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100 Clásicos de la Literatura

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La inquietud de la joven había llegado a su punto culminante. Buvat seguía sin aparecer. Su pupila no había dormido; había pasado la noche llorando. Cuando dirigió la mirada hacia su amado, comprendió que una expedición análoga a la que tanto la había asustado estaba en perspectiva: el mismo traje oscuro, las pistolas en el cinturón, las altas botas de montar, y la espada; vistos aquellos signos inequívocos, no cabía duda: Raoul se aprestaba a correr nuevos peligros.

Primero trató de hacer hablar al caballero; pero ante la firmeza de Harmental, que le aseguró que se trataba de un secreto que no podía revelarse, la pobre muchacha no insistió. Nanette acababa de llegar de la Biblioteca. Allí tampoco sabían nada de Buvat. La infeliz Bathilda se arrojó en brazos de Raoul deshecha en llanto.

Harmental le hizo partícipe de sus temores. Los papeles que el príncipe de Listhnay había dado a Buvat para copiar eran de gran importancia política. Buvat podía haber sido descubierto y arrestado.

Harmental se acordó de que a las dos tenía citado al capitán Roquefinnette para cerrar el nuevo trato. Se levantó; Bathilda perdió el color. ¿Volvería a ver a su amado? Harmental le prometió despedirse de ella en cuanto hubiese despachado con la persona que esperaba. Veinte veces volvieron los jóvenes a jurarse ser el uno para el otro, antes de separarse…, tristes, pero confiando en ellos mismos, y seguros de sus corazones.

Roquefinnette se apeó del caballo en tres tiempos, con una precisión que recordaba los tiempos en que se hallaba al frente de su escuadrón. Ató las riendas a los barrotes de una ventana, se aseguró de que las pistolas estaban en sus fundas, y penetró en la casa.

Igual que la víspera, su rostro aparecía grave y pensativo. La mirada de sus ojos y sus apretados labios eran la estampa de la resolución. Harmental le acogió con una sonrisa.

—Veo, mi querido capitán, que sois la puntualidad en persona.

—Es una costumbre militar, caballero, que no debe extrañar en un viejo soldado.

—Por algo confío en vos. ¿Tenéis dispuestos a vuestros hombres?

—Os dije que sabría dónde encontrarlos.

— ¿Dónde los habéis dejado?

—En el mercado de caballos de la puerta de Saint-Martin.

— ¿No corren el peligro de ser reconocidos?

— ¿Cómo queréis que ocurra eso, en medio de trescientos campesinos que compran y venden caballos? ¿Reconoceríais vos a diez o doce hombres vestidos como los demás? El capitán prosiguió:

—Cada uno ha comprado el caballo que le convenía, ofreciendo el precio que ha querido y regateando con el vendedor; yo di treinta luises a cada uno. Pagarán su caballo, lo ensillarán, colocarán en las fundas las pistolas, montarán en la cabalgadura y a las cinco en punto estarán en el bosque de Vincennes en un lugar convenido. Allí se les explicará lo que tienen que hacer. Se les dará el resto de su paga, yo me pondré a la cabeza de mi banda, y daremos el golpe. En el caso, bien entendido, de que nosotros lleguemos a un acuerdo.

— ¡Muy bien, capitán! Vamos a discutir las condiciones como buenos amigos. Para comenzar, doblaré la suma que recibisteis la vez anterior.

—No es por ahí —le interrumpió Roquefinnette—. Yo no quiero dinero.

— ¡Cómo! ¿No queréis dinero, capitán?

—Ni aunque fuera todo el tesoro del rey.

—Entonces, ¿qué es lo que queréis?

—Una posición.

— ¿Qué queréis decir?

—Quiero decir, caballero, una buena posición, un grado militar que esté en armonía con mis largos servicios. Desde luego, esa posición no la quiero en Francia. Aquí me conocen demasiado, comenzando por el señor teniente de la policía. Pero en España, por ejemplo, me iría de perillas; es un bello país, con mujeres bonitas y doblones por todas partes. Decididamente, ¡quiero un grado en España!

—Eso será posible; pero depende del grado a que aspiráis.

—Ya os dije en otra ocasión que si el asunto hubiera sido mío, yo lo hubiera llevado a mi manera y el resultado habría sido otro. Las cosas ahora se han puesto muy serias y por eso os hablo de esta forma.

— ¡Que me ahorquen si os entiendo, capitán!

—Pues es muy fácil: las pretensiones aumentan en razón de los servicios que uno puede rendir. Por lo visto, yo he llegado a ser un personaje importante en esta historia. De modo que o me tratáis de acuerdo con lo que exijo o le voy con el cuento a Dubois.

Harmental se mordió los labios hasta hacerse sangre; pero comprendiendo que se las tenía que ver con un viejo marrullero, acostumbrado a venderse al mejor postor, consiguió refrenarse.

—De modo que vos queréis ser coronel.

—Esta es mi idea —corroboró Roquefinnette.

—Vamos a suponer que os hago esa promesa. ¿Quién os asegura que cuento con la necesaria influencia para poder cumplirla?

—Si me confiarais una misión que me permitiera ir a Madrid, allí yo mismo arreglaría las cosas.

— ¡Estáis loco! No se os puede confiar una misión de tanta importancia…

—Pues así será o no hay nada de lo hablado. Yo seré el que lleve al regente a Madrid, o éste seguirá en su Palacio Real.

— ¡Pero esto es una traición! —exclamó indignado Harmental.

— ¿Una traición, caballero? ¿Cuáles son los compromisos que yo haya dejado de cumplir? ¿Cuáles los secretos que he divulgado? ¿Yo un traidor? ¡Por mil dioses, caballero!… Vos habéis venido a buscarme; me habéis pedido nuevamente que os ayude. Ya os previne de que mis condiciones serían otras. ¡Bien! Estas condiciones ya las conocéis; tomadlo o dejadlo. ¿Esto es una traición?

—Y aunque yo fuera tan loco que aceptase, ¿creéis que la confianza que el caballero de Harmental inspira a Su Alteza Real la duquesa del Maine puede delegarse en el capitán Roquefinnette?

— ¿Qué tiene que ver la duquesa del Mame con nuestro arreglo? Vos estáis encargado de un asunto; mis exigencias, llamémoslas así, os ponen en una situación que os impide realizar la operación personalmente y me cedéis vuestro puesto. Eso es todo.

—Es decir, vuestro pensamiento es quedaros a solas con el regente, por si éste ofrece doble recompensa para que le dejéis en Francia.

—Quizás —dijo Roquefinnette en tono burlón.

—Tened cuidado —le previno Harmental—. Conocéis secretos muy importantes. Para vos puede ser más peligroso el retiraros de la empresa que seguir en ella.

— ¿Y qué puede ocurrirme si me niego a colaborar?

—Una palabra más en ese tono, capitán, ¡y prometo que os salto la tapa de los sesos!

— ¿Vos me saltaréis la tapa de los sesos? ¿Vos? El ruido del tiro atraería a los vecinos, acudiría la ronda, se me preguntaría qué era lo que había ocurrido, y yo, de no estar muerto del todo, tendría que decirlo.

—Tenéis razón, capitán; ¡desenvainad vuestra espada! Harmental, apoyando su pie en la puerta, sacó la suya y se puso en guardia.

Era un espadín de ceremonia, una delgadísima lámina de acero con la empuñadura de oro. Roquefinnette se puso a reír.

— ¡Defendeos, capitán! ¡Diablos!, ¿queréis que os asesine? ¿Qué piensas tú, Colichimarda? —Esta pregunta la hacía el capitán a su largo espadón.

Con un movimiento tan rápido como el rayo, Harmental señaló la cara del capitán, dejándole en la mejilla una herida sangrante parecida a un latigazo.

Entonces comenzó entre los dos hombres un duelo terrible, obstinado y silencioso. Una explicable reacción hacía que ahora fuese Harmental el totalmente sereno mientras que a Roquefinnette se le agolpaba la sangre en la cabeza. La enorme tizona amenazaba al caballero; pero el acero de éste la perseguía, la empujaba, danzaba alrededor de ella como una víbora. Por fin llegó el momento en que una de sus paradas no llegó a tiempo por una fracción de segundo; el caballero sintió la punta del acero enemigo que le rozaba el pecho.

Harmental dio un salto y se pegó a su adversario, de modo que chocaron las dos cazoletas. Roquefinnette comprendió que en el cuerpo a cuerpo su larga espada le ponía en desventaja. Dio un salto hacia atrás; pero su talón izquierdo resbaló sobre el suelo encerado. Harmental aprovechó la ocasión y clavó su acero hasta el puño en el pecho del capitán. Éste quedó un instante inmóvil, abrió los ojos, soltó la espada, llevó sus manos a la herida que sangraba y cayó al suelo.

— ¡Diablo con el espadín! —fueron sus últimas palabras.

Murió en el acto. La delgada lámina de acero había atravesado el corazón del gigante.

El caballero quedó espantado. Sus cabellos se erizaron y sintió que el sudor perlaba su frente. No se atrevía a moverse. Le parecía estar soñando.

¿Cómo se las arreglaría ahora para reconocer, entre trescientos campesinos, a los diez o doce falsos palurdos que tenían que raptar al regente?

En aquel momento, el caballo del difunto capitán comenzó a relinchar. Harmental no tenía ya nada que hacer en la habitación. Abrió el escritorio, llenó sus bolsillos con todo el oro que pudo, bajó rápidamente la escalera, y saltando sobre el impaciente caballo se lanzó a galope tendido por la calle de Gros-Chenet, desapareciendo por la esquina del bulevar.

Capítulo XXIV

EL SALVADOR DE FRANCIA

Mientras la terrible catástrofe ocurría en la buhardilla de madame Denis, Bathilda, inquieta al ver tanto tiempo cerrada la ventana de su vecino, abrió la suya, y lo primero que vio fue el caballo gris ceniciento atado a los barrotes. Como la llegada del capitán le había pasado desapercibida, creyó que la montura era de Raoul y volvió a ser presa de sus terrores y pensamientos.

Bathilda seguía en la ventana con el corazón palpitante y los ojos errantes de un lado a otro. De repente, dio un grito de alegría, por la esquina de la calle de Montmartre avanzaba Buvat al paso más rápido que le permitían sus cortas piernas.

 

Hemos de volver atrás en nuestro relato si queremos conocer el motivo de tan larga ausencia.

Buvat, impulsado por el temor a la tortura, había revelado el complot, y Dubois, mediante amenazas, le había obligado a que copiase todos los documentos que le entregaba el príncipe de Listhnay. De este modo el regente pudo conocer todos los proyectos de los conjurados, desbaratados con el arresto del mariscal Villeroy. La convocatoria del Parlamento fue el golpe de gracia para los conspiradores.

El lunes por la mañana Buvat llegó al Palacio Real con el nuevo legajo de papeles que Avranches le había entregado la víspera. Las piezas importantes eran un manifiesto redactado por Malezieux y Pompadour, más algunas cartas de señores bretones que se adherían a la conspiración.

Buvat trabajó hasta las cuatro de la tarde. Cuando ya tenía el bastón y el sombrero en la mano para marcharse, compareció Dubois y lo condujo a una habitación de pequeñas dimensiones. Una vez en ella, le preguntó qué tal le parecía. Engañado por tanta amabilidad, Buvat le contestó que la encontraba muy agradable.

—Tanto mejor —respondió Dubois—, me parece muy bien que os guste, porque es la vuestra.

— ¡La mía! —exclamó Buvat aterrado.

—Sí, la vuestra. ¿Qué hay de malo en que yo desee tener bajo mi vigilancia a un hombre tan importante como vos?

—Es que… ¿voy a vivir en el Palacio Real?

—Todo el tiempo que sea necesario.

—Pero… —el pobre Buvat estaba horrorizado—, ¿acaso soy vuestro prisionero?

—Prisionero de Estado, vos lo habéis dicho, mi querido Buvat. Pero tranquilizaos; vuestro cautiverio no será largo; y mientras dure, se cuidará de vos como merece el salvador de Francia; porque vos habéis salvado a Francia, señor Buvat.

— ¡He salvado a Francia! —exclamó Buvat—, y heme aquí prisionero… ¡Oh!, mi cuartito… mi terraza… —murmuró dejándose caer anonadado en un sillón.

Dubois lo dejó solo y ordenó que se situara un centinela en la puerta.

El ministro, que ahora conocía todos los planes de los conspiradores, deseaba que éstos llegaran hasta el fondo, y le brindaran la ocasión de acabar, de una vez por todas, con aquellas intrigas que ya le tenían harto.

A última hora de la tarde, alrededor de las ocho, Buvat oyó ruido en la puerta; una especie de repiqueteo metálico, que le causó gran inquietud. La puerta se abrió. El pobre hombre, tembloroso, vio a dos enormes criados, de librea, que traían una mesa completamente servida. El ruido metálico que Buvat había oído era el tintineo de los platos y de los cubiertos de plata.

Pensó que habían decidido asesinarle con un tipo de muerte distinta a la de Juan sin Miedo o del duque de Guisa: a Buvat lo envenenarían, como al Gran Delfín. En vista de lo cual, resolvió no probar bocado, a pesar de lo apetitosos que parecían los platos. Después de tomar aquella heroica decisión, el pobre hombre se convenció a sí mismo de que no tenía hambre ni sed. Estaba dispuesto a dejarse morir de inanición.

Los dos criados se pusieron de acuerdo con una sola mirada; se trataba de dos tunantes que a las primeras de cambio reconocieron al infeliz que tenían delante.

—Señor —dijo uno de ellos en tono convincente—, comprendemos vuestros temores. Y con el fin de disiparlos, cada vez que os traigamos de comer y de beber probaremos delante vuestro todos los platos y los dos licores. Será para nosotros un placer el poder devolveros de este modo la tranquilidad.

—Señores —les respondió Buvat, avergonzado al ver que sus pensamientos habían sido descubiertos—, sois muy amables; pero, ¡de verdad!, es que no tengo ni sed ni hambre.

—No importa, señor —insistió el otro bergante—. Deseamos, mi compañero y yo, que no os quede ninguna duda al respecto. ¡Está decidido! Haremos la prueba que os hemos prometido. Comtois, amigo mío —prosiguió el que estaba en el uso de la palabra, sentándose en el lugar que debía de haber ocupado Buvat—, hacedme el favor de servirme un par de cucharadas de este potaje, un alón de esta pularda con arroz y dos dedos de pastel. Así está bien. ¡A vuestra salud!

—Buen provecho, señor —contestó el bueno de Buvat, contemplando con sus saltones ojos al sinvergüenza que cenaba impunemente a su costa—; soy yo el que debo estaros agradecido; me gustaría conocer vuestro nombre para conservarlo en mi memoria.

—Señor —contestó cortésmente el criado—, me llamo Bourguignon y éste es mi compañero Comtois, que será el que mañana haga la prueba. Vamos, Comtois, amigo mío, ponme un trozo de ese faisán y un buen vaso de champagne. ¿No veis que para tranquilizar al señor debo probar todos los platos y beber de todos los vinos? A vuestra salud…

— ¡Dios os lo pague, señor Bourguignon!

—Ahora, Comtois, traedme el postre, para que ya no le quede ninguna duda al señor.

—Os juro —dijo Buvat— que ya no tengo ninguna.

—No, señor, no; os pido perdón, pero todavía queda algo: Comtois, amigo mío, no dejéis que el café se enfríe; quiero tomarlo como debiera haberlo tomado el señor Buvat; y estoy seguro de que a él le gustaría caliente.

—Hirviendo —respondió Buvat—. Lo bebo hirviendo, ¡palabra de honor!

— ¡Ah! —dijo Bourguignon terminando su taza y levantando beatíficamente los ojos al cielo—. Teníais razón, señor; bien caliente está mejor.

Acabado el festín, Bourguignon se levantó y retrocedió de espaldas hasta la puerta, que los dos bromistas habían tenido buen cuidado de dejar bien cerrada mientras duraba la comida. Su compañero acarreaba la mesa, con lo que quedaba de aquella bendición.

—Si tenéis necesidad de alguna cosa, ahí tenéis tres campanillas: una en la cabecera de la cama, y las otras dos sobre el dintel de la chimenea. Las de la chimenea son para llamarnos a nosotros; la de la cabecera de la cama, para avisar al ayuda de cámara.

—Gracias, señor, sois muy amable. Yo procuraré no tener que molestar a nadie.

Nada excita tanto el apetito como la vista de una buena comida de la que se ha respirado el aroma; la que había pasado ante los ojos de Buvat, el infeliz no la había visto antes ni en sueños. El pobre hombre comenzaba a sentir unos insoportables tirones en el estómago y se reprochaba su exceso de desconfianza; pero ya era tarde. En vista de lo cual, recordó el proverbio que dice «Quien duerme bien se alimenta», y resolvió que intentaría dormir, puesto que no había cenado.

Pero en el momento de llevar a vías de efecto su resolución, Buvat se sintió presa de sus temores: ¿aprovecharían sus enemigos el momento en que conciliara el sueño para hacerle desaparecer? Miró en todos los armarios, en los cajones, detrás de las cortinas, y cuando estaba a cuatro patas buscando debajo de la cama, oyó pasos detrás de él. La posición en la que estaba le dejaba totalmente indefenso. Quedó como estaba, temblando de miedo y con la frente cubierta por un sudor frío.

—Perdón —dijo una voz al cabo de unos minutos de intenso silencio—, perdón. ¿Busca el señor su gorro de noche?

Buvat se sintió descubierto; volvió la vista hacia el individuo que acababa de dirigirle la palabra y se encontró frente a un hombre vestido completamente de negro, que llevaba doblados sobre el antebrazo varios objetos de tela, que el prisionero reconoció como prendas de vestimenta humana.

—Sí, señor —dijo Buvat—, estoy buscando mi gorro de noche.

— ¿Por qué no ha llamado el señor, en lugar de tomarse el trabajo de buscarlo por sí mismo? Yo soy el que ha tenido el honor de ser asignado como ayuda de cámara del señor y le traigo su gorro y su ropa de noche.

El lacayo extendió sobre la cama un camisón de tela rameada, y un gorro de fina batista adornado con una cinta de color de rosa, de lo más coquetón que pueda imaginarse.

— ¿Quiere el señor que le ayude a desnudarse? —preguntó el criado.

—No, señor… ¡no! —se excusó Buvat, cuyo pudor se alarmaba fácilmente; pero temiendo que su negativa pudiera ofender al criado, la acompañó con su más seductora sonrisa—. Tengo la costumbre de hacerlo yo solo. Muchas gracias, señor, muchas gracias.

El ayudante se retiró, y Buvat volvió a encontrarse solo.

Pasó una noche muy agitada, y sólo cuando amanecía, logró descabezar un sueño. Pero su descanso estuvo poblado de pesadillas y de las visiones más insensatas. Le libró de ellas la entrada del ayuda de cámara, que le preguntaba a qué hora quería desayunar.

La idea de que tenía que tragar cualquier cosa hizo que Buvat se estremeciera de pies a cabeza. No fue capaz de contestar sino con un murmullo indescifrable.

Buvat no tenía la costumbre de desayunar en la cama; saltó del lecho y rápidamente se aseó. Estando en eso, aparecieron los señores Bourguignon y Comtois trayendo el desayuno con el mismo aparato que la noche anterior.

Entonces se repitió la escena: la única variante fue que esta vez comió Comtois mientras Bourguignon servía. Pero cuando llegaba el café, Buvat no pudo resistir por más tiempo y declaró que su estómago solicitaba algo de alimento; tomaría gustosamente el café y un panecillo.

Apenas vio que la puerta se cerraba, Buvat se lanzó sobre el ligerísimo refrigerio, y sin siquiera mojar el uno en el otro, se comió el pan y bebió el café. Después, reconfortado por la colación, comenzó a ver las cosas desde un punto de vista menos pesimista.

Buvat no carecía de cierto sentido común; en su tardo entendimiento comenzó a germinar la idea de que, si por algún motivo de índole política se le privaba de libertad, era simplemente por precaución y no porque quisieran hacerle ningún daño. Prueba de ello eran los cuidados que se le prodigaban. Además, Buvat empezaba inconscientemente a experimentar la bienhechora influencia del lujo, que se introduce por todos los poros del cuerpo y ensancha el corazón. La única cosa que todavía le preocupaba era el pensar que su desaparición debía de tener a Bathilda mortalmente inquieta.

El resultado de las reflexiones fue que la mañana le resultó mucho más soportable que la tarde anterior. Por otro lado, su estómago, sosegado por el café y el panecillo, sólo le hacía sentir un moderado apetito, sensación más bien placentera cuando se tiene la seguridad de que se va a comer bien. Añadamos a eso el atractivo panorama que se divisaba desde la ventana del prisionero; sólo así comprenderemos que éste viera llegar la hora del almuerzo casi sin sentir.

A la una en punto la puerta se abrió y, como la víspera, apareció la mesa bien repleta. Buvat hizo saber a los dos fámulos que ya se sentía perfectamente tranquilizado en cuanto a las intenciones de su ilustre anfitrión, y que daba las gracias a los señores Comtois y Bourguignon por la demostración que cada uno le había hecho; de modo que esta vez les rogaba que se limitaran a servirle. Los dos criados torcieron el gesto, pero no tuvieron más remedio que obedecer.

Buvat se comió todos los platos, bebió de todos los vinos y tomó su café, lujo que él ordinariamente sólo se permitía los domingos. Como remate, paladeó un vasito de licor de madame Anfoux.

Buvat, es preciso decirlo, quedó en un estado muy cercano al éxtasis. Por la tarde, la cena transcurrió del mismo modo. De forma que, cuando el ayuda de cámara entró para desdoblar el embozo de la cama, se encontró con un hombre completamente distinto al de la noche anterior: en vez de andar a cuatro patas, Buvat se había arrellanado en un cómodo sillón, tenía puestos los pies sobre los morillos de la chimenea, y su cabeza reposaba en el respaldo de la poltrona, mientras, con los ojos semicerrados, cantaba entre dientes, con una inflexión de voz en la que se adivinaba una infinita nostalgia:

Laissez-moi aller,

Laissez-moi jouer,

Laissez-moi aller jouer sous la coudrette.

La mejoría que su estado de espíritu había experimentado en veinticuatro horas era evidente.

Esta vez Buvat se tendió voluptuosamente en la cama, y se quedó dormido a los cinco minutos. Soñó que era el Gran Turco y que, como el rey Salomón, poseía trescientas mujeres y quinientas concubinas.

Se despertó fresco como una rosa, sin otra preocupación que el ansia de tranquilizar a su Bathilda; por lo demás, se sentía perfectamente feliz.

Le habían dicho que, si lo deseaba, podía escribir a monseñor el arzobispo de Cambrai. En vista de lo cual, cortó una pluma con sumo cuidado y con su más bella escritura redactó una instancia en la que preguntaba si su cautividad iba a ser muy larga, y si podía recibir a Bathilda, o por lo menos escribirle para tranquilizarla y hacerle saber que nada le faltaba.

 

La redacción de la instancia le ocupó toda la mañana, hasta la hora del almuerzo. Cuando se sentó a la mesa entregó la misiva a Bourguignon. Un cuarto de hora después, el mismo criado regresó para comunicar al preso que monseñor había salido, pero que la instancia había sido entregada a la persona que con él compartía el despacho de los negocios públicos; esa persona había ordenado que en cuanto el prisionero hubiese terminado de comer lo llevasen a su presencia.

Guiado por Bourguignon, Buvat llegó a una especie de laboratorio situado en el sótano. Allí le esperaba un hombre de unos cuarenta años que no le era del todo desconocido, envuelto en una simple bata, que manipulaba entre frascos y retortas ante un horno encendido. En cuanto vio a Buvat, el hombre levantó la cabeza y mirándole con curiosidad le preguntó:

— ¿Sois vos el llamado Jean Buvat?

—Para serviros —respondió inclinándose.

—La instancia que habéis dirigido al abate, ¿la habéis escrito vos?

—De mi propia mano, señor.

—Tenéis una bonita escritura.

Buvat volvió a saludar, con una sonrisa de falsa modestia.

—El abate me ha hablado de los servicios que os debemos —continuó el desconocido.

—Monseñor es demasiado bueno —respondió Buvat—, no valen la pena.

— ¡Cómo que no valen la pena! Todo lo contrario; la valen, ¡y mucho! Tanto es así, que si queréis pedir algo al regente yo me encargo de transmitir vuestra demanda.

—Entonces, si sois tan amable, tened la bondad de decir a Su Alteza Real que cuando esté mejor de dinero haga lo posible por pagarme lo que me debe.

— ¿Cómo lo que os debe? ¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que tengo el honor de estar empleado en la Biblioteca Real, pero que desde hace seis años, a la hora de cobrar, siempre me dicen que no hay dinero en caja.

— ¿Y a cuánto asciende lo que se os debe?

—A cinco mil trescientas y algunas libras, más una fracción en sueldos y denarios.

—Y vos deseáis ser pagado, naturalmente.

—No os oculto, señor, que sería para mí una gran alegría.

— ¿Eso es todo lo que pedís?

—Exactamente.

—Pero, ¡en fin!, por el servicio que le habéis hecho a Francia, ¿no pedís nada?

—Si acaso, señor… reclamo el permiso para enviar una nota a mi pupila diciéndole que no esté inquieta por mi ausencia, ya que solamente estoy prisionero en el Palacio Real. Pido también, si no es abusar de vuestra amabilidad, que la dejen venir a visitarme; pero si esto ya es demasiado, me conformaré con la carta.

—Vamos a hacer algo mejor que eso. Las causas por las cuales os debíamos retener ya no existen; os devolvemos la libertad, de modo que podéis ir vos mismo a tranquilizar a vuestra pupila.

— ¡Cómo!, señor… ¿Ya no estoy prisionero?

—Podéis marcharos cuando queráis.

—Señor, hoy mismo escribiré mi petición al regente por lo de los atrasos.

—Y mañana seréis pagado.

— ¡Ah!, señor, ¡cuán bondadoso sois!

—Id, señor Buvat, id en paz… Vuestra pupila os espera.

—Tengo mucho gusto en haberos conocido. ¡Ah!, perdón; si no es indiscreción, ¿cómo os llamáis?

—Llamadme señor Felipe.

—Hasta que tenga el honor de volveros a ver, que Dios os guarde, señor Felipe.

—Adiós, señor Buvat. Un instante: he de dar una orden; si no, no os dejarían salir.

El señor Felipe tocó la campanilla y un ujier apareció.

—Haced venir a Ravanne.

El lacayo salió. Dos segundos después se presentaba el joven oficial de guardias.

—Ravanne —le indicó el señor Felipe—, conducid a este hombre honrado hasta la puerta de palacio. Está libre; puede ir donde quiera.

—Sí, monseñor. Venid, señor, os espero.

En la puerta, el centinela quiso detener a Buvat.

—Por orden de Su Alteza Real el señor regente, este caballero está libre.

—Perdón, señor —balbuceó Buvat—, ¿la persona con la que he hablado era el regente?

—Monseñor el regente en persona —respondió Ravanne.

— ¡No es posible! —exclamó Buvat—. Me ha dicho que se llamaba Felipe.

—Exactamente: Felipe de Orléans.

—Es verdad, señor, es verdad; Felipe es su nombre propio. Es un hombre muy bueno, el regente. Cuando pienso que unos infames golfos querían conspirar contra él, ¡contra el hombre que me ha prometido pagarme todo lo que se me debe! ¡Merecen ser colgados! ¿No pensáis vos así?

—Señor —contestó Ravanne riendo—, yo no tengo opinión en los asuntos importantes. ¡Bien! Monseñor parte dentro de media hora hacia la abadía de Chelles, y querrá darme algunas órdenes antes de su marcha. Lo siento, pero he de dejaros. ¡Adiós!

—Más lo siento yo, señor —dijo Buvat, haciendo al militar una reverencia.

— ¡Oh!, padrecito, ¡padrecito! —repetía Bathilda entre sollozos, mientras subía la escalera cogida del brazo de Buvat, y parándose en cada peldaño para besarle—. ¿De dónde venís? ¿Qué os ha ocurrido? ¿Qué habéis hecho desde el lunes? ¡En qué inquietud nos habéis tenido a Nanette y a mí! ¡Os deben de haber pasado cosas increíbles!

— ¡Ah sí!, completamente increíbles.

— ¡Dios mío! Contádmelo, padrecito: ¿de dónde venís ahora?

—Del Palacio Real.

—Vos, ¡de casa del regente! ¿Y qué hacíais en casa del regente?

—Estaba prisionero.

— ¡Prisionero! ¿Vos?

—Sí, prisionero de Estado.

— ¿Y por qué?

—Porque he salvado a Francia.

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Es que os habéis vuelto loco? —exclamó Bathilda espantada.

—Imagínate: había una conspiración contra el regente, ¡y yo estaba mezclado en ella!

— ¡Vos!

—Sí, yo, pero sin saberlo. ¿Te acuerdas del príncipe de Listhnay?

Pues era un falso príncipe, hija mía, ¡un falso príncipe!

—Entonces, las copias que hacíais para él…

—Eran manifiestos, proclamas, actas incendiarias. Preparaban una revuelta general: Bretaña… Normandía… los Estados Generales… el rey de España… ¡He sido yo quien lo ha descubierto todo!

— ¡Vos! —exclamó Bathilda cada vez más asustada.

—Sí, yo. Y monseñor el regente me acaba de llamar «¡el salvador de Francia!». Y me ha prometido que me van a pagar todos los atrasos que me deben. ¡Casi puedo decir que el regente es mi amigo!

—Padre mío, padre mío… habéis hablado de conspiradores, ¿sabéis el nombre de alguno de ellos?

—El principal de todos es el duque del Maine. Además del conde de Laval, un tal marqués de Pompadour, el barón de Valef, el príncipe de Cellamare, y ese desgraciado abate Brigaud. ¡He copiado la lista completa!…

—Padrecito… —insistió Bathilda con un hilo de voz—. Entre los nombres, ¿habéis visto… el nombre… el nombre de… el caballero… de Harmental?

— ¡Ah! Creo que sí —respondió Buvat. El caballero de Harmental es el jefe de la conjura.

— ¡Oh! ¡Desgraciado!, ¡desgraciado de vos! —exclamó Bathilda retorciéndose los brazos—. ¡Habéis matado al hombre que amo!

Pensando que quizás le daría tiempo de avisar a Raoul del peligro que le amenazaba, Bathilda atravesó la calle de dos saltos; jadeante y sudorosa, empujó la puerta del cuarto del caballero, que cedió al primer toque. A la vista de la muchacha apareció el cadáver del capitán, tendido sobre el suelo y nadando en un charco de sangre.

Se precipitó hacia la puerta gritando auxilio; pero al llegar al descansillo cayó al suelo dando un terrible alarido.

Los vecinos acudieron en tropel; Bathilda había perdido el conocimiento. Al caer, su cabeza había dado en el filo de la puerta y presentaba una brecha de bastante importancia.

Entraron a Bathilda en la casa de madame Denis, que se dispuso a prestarle los primeros auxilios.

En cuanto al capitán Roquefinnette, puesto que no llevaba encima ningún papel por el que se le pudiera identificar, su cuerpo fue trasladado al depósito de cadáveres, donde tres días después lo reconoció la Normanda.