privarle del mando de su regimiento.

Uno tras otro habían sido arrestados Laval, Pompadour y Valef, que fueron conducidos a la Bastilla; pero antes habían tenido tiempo de ponerse de acuerdo en cuanto a lo que tenían que decir: los tres se obstinaban en negar todo lo que les comprometía. En lo tocante a Harmental, declararon que era un hombre de honor al que se había hecho víctima de una injusticia.

Dubois estaba furioso. Le sobraban pruebas en el asunto de la fallida convocatoria de los Estados Generales; pero el caso ya había sido explotado a fondo en el Parlamento, que había conocido las cartas de Felipe V Después de la degradación de los príncipes legitimados la cosa había quedado en punto muerto. Ahora, cuando se podían producir acusaciones mucho más graves, la obstinación de Harmental en no acusar a los verdaderos culpables destruía las esperanzas del ministro. Toda su cólera se volvía en contra del caballero.

Mientras el proceso seguía su marcha, la enfermedad de Bathilda había llevado también su curso progresivo. La pobre niña se había visto a dos pasos de la muerte. Pero al final, la juventud y la fortaleza de la muchacha habían triunfado sobre el mal. A la exaltación del delirio había sucedido un profundo abatimiento y la postración completa.

Todos, el médico el primero, creían que la convaleciente había perdido la memoria de lo ocurrido, y que, si recordaba algo, lo confundía con los sueños de su delirio.

Pero todos estaban equivocados, empezando por el médico. Algo que aconteció cierta mañana lo demostraba con creces.

Creyendo que Bathilda dormía la habían dejado sola. Boniface, según había tomado por costumbre desde que estaba enferma, asomó la cabeza por la entreabierta puerta para informarse de su estado. Mirza lanzó un gruñido, y Bathilda se volvió; al ver a Boniface pensó que quizás lograría sacar de éste algo de lo que los demás callaban; es decir, lo que le había ocurrido a Harmental. Invitó a pasar al muchacho y le ofreció sus pálidos deditos. Boniface dudó antes de aprisionarlos entre sus manazas coloradas. Luego, bajando la cabeza, confesó con una voz que revelaba su arrepentimiento:

—Sí, señorita Bathilda, teníais mucha razón: sois una verdadera señorita, y yo no soy más que un patán. Nunca hubierais podido quererme a mí; necesitabais un apuesto caballero.

—Al menos, tal como vos deseabais, Boniface. Pero os puedo querer de otro modo.

— ¿Es verdad, señorita Bathilda, es verdad? Si así es, queredme como gustéis, pero queredme un poco.

—Puedo quereros como a un hermano.

— ¡Oh! Decidme, señorita Bathilda, ¿qué es necesario para ello?

—Amigo mío…

— ¡Amigo mío! ¡Me llamáis amigo! A mí, que he dicho tantos horrores de vos…

—Amigo mío, todo lo que hayáis dicho os lo perdono. Hoy podéis reparar vuestra falta, y hacer que os quede eternamente agradecida. Basta que me lo contéis todo.

— ¡Todo! ¿Qué queréis saber?

—Decidme, primero…

—Bathilda se detuvo.

— ¿Qué?

— ¿Es posible que no lo adivinéis?

— ¡Claro! Queréis saber lo que le ha ocurrido al caballero de Harmental…

— ¡Sí…! Por lo que más queráis, decídmelo…

— ¡Pobre muchacho!… —murmuró Boniface.

—Dios mío… ha muerto…

—Bathilda se incorporó en el lecho, con los ojos extraviados.

—No, felizmente no; pero está prisionero.

— ¡Me lo figuraba! —respondió Bathilda dejándose caer de nuevo en la cama—. Está en la Bastilla, ¿verdad?… pero no ha muerto. ¡Bien! Seré fuerte; tendré valor. Ya ves, Boniface: ahora no lloró.

— ¡Me tuteáis!

—Pero quiero saberlo todo —prosiguió Bathilda con exaltación creciente—, hora a hora, minuto a minuto, para que el día en que haya de morir, pueda yo también morir con él. Si es necesario, en el momento…, en el terrible momento… tú me llevarás al lugar… ¡Lo harás Boniface! He de verle… una vez…, una vez más…, aunque sea en el cadalso.

—Os lo juro… —murmuró Boniface intentando inútilmente contener sus sollozos.

—Me lo has jurado.

—Silencio, alguien viene.

Era Buvat el que entraba. Boniface aprovechó su llegada para escabullirse.

— ¿Cómo van los ánimos?

—Mejor, padrecito, mejor —respondió Bathilda—. Me van volviendo las fuerzas, y en algunos días podré levantarme.

Buvat besó a la joven y subió a su casa. Bathilda quedó nuevamente a solas.

Entonces pudo respirar con desahogo, se sentía más tranquila. Boniface, gracias a su oficio de pasante de un procurador del Chátelet, podía enterarse de la marcha del proceso; cada tarde el muchacho traía noticias a Bathilda. Al cabo de dos semanas la joven comenzó a levantarse y a pasear por la habitación, con gran alegría de Buvat, de Nanette y de toda la familia Denis.

Un día Boniface, contra su costumbre, volvió de casa del maître Joulu a las tres. Entró en la habitación de la enferma tan pálido y tan descompuesto que Bathilda comprendió que las nuevas eran malas. Se levantó y fijó sus ojos en él.

—Todo ha terminado… ¿verdad?

— ¡Y por su culpa! En cierto modo, por ser tan testarudo. Le ofrecían el perdón si declaraba el nombre de los conjurados. Pero él, ¡erre que erre!: que obró por su cuenta, y de ahí no hay quien lo saque.

—Lo han condenado…

—Desde esta mañana, señorita; desde esta mañana está condenado…

— ¿A muerte?

Boniface hizo un signo de asentimiento con la cabeza.

— ¿Cuándo es la ejecución…?

—Mañana a las ocho de la mañana.

—Bien —fue el único comentario de Bathilda.

—Todavía hay una esperanza.

— ¿Qué esperanza…?

—Si antes de mañana se decide a denunciar a sus cómplices.

La muchacha se puso a reír, pero con una risa tan extraña, que Boniface se estremeció de pies a cabeza.

—Boniface, es preciso que yo salga.

— ¡Vos, señorita Bathilda! ¡Vos salir! Salir a la calle para vos es mataros.

—Necesito salir, he dicho. Búscame un coche de punto.

—Dentro de cinco minutos lo tendréis aquí. Boniface salió corriendo.

Bathilda llevaba puesta una bata blanca de amplio vuelo; la ajustó a la cintura con un ceñidor y se echó un chal sobre los hombros.

Cuando estaba en la puerta apareció madame Denis.

— ¡Por Dios!, mi querida niña, ¿qué vais a hacer?

—Madame Denis, tengo que salir.

— ¿Pero, a dónde vais a ir?

— ¿No sabéis que lo han condenado? Con decirme mañana que había muerto, todo quedaba arreglado, ¿verdad? ¡Y vos habríais sido su asesina! Porque yo quizás pueda salvarlo.

— ¿Vos, niña mía? ¿Cómo podríais hacerlo?

—He dicho que quizás pueda. Dejadme intentarlo por lo menos.

—Id con Dios, hija mía —la dejó hacer madame Denis, sugestionada por el tono de convicción de la joven—; que Él os acompañe.

Bathilda bajó la escalera con paso lento pero firme, atravesó la calle, y subió los cuatro pisos de su casa de una tirada. No había estado en la habitación desde el día de la catástrofe. Al ruido que provocó, salió Nanette, que no pudo reprimir un chillido: creía ver el fantasma de su joven señora.

 

— ¿Vos salir en el estado en que os encontráis? ¿Os habéis vuelto loca? ¡Buvat! ¡Señor Buvat! ¡La señorita quiere salir! Venid a impedirlo.

Bathilda se volvió hacia su tutor, dispuesta a recurrir, en caso necesario, al ascendiente que ejercía sobre el pobre viejo; no fue necesario. Buvat parecía al borde de la desesperación; sin duda conocía la fatal noticia. Cuando vio a su pupila, rompió en sollozos.

—Padre, no os desesperéis todavía: lo que ha ocurrido hasta ahora ha sido obra de los hombres; lo que todavía falta pertenece a Dios Padre; Él tendrá piedad de nosotros.

— ¿Pero qué vas a hacer tú, hija mía?

—Voy a cumplir con mi deber.

Abrió un pequeño armario, tomó un portafolios negro, lo abrió, y extrajo una carta.

— ¡Es verdad!, hija mía… Había olvidado esa carta.

—Adiós, padre; adiós, Nanette; rogad los dos para que me acompañe la suerte.

En la puerta Boniface esperaba con el coche.

— ¿Voy con vos, señorita Bathilda?

—No, amigo mío —Bathilda le tendió la mano—, esta tarde, no; mañana quizás…

— ¡Al Arsenal! —ordenó Bathilda.

Capítulo XXVIII

LAS TRES VISITAS

Cuando llegó al Arsenal, Bathilda preguntó por la señorita Delaunay, quien la condujo ante madame del Maine.

—Sois vos, hija mía… —dijo la duquesa con voz ausente y aspecto alterado—. Está bien acordarse de los amigos cuando éstos han caído en desgracia. En la época que vivimos, no es frecuente.

— ¡Ay!, señora —respondió Bathilda—, vengo a ver a Vuestra Alteza Real para hablaros de un asunto mucho más desgraciado todavía. Sin duda Vuestra Alteza ha perdido algunos de sus títulos, algunas de sus prebendas. Pero aquí acabará todo; nadie osaría atentar contra la vida o contra la libertad del hijo de Luis XIV o de la nieta del gran Condé.

—Contra la vida no creo —objetó la duquesa—; pero contra la libertad, no respondería de ello. Sobre todo, ahora que ese estúpido abate Brigaud se ha dejado prender en Orléans disfrazado de buhonero, y al presentarle una falsa declaración que dicen que yo había presentado, se vacía de golpe, confiesa de plano, y nos compromete terriblemente a todos.

—Aquel por el que vengo a implorar, no ha revelado nada y ha sido condenado a muerte por haber guardado silencio.

—Querida niña —exclamó la duquesa—, venís a hablarme del pobre Harmental; lo conozco bien. ¡Él sí es un auténtico gentilhombre! No sabía que vos lo conocíais.

—Mucho más que eso —intervino la señorita Delaunay—, Bathilda y el caballero se aman.

— ¡Pobre niña! ¡Dios mío! ¿Qué podría hacer yo?

—Yo sé lo que podéis hacer. He venido a pedir a Vuestra Alteza una sola cosa: que me introduzcáis cerca del regente por medio de alguna de sus antiguas relaciones. Lo demás lo haría yo.

—Pero, hija mía, ¿no ha llegado a vuestros oídos lo que se cuenta del duque de Orléans? Vos, tan joven y tan bonita…

—Señora —repuso Bathilda en un tono de suprema dignidad—, lo único que sé es que mi padre le salvó la vida y murió por él.

— ¿Qué decís? Así, la cosa cambia —murmuró la duquesa—. Veamos… Sí, ¡ya está! Delaunay, llamad a Malezieux.

—Malezieux, aquí tenéis a esta joven; la vais a conducir a casa de la duquesa de Berry, a quien la recomendaréis de mi parte. Es necesario que vea al regente enseguida; dentro de una hora todo lo más. Se trata de salvar la vida de un hombre; pensad que es la vida de Harmental y que yo daría cuanto poseo por salvarlo.

—Os he comprendido, señora.

— ¿Lo veis, mi pequeña? —dijo la duquesa, con una triste sonrisa—. He hecho todo lo que podía. No perdáis tiempo; dadme un beso e id a ver a mi sobrina; es la favorita de su padre. Vamos, Delaunay —prosiguió la duquesa, que, en efecto, esperaba ser arrestada de un momento a otro—, continuemos con nuestro equipaje.

Entre tanto, Bathilda, acompañada por Malezieux, había vuelto a subir en su coche y tomado el camino del Luxemburgo. A su llegada a la residencia de la duquesa de Berry, fue introducida en un pequeño gabinete, donde se le rogó que esperase. Malezieux volvió a los pocos instantes precedido por la hija predilecta del regente.

Ésta, que tenía un corazón excelente, se había emocionado al oír el relato que le había hecho Malezieux.

— ¡Pobre niña! —murmuró—. ¿Por qué no vinisteis hace ocho días?

— ¿Y por qué hace ocho días, y no ahora? —preguntó Bathilda llena de ansiedad.

—Porque hace ocho días hubiese tenido el placer de conduciros personalmente a presencia de mi padre; pero hoy me es completamente imposible.

— ¡Imposible! ¡Dios mío! ¿Y por qué? —exclamó Bathilda.

— ¡Claro! Vos no podéis saber que he caído en total desgracia hace dos días. Por muy princesa que sea, también soy mujer y, como vos, he tenido la desgracia de enamorarme. Ya sabéis que a las mujeres de sangre real no nos pertenece nuestro corazón; ha de ser como una especie de piedra propiedad de la corona, y es un crimen disponer de él sin autorización del rey y de su primer ministro. Esta mañana me he presentado en palacio y no me han dejado entrar.

— ¡Qué desgracia!… Vos erais mi última esperanza. No conozco a nadie que me pueda llevar a ver al regente, ¡y mañana, señora, mañana, a las ocho de la mañana, van a ajusticiar al hombre que amo como vos amáis al señor de Riom!

—Hay que hacer algo… ¡Riom!, venid en nuestra ayuda —pidió la duquesa a su marido, que acababa de entrar en aquel momento—. Un sobrino de Lauzun debe saber encontrar remedio a todas las dificultades. ¡Vamos, Riom!, buscad una solución.

—Tengo una —dijo Riom, sonriendo—. Pero comprometo a vuestra hermana.

— ¿A cuál?

—A la señorita de Valois.

— ¿A Aglaé? ¿Y cómo es eso?

— ¿No sabéis que anda por ahí una especie de duende que tiene el privilegio de poder llegar hasta vuestra hermana, igual de día que de noche, sin que se sepa ni cómo ni por dónde lo hace?

— ¡Richelieu! Es verdad —exclamó la duquesa de Berry—. Richelieu puede sacarnos del apuro. Riom, haced llamar a madame de Mouchy, y rogadle que acompañe a la señorita a casa del duque. Madame de Mouchy es mi primera dama de honor —explicó la duquesa, mientras Riom iba a cumplir lo que se le había encomendado—, y se asegura que Richelieu le debe algún agradecimiento.

— ¡Gracias!, señora —exclamó Bathilda besando las manos de la duquesa—, gracias mil veces. Veo que todavía puedo tener esperanzas. Pero, ¿encontraré al señor duque de Richelieu en casa?

—Sería una casualidad. ¿Qué hora es? ¿Las ocho apenas? Seguramente habrá cenado en alguna parte y volverá para asearse. Diré a madame de Mouchy que os acompañe mientras él llega. ¿Verdad que es encantadora? —indicó la duquesa a su dama de honor, que en aquel momento penetraba en el gabinete—. Supongo que no os importará acompañar a esta niña en tanto llegue el duque.

—Haré todo lo que me ordene Vuestra Alteza —respondió madame de Mouchy.

Un cuarto de hora después, Bathilda y madame de Mouchy llegaban al hotel de Richelieu. Contra lo que pudiera esperarse, el duque estaba en casa. Madame de Mouchy se hizo anunciar. Fue introducida inmediatamente; Bathilda la siguió. Las dos mujeres encontraron a Richelieu ocupado con Raffé, su secretario, en quemar un montón de cartas inútiles, y en poner algunas de ellas a buen recaudo.

— ¡Dios bendito!, señora —exclamó el duque al ver aparecer a la visitante—. ¿A qué debo el placer de teneros en mi casa a las ocho y media de la noche?

—Al deseo de veros hacer una buena acción, duque.

— ¡Ah! En ese caso, es necesario que os deis mucha prisa.

— ¿Es que pensáis abandonar París? ¿Esta misma noche?

—No esta noche, pero mañana saldré de viaje: voy a la Bastilla. — ¿Qué broma es esta?

—Os ruego que me creáis, señora. No bromeo nunca cuando se trata de cambiar mi querido hotel, que es un sitio muy bueno para vivir, por el alojamiento del rey, el cual me consta, porque lo conozco, que es bastante incómodo; ésta será la tercera vez que voy a él.