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100 Clásicos de la Literatura

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—Imposible, señor, imposible… —protestó Villeroy, que perdía más y más la serenidad.

— ¡Cuidado, señor mariscal!… —le interrumpió el duque de Orléans en tono altivo—. Creo que me estáis faltando al respeto.

—Monseñor —insistió el mariscal ya del todo fuera de sí—, Su Majestad no permanecerá un solo instante a solas con vos, puesto que… —Villeroy no encontraba las palabras.

—Puesto que… ¡Seguid!

—Puesto que soy el responsable de su persona —terminó el mariscal, que ante aquella especie de desafío, no quiso dar la impresión de que cedía ante el regente.

Después de aquel inaudito diálogo se hizo en la sala un silencio impresionante.

—Señor de Villeroy —habló calmosamente Su Alteza—. Temo que estáis equivocado de medio a medio, o que hayáis olvidado a quién estáis hablando. Marqués de Lafare —prosiguió el regente, dirigiéndose ahora al capitán de los guardias—, cumplid con vuestro deber.

Sin esperar más, el duque de Orléans penetró con el rey en el gabinete, y cerró la puerta tras de sí.

Al instante el marqués de Lafare se acercó al mariscal y le pidió la espada.

El mariscal quedó por unos instantes aturdido. Hacía tanto tiempo que vivía sumergido en su propia impertinencia, que había llegado a creerse inviolable. Quiso decir algo, pero la voz le falló. A una intimación más imperativa que la primera, desprendió su espada del cinto y la entregó al marqués de Lafare.

Alguien abrió una de las puertas-ventana; al pie de la misma se veía una silla de manos; dos mosqueteros de las compañías grises empujaron hacia ella al mariscal. La portezuela fue cerrada, y D’Artagnan y Lafare se colocaron a ambos lados. Custodiada por los dos y seguida por los mosqueteros, la silla y su contenido se dirigieron hacia la Orangerie y penetraron en un aposento apartado; tras ella solo siguieron el marqués de Lafare y su ayudante D’Artagnan.

Todo había ocurrido tan rápidamente, que el mariscal no había tenido tiempo de serenarse. El pobre hombre se creía irremisiblemente perdido.

—Señores —exclamó pálido como un muerto—, espero que no voy a ser asesinado.

—No, señor mariscal —contestó Lafare—, tranquilizaos; se trata de algo mucho más sencillo y menos trágico.

— ¿De qué se trata?

—Se trata, señor mariscal, de las dos cartas que pensabais entregar al rey esta mañana.

El mariscal sintió que un estremecimiento le recorría la espalda y llevó su diestra al bolsillo donde guardaba las cartas.

—Señor duque —le hizo observar Lafare—, aunque pretendáis deshaceros de los originales, estamos autorizados a deciros que el regente tiene las copias. Además, debéis saber que nadie nos reprochará que os quitemos esas cartas, aunque para ello hayamos de utilizar la fuerza.

— ¿Me aseguráis, señores, que el regente tiene las copias?

— ¡Os damos nuestra palabra de honor! —dijo D’Artagnan.

—En este caso —replicó Villeroy—, no veo razón alguna que me aconseje intentar destruir esas cartas. Si había aceptado entregarlas al rey fue sólo por complacer a alguien.

—De eso no nos cabe duda, señor mariscal —asintió muy serio Lafare.

—Aquí están las cartas —dijo Villeroy entregándoselas.

Lafare rompió el sello con las armas españolas, y se aseguró de que efectivamente se trataba de los papeles que le habían encargado requisar.

—Mi querido D’Artagnan —continuó el marqués—, llevad al mariscal a su destino. Recomendad, por favor, a las personas que le acompañen que tengan con él todos los respetos debidos por su rango.

La silla volvió a ser cerrada. El cortejo siguió hasta la verja, donde esperaba una carroza tirada por seis caballos. D’Artagnan tomó asiento al lado del mariscal. La banqueta frontera fue ocupada por un oficial de mosqueteros y un gentilhombre de la casa del rey, cuyo nombre era Libois. La carroza iba escoltada por veinte mosqueteros: cuatro en cada portezuela y los doce restantes tras el coche. D’Artagnan hizo una señal y la comitiva partió al galope. Lafare volvió a palacio, llevando las dos cartas de Felipe V.

Capítulo XXII

EL PRINCIPIO DEL FIN

EL «LIT DE JUSTICE».

Eran las dos de la tarde del día que tan aciago fue para el mariscal de Villeroy. Harmental aprovechaba la ausencia de Buvat, al que todos creían en la Biblioteca; arrodillado a los pies de Bathilda, repetía por milésima vez que la quería y que no amaría a nadie más que a ella. Nanette interrumpió a los tórtolos para avisar a Raoul de que alguien le esperaba en su casa para un asunto de importancia. Harmental se acercó a la ventana y vio que el abate Brigaud se paseaba como una fiera enjaulada. El caballero tranquilizó con una sonrisa a Bathilda y volvió a su alojamiento.

— ¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Harmental.

— ¿Es que no os habéis enterado?

—No sé nada; absolutamente nada. Contádmelo, ¿qué ha pasado? A juzgar por vuestra cara es algo grave…

— ¿Grave? ¡Dios mío! ¡Casi nada! Hemos sido traicionados. Han arrestado al mariscal de Villeroy esta mañana en Versalles, y las dos cartas de Felipe V se encuentran en poder del regente.

— ¿Qué decís, abate?… ¿Queréis repetirlo? ¿Es que estoy atontado, o que no oigo bien?

El abate volvió a reiterar, palabra por palabra, la triple noticia.

Harmental escuchó el triste relato de Brigaud, de cabo a rabo, y comprendió que la situación había llegado a un punto crítico.

— ¿Eso es todo? —preguntó con una voz en la que no se percibía la menor alteración.

—Por el momento es todo —respondió el abate.

— ¿Y cuál es vuestra opinión?

—Que el juego se enreda, pero que la partida no está perdida. El mariscal de Villeroy no era un elemento clave de la conspiración. El único que resulta implicado es el príncipe de Cellamare; pero éste, gracias a su condición de diplomático, no tiene nada que temer.

— ¿Quién os ha dado la noticia?

—Valef, que lo sabía por el señor del Maine.

— ¡Bien! Es necesario que veamos a Valef.

—Le he citado en vuestra casa.

— ¡Raoul! ¡Raoul! —gritaba en aquel momento una voz en la escalera.

—Aquí lo tenemos —dijo Harmental, descorriendo el cerrojo de la puerta y haciendo entrar al recién llegado.

—Gracias, querido amigo —saludó el barón de Valef—, ya pensaba que Brigaud se había equivocado de dirección, y me disponía a volver por donde había venido. ¡Y bien!, supongo que sabéis que la conspiración se ha ido al diablo.

— ¿Qué decís, barón? —exclamó Brigaud.

—Como lo oís. Incluso temí no poder venir yo personalmente a daros la noticia. Estaba con el príncipe de Cellamare cuando vinieron a llevarse sus papeles.

— ¿Se llevaron los papeles del príncipe?

—Todos, excepto los que habíamos podido quemar, que desgraciadamente eran pocos. Todos los demás, Dubois en persona cargó con ellos.

— ¿Dubois ha ido a casa del embajador?

—El mismo que viste y calza. Estábamos el príncipe y yo hablando tranquilamente de nuestros asuntillos, mientras revisábamos los papeles de una arquilla, quemando éste, guardando aquél, cuando el ayuda de cámara ha entrado y nos ha avisado que una compañía de mosqueteros tenía rodeada la casa, y Dubois y Leblanc querían hablar con el embajador. El príncipe vació en la chimenea el contenido entero de la arquilla; me hizo pasar a un gabinete excusado; tuve el tiempo justo de esconderme antes de que Dubois y Leblanc penetraran en la habitación en busca de Cellamare; éste, para dar tiempo a que se quemaran los papeles, se colocó frente a la chimenea, procurando ocultar la hoguera con los faldones de la bata de casa que vestía.

»—Monseñor —saludó el príncipe—, ¿puedo saber a qué debo la buena fortuna de vuestra visita?

»— ¡Bah!, una tontería —contestó Dubois—. Simplemente, que Leblanc y yo queremos oler vuestros papeles. De los cuales, estas dos cartas del rey Felipe V nos han hecho llegar el aroma».

— ¿Y qué contestó el príncipe? —preguntó Harmental.

—Quiso alzar la voz, evocó el derecho de gentes… Pero Dubois, a quien no le faltan dotes de buen dialéctico, le ha hecho notar que si alguien había violado el derecho de gentes era él mismo, al encubrir una conspiración abusando de sus privilegios diplomáticos. Entre tanto, Leblanc, sin encomendarse a Dios ni al diablo, andaba ya huroneando en los cajones del escritorio; Dubois hacía lo mismo en los demás muebles. Para colmo de desgracias, Dubois dirigió en aquel momento la mirada hacia el fuego y se dio cuenta de que entre las cenizas aparecía un papel todavía intacto; se lanzó sobre él y logró rescatarlo en el momento en que las llamas iban a empezar a quemarlo. No sé lo que contenía aquel papel; pero sí sé que Cellamare se ha puesto pálido como un muerto.

»—Puesto que hemos encontrado casi todo lo que deseábamos —ha dicho Dubois— y no tenemos tiempo que perder, ahora precintaremos vuestra casa.

»— ¡Sellos en mi casa! —ha protestado el embajador. Leblanc tomó de una bolsa algunas tiras de papel, el lacre y los sellos, y comenzó la operación de precintado. Primero, el escritorio y el armario. Una vez puestos los sellos en esos dos muebles, avanzó hacia la puerta del gabinete donde yo me encontraba encerrado.

»—Señores —dijo Dubois a dos mosqueteros que en aquel momento aparecieron—, aquí tenéis al señor embajador de España, al que acuso de alta traición contra el Estado; tened la bondad de acompañarle al coche que le espera y de conducirle al lugar que ya sabéis. Si opone resistencia, llamad a ocho hombres para que os ayuden».

— ¿Y qué hizo el príncipe? —preguntó Brigaud.

—El príncipe siguió a los dos oficiales, y cinco minutos después, yo me encontraba encerrado y bajo sellos.

 

— ¡Pobre barón! —exclamó Harmental—. Pero, ¿cómo diablos os las habéis arreglado para escapar?

— ¡Ahora viene lo bueno! Dubois llamó al ayuda de cámara del príncipe y le preguntó:

«— ¿Cómo os llamáis?

»—Lapierre, monseñor, para serviros —respondió el criado, temblando como un azogado.

»—Querido Leblanc; explicad, os lo ruego, al señor Lapierre cuál es el castigo para los que quebrantan un sello.

»—Galeras —respondió Leblanc en el tono amable que le conocéis.

»—Mi querido señor Lapierre —continuó Dubois, más dulce que la miel—, si tocáis aunque sea con la punta de los dedos una de esas tiritas de papel, o uno de esos sellos, estáis listo. Si por el contrario queréis ganar cien luises, custodiad fielmente los sellos que acabamos de poner, y dentro de tres días recibiréis los cien hermosos luises.

»— ¡Prefiero los luises! —dijo el granuja de Lapierre.

»— ¡Pues bien! Firmad esta carta, y quedaréis nombrado custodio del gabinete del príncipe.

»— ¡A vuestras órdenes, monseñor! —respondió Lapierre, y firmó.

»Dubois desapareció seguido de su acólito. Cuando Lapierre hubo visto que el coche se alejaba, volvió al gabinete.

»— ¡Deprisa, señor barón!, ya se han ido, ¡aprovechad para escapar!

»— ¿Y por dónde diablos quieres que me marche?».

—Mirad hacia arriba.

»—Ya veo… el respiradero.

»— ¡Procurad llegar a él! Poned una silla sobre otro mueble, lo que sea… el respiradero da a la alcoba.

»— ¿Y luego?

»—Cerca está la escalera de servicio, que llevará al señor barón a la cocina; por ella saldrá al jardín y podrá escapar por la puerta pequeña; quizá la grande esté vigilada.

»Seguí al punto las instrucciones de Lapierre, y luego vine aquí de un salto, esto es todo».

— ¿Dónde se han llevado al príncipe de Cellamare? —preguntó Harmental.

— ¿Acaso lo sé yo? —replicó Valef—. A prisión, sin duda.

En aquel momento se oyeron los pasos de alguien que subía por la escalera. Se abrió la puerta, y Boniface asomó su cara mofletuda.

—Perdón, excusadme, señor Raoul; no es a vos a quien busco, sino a papá Brigaud.

— ¿Qué queréis?

—Yo nada. Es madre Denis la que os llama; quiere preguntaros por qué convocan mañana al Parlamento.

— ¡El Parlamento se reúne mañana! —exclamaron al unísono Valef y Harmental.

— ¿Y con qué fin? —se preguntó Brigaud—. ¿Dónde te has enterado tú?

— ¿Dónde va a ser? En casa de mi procurador. ¡Diablos! Maître Joulu había ido a las oficinas del primer ministro, y en aquel preciso instante llegaban las órdenes de las Tullerías.

—Algún golpe de Estado se prepara —murmuró Harmental.

—Corro a casa de madame del Maine para prevenirla —dijo Valef.

—Y yo —indicó Brigaud— a casa de Pompadour para averiguar más noticias.

—Yo me quedo —dijo Harmental—. Si hago falta, ya sabéis dónde estoy.

Harmental dejó pasar cinco minutos y salió a su vez; pero hacia casa de Bathilda. La muchacha estaba inquieta. Eran las cinco de la tarde y Buvat no había regresado todavía.

Al día siguiente, a las siete de la mañana, Brigaud vino en busca de Harmental; el joven ya estaba vestido y le esperaba. Bien envueltos en sus capas, con el ala del sombrero abatida, siguieron la calle de Clery, luego la plaza de la Victoire y el jardín del Palacio Real.

Todas las avenidas que llevaban a las Tullerías estaban protegidas por destacamentos de caballería ligera y mosqueteros; los mirones abarrotaban la plaza del Carroussel. Brigaud y su compañero se mezclaron con la muchedumbre; les abordó un oficial de los mosqueteros grises, bien embozado en su capa, que resultó ser Valef. Brigaud le preguntó:

— ¡Y bien!, barón, ¿sabéis algo nuevo?

—Abate —dijo Valef—, os estábamos buscando. Por aquí andaban Laval y Malezieux por si os veían.

— ¿No se ha producido ninguna demostración hostil? —preguntó Harmental.

—Hasta ahora, ninguna. El duque del Maine y el conde de Toulouse fueron convocados para el consejo de regencia que ha de celebrarse antes del Lit de justice. A las siete y media estaban los dos, acompañados de madame del Maine, en las Tullerías.

— ¿Se sabe lo que le ha ocurrido al príncipe de Cellamare?

—Se lo han llevado a Orléans en un coche de cuatro caballos.

— ¿Y no se sabe nada de aquel papel que Dubois pescó en las cenizas?

—Nada.

— ¿Qué piensa madame del Maine?

—Que se prepara algo contra los príncipes legitimados, a los que se va a desposeer de algún privilegio.

—Y en cuanto al rey…

— ¿No sabéis? Parece que existía un pacto entre el mariscal y el señor de Fréjus; si alejaban a uno, el otro debía abandonar también a Su Majestad. Desde ayer por la mañana no se sabe nada de Fréjus. De forma que el pobre niño, que había tomado bastante bien la pérdida de su mariscal, después de la de su obispo se muestra inconsolable.

— ¿Y por quién lo sabéis?

—Por el duque de Richelieu, que ayer, sobre las dos, llegó a Versalles para hacer su visita al rey y encontró a Su Majestad desesperado. Contando al rey cincuenta tonterías logró hacerle reír.

— ¡Mirad, mirad!… —señaló Harmental—. Parece que algo se mueve. ¿Habrá terminado el consejo de regencia?

En efecto, algo ocurría en el patio de las Tullerías; los coches del duque del Maine y del conde de Toulouse, dejando el lugar donde aguardaban, se aproximaron al pabellón del Reloj. Al instante se vio aparecer a los dos hermanos. Cambiaron algunas palabras, después cada uno subió a su carroza, y salieron por el portón de la verja que daba al río. Al rato, nuestros amigos vieron a Malezieux, que parecía buscarlos.

— ¡Y bien! —preguntó Valef—, ¿sabéis algo de lo que ocurre?

—Temo que todo esté perdido —respondió Malezieux.

— ¿Habéis visto que el duque del Maine y el conde de Toulouse han abandonado el consejo de regencia?

—Estaba en el muelle cuando pasaba el coche. El duque ha hecho que uno de los lacayos me entregara esta nota:

«No sé qué traman contra nosotros, pero el regente nos ha invitado, a Toulouse y a mí, a que abandonemos el consejo. Aquella invitación parecía una orden. Puesto que toda resistencia era inútil, hemos tenido que obedecer. Procurad ver a la duquesa, que debe encontrarse en las Tullerías, y decidle que me retiro a Rambouillet, donde esperaré el desarrollo de los acontecimientos.

»Vuestro, afectuosamente,

Louis Auguste».

— ¡Qué cobarde! —exclamó Valef.

— ¡Mirad la clase de gente por la que arriesgamos nuestras cabezas! —murmuró Brigaud.

—Un momento, abate —le interrumpió Harmental—. ¡El diablo me lleve! ¡Es él! ¡No os alejéis de aquí, señores!…

—Mirad, mis princesas —peroraba el individuo en cuestión, ilustrando sus palabras con unas líneas que trazaba en el suelo con la punta de su bastón, mientras a cada uno de sus movimientos su larga espada rozaba las piernas de los vecinos—, esto es un «lecho de justicia»; sé mucho de ello, porque lo vi con ocasión de la muerte del difunto rey, cuando abrieron su testamento. Mirad: todo pasa en una gran sala, larga y cuadrada; la forma no importa. El trono del rey lo ponen aquí, los pares en este lado, y el Parlamento en el otro.

—Dime, Honorine —interrumpió una de las dos damiselas—, ¿te divierte mucho el cuento este?

—Mira, Eufémie: por lo visto el caballero piensa tenernos así hasta las cinco de la tarde, con una tortilla y tres botellas de vino blanco. ¡Te prevengo, galán, que si no nos das de comer como habías prometido, te dejamos plantado!

— ¡A comer, a comer! —gritaron a la vez las dos semidoncellas—. ¡Nada de miserias!

— ¿Qué queréis? El mundo está lleno de ellas. Mirad, probablemente una miseria, y bien gorda, está sufriendo ahora el señor del Maine. Por lo que a mí respecta tengo el estómago tan cerrado que me sería imposible tragar un solo bocado. ¿No me habíais pedido que os llevara a un espectáculo? Mirad, ahí tenéis uno muy bonito… Quien mira se alimenta.

—Capitán —dijo Harmental dando en el hombro a Roquefinnette—, ¿podría hablar con vos dos palabras?

—Cuatro, caballero, cuatro, y con el mayor placer. Esperad aquí, gatitas —añadió dirigiéndose a las damiselas—, y si alguien intenta… ya sabéis, hacedme una señal. Caballero, ya os había visto; pero no me correspondía a mí el abordaros.

—Capitán, quería saber si, llegado el caso, podría encontraros en el lugar de costumbre.

— ¡Siempre, caballero, siempre!… Soy como la yedra: allí donde me pego, allí me quedo; y como la yedra, soy planta trepadora; cuando los valores van de baja, yo subo a lo más alto. Y ahora estoy en el mismísimo desván.

— ¿Cómo, capitán? —dijo Harmental riendo y llevando su mano al bolsillo—. ¿Andáis en apuros y no sois capaz de acordaros de vuestros amigos?

— ¿Pedir yo prestado? —respondió el capitán, deteniendo con un gesto la liberal disposición del caballero—. ¡Alto ahí! Cuando realizo un servicio, está muy bien. Si hago un trato, ¡maravilloso! Pero debéis disculparme: veo que mis dos cabezas locas se impacientan. Si tenéis necesidad de mí, ya sabéis dónde encontrarme. Adiós, caballero; hasta la vista.

Como sólo eran las once, y el Lit de justice con toda seguridad no terminaría hasta las cuatro, el caballero pensó que en lugar de quedarse en la plaza del Carroussel, haría bien en dedicar a su amor las tres o cuatro horas de que disponía.

Harmental encontró a la pobre niña más y más inquieta. Buvat no había regresado desde que se marchara el día anterior. Nanette se había enterado en la Biblioteca que llevaba cinco días sin aparecer por allí. Bathilda sentía instintivamente que la amenaza de una desgracia, oculta pero inevitable, se cernía sobre ella.

Para los enamorados el tiempo pasó con la rapidez de siempre. Los dos jóvenes se separaron, después de convenir que si averiguaban algo nuevo, inmediatamente se lo comunicarían uno al otro.

Al salir de la casa el caballero volvió a encontrar a Brigaud. El Lit de justice había concluido; corrían vagos rumores de que se avecinaban terribles medidas.

Al poco rato llegó Pompadour. Explicó que al parecer el Parlamento había querido oponerse, pero que al final, todos se habían doblegado a la voluntad del regente. Las cartas del rey de España habían sido leídas y causaron una gran indignación. Se había decidido que los duques y los pares ocuparan en el orden jerárquico un lugar inmediatamente inferior al de los príncipes de sangre. La categoría de los príncipes legitimados quedaba asimilada a la de simples pares, con excepción del duque de Toulouse, al que se reconocían, de por vida, todos sus privilegios y prerrogativas.

Madame del Maine quedaría vigilada: se le comunicó que debía abandonar inmediatamente sus habitaciones de las Tullerías.

En la habitación de Harmental se encontraban reunidos éste, Pompadour y Brigaud. De pronto, el abate, cuyo oído era muy fino, llevó el dedo índice a sus labios. A los pocos instantes se abría la puerta y penetraban en la estancia un soldado de las guardias francesas al que acompañaban una linda modistilla y otro personaje.

Eran el barón de Valef y Malezieux.

La modistilla apartó la manteleta negra que ocultaba su rostro; era madame del Maine.

Capítulo XXIII

EL HOMBRE PROPONE

DAVID Y GOLIAT

— ¡Vuestra Alteza aquí, en mi casa! —exclamó Harmental—. ¿Qué he hecho yo para merecer tal honor?

—Ha llegado el momento, caballeros —dijo la duquesa—, de poner a prueba la adhesión de aquellos que nos estiman. Pero nunca podrá decirse que si madame del Maine expone la vida de sus amigos, ella no comparte los riesgos. ¡A Dios gracias, soy la nieta del gran Condé! Y me siento digna de mi abuelo.

—Vuestra Alteza sea dos veces bienvenida —dijo Pompadour—, porque nos saca de un gran apuro. Todos queríamos ponernos a vuestras órdenes; pero no nos atrevíamos a ir al Arsenal, que seguramente debe de estar vigilado por la policía.

—Lo mismo pensé yo —asintió la duquesa—. Por eso, en lugar de esperaros, he resuelto venir a vuestro encuentro.

—Veo con alegría que los acontecimientos de esta horrible jornada no han abatido a Vuestra Alteza —dijo Malezieux.

— ¿Acobardarme yo, Malezieux? ¡Supongo que, conociéndome, no lo habéis pensado ni por un instante! ¡Abatida! Al contrario… nunca me he sentido más fuerte y con mayor empeño. ¡Oh, si yo fuera un hombre!…

 

—Para cinco hombres abnegados no hay nada imposible, señora. Pensemos que el regente no se conformará con lo que ha hecho. Mañana, pasado mañana, esta tarde quizás, podemos ser arrestados todos. Dubois va diciendo por ahí que el papel que salvó del fuego en casa de Cellamare no era otra cosa que la lista de los conjurados.

—Pero será difícil intentar cualquier cosa: después del fracaso, el regente está prevenido —observó Malezieux.

—Al contrario —replicó Pompadour—, resultará más sencillo; pensará que hemos abandonado nuestros planes, y bajará la guardia.

—Prueba de ello —recalcó Valef— es que el regente está tomando ahora menos precauciones que nunca. Desde que la señorita de Chartres es la abadesa de Chelles va a verla una vez por semana y atraviesa el bosque de Vincennes llevando solamente al cochero y a dos lacayos; y eso, a las nueve de la noche…

— ¿Y en qué día hace la visita? —preguntó Brigaud.

—Los miércoles —respondió Malezieux.

— ¿El miércoles? ¡Es mañana! —observó la duquesa.

—Pues bien… Si me autorizáis, reuniré siete u ocho hombres, esperaré en el bosque, lo raptaré, y en tres o cuatro días llegaré a Pamplona —propuso Valef.

—Un momento, querido barón —protestó Harmental—, he de recordaros que es a mí a quien corresponde esa empresa.

—Todo lo que puedo hacer por vos, querido Harmental, es dejar que decida Su Alteza, puesto que ambos queremos servirla.

—Que así sea, y yo decido —la princesa hablaba al caballero— que el honor de la empresa os pertenece. Un hijo de Luis XIV y la nieta del gran Condé ponen su destino en vuestras manos. Yo confío en vuestra abnegación y en vuestra valentía. Para vos, mi querido Harmental, todo el peligro y todo el honor.

—Acepto reconocido el uno y el otro, señora —contestó Harmental, besando respetuosamente la mano que le tendía la duquesa—. Mañana, o habré muerto, o el regente irá camino de España.

—Caballero, ¿estáis seguro de volver a encontrar a los hombres que os escudaron la otra vez? —preguntó Valef.

—Sí, lo estoy; por lo menos, a su jefe.

— ¿Cuándo le veréis?

—En un cuarto de hora estaré en su casa.

— ¿Cómo sabremos que consiente en ayudaros?

—Podemos vernos en los Champs Élysées. Malezieux y yo —dijo la princesa— iremos en un coche sin blasones ni lacayos. Pompadour, Valef y Brigaud se nos unirán por separado. Esperaremos las noticias de Harmental para tomar las últimas disposiciones.

—Está bien —asintió el caballero—. Mi hombre vive precisamente en la calle de Saint-Honoré.

—Quedamos de acuerdo —concluyó la duquesa—. Dentro de una hora, todos en los Champs Élysées.

La duquesa volvió a tomar el brazo de Valef y ambos salieron. Malezieux los siguió a los pocos instantes para no perderlos de vista. Los últimos en abandonar la casa fueron Brigaud, Pompadour y Harmental.

El caballero se presentó en el albergue de la Fillon, con una tranquilidad impropia de su peligrosa situación, y se informó de si el capitán Roquefinnette estaba visible.

La alcahueta le preguntó si había sido él quien dos meses antes preguntara por el capitán. El caballero, creyendo que así allanaría obstáculos, en el caso de que los hubiera, respondió afirmativamente. La Fillon llamó a una de sus pupilas y le ordenó que conduje se al visitante a la habitación número 72, en el quinto piso.

— ¡Entrad! —autorizó Roquefinnette con su voz de chantre.

El caballero deslizó un luis en la mano de la guía, abrió la puerta, y se encontró cara a cara con el capitán.

El cuarto hacía juego con los malos tiempos que estaba pasando Roquefinnette, que aparecía tumbado en un mal catre y se alumbraba con un cabo de vela.

— ¡Vaya, vaya!… —dijo Roquefinnette en tono de burla—. Con que sois vos, caballero… Os esperaba.

— ¿Me esperabais, capitán? ¿Y qué os ha inducido a pensar que vendría a visitaros?

—Los acontecimientos, señor…

—No os entiendo.

—Quiero decir que por lo visto hemos decidido declarar la guerra abierta y que por eso venimos a reclutar al pobre capitán Roquefinnette, que tendrá que luchar como un lansquenete…

—Algo hay de eso, querido capitán. Vuestro único error consiste en pensar que os había olvidado. Si nuestro plan hubiese tenido éxito habría venido a entregaros vuestra recompensa, igual que ahora lo hago para pediros ayuda. Ahora se trata de aprovechar que el regente atraviesa sin escolta el bosque de Vincennes cuando vuelve de ver a su hija. Hemos de raptarlo y llevarlo a España. —Perdón, pero antes de proseguir, caballero, os prevengo que siendo nuevo el trato, habrán de ser nuevas las condiciones.

—Eso no se discute, capitán. Las condiciones las pondréis vos. Lo importante es saber si disponéis de los hombres.

—Dispongo de ellos.

— ¿Estará todo a punto mañana a las dos?

—Lo estará.

— ¿Algo más?

—Sí, señor; hay algo más: dinero para comprar caballos y armas.

—Hay quinientos luises en esta bolsa; tomadla.

—Está bien; os daré cuenta del dinero.

—Quedamos en que nos veremos en mi casa a las dos.

—Allí estaré.

— ¡Adiós, capitán!

—Hasta la vista, caballero. No os extrañará que esta vez sea un poco exigente.

—Es muy natural.

Harmental bajó la interminable escalera sin mayores incidentes.

Cuando llegó a la encrucijada donde se había señalado la cita vio un coche parado a un lado del camino; dos hombres paseaban a cierta distancia. Al divisar a Harmental, una mujer sacó con impaciencia la cabeza por la ventanilla del coche. El caballero reconoció a madame del Maine, a la que acompañaban Malezieux y Valef. Es inútil indicar que los dos paseantes eran Pompadour y Brigaud.

En pocas palabras Harmental relató lo ocurrido. La duquesa le dio a besar su mano y los hombres estrecharon las suyas.

Quedó convenido que al día siguiente, a las dos, la duquesa, Laval, Pompadour, Valef, Malezieux y Brigaud, irían a casa de la madre de Avranches, que vivía en el arrabal de Saint-Antoine, en el número 15, y que allí esperarían el resultado de la operación.

Eran las diez de la noche. Aquel día Harmental apenas había visto a Bathilda. Se dirigió a su casa y creyó ver la sombra de una mujer en el quicio del portal de la casa de su amada. Avanzó hacia ella y reconoció a Nanette.

Buvat no había aparecido aún; la pobre mujer esperaba, muy asustada, por si veía a Buvat o al caballero. Harmental subió rápidamente las escaleras. La pobre muchacha estaba angustiada.

— ¡Dios mío, Dios mío! —exclamó Bathilda después de haber hecho entrar al joven—. Pensaba que también a vos os había ocurrido algo…

—Bathilda —contestó el caballero con una triste sonrisa, y con una mirada llena de ternura—, mi querida Bathilda: en algunas ocasiones me habéis dicho que veíais en mí algo misterioso que os asustaba…

— ¡Sí, sí!… Este es el tormento de mi vida, mi único temor…

—La mano que tengo en la mía puede conducirme a la mayor felicidad o a la más profunda tristeza. Bathilda, decidme: ¿estáis dispuesta a compartir conmigo lo bueno y lo malo, la suerte y la desgracia?

—Todo con vos, Raoul. Todo… ¡todo!

—Pensad en lo que os comprometéis, Bathilda. Quizás sea una vida feliz y brillante la que nos esté reservada; pero también puede ser el destierro, quizás el cautiverio… puede incluso ocurrir que yo haya muerto antes de que vos lleguéis a ser mi esposa.

—Raoul, vos sabéis que os amo. Vuestra vida es la mía; vuestra muerte, mi muerte. Una y otra están en manos de Dios; ¡hágase su voluntad!

Ante el crucifijo los jóvenes se abrazaron, cambiaron el primer beso, y volvieron a jurar ser el uno para el otro.

Cuando Harmental dejó a Bathilda, Buvat no había regresado todavía.

Hacia las diez de la mañana el abate Brigaud entró en casa de Harmental. Le traía veinte mil libras, parte en oro y parte en libranzas españolas. Nada había cambiado desde la víspera. La duquesa del Maine seguía considerando a Harmental su salvador.

Brigaud y el caballero abandonaron la casa; el primero, para reunirse con Valef y Pompadour; Harmental para volver a casa de Bathilda.