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100 Clásicos de la Literatura

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El despacho del regente ofrecía la particularidad de ser a la vez el de un político, un sabio y un artista. El centro de la estancia estaba ocupado por una mesa enorme, cubierta por un tapete verde, cargada de papeles y llena de tinteros y de plumas. Alrededor de la mesa principal, en pupitres, caballetes, soportes y escabeles, se veían: la partitura de una ópera a medio acabar, los esbozos de varios cuadros y una retorta casi llena. El regente, con una extraña vitalidad, era capaz de pasar en un instante de los problemas más intrincados de la política a la caprichosas fantasías del dibujo; de los cálculos abstractos de la química, a las inspiraciones tristes o alegres de la música. Para él nunca hubo nada peor que el aburrimiento. Nunca estuvo un momento desocupado; por esto quería tener siempre a mano las cosas que más le divertían.

Nada más entrar en su gabinete, y a pesar de que dentro de dos horas se tenía que reunir el consejo, se precipitó hacia uno de los dibujos inacabados, que representaba una escena idílica entre Dafnis y Cloe, y se puso a trabajar. Un ayudante vino a recordarle que su madre, madame Isabelle-Charlotte, había preguntado por dos veces si podría visitarlo. El regente, que sentía el más afectuoso respeto por la princesa palatina, respondió que si ella podía recibirle inmediatamente, él pasaría a sus habitaciones. Un instante después, la puerta del gabinete volvía a abrirse para dar paso a la princesa.

La madre del regente era, como sabemos, la viuda de Monsieur, el hermano de Luis XIV. Había llegado a Francia después de la extraña e inesperada muerte de Enriqueta de Inglaterra. En cuanto al físico, la alemana no tenía nada a su favor; difícilmente haría olvidar a su esposo la belleza de su primera mujer; si hemos de creerla cuando se describía a sí misma, tenía unos ojos minúsculos, una nariz gruesa y chata, los labios grandes y aplastados, mejillas mofletudas; una cara enorme, cualquier cosa menos hermosa. Luis XIV la había elegido como cuñada, no para aumentar las bellezas de la corte, sino para hacer valer sus pretensiones sobre las tierras de la otra orilla del Rin.

Gracias a esos objetivos políticos, Madame (que ese era el título que le correspondía), a la muerte de su esposo, en vez de ser obligada a retirarse a un convento o al castillo de Montargis, siguió ostentando, por voluntad de Luis XIV, todos los títulos y honores; y esto, pese a que el rey no había olvidado la bofetada que la augusta madre y dio a su hijo, el joven duque de Chartres, en plena Galería de Versalles, cuando éste le anunció su boda con la señorita de Blois (hija bastarda del rey). El joven duque, por su parte, que se casaba contra su voluntad, compartía el mal humor de su madre. De modo que cuando Monsieur murió, y el duque de Chartres se convirtió en el nuevo duque de Orléans, fue para su madre uno de los hijos más respetuosos que jamás pudieron existir. Aquel cariño respetuoso fue con el tiempo en aumento; llegado a regente, el duque otorgó a su madre una situación en la corte análoga a la de su propia esposa.

En palacio todos tenían para la princesa las más altas consideraciones. El regente le había confiado el gobierno interior de la casa de sus propias hijas (nietas de la princesa); la duquesa de Orléans, perezosa empedernida, casi se alegraba de aquel arreglo. Aunque según lo que cuenta la princesa palatina en sus memorias, era motivo de continuos disgustos para ella.

En el momento en que el regente vio aparecer a su madre, se levantó, se dirigió hacia ella, le hizo una reverencia, la tomó de la mano y la condujo a un sillón, permaneciendo él de pie.

—Bueno, hijo mío… —dijo la princesa con su fuerte acento alemán, después de haberse acomodado bien en el sillón—, ¿qué me dicen de algo que os ocurrió ayer por la noche?

— ¿Ayer por la noche?… —contestó el regente, haciendo un esfuerzo por recordar.

—Sí, al salir de casa de la señora de Sabran.

— ¡Oh!, ¿no es más que eso?…

—Vuestro amigo Simiane va diciendo por todas partes que os quisieron matar, y que tuvisteis que escapar por los tejados.

—Simiane está loco, madre. No fue por huir, sino para ganar una apuesta; y ahora va contando tonterías porque le puso furioso haber perdido.

— ¡Hijo, hijo!… Nunca os convenceréis de que vuestra vida puede correr peligro… Y sin embargo, bien conocéis de lo que son capaces vuestros enemigos.

— ¡Bah, madre!… ¿Os habéis vuelto tan católica que ya no creéis en la predestinación? Yo creo en ella; y además, pienso que eso de tener miedo queda reservado para los tiranos. Ya sabéis lo que dice de mí Saint-Simon: ¡que desde Luis el Bondadoso no ha habido otro príncipe más benévolo! ¿A quién queréis que tema?

— ¡Dios mío!, ¡a nada!; quisiera que no tuvierais que temerle a nada. Si todo el mundo os conociera como yo, y supiesen que sois tan bueno que ni siquiera guardáis rencor a vuestros enemigos, entonces no temería. Pero Enrique IV, al que dicen que os parecéis mucho, era también bueno, y no por eso dejó de tropezar con un Ravaillac. No debierais salir nunca sin escolta. Sois vos, y no yo, quien necesita un regimiento de guardias.

—Madre, ¿queréis que os cuente una historia?

—Sí, sin duda.

— ¡Pues bien! Sabed que existía en Roma, no recuerdo en qué siglo de la República, un cónsul muy valiente que tenía, como Enrique IV y yo mismo, el vició de recorrer las calles por la noche. Ocurrió que fue enviado a luchar contra los cartagineses, y que, gracias a una máquina de guerra que había inventado, que llamaban «el cuervo», ganó la primera batalla para los romanos. Cuando se disponía a regresar a Roma, pensaba por anticipado en las fiestas y honores que a su llegada se le dedicarían. En efecto, el pueblo le esperaba fuera de las puertas de la ciudad para llevarlo en triunfo hasta el Capitolio, donde aguardaba el Senado.

»Los senadores le anunciaron que en recompensa por su victoria, se le concedía el honor de ir siempre precedido por un músico, que iría anunciando por todas partes que aquel que le seguía era el famoso Duilio, vencedor de los cartagineses. Duilio, orgulloso ante tal distinción, volvió a su casa con la cabeza bien alta, precedido por el flautista y entre las aclamaciones de la muchedumbre que gritaba: «¡Viva Duilio!, ¡viva el vencedor de los cartagineses!, ¡viva el salvador de Roma!». Era algo tan embriagador, que el pobre cónsul estuvo a punto de perder la cabeza. Su alegría y satisfacción eran inmensas. Y así llegó la noche.

»Duilio tenía una amante a la que quería mucho, y que le aguardaba impaciente. Se bañó, se perfumó lo mejor que supo, y cuando su reloj de arena marcó la hora romana que correspondía a las once, salió con todo sigilo; pero no se había acordado de su músico. Apenas había dado cuatro pasos, cuando aquél, reconociendo al cónsul, se colocó unas varas por delante de él y comenzó a tocar con todas sus fuerzas; todos los que por allí pasaban se volvían; los que estaban en sus casas salían a la puerta; y los que estaban acostados se levantaban para asomarse a las ventanas: «¡Mirad, el cónsul Duilio!, ¡viva Duilio!, ¡viva el vencedor de los cartagineses!, ¡viva el salvador de Roma!». Era muy halagador pero muy inoportuno; quiso hacer callar al músico; pero éste le repuso que las órdenes que había recibido del Senado eran estrictas: no podía dejar de tocar ni un solo instante.

»Viendo que era inútil discutir, el cónsul intentó librarse de su melómano acompañante echando a correr. Todo inútil; el flautista reguló su paso con el del cónsul y siguió tocando. Duilio iba lanzado como una liebre, los romanos no sabían cuál era el motivo de aquella carrera, pero al descubrir que era el triunfador de la víspera, seguían aglomerándose a su paso y continuaban con sus gritos: «¡Viva Duilio!, ¡viva Duilio!». Al pobre hombre le quedaba una sola esperanza: que en medio del barullo, pudiera llegar a la casa de su amada y deslizarse por la puerta que ella habría dejado entreabierta. Pero el rumor había llegado hasta la vía Suburrana; y cuando el cónsul llegó al fin delante de la graciosa y hospitalaria casa, comprobó que, como en el resto del barrio, todos los moradores habían despertado. Mientras se alejaba el cónsul, llegaban a sus oídos las voces que daba el marido desde la ventana: «¡Viva Duilio!, ¡viva Duilio!». El pobre hombre volvió a su casa, desesperado.

»Viendo que en adelante ya no podría guardar el incógnito, el cónsul volvió a Sicilia, donde, rabioso como estaba, dio tal paliza a los cartagineses, que llegó a pensarse si habría acabado con todas las Guerras Púnicas pasadas y futuras. En Roma hubo tal explosión de entusiasmo, que se decidió celebrar el nuevo triunfo con unas fiestas tan solemnes como las del aniversario de la fundación de la ciudad; en cuanto al recibimiento que se haría al vencedor, sería todavía más grandioso que en la anterior ocasión.

»El Senado se reunió a fin de deliberar sobre la nueva recompensa a que se había hecho acreedor Duilio. Éste expuso a la augusta asamblea cuáles eran sus nuevos deseos.

»— ¡Padres de la Patria! ¿Es vuestra intención darme una recompensa que me sea agradable?

»—Nuestra intención es haceros el hombre más feliz de la tierra —contestó el presidente de la asamblea.

»—Pues bien, senadores: si creéis que lo merezco, en recompensa por esta segunda victoria quitadme a ese tunante de flautista que me habíais otorgado como premió de la primera.

»El Senado encontró muy extraña la petición, pero había dado su palabra. El flautista fue retirado con la mitad del sueldo, en vista del buen certificado que pudo presentar. Duilio, libre al fin de su maldito músico, pudo acercarse otra vez, discretamente y sin escándalo, a la puerta de la casita que una victoria le había cerrado, y que una segunda victoria le volvió a abrir.

 

— ¿Y bien? —preguntó la princesa—, ¿qué tiene que ver esta historia con mi temor a que os asesinen?

— ¿Qué tiene que ver? —replicó el príncipe—. Que si por un simple músico le ocurrió todo eso al pobre cónsul, ¡juzgad lo que me ocurriría a mí si llevase todo un regimiento de guardias acompañándome!

— ¡Felipe!, ¡Felipe!… —protestó la princesa, riendo y suspirando a la vez—, ¿cuándo os decidiréis a no tratar tan ligeramente los asuntos importantes? ¡Yo no había venido a escuchar vuestras bromas!; quería hablaros de mademoiselle de Chartres.

— ¡Ah!, vuestra favorita… Porque madre, no podéis negar que Louise es vuestra favorita.

— ¡Pues bien! ¡Adivinad lo que ocurre con ella!

— ¿Se quiere enrolar en las Guardias Francesas?

—No; ¡quiere hacerse religiosa!, y ayer por la mañana se marchó al convento.

—Ya lo sé; ella misma me pidió que la acompañara —repuso tranquilamente el príncipe—. ¿Es que ha ocurrido algo?

—Ha ocurrido que ayer devolvió el carruaje, con una carta que traía el cochero, en la que os dice a vos, a su madre y a mí, que habiendo encontrado en el claustro una tranquilidad y una paz que no esperaba poder hallar en el mundo, quiere quedarse en él para siempre.

— ¿Y qué dice su madre de esta decisión?

— ¿Su madre? Está la mar de contenta, porque le gustan mucho los conventos; pero yo digo que no puede haber felicidad donde no hay vocación.

El regente leyó y releyó la carta varias veces.

—Detrás de todo eso hay algún disgusto amoroso. ¿Habéis descubierto, por casualidad, si Louise está enamorada de alguien?

La princesa contó entonces lo ocurrido en la ópera cuando los labios de Louise habían dejado escapar ciertas exclamaciones que demostraban la admiración que en ella había despertado un apuesto tenor.

—Pues no hay que ir más lejos —comentó el regente—. Hay que curarla cuanto antes de semejante fantasía. Hoy mismo iré a la abadía de Chelles para hablar con ella; si fuese un capricho, dejaremos que se le pase; si va en serio, la cosa cambia mucho.

Y besando con respeto la mano de su madre, la condujo hacia la puerta.

Al atravesar la antecámara, la princesa vio llegar a un hombrecillo que casi desaparecía en unas enormes botas de viaje y cuya cabeza apenas sobresalía del inmenso cuello de un gran levitón forrado de piel. Cuando estuvo cerca de Madame se vio brotar de aquella vestimenta una cabecita de nariz afilada y ojillos burlones, que tenía algo de comadreja y algo de zorro.

— ¡Ah!, ¡ah!, ¿sois vos, abate?

—Yo mismo, Alteza, que acabo, ni más ni menos, de salvar a Francia.

Era Dubois, que después de saludar caballerosamente a la princesa, sin esperar la venia para retirarse, según ordena el protocolo, giró sobre sus talones y sin siquiera hacerse anunciar penetró en el despacho del regente.

Dubois no ha sido calumniado; la calumnia no cabe cuando se trata de un ser tan perverso; únicamente le ha dicho de él todo lo malo que merecía, sin mencionar lo bueno, que también se hubiera podido señalar. Sus principios fueron semejantes a los de su rival Alberoni; pero todo hay que decirlo: el hombre de genio era Dubois, y en su larga lucha con España, el hijo del boticario siempre llevó ventaja al hijo del jardinero.

Su última negociación había resultado una auténtica obra de arte; era más que la simple ratificación del tratado de Utrecht, puesto que significaba un convenio todavía más ventajoso para Francia.

En el acuerdo logrado por Dubois, la división territorial entre los cinco o seis estados más importantes de Europa se especificaba sobre unas bases tan equitativas y justas, que después de ciento veinte años de guerras, de revoluciones y de cambios, aquellos estados, salvo el Imperio, se encuentran en una situación más o menos igual.

El regente, de carácter poco riguroso, quería mucho al hombre que había sido su preceptor, y al cual, ciertamente, había puesto en el camino de la fortuna.

Dubois, que sentía un auténtico afecto por el regente, le era absolutamente incondicional; con ayuda de su contra-policía (entre cuyos agentes se contaban los más altos personajes, como madame Tencin, y los más bajos, como la Fillon) había conjurado bastantes conspiraciones de las que el propio messire Voyer de Argenson no llegó a tener la menor sospecha.

—Dubois, eres mi mejor amigo. El nuevo tratado de la cuádruple alianza aprovechará a Luis XV más que todas las victorias de su bisabuelo Luis XIV.

— ¿Cómo se encuentra Su Majestad? —preguntó Dubois.

—Bien, muy bien —respondió el príncipe poniéndose súbitamente formal.

— ¿Monseñor le visita todos los días, como de costumbre?

—Lo vi ayer, y hoy también le he hablado.

—Sin duda el viejo Villeroy estaba allí, ¿verdad? ¡Ya empieza a hartarme su insolencia!

—Dejadle, Dubois, dejadle; todo llegará a su tiempo.

— ¿Incluso mi arzobispado?

—A propósito, ¿qué nueva locura es esa?

— ¿Locura, monseñor? Nada de eso: ¡lo digo muy en serio!

—Entonces, la carta del Rey de Inglaterra pidiéndome un arzobispado para vos, ¡no era una broma!

— ¿Vuestra Alteza no ha reconocido el estilo?

—Pero, ¿y vuestra esposa?

— ¿La señora Dubois? ¡No la conozco!

— ¿Y si se opone a que os hagan arzobispo?

—Lo dudo, no tiene pruebas…

— ¿Y el original del acta de matrimonio?

—Aquí están sus restos —confirmó Dubois, sacando de su cartera un pequeño envoltorio que contenía una pizca de cenizas.

— ¿Es posible?… ¡miserable!, ¿no temes que te mande a galeras?

—Si pensáis hacerlo, ahora es el momento; oigo en la antecámara la voz del lugarteniente de policía.

— ¿Quién lo hizo llamar?

—Yo.

— ¿Para qué?

—Para darle un buen rapapolvo.

Messire Voyer de Argenson entró en aquel momento. Era igual de feo que Dubois, pero su opuesto en lo físico: gordo, grandote, pesado, llevaba una inmensa peluca y tenía dos cejas espesísimas. Por lo demás, era ágil, activo, hábil intrigante y cumplía concienzudamente con su obligación cuando no olvidaba sus deberes policíacos por culpa de alguna aventura galante.

—Señor lugarteniente general —dijo Dubois—, monseñor, que no tiene secretos para mí, me decía hace un momento que os ha mandado llamar para que me expliquéis cómo iba vestido cuando salió ayer por la noche, en qué casa estuvo, y lo que ocurrió cuando salió de ella. Como sabéis, acabo de llegar de Londres, y no estoy enterado de nada; que si no, no os haría tantas preguntas.

—Pero, ¿es que ocurrió algo de particular ayer noche? Yo no he recibido ningún aviso; en todo caso, habrá sido algo sin importancia.

— ¡Oh, Dios mío!, algo sin importancia… ¡Solamente que ayer monseñor salió a las ocho de la noche, fue a cenar con la señora de Sabran, y faltó el canto de una uña para que lo raptaran!

— ¡Raptado!, ¡raptado!… ¿y por quién? —exclamó palideciendo el pobre Argenson.

— ¡Ah! —repuso Dubois—, eso es lo que ignoramos, y esperábamos que vos nos lo dijerais, señor lugarteniente general. Lo cual podríais hacer, si esa noche os hubierais dedicado a vuestros deberes de policía, en vez de pasarla con las amables pupilas del convento de la Magdalena de Traisnel.

— ¡Cómo! ¡Argenson! —exclamó el regente estallando en una carcajada—. Vos, un grave magistrado, ¿dais tales malos ejemplos?

—Monseñor —prosiguió balbuceando Argenson—, espero que Vuestra Alteza no escuche los comentarios malintencionados del abate Dubois. Escuchad, señor abate: si todo lo que me habéis dicho sobre monseñor es cierto, la cosa es grave; encontraremos a los culpables y los castigaremos como se merecen.

— ¡Tonterías! —le interrumpió el príncipe—. Sin duda eran unos oficiales que quisieron gastarme una broma.

—No, monseñor; es una hermosa conspiración, que tiene su origen en la embajada española, continúa por el Arsenal y llega hasta el Palacio Real —intervino Dubois.

—Y vos, ¿qué opináis, Argenson?

—Que vuestros enemigos son capaces de todo; pero haremos fracasar el complot.

En aquel momento se abrió la puerta, y el lacayo anunció al señor duque del Maine, que llegaba para el consejo.

—Sed bienvenido, primo. Mirad, aquí tenéis a esos dos granujas, que conocéis, y que en este momento estaban dándome cuenta de una conspiración en contra mía.

El duque del Maine se tornó lívido, y para no caer tuvo que apoyarse en el bastón, en forma de muleta, que nunca abandonaba.

—Espero, señor, que no habréis hecho caso de semejante calumnia…

— ¡Oh, Dios!, de ninguna forma —respondió alegremente el regente—. Pero, ¿qué queréis?, no tengo más remedio que escuchar a esos dos cabezotas que andan tras de cogeros algún día con las manos en la masa.

El duque del Maine abría la boca para responder alguna excusa banal, cuando el lacayo anunció la llegada de varios altos personajes convocados para estudiar el tratado de la cuádruple alianza que Dubois había traído de Londres.

Capítulo XIII

LA CONSPIRACIÓN SE REANUDA

Harmental, después de despojarse de sombrero, capa, pistolas y espada, se había tumbado en la cama, vestido como estaba, y tal era el poder de su vigoroso organismo que se había quedado dormido al instante.

Cuando despertó, bien entrado el día, se dio cuenta de que había olvidado cerrar los postigos. Al verse otra vez, calmado y tranquilo, en su pequeña habitación, creyó que todo había sido un sueño.

Saltó de la cama. Su primera mirada fue para la ventana de su vecina; ya estaba abierta, y se veía a Bathilda ir y venir en su cuarto. El segundo vistazo fue en dirección al espejo, y le sirvió para comprobar, por el reflejo de su cara, que las conspiraciones le sentaban de maravilla. Se dispuso a acicalarse, con el fin de poner acordes sus ropas con el aspecto de su rostro; cambió su traje marrón por otro completamente negro, reparó el desarreglo de su peinado, logrando un encantador efecto de elegante descuido, y desabrochó los botones del chaleco, para dejar ver las chorreras de la camisa, que asomaban con la más estudiada y coqueta negligencia.

Seguramente Bathilda había pensado cómo tenía que comportarse cuando volviese a ver al vecino; pero el caso fue que en cuanto oyó el ruido producido por la ventana de aquél, se abalanzó hacia la suya:

— ¡Gracias a Dios que estáis devuelta! ¡Cuánto me habéis hecho sufrir!

— ¡Bathilda!, ¡Bathilda!…, ¿es que sois igual de buena que de bella?

— ¿Acaso no me habéis dicho que somos hermanos?

—Bathilda, ¿habéis rezado por mí?

—Toda la noche —contestó la muchacha poniéndose colorada—. ¿Ha pasado ya el peligro? —preguntó anhelante.

—La noche ha sido sombría y triste —le respondió Harmental—. Pero ahora en mi vida vuelve a brillar el sol; aunque sólo se necesita una pequeña nube para que este sol desaparezca.

En aquel momento, alguien golpeó en la puerta del caballero.

— ¿Quién es? —preguntó Harmental desde la ventana.

—Gente de paz —le respondieron.

— ¿Y bien? —preguntó Bathilda alarmada.

—No os preocupéis; el que llama es amigo. Otra vez, Bathilda, gracias.

El caballero cerró su ventana y franqueó la entrada al abate Brigaud, que ya comenzaba a impacientarse.

— ¡Vaya! —observó el abate—. ¿Nos encerramos a cal y canto? ¿Es para iros acostumbrando a lo que sabe la Bastilla?

— ¡Caramba, abate!… ¿Me queréis traer mala suerte?

—Pero, ¿qué es esto? ¡Vaya conspirador que estáis hecho! ¡Guardad enseguida todo ese arsenal!

Harmental obedeció, admirando la flema de aquel clérigo, dueño de sus nervios, que él, hombre de armas, no podía conservar quietos después de lo ocurrido.

—Igual que la ventana, ¿por qué la cerráis? ¡Mirad qué hermoso rayo de sol primaveral llama humildemente a vuestra ventana, y vos no le abrís!… ¡Ah!, perdón, no me había dado cuenta de que si esta ventana se abre, hay otra que se cierra…

—Mi querido tutor, tenéis un gran ingenio, pero sois terriblemente indiscreto. A propósito: estoy esperando que me deis alguna noticia.

— ¡Pues bien!, todo va perfectamente; el remolino que se produjo ya se ha calmado. Ahora no hay más que volver a empezar.

— ¿Y cuáles son las órdenes?

—Lo que se ha decidido es que esta mañana salgáis hacia Bretaña por la posta.

— ¿Yo en Bretaña?, ¿y qué queréis que haga yo en Bretaña?

 

—Ya os lo dirán cuando lleguéis allí.

— ¡Abate! —protestó Harmental.

—No nos enfademos, mi querido caballero. Cuando se trata de conspirar hay que tener las ideas claras, y no mezclarse los unos en la misión de los otros.

—Pues precisamente porque tengo las ideas claras, ahora, como la otra vez, quiero saber lo que llevo entre manos. Así que vais a decirme qué demonios voy a hacer en Bretaña, y luego, si es que estoy conforme, quizá me decida.

—Las órdenes dicen que vayáis a Rennes. Allí debéis abrir esta carta, y en ella encontraréis las instrucciones.

— ¡Órdenes! ¡Instrucciones!…

—Pero, ¿no son éstas las normas usuales entre un general y sus oficiales? ¡Es verdad!, había olvidado que traigo vuestro despacho en el bolsillo. Tomad.

Brigaud sacó un pergamino enrollado que entregó a Harmental; éste lo desplegó lentamente.

— ¡Un nombramiento! —exclamó el caballero—. ¡Un nombramiento de coronel en uno de los cuatro regimientos de carabineros!

¿Y quién es el que me nombra? ¡Louis Auguste, duque del Maine!

— ¿Qué hay en ello de extraño? Si el señor duque es el Gran Maestre de la Artillería, dispone del mando de doce regimientos, ¿no es verdad? Pues os entrega uno, a cambio del que os quitaron; eso es todo. Sin contar que de este modo, si la conspiración fallase, tendríais la excusa de haber obedecido órdenes.

— ¿Y cuándo he de partir?

—Ahora mismo.

— ¿Me concedéis media hora?

— ¡Ni un minuto!

—Es que sólo dispongo de dos o tres mil francos, y no me bastarán.

—En vuestro coche encontraréis un cofre con un año de sueldo, y en cuanto a ropa, lleváis varios baúles atestados de ella.

—Pero, al menos, decidme cuándo volveré.

—Dentro de seis semanas exactamente. La duquesa del Maine os esperará en Sceaux.

—Dejadme por lo menos escribir unas líneas.

— ¡Sea! Dos líneas…

El caballero tomó asiento ante la mesa y escribió:

«Querida Bathilda, hoy no es un peligro el que me acecha; la desgracia me ha alcanzado. La terrible desgracia de tener que emprender un viaje en este mismo instante, sin poder deciros adiós, sin poder veros. Estaré seis semanas ausente. El cielo es testigo, Bathilda, de que ni un solo minuto transcurrirá sin que os dedique un pensamiento.

Raoul».

La ventana de la muchacha permanecía cerrada desde que el abate Brigaud se había asomado a la de Harmental. No era posible hacer llegar el papel a Bathilda.

En aquel momento alguien o algo rascaba suavemente en la puerta. El abate abrió; era Mirza, que penetró en la habitación, dando brincos de alegría.

—Para que alguno se atreva a negar que Dios Nuestro Señor vela por los enamorados… Necesitabais un mensajero; ya lo tenéis.

— ¡Abate!, ¡abate!… —protestó Harmental en tono risueño.

— ¿Acaso creéis que no he adivinado lo que pasa por vos? Tened en cuenta que un cura de almas es un arcano de ciencias ocultas.

Harmental ató la carta al collar de Mirza y le dio un terrón de azúcar como premio por la misión que iba a cumplir. Después, a medias triste y a medias alegre, cogió el dinero que guardaba, algunos objetos personales, y salió tras de Brigaud.

Capítulo XIV

LA ORDEN DE LA ABEJA

LOS POETAS DE LA REGENCIA

A la hora y en el día señalados, es decir, seis semanas después, a las cuatro de la tarde, Harmental entraba a galope tendido de sus dos caballos de posta en el patio del palacio de Sceaux.

Lacayos con librea aguardaban en la escalinata; todo anunciaba los preparativos de una fiesta. Harmental pasó entre los sirvientes formados en doble fila, franqueó el vestíbulo y se encontró en un gran salón, en el cual se hallaban una veintena de personas, la mayoría conocidas del caballero, que charlaban en varios corrillos mientras esperaban la aparición de la dueña de la casa.

Harmental se dirigió hacia el marqués de Pompadour:

—Marqués, ¿podríais decirme cómo es que me encuentro de improviso en medio de los preparativos de una gran fiesta?

—En verdad, no tengo la menor idea; yo mismo acabo de llegar de Normandía.

En aquel instante fue anunciado el barón de Valef. Harmental pensó que quizás éste estaría enterado.

—Mi querido Valef, ¿podríais decirme cuál es el motivo de esta soberbia reunión?

—A fe mía, querido, que no sé absolutamente nada; acabo de llegar de Madrid.

— ¡Caramba! Por lo visto, hoy éste es el punto de reunión de todo París —observó Pompadour—. ¡Mirad! Ahí llega Malezieux.

—Estamos aquí para asistir a una gran solemnidad, a la recepción de un nuevo caballero de la Orden de la Abeja —les explicó Malezieux—. Y recuerden que aquí no hay ni madame del Maine ni Alteza que valga; únicamente la bellísima hada Ludovica, la reina de las abejas, a la que todos deben ciega obediencia.

— ¿Y quién es el neófito? —preguntó Valef.

—Su Alteza el príncipe de Cellamare.

— ¡Ah, caramba!… Creo que empiezo a comprender —observó Pompadour.

—Y lo mismo yo —añadió Harmental.

La Orden de la Abeja, fundada por la duquesa del Maine, tenía por lema una frase tomada de la Aminta de Tasso: Piccola si, ma fa pur gravi le ferite, que Malezieux había glosado en esta forma:

La mouche, petit animal,

Fait de grandes blessures.

Craignez son aiguillon fatal,

Evitez ses piqûres.

Fuyez si vous pouvez les traits

Qui partent de sa bouche;

Elle pique et s’envole aprés,

C’est une fine mouche.

Aquella orden, igual que cualquier otra, tenía su insignia, sus oficiales, y su Gran Maestre. La enseña era una medalla que llevaba grabada en el anverso la imagen de la Reina de las Abejas y en el reverso una colmena. Todos los caballeros debían lucirla cuando asistían en Sceaux al capítulo de la orden.

El Gran Maestre era madame del Maine. La orden se componía de treinta y nueve miembros; no podía sobrepasarse este número. La muerte del señor de Nevers había dejado un puesto vacante, que iba a cubrirse con el nombramiento del príncipe de Cellamare.

Madame del Maine había encontrado aquella estupenda y frívola tapadera para encubrir una reunión de carácter político.

A las cuatro en punto, las puertas del salón se abrieron, descubriendo a los asistentes un dosel de raso escarlata sembrado de abejas de oro que cubría un estrado de tres peldaños; y sobre éste, el trono que ocupaba el hada Ludovica. La reina hizo un gesto con la mano y toda la corte se agrupó en semicírculo alrededor del estrado. Cuando cada uno de los asistentes hubo ocupado el lugar que le correspondía, se abrió una puerta lateral y apareció Bessac en traje de heraldo, es decir, una toga de color cereza con un birrete en forma de colmena, y anunció:

—Su Excelencia el príncipe de Cellamare.

El príncipe se acercó al estrado lentamente, hincó la rodilla, y esperó.

—Príncipe de Samarcanda —exclamó el heraldo—, prestad oído atento a la lectura de los estatutos.

El príncipe humilló la cabeza, en señal de que comprendía la importancia del compromiso que iba a contraer.

El heraldo prosiguió:

—Artículo primero: Vais a jurar inviolable fidelidad y ciega obediencia a la gran hada Ludovica, dictadora perpetua de la incomparable Orden de la Abeja; ¡juradlo por el monte Himeto!

En aquel momento llegaron a oídos de la concurrencia sones de una orquesta escondida y las voces de un coro:

Jurad, señor de Samarcanda

Jurad, digno hijo del gran Khan.

—Por el sagrado monte Himeto, lo juro —proclamó el príncipe. Artículo segundo… Artículo tercero… etcétera, etcétera. El coro repetía cada vez su estribillo:

Jurad, príncipe de Samarcanda…

El príncipe contestaba:

—Por el sagrado monte Himeto, lo juro.

—Artículo séptimo y último: Juraréis no comparecer jamás ante vuestra dictadora sin ostentar la condecoración que hoy se os va a imponer.

El hada se levantó, y tomando de manos de Malezieux la medalla que colgaba de una cinta naranja, hizo señas al príncipe para que se acercase y recitó unos versos, cuyo único mérito eran las transparentes alusiones que en ellos se hacían a los proyectos políticos de la propia duquesa: