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100 Clásicos de la Literatura

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Digne envoyé d’un grand monarque,

Recevez de ma main la glorieuse marque

De l’ordre qu 'on vous a promis:

Thessandre, apprenez de ma bouche,

Queje vous mets au rang de mes amis

En vous faisant chevalier de la Mouche.

El coro estalló en un vivísimo:

Viva sempre, viva, e in onore cresca

II nuovo cavaliere della Mosca.

A la última nota, se abrió una segunda puerta lateral, dejando ver el salón espléndidamente iluminado, en cuyo centro había una mesa servida para un magnífico banquete.

El nuevo caballero de la Abeja ofreció su mano al hada Ludovica y ambos se encaminaron hacia el comedor, seguidos por el resto de los concurrentes.

Un bello niño vestido de dios Amor los detuvo. Llevaba en la mano una urna de cristal que contenía las papeletas enrolladas para una lotería de nuevo estilo. La mayoría de los billetes venían en blanco; solamente en diez se habían escrito algunas palabras: «canción», «madrigal», «epigrama», «improvisación»… Los invitados que sacasen alguna de aquellas papeletas estaban obligados a pagar su deuda durante la comida; los demás solamente tenían que comer, beber y aplaudir.

Las damas estaban autorizadas a solicitar un colaborador, y éste, a cambio de sus poéticos servicios, recibía un beso como premio. Como puede verse, todo estaba organizado en el estilo más tontamente pastoril.

El hada sacó el primer billete: llevaba la palabra «improvisación»; todos los demás lo hicieron a continuación. Harmental se alegró de la suerte que le hizo sacar una papeleta en blanco. Después del sorteo todos se sentaron a la mesa, cada uno en el sitio previsto, que estaba señalado por una tarjeta con el nombre del invitado.

Aquella lotería no era en el fondo tan ridícula como parecía. Hay que tener en cuenta, en primer lugar, que los versos, los sonetos y los epigramas estaban muy de moda en la época, cuya futilidad retrataban de maravilla. La vasta llama de poesía que Corneille y Racine habían alumbrado, hacía tiempo que se había extinguido casi totalmente; sólo quedaba el rescoldo del fuego que iba iluminando el mundo entero y que ahora daba solamente la modesta chispa de algunos juegos de ingenio. Pero aparte de seguir la moda, aquella justa cortesana tenía un motivo oculto, que solamente algunos iniciados conocían.

Al comienzo de la comida reinaba, como suele suceder, un frío silencio de buen gusto; había que ir entrando en confianza con la pareja, y además, acallar el apetito.

El hada, preocupada quizás por la improvisación que le había tocado en suerte, permanecía silenciosa. Malezieux, viendo que era tiempo de animar la reunión, se dirigió a madame del Maine:

—Hada Ludovica, a todos vuestros súbditos preocupa un silencio al cual no les tenéis acostumbrados.

— ¿Qué queréis, mi querido canciller? He de confesar que estoy obsesionada por esa improvisación.

—En ese caso, permitidme que maldiga esa ley poética que vos misma habéis dictado, y que nos roba el sonido de vuestra voz, porque:

Cha que mot qui sort de ta bouche

Nous surprend, nous ravit, nous touche:

II a mille agréments divers.

Pardone, princesse, si j’ose

Faire le procès a ta prose,

Qui nous a privé de tes vers.

—Querido Malezieux, tomo la improvisación a mi cuenta; ya estoy en paz con la sociedad, y os debo un beso.

— ¡Bravo! —exclamaron todos los invitados.

—Veamos, querido Apolo —prosiguió la duquesa, volviéndose hacia Saint-Aulaire que estaba hablando en voz baja con la señora de Rochan—: Decid en voz alta el secreto que confiabais a vuestra hermosa vecina.

La divinité qui s’amuse

A me demander mon secret,

Si j’étais Apollon, ne serait pas ma muse,

Elle serait Thétis et le jour finirait

El madrigal, que cinco años después habría de llevar a Saint-Aulaire a la Academia, tuvo tal éxito, que durante unos minutos nadie se atrevió a hacerle la competencia.

Saint-Genest tiró un candelabro con aparente torpeza.

—Hada hermosa, no debéis reíros de mi desmaña; ved en ello un homenaje a la belleza de vuestros ojos.

— ¿Cómo es eso, mi querido abate?

—Sí, gran hada; os lo voy a probar:

Ma muse séverè et grossière

Vous soutient que tant de lumière

Est inutile dans les cieux.

Sitôt que notre auguste

Aminte Fait briller l’éclat de ses yeux,

Toute autre lumiére est éteinte.

Tal como había supuesto madame del Maine, la comida había tomado un cariz tan frívolo que pese a los temores de los invitados conocedores de lo que se tramaba, ningún extraño hubiera sido capaz de adivinar bajo aquella futilidad aparente el escondido hilo de una conspiración.

Se acercaba el momento de abandonar la mesa. A través de las ventanas cerradas y de las puertas entreabiertas llegaban desde el jardín algunos arpegios que anunciaban las nuevas diversiones que esperaban a los comensales.

Lagrange-Chancel, que no había soltado una sola palabra durante la comida, dijo de pronto volviéndose hacia la duquesa:

—Perdón, señora, yo no he pagado mi deuda todavía.

— ¡Oh!, es verdad, Achiloque mío; ¿no es un soneto lo que nos debéis?

—No, señora; el azar me ha reservado una oda, y ha sido para mí una gran suerte.

Después, con una voz profunda que armonizaba perfectamente con las palabras que salían de su boca, dijo unos versos cuyo eco habría de llegar hasta el Palacio Real, y que, según relata Saint-Simon, hicieron que el regente derramase lágrimas de rabia:

Vous, dont l’éloquence rapide,

Contre deux tyrans inhumains,

Eut jadis l’audace intrépide

D’armer les Grecs et les Romains,

Contre un monstre encor plus farouche…

Poursuis ce prince sans courage,

Déjà par ses frayeurs vaincu,

Fais que dans l’opprobre et la rage

Il meure comme il a vécu;

Et qu’en son désespoir extréme,

Il ait recours au poison même

Préparé par ses propres mains!

El efecto que causaron tales versos es inenarrable.

En cuanto el poeta hubo dicho la última estrofa, en medio de un sepulcral silencio, madame del Maine se levantó y seguida por todos pasó al jardín.

Capítulo XV

LA REINA DE LOS GROENLANDESES

Los hermosos jardines que había diseñado Le Nótre para Colbert, y que éste había vendido al duque del Maine, en manos de la duquesa se habían convertido en un escenario de cuento de hadas. Especialmente los de Sceaux, con el gran lago, en medio del cual se alzaba el pabellón de la Aurora. Todo el mundo quedó maravillado cuando, desde la escalinata, comprobó que las largas avenidas, los hermosos árboles, los setos, aparecían envueltos en guirnaldas de luz que transformaban la noche en un día espléndido. Al mismo tiempo, llegaba la melodía de una música deliciosa, en tanto comenzaba a rebullir en el paseo central algo tan extraño y tan inesperado, que la risa se hizo general entre la concurrencia. Se trataba de un juego de bolos gigantescos, acompañados de la correspondiente bola, que se ordenaron en la forma que marcan las reglas del juego, y que, después de hacer una profunda reverencia a la duquesa del Maine, comenzaron a cantar una triste elegía en la que los bolos se quejaban de que, menos afortunados que los juegos de anillas, el balón y la pelota, habían sido desterrados de los jardines de Sceaux; los pobres bolos pedían que aquella injusticia, que tan cruelmente había venido a herir al pobre juego, fuese reparada; todos los invitados apoyaron la solicitud a la que finalmente la duquesa accedió.

Acto seguido, los nueve bolos iniciaron un ballet, acompañado de tan singular cabeceo y tan grotescos movimientos, que el éxito de los bolos-bailarines sobrepasó, sin duda, al que habían obtenido los bolos-cantores.

Una vez obtenido lo que deseaban, los bolos se retiraron para ceder el sitio a otros personajes, siete en total, que venían completamente cubiertos por unas gruesas pellizas que disimulaban sus cuerpos y sus rostros; se trataba de una embajada que los habitantes de Groenlandia enviaban al hada Ludovica. Llegado frente a madame del Maine, el jefe de los groenlandeses hizo una reverencia, y comenzó su discurso.

—Señora, los pueblos de Groenlandia han deliberado en una asamblea general de la nación, y me han elegido a mí para que ofrezca a Vuestra Alteza Serenisima la soberanía de todos sus Estados.

La alusión era tan clara, que hubo un murmullo de aprobación entre los reunidos, en tanto que los labios de la encantadora Ludovica se desplegaban en una agradable sonrisa.

—La fama sólo se acerca a nuestro país remoto para anunciar las maravillas realmente excepcionales; pero esta vez ha querido llegar a nuestros desiertos helados, porque pensó que estaba obligada a darnos a conocer los encantos, las virtudes, y los sentimientos de una Alteza Serenisima que aborrece al ardiente sol.

Esta nueva alusión fue acogida con mayor entusiasmo si cabe que la primera. En efecto, el sol era la divisa del regente; no es de extrañar que madame del Maine tuviera predilección por la noche.

—Pero —dijo madame del Maine—, parece que ese reino que me ofrecéis está muy lejos y, os lo confieso, yo temo a los viajes largos.

—Habíamos previsto vuestra observación, señora. Ved ahora: gracias a los encantamientos de un poderoso mago, ¡genios del polo, traed a este jardín el palacio de vuestra soberana!…

Se escuchó una música fantástica y el gran estanque, hasta entonces oscuro como un negro espejo, reflejó una luz tan hábilmente dispuesta, que se hubiese podido creer que era la propia luna la que lo alumbraba. Al destello de aquella iluminación, apareció una isla de hielo, y al pie de un pico nevado, el palacio de la reina de Groenlandia, al que se llegaba por un puente tan ligero que parecía hecho de una nube. Entre las aclamaciones generales, el embajador tomó una corona de manos de uno de sus acompañantes y la colocó en la frente de la duquesa. La reina subió a su trineo y por encima del levísimo puente, acompañada por los siete embajadores, se dirigió hacia el palacio, en el que penetró por una puerta que simulaba la de una caverna. Cuando llegaron, se hundió el puente, y estalló en derredor del pabellón de la Aurora un castillo de fuegos artificiales, que era la demostración tangible de la alegría que los groenlandeses sentían a la vista de su nueva reina.

 

A su llegada al Palacio de Hielo madame del Maine fue introducida por un lacayo en la habitación más retirada de la mansión, y los siete embajadores, después de haberse quitado sus gorros y sus pellizas, resultaron ser el príncipe de Cellamare, el cardenal de Polignac, el conde de Laval, el marqués de Pompadour, el barón de Valef, y los caballeros de Harmental y de Malezieux. El lacayo no era otro que nuestro amigo Brigaud.

Como se ve, la fiesta se despojaba de las máscaras y de los disfraces para adquirir su auténtico aspecto de conspiración.

—Señores —dijo la duquesa, con su acostumbrada vivacidad—, no tenemos ni un momento que perder; que cada uno cuente lo que ha conseguido, de modo que podamos hacer un resumen general de la situación.

—Perdonad, señora —hizo observar el príncipe—, me habíais hablado de un hombre al que no veo aquí y al que hubiera estado deseando vivamente encontrar en nuestras filas.

—Os referís al duque de Richelieu, ¿no es cierto? —le preguntó la duquesa.

—En efecto; el regimiento que manda está en Bayona y podría sernos muy útil. ¿Queréis, os lo suplico, dar la orden de que si llega se le introduzca inmediatamente?

—Abate, ya habéis oído; avisad a Avranches.

Brigaud salió para cumplir el mandato.

—Bien —dijo la duquesa—, sentémonos y vamos a comenzar. Veamos, Laval, empezad vos.

—Yo, señora, en el cantón de los Grisones he reclutado un regimiento de suizos. Entrará en Francia cuando se le ordene.

— ¡Bien, querido conde! Y puesto que un Montmorency no puede aceptar un grado inferior al de coronel, tomaréis el mando de ese regimiento, en tanto encontramos algo mejor que ofreceros. Y cuando vayáis a España llevad el Toisón de Oro en vez de la encomienda del Espíritu Santo; en aquel país es más seguro. Y vos, Pompadour —prosiguió la duquesa—, ¿qué es lo que habéis hecho?

—De acuerdo con las instrucciones de Vuestra Alteza fui a Normandía, y de allí os traigo treinta y ocho adhesiones de las mejores.

Sacó un papel del bolsillo y lo entregó a la princesa.

Ésta asió el papel con tal rapidez que pareció que se lo arrebataba al marqués. Después de haberlo leído comentó:

—Muy bien: lo firman gentes de todos los rangos y familias; así nadie podrá decir que sólo nos apoya un grupo exclusivo.

— ¿Y vos, caballero? —prosiguió madame del Maine volviéndose hacia Harmental.

—Yo, señora, según lo que dispuso Vuestra Alteza, marché a Bretaña. En Nantes abrí el sobre que contenía las instrucciones. He conseguido que se nos unan los señores de Mont-Louis, de Bonamour, de Pont-Callet y de Rohan-Soldue. Bastará que España envíe algunos barcos a la costa para que toda Bretaña se levante.

— ¿Lo veis?, ¿lo veis, príncipe? —exclamó la duquesa dirigiéndose a Cellamare.

—Está bien: pero esos cuatro hombres, por muy influyentes que sean, no son los únicos que necesitamos; hay otras gentes importantes que debemos atraer.

—También estos se han adherido, príncipe —hizo observar Harmental—. Tomad, aquí están las cartas en las que se comprometen…

Y sacando de sus bolsillos varios paquetes de pliegos abrió dos o tres al azar, que llevaban las firmas: «Marqués de Décourt», «La Rochefoucault-Gondral», «Conde de Erée»…

—Bien, príncipe —interpeló madame del Maine al embajador—, ¿os dais por vencido al fin? Ved, otras cartas: Lavanguyen, BoisDavy, Fumée… ¿Y vos, Valef? Os he dejado para el último porque vuestra misión era la más importante.

— ¿Qué diría Vuestra Alteza Serenísima de una carta escrita por el rey Felipe en persona?

—Diría que era más de lo que podía imaginar.

—Príncipe —dijo Valef pasando la carta a Cellamare—, vos conocéis la letra de Su Majestad… Comprobad si este escrito es auténtico.

—Por completo —asintió Cellamare haciendo con la cabeza un gesto afirmativo.

— ¿A quién va dirigida? —preguntó madame del Maine.

—Al rey Luis XV, señora.

—Muy bien; se la daremos a Villeroy, que se encargará de ponerla a la vista de Su Majestad. Veamos lo que dice:

«El Escorial, 16 de marzo de 1718.

»Desde que la Providencia dispuso que yo ocupase el trono de España, no he olvidado un solo instante las obligaciones que todo bien nacido tiene contraídas con su país de origen…».

—Esto, señores, va dirigido a los fieles súbditos de la monarquía francesa —dijo la duquesa interrumpiendo la lectura y saludando graciosamente a los que la rodeaban. Después prosiguió, impaciente por conocer el resto:

«No creo necesario subrayar las funestas consecuencias que ha de tener la última alianza que os han hecho concertar… También es inútil que vuelva a repetiros que todas las fuerzas de España estarán siempre al servicio de la grandeza de Francia, dispuestas a humillar a sus enemigos, y a demostrar a Vuestra Majestad el aprecio sincero e inexpresable que siento hacia ella».

— ¡Bien, señores!, ¿qué decís a esto?

—Su Majestad Católica hubiera podido unir a esta carta otra dirigida a los Estados Generales —observó el cardenal.

—Ésta la traigo yo —dijo Cellamare sacando a su vez un papel del bolsillo.

—Entonces, ¡no nos falta nada! —afirmó madame del Maine.

—Nos falta Bayona, la puerta de Francia —insistió Cellamare moviendo la cabeza.

En ese momento penetró Avranches en la sala y anunció al duque de Richelieu.

Capítulo XVI

EL DUQUE DE RICHELIEU

— ¡Por fin! —exclamó la duquesa—. Señor duque, veo que no habéis cambiado; a lo que parece, vuestros amigos pueden contar con vos igual o menos aún que vuestras amantes.

—Al contrario, señora —respondió Richelieu a la duquesa, besándole la mano—; y el que me encuentre aquí demuestra a Vuestra Alteza que sé arreglármelas para cumplir con todos mis compromisos.

— ¡Confesáis que el venir a verme ha sido para vos un sacrificio! —exclamó la duquesa, soltando una provocadora sonrisa.

—Mil veces mayor de lo que podáis suponer. ¿Adivináis a quién acabo de abandonar?

— ¿A la señorita de Valois, quizás?

—A ésta la reservo para hacerla mi esposa cuando hayamos vencido y yo sea un príncipe español. No, señora; por Vuestra Alteza he dejado a las dos burguesitas más encantadoras que se pueda imaginar.

— ¡Dos burguesas!… ¡Duque! —protestó madame del Maine.

— ¡No las despreciéis! Dos mujeres encantadoras: madame Michelin y madame Renaud. ¿No las conocéis? La primera es una rubia deliciosa, y la otra una morena adorable, ojos azules, cejas negras…

—Perdón, señor duque, ¿puedo permitirme el recordaros que estamos reunidos para tratar formalmente de un asunto muy serio?

— ¡Ah!, es verdad; estamos conspirando…

— ¿Lo habíais olvidado?

— ¡Naturalmente!, todas las veces que puedo. Pero veamos, señora: ¿cómo anda la conspiración?

—Tomad; si leéis estas cartas, sabréis tanto como nosotros.

—Perdonad, Alteza, que no lo haga; no leo ni siquiera las cartas que me dirigen a mí.

— ¡Bien!, duque —intervino Malezieux—, estas son las cartas de compromiso en las que los señores bretones se muestran dispuestos a sostener los derechos de Su Alteza. Y este documento es un manifiesto de protesta.

— ¡Oh! ¡Dadme ese papel! ¡Yo también protesto!

—Pero, ¿sabéis contra qué?

—No me importa, yo protesto de todo —y tomando el papel, estampó su nombre debajo de la última firma.

—Dejadle hacer, señora —intervino Cellamare—; el nombre de Richelieu es una buena recomendación.

— ¿Y esta carta? —preguntó el duque señalando la de Felipe V.

—Esta carta —indicó Malezieux— es de puño y letra de Su Majestad Católica.

— ¡Buena cosa! —aplaudió Richelieu—. ¿Y Vuestra Alteza piensa que se puede confiar en los Estados Generales? Yo, por mi parte, respondo de mi regimiento de Bayona.

—Lo sé —indicó Cellamare—, pero he oído decir que van a cambiarlo de guarnición.

— ¿Es eso cierto?

—Por desgracia así es.

—Dadme papel y tinta: ahora mismo voy a escribir al duque de Berwick.

«Señor duque de Berwick, par y mariscal de Francia:

»Puesto que mi regimiento está dispuesto para emprender la marcha en cualquier momento, etcétera, etcétera…

Duque de Richelieu.».

La duquesa tomó la carta, la leyó y la pasó a su vecino, éste al siguiente, de modo que dio la vuelta a toda la mesa.

—Y ahora, veamos, bella princesa —prosiguió Richelieu—. ¿Cuáles son vuestros proyectos?

—Obtener del rey, por medio de estas dos cartas, la convocatoria de los Estados Generales.

—Pero, ¿creéis que conseguiremos la orden del rey?

—El rey firmará la orden; prometeré a Villeroy la Grandeza y el Toisón. Aunque la ayuda de madame de Villeroy sería más eficaz que la del propio mariscal.

— ¡Hombre!, eso me hace recordar que… —murmuró Richelieu—. No os preocupéis; de eso me encargo yo. Conseguiré de ella todo lo que queramos, y como su marido no hace más que lo que ella quiere, en cuanto regrese el mariscal tendremos la convocatoria de los Estados Generales.

— ¿Cuándo vuelve el mariscal?

—Dentro de ocho días.

—Señores —dijo la duquesa—, ya habéis oído. Entre tanto cada uno debe proseguir la misión que se le haya asignado.

— ¿Y qué día tendremos una nueva reunión? —preguntó Cellamare.

—Esto dependerá de las circunstancias —respondió la duquesa. Después, volviéndose hacia Richelieu—: ¿Podremos disponer de vos para lo que resta de la noche, duque?

—Pido perdón a Vuestra Alteza, pero es imposible; me esperan en la calle de Bons-Enfants.

— ¡Cómo! ¿Habéis vuelto con la señora de Sabran?

—Nunca habíamos roto, señora. Yo no hago jamás las cosas a medias.

— ¡Bien! Que Dios nos ayude a todos, y procuraremos tomar ejemplo de vos, señor duque. Creo que es hora de volver al jardín, si no queremos que extrañe nuestra ausencia.

—Con el permiso de Vuestra Alteza —dijo Laval—, es necesario que os retenga un momento más para daros cuenta de un problema que debo resolver.

—Hablad, conde, ¿de qué se trata?

—De los manifiestos, las memorias y las protestas. Habíamos convenido que los haríamos imprimir utilizando operarios que no supiesen leer.

— ¿Y bien?

—Compré una prensa, y la instalé en la bodega de una casa mía situada detrás del Val-de-Gráce. Ayer la policía hizo un registro. Felizmente, los alguaciles de Voyer de Argenson no vieron nada que les inspirase sospechas.

—Traed la prensa a mi casa —indicó Pompadour.

—O a la mía —añadió Valef.

—No, no —opinó Malezieux—; una prensa es algo muy peligroso; mi consejo es que recurramos a un copista, a quien pagaremos bien para que guarde silencio.

—Sí, pero, ¿dónde hallar a ese hombre?

—Estoy pensando… —intervino Brigaud—. Creo que tengo lo que necesitamos: un autómata, que ni siquiera leerá lo que escriba.

—Además, para mayor precaución —indicó Cellamare—, podemos redactar los documentos más importantes en español. Conviene que el tipo en cuestión no ponga los pies en la embajada de España. Debemos comunicar con él por medio de un intermediario.

—Ahora sí que ya no nos retiene nada —cerró la reunión la duquesa—. Señor de Harmental, vuestro brazo, por favor.

Los enviados groenlandeses, convertidos en simples invitados de la fiesta, embarcaron en una góndola y salieron del pabellón por debajo de una florida galería adornada con las armas de Francia y de España, que había sustituido al puentecillo aéreo por el que habían entrado.

La diosa de la noche, vestida con un largo hábito de seda negra sembrado de estrellas de oro, les esperaba al otro lado del lago, acompañada de las doce horas en que se divide su imperio. El grupo comenzó a entonar una cantata apropiada al momento. A las primeras notas que moduló la solista, Harmental se sobresaltó, pues la voz de la cantante tenía tal parecido con otra que él muy bien conocía, que el caballero dio un respingo, movido por un impulso involuntario. Desgraciadamente no podía ver la cara de la diosa, ya que estaba totalmente velada.

 

— ¡Perdón!, señora… —se disculpó Harmental ante la duquesa, que le miraba extrañada—. Debo confesar que esa voz me trae recuerdos muy queridos…

—Esto prueba que sois un buen aficionado a la ópera, mi querido caballero, y que apreciáis como se merecen los talentos de mademoiselle Bury.

Harmental ofreció de nuevo su brazo a la duquesa, y ambos se dirigieron hacia el palacio.

En aquel instante se escuchó una débil exclamación. Harmental se volvió maquinalmente.

—No es nada —comentó Richelieu—, ha sido la pequeña Bury, que suele sufrir ligeros vahídos; no os preocupéis; en las mujeres esos accesos no son peligrosos…

Dos horas después, el caballero de Harmental se encontraba de vuelta en París, a donde regresó acompañado de Brigaud, y entraba en la buhardilla que había abandonado hacía seis semanas.

Capítulo XVII

UN PRETEXTO

Lo primero que sintió Harmental al llegar a su habitación fue una sensación de bienestar indefinible. Se hubiera dicho que había abandonado la alcoba el día antes, ya que, gracias a los maternales cuidados de la buena señora Denis, todo se encontraba en su sitio. Corrió a la ventana, la abrió de par en par, y envió una intensa mirada de amor a través de los cerrados cristales de su vecina; sin duda Bathilda dormía.

Harmental permaneció asomado durante casi media hora, respirando a pleno pulmón el aire de la noche; después cerró la ventana, se acercó al piano y deslizó los dedos por encima de las teclas; luego cogió la carpeta donde guardaba el comenzado retrato de Bathilda. Al fin se acostó, y mientras conciliaba el sueño creía oír de nuevo la cantata que interpretaba la señorita Bury.

Por la mañana Harmental abandonó la cama de un brinco y corrió de nuevo a los cristales. Lucía un sol espléndido, pero la ventana de Bathilda seguía herméticamente cerrada.

El caballero se arregló, y una y otra vez se asomó a la calle con la esperanza de ver a la joven. Apoyado en el alféizar esperó más de una hora, pero en vano. Se diría que en el cuarto de la joven no hubiere nadie. Harmental tosió, cerró y abrió los postigos, pero todo fue inútil.

Poco a poco, a la extrañeza siguió la inquietud; ¿cuál podía ser el motivo que impulsara a la muchacha a abandonar el centro de su vida dulce y sosegada? ¿A quién preguntar? ¿Cómo informarse de lo ocurrido?

Madame Denis, que no había vuelto a ver a su huésped desde el día de la famosa comida, no había olvidado los cuidados que aquél le prodigara cuando se desmayó; eso hizo que le recibiera como al hijo pródigo.

La buena comadre informó a Raoul de que el día anterior había visto a Bathilda en su ventana, y Boniface se había encontrado con Buvat al volver del trabajo.

Era todo lo que Harmental quería saber; agradeció de nuevo a madame Denis sus bondades y se despidió.

En el descansillo Harmental encontró al abate Brigaud, que llegaba para hacerle a madame Denis su cotidiana visita. Harmental, que no pensaba salir de casa, le indicó que le esperaba en su habitación.

Se sentó ante el clavicordio y después de una brillante improvisación, cantó, acompañándose a su modo, la balada de La noche que había escuchado la víspera.

Cuando acabó los últimos compases oyó tras de él unos aplausos; se volvió y vio al abate Brigaud.

— ¡Diablos!, abate, no sabía que erais tan gran melómano.

—Ni vos tan buen músico. ¡Cáspita! Una canción que sólo habéis oído una vez.

—La melodía me gustó y la retuve en la memoria.

—Y, además, fue tan admirablemente cantada, ¿no es así?

—En efecto; la señorita Bury tiene una voz preciosa.

— ¿La voz fue lo que os gustó?

—Así es —convino Harmental.

—Entonces, no hace falta que vayáis a la ópera si queréis volverla a oír; vuestra ventana es un magnífico palco de proscenio.

— ¡Cómo!, ¿la diosa de la noche?…

—Es vuestra vecina.

— ¡Bathilda! —exclamó Harmental—. Por algo yo… ¡No me había equivocado!, ¡la reconocí! Pero, ¿cómo es que la pobre Bathilda…?

—Mi querido pupilo; ya que sois tan curioso, os voy a contar todo. El abate Chaulieu conoce a vuestra vecina; necesita de alguien que le copie sus poesías y emplea al bueno de Buvat, por éste ha conocido a la señorita Bathilda. Es una joven de mucho mérito; no solamente canta como un ruiseñor, sino que también dibuja como un ángel. El abate Chaulieu habló de ella con tanto entusiasmo a la señorita Delaunay, que ésta decidió encargarle los disfraces de la fiesta a la que asistimos ayer noche.

—Pero esto no explica que fuera Bathilda y no la señorita Bury la que cantó en Sceaux.

—Mademoiselle Delaunay la tuvo retenida tres días en el palacio, dando los últimos toques a los trajes. Anteayer, el director de la ópera hizo llamar a vuestro murciélago para comunicarle algo de importancia. Durante la ausencia de la Delaunay, Bathilda se sentó ante el clavicordio, comenzó por unos acordes, siguió con unas escalas, y sintiéndose inspirada, empezó a cantar no sé qué trozo de ópera. En aquel momento la señorita Delaunay entreabrió suavemente la puerta, escuchó el aria hasta el final, y luego se abrazó al cuello de la cantora y le pidió con lágrimas en los ojos que la sacase de un grave apuro. Mademoiselle Bury se había comprometido a interpretar al día siguiente la cantata de La noche, pero se encontraba gravemente indispuesta; no se podía contar con ella. Ya no habría balada de La noche, ni fiesta, ni nada, si Bathilda se negaba a salvar la situación. Madame del Maine llegó desesperada por lo que acababa de saber relativo a la enfermedad de la Bury. Como vos no ignoráis, caballero, cuando la duquesa se empeña en algo no hay forma de negarse. La pequeña Bathilda tuvo que rendirse; pero con la condición de que nadie había de saber que la que cantaba no era la señorita Bury.

—Entonces —preguntó Harmental—, ¿cómo es que vos lo sabéis?

— ¡Ah!, por una circunstancia fortuita. Todo fue de maravilla hasta al final de la canción; pero en el momento en que la galera que nos conducía desde el pabellón de la Aurora llegaba a tierra firme, la pobre diosa de la noche dio un grito y se desmayó en brazos de sus vasallas las horas. Le quitaron el velo para echarle un poco de agua en el rostro; en ese momento pasaba yo y quedé sorprendido al ver a vuestra vecina en el puesto de mademoiselle Bury.

— ¿Y la indisposición?… —preguntó Harmental lleno de inquietud.

—No fue nada; un mareo momentáneo, una emoción pasajera. En cuanto Bathilda se recuperó, se negó a permanecer ni un minuto más en el palacio de Sceaux. Pusieron un coche a su disposición. Debió de llegar a su casa una hora antes de que nosotros partiéramos.

— ¿Una hora antes? Gracias, abate, es todo cuanto quería saber.

—Pues ya que es así, puedo irme.

— ¿Cuándo volveré a veros?

—Probablemente mañana —respondió el abate.

Después de lo cual, Brigaud se retiró, con su inconfundible sonrisa en los labios, en tanto que Harmental volvía a abrir la ventana.

A las cuatro y algunos minutos Harmental vio a Buvat que torcía por la esquina de la calle de Temps-Perdu, del lado de la de Montmartre. No había duda: si Buvat volvía tan pronto era porque estaba inquieto por Bathilda. ¡Ella estaba enferma!

Por fin se notaban signos de vida en la casa de enfrente. Alguien levantó la cortina y apareció la ancha faz de Buvat con las narices pegadas al cristal; pero a los pocos instantes se volvió con viveza, como si alguien le hubiera llamado, y dejó caer nuevamente el visillo de muselina.

Harmental comió con cierto remordimiento: ¡cómo era posible que estando tan preocupado, sintiera tanto apetito!

Por mucho que insistiese Buvat, por mucho que ponderase lo agradable de la temperatura, todo fue inútil; su pupila no quiso abandonar su encierro. No así Mirza, que saltando por la ventana sin que nadie la invitase, se puso a corretear alegremente por la terraza, se metió en la gruta, volvió a salir, bostezó, sacudió las orejas, y reanudó sus cabriolas.