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100 Clásicos de la Literatura

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— ¡Caramba! —comentó un supernumerario—. Debéis de estar muy contento, cuando el saber que no os van a pagar no os quita las ganas de cantar.

— ¿Qué queréis decir? No os entiendo.

—Digo que si habéis pasado por la oficina del cajero.

—Sí, claro, de ahí vengo.

— ¿Y os han pagado?

—No; me han dicho que no había dinero.

— ¿Y qué pensáis de eso?

— ¡Diablo! Que nos pagarán juntos dos meses.

—Y si no os pagasen el mes que viene, ni el otro, ni el siguiente, ¿qué haríais?

— ¿Qué haría? —pensó unos instantes, extrañado de que alguien pudiera poner en duda cuál sería su resolución—. Pues seguiría viniendo a la oficina igual que siempre.

Pasó otro mes, llegó el día de pago, y volvió a anunciarse que la caja seguía vacía.

Aquel día el supernumerario presentó su dimisión, y el jefe cargó a Buvat, además de con su trabajo, con el del que había dimitido. Tampoco al tercer mes pagaron; era una verdadera bancarrota.

Buvat tuvo que dar un pellizco a sus ahorros: dos años justos de su sueldo.

Entretanto, Bathilda crecía; se había convertido en una mocita de catorce años, que comenzaba a darse cuenta de lo irregular de su situación.

Desde hacía seis meses, con la excusa de que prefería quedarse en casa dibujando o tocando el clavicordio, Bathilda había acabado con los paseos a los Porcherons, las carreras por el pantano y las subidas a Montmartre. Buvat no comprendía aquellos súbitos gustos sedentarios de la joven; y puesto que compartía la común opinión del burgués de París, que consideraba que, después de toda una semana de encierro, es preciso tomar el aire, resolvió alquilar una casita con jardín. Pero no contaba con que estas casas eran muy caras para su actual estado financiero; tuvo que renunciar a su primitiva idea. Un día, paseando por la calle de Temps-Perdu, vio un apartamento con terraza, y tuvo la feliz idea de transformar aquella terraza en jardín. Bathilda tendría que vivir en el cuarto piso con Nanette, y él lo haría en el quinto. A Bathilda aquella semiseparación le pareció una ventaja; de modo que animó a su tutor a alquilar el nuevo albergue lo antes posible. Buvat, encantado, anunció a su actual casero el fin del contrato, pagó la fianza al nuevo, y en la siguiente quincena se mudó.

Ahora que Bathilda tenía casi quince años, el hecho de que tutor y pupila vivieran bajo el mismo techo daba lugar a muchos comentarios entre las comadres, que se escandalizaban «de aquella inmoralidad». Cuando se mudaron a la calle de Temps-Perdu, donde nadie los conocía, los comadreos subieron de tono, ya que la diferencia de sus apellidos alejaba la idea de algún cercano parentesco.

Hubo algunos que, menos malévolos, atribuían a Buvat una borrascosa juventud, y creían que Bathilda era el fruto de alguna antigua pasión no bendecida por la Iglesia. Pero una simple ojeada al físico del viejo y de la niña echaba por tierra aquella teoría.

Es justo admitir que la señora Denis fue de las últimas en hacerse eco de aquellas habladurías.

Las previsiones del empleado dimisionario se habían cumplido al pie de la letra: hacía ya diecisiete meses que Buvat no cobraba un céntimo, sin que ello fuese motivo que impulsase al buen hombre a descuidar ninguna de sus obligaciones. Bathilda comenzó a sospechar que algo pasaba; pero con el tacto especial que caracteriza a las mujeres, supo que cualquier pregunta iba a ser inútil. Acosó con preguntas a Nanette, hasta que la criada acabó por revelar la difícil situación por la que pasaba el amo. Comprendió entonces Bathilda todo lo que debía a la desinteresada delicadeza de su tutor, y también comprendió que lo único que podía hacer, si quería remediar algo, era no darse por enterada. En el beso filial que deposito en la frente de Buvat cuando éste volvió de la oficina, el buen hombre no pudo adivinar todo el agradecimiento y el respeto que con aquella caricia le quería expresar su pupila.

Al día siguiente, Bathilda comunicó a Buvat, entre risas, que sus profesores ya no tenían nada que enseñarle, porque sabía tanto como ellos, y que seguir pagándoles era tirar el dinero. Lo cual fue confirmado, con excepcional honradez, por sus mismos profesores, en opinión de los cuales la alumna ya podía marchar sin andadores.

Aquello significó una gran alegría para Buvat. Pero el ahorro de unos gastos no era bastante para Bathilda. A esto había que añadir alguna ganancia. Comprendió que sólo el dibujo podía significar un recurso; la música, en todo caso, sería una distracción. Para el dibujo tenía una predisposición extraordinaria; sus composiciones al pastel eran deliciosas. Un día quiso conocer el auténtico valor de sus obras; como quien no le da importancia a la cosa, pidió a Buvat que al ir a la oficina mostrase al marchante a quien compraban los lápices y el papel, dos cabecitas infantiles que había dibujado de memoria. El buen hombre hizo el encargo sin malicia ninguna, y el vendedor, con aire desdeñoso y sacándoles mil defectos, acabó por decir que podría ofrecer por los dos dibujos hasta quince libras. Buvat, ofendido por la falta de respeto con que el comerciante había tratado los talentos de Bathilda, le quitó de la mano los cartones y le dio las gracias muy secamente.

Ante aquella actitud, el vendedor, «en mérito a que eran amigos», llegó a ofrecerle cuarenta libras; pero Buvat, enojado, le respondió secamente que aquellos dibujos no estaban en venta, y que únicamente le había preguntado lo que podían valer por simple curiosidad. De todo ello resultó que el comerciante acabó por ofrecerle cincuenta libras; pero el tutor de Bathilda volvió a colocar los dibujos en la carpeta, salió del comercio y se dirigió a su trabajo. Cuando a la tarde volvió a pasar por delante de la tienda, el marchante, como por casualidad, se encontraba en el portal. Buvat iba a pasar de largo.

—Es una lástima que no os paréis. Yo hubiera llegado hasta las ochenta libras.

Buvat siguió su camino con su personilla henchida de un orgullo que hacía todavía más ridícula su figura, pero sin volverse una sola vez, desapareció en la esquina de la calle de Temps-Perdu.

Bathilda escuchó los pasos de su tutor que subía la escalera. Sin poderse contener, salió al descansillo, ya que estaba impaciente por conocer el resultado de la gestión. Cuando tuvo enfrente a su protector le echó los brazos al cuello, una reminiscencia de sus costumbres infantiles.

— ¡Y bien!, ¿qué ha dicho el señor Papillon?

—El señor Papillon —respondió Buvat, secándose el sudor de la frente— es un impertinente que en lugar de arrodillarse ante tus dibujos se ha permitido criticarlos.

— ¡Bueno!, si no ha hecho más que eso —dijo riéndose Bathildatenía toda la razón. Pero, ¿os ha ofrecido algo?

— ¡Ochenta libras!

— ¡Ochenta libras! —Bathilda lo dijo con un grito que le salía del alma—. ¡No!, sin duda os equivocáis.

— ¡Se ha atrevido a ofrecer la miseria de ochenta libras por los dos! —subrayó Buvat recalcando cada una de las sílabas.

—Pero, ¡si ese es cuatro veces su valor! —exclamó la muchacha batiendo palmas.

—Es posible, aunque yo pienso de otro modo; en cualquier caso, el señor Papillon es un impertinente.

No pensaba así Bathilda; pero como no quería discutir con Buvat un tema tan delicado como el económico, cambió de conversación, y le anunció que la comida estaba servida.

Esa misma tarde, mientras Buvat se dedicaba a la labor de copista encerrado en su habitación, Bathilda encargó a Nanette que llevase los dibujos al señor Papillon y le pidiese el dinero que por ellos había ofrecido.

La mujer obedeció, y diez minutos después regresaba con las hermosas ochenta libras.

Bathilda tomó las monedas en sus manos, las contempló un instante con lágrimas en los ojos, y después, dejándolas sobre la mesa, fue a arrodillarse ante el crucifijo que colgaba cerca de su cama. Pero esta vez su oración era de acción de gracias: ¡ya podría devolver a Buvat algo de lo mucho que le debía!

Al día siguiente, al volver de la Biblioteca, fue grande la sorpresa de Buvat cuando a través de los cristales de la tienda vio las dos cabezas de niño magníficamente enmarcadas. La puerta se abrió y apareció el marchante:

— ¡Vaya con papá Buvat! No os creía tan astuto, vecino. Me habéis sacado, muy finamente, ochenta libras del bolsillo. Pero da lo mismo; decid a la señorita Bathilda que le pagaré al mismo precio todo lo que me mande, si se compromete, durante un año, a dibujar sólo para mí.

Buvat quedó aterrado; masculló una respuesta que el vendedor no pudo entender, y siguió camino adelante. Cuando llegó a su casa, entró en la habitación de Bathilda sin que ella se diese cuenta. La joven estaba dibujando; había comenzado una nueva cabeza.

Bathilda, al ver a su protector, que seguía en el umbral de la puerta con aspecto apesadumbrado, dejó sobre la mesa el carbón y los colores, y acudió a preguntarle qué era lo que le ocurría. Buvat, sin responderle, se secó dos lágrimas y dijo con un acento de emoción indescriptible:

—De modo que la hija de mis bienhechores, la hija de Claire de Graus y de Albert de Rocher tiene que trabajar para vivir…

—Pero, padrecito, ¡si eso en vez de ser un trabajo es una diversión! —respondió Bathilda medio llorando, medio riendo.

La palabra «padrecito» sustituía a bon ami en los grandes momentos, y de ordinario, tenía por efecto borrar las mayores penas de aquel pedazo de pan. Pero en la ocasión que relatamos, la virtud de la palabra falló.

—Yo no soy vuestro padrecito, ni vuestro bon ami —murmuró sacudiendo la cabeza, y contemplando a la muchacha con sus ojos llenos de bondad—, soy simplemente el pobre Buvat, al que el rey ya no paga, y que con sus manuscritos no gana lo suficiente para educar a una señorita como vos.

 

Y diciendo esto, dejó caer los brazos con tal desaliento, que se le escapó el bastón de las manos.

— ¿Por qué decís esto?, ¿queréis matarme de pena? —protestó Bathilda rompiendo a llorar.

— ¡Yo hacerte morir de pena! ¿Qué es lo que he dicho?, ¿qué es lo que he hecho? —exclamó el pobre hombre, con un acento en el que se mezclaban la ternura y la confusión.

— ¡Loado sea el cielo! Así os quiero, padrecito: que me habléis de «tú».

—Está bien, está bien… pero no quiero verte llorar.

—Pues yo no pararé de llorar mientras no me dejéis hacer lo que quiero.

—Bien está; haz lo que quieras; pero has de prometerme que el día en que el rey me pague mis atrasos…

La joven, cogiendo al buen hombre por el brazo, le llevó al comedor, donde con sus bromas y su animación pronto consiguió que desaparecieran las últimas huellas de tristeza de las anchas facciones de Buvat.

¿Qué habría ocurrido de saber Buvat todo lo que Bathilda maquinaba?

Porque Bathilda pensaba que para poder colocar sus cuadros con provecho no debía prodigarse; y dos dibujos, cuanto más, le llevaban ocho o diez días de trabajo. Así que encargó a Nanette que, sin decírselo a nadie, buscase entre las amistades algunas labores de costura difíciles, y por lo tanto bien pagadas, a las que se dedicaría en ausencia de Buvat.

Nanette se puso a la búsqueda en el acto, y sin tener que ir muy lejos encontró lo que deseaba. Era la época de los encajes… y de los desgarrones: las grandes señoronas que pagaban el guipur a cincuenta luises la vara, luego se dedicaban a correr alocadamente por los bosquecillos. Como fácilmente se puede imaginar, los rasgones estaban a la orden del día, de modo que en aquellos tiempos se ganaba más remendando los encajes que haciéndolos. Desde el principio Bathilda hizo maravillas, y Nanette recibía las felicitaciones.

Gracias a la resolución de Bathilda (lo relativo a la costura quedó ignorado por todo el mundo), el bienestar, a punto de esfumarse, volvió por aquella doble compuerta.

Buvat, ya más tranquilo, comenzó a pensar en sacar partido de la terraza que le había decidido a mudarse de casa. Durante ocho días se pasó las horas proyectando planos. Por fin se decidió por una fuente, una gruta y un arriate.

La fuente no era ningún problema; los canalones, que corrían a la altura de ocho pies por encima de la terraza, darían el agua necesaria. El arriate también fue cosa de poco; hicieron el gasto en algunas tablas pintadas de verde, claveteadas en forma de rombo, que limitaban los bancales de jazmines y madreselvas. La obra de arte de aquellos nuevos jardines de Semíramis fue la gruta.

Todos los domingos, al amanecer, Buvat se iba al bosque de Vincennes, y allí se ponía a la búsqueda de piedras extrañas, de tortuosas formas, y cuando había reunido una cantidad suficiente, hacía que las cargasen en una carretilla y las llevasen a su casa.

Después, Buvat pasó de las piedras a los vegetales. Cualquier raíz sobresaliente de la tierra y que de lejos remedara la forma de una serpiente o de una tortuga pasaba a ser de su propiedad; con su azada en la mano, no quitaba los ojos del suelo, como si fuese tras de algún tesoro escondido. Al cabo de tres o cuatro meses hubo acumulado todo lo que necesitaba.

Entonces comenzó la obra arquitectónica. Cada una de las piedras, de la mayor a la más pequeña, era mirada y remirada para buscar la faceta de más impresionante aspecto. Pronto aquello comenzó a tomar el aspecto de una Babel fantástica en la que se enredaban, serpenteando y enlazándose, las raíces de forma de ofidios y de batracios. Al fin la bóveda se cerró y sirvió de santuario a una magnífica hidra, la más hermosa pieza de la colección, con siete cabezas, ojos de esmalte y cuernos de color escarlata.

Buvat empleó once meses en la construcción de su babilónica obra. Entre tanto, Bathilda tenía ya quince años. Era por entonces cuando el vecino Boniface Denis se fijó en ella; y tanto se fijó, que suplicó a su madre que bajo la excusa de la vecindad, entrase en relación con Buvat y con su pupila; la buena señora acabó por invitar a los dos a que fuesen a pasar las tardes de los domingos a su casa.

Bathilda se percató enseguida de las intenciones de tan mediocres vecinos; de modo que cuando se hablaba de dibujos, se excusaba diciendo que no tenía nada que valiera la pena de ser visto; cuando le pidieron que cantase, después que lo hubo hecho una de las señoritas Denis, escogió la más insignificante de las sonatas que conocía. No obstante, Buvat se percató, con extrañeza, que aquella actitud prudente parecía aumentar todavía más la admiración de madame Denis por la niña, a la que colmaba de caricias.

En la tarde de la primera visita Boniface se había mostrado de una estupidez tal, que Bathilda ni siquiera se fijó en él. Aquello no desanimó a Boniface, que al poder contemplar de cerca a la muchacha acabó perdidamente enamorado; no se separaba ni un minuto de la ventana, obligando con ello a Bathilda a tener continuamente cerrada la suya.

A fuerza de insistir cerca de su madre, Boniface consiguió que ésta fuera por informes a la antigua casa donde viviera la madre de Bathilda. Allí, la portera, que estaba totalmente sorda y casi ciega, contó algo de la fúnebre escena en la que Buvat tuvo papel tan destacado.

También Boniface se puso a la caza de referencias. El procurador Joulu, que conocía al notario de Buvat, pudo saber que el buen hombre llevaba diez años depositando una anualidad de quinientos francos a nombre de Bathilda. Aquel capitalito, sin ser gran cosa, demostraba que la muchacha no estaba totalmente desprovista de bienes.

El resultado de aquellas averiguaciones decidió a la señora Denis.

Un mes después de haber entrado en relación con los vecinos, se determinó a formular una petición en regla. Una tarde, cuando Buvat volvía de su trabajo, lo esperó, como por casualidad, en la puerta de la casa, y con un guiño y una señal de la mano le indicó que tenía algo muy importante que decirle. El buen hombre quedó totalmente aturdido ante la inesperada proposición matrimonial. Nunca había pensado en que Bathilda pudiera llegar a casarse.

La señora Denis era demasiado buena observadora para no darse cuenta del desequilibrio nervioso que su demanda había provocado en el viejo Buvat. Éste, recuperada poco a poco la serenidad, contestó que se sentía muy honrado por semejante proposición, pero que su condición de tutor le obligaba a no decidir por sí mismo: transmitiría a la interesada la petición, «quedando bien entendido que la muchacha habría de resolver con entera libertad». Madame Denis lo consideró muy justo, y sin más, lo condujo a la puerta.

Cuando llegó a su casa, el buen Buvat encontró a Bathilda muy inquieta por la tardanza; su tutor había llegado media hora más tarde de lo que acostumbraba. Su inquietud creció cuando le vio tan triste y preocupado. La muchacha le amenazó con no cenar hasta que él contase lo que le había sucedido. De manera que Buvat no tuvo más remedio que darle a conocer la proposición que había recibido.

De momento Bathilda se puso colorada, como le ocurre a toda jovencita a la que se le habla de matrimonio; después, tomando entre las suyas una de las manos del viejo, le reprochó:

—Así pues, padrecito, ya estáis cansado de aguantarme, y queréis libraros de mí.

— ¡Yo!, ¡yo!… —protestó Buvat con vehemencia—. Nunca, ¡nunca!… El día que me dejes, me moriré.

— ¡Pues no me casaré nunca!

— ¡Qué dices!… ¡Claro que te casarás!

— ¿Para qué voy a casarme? ¿Es que no somos felices tal como estamos?

— ¡Muy felices!, ¡ya lo creo que somos felices!

— ¡Pues bien! Si somos felices, nos quedaremos tal como estamos. Ya lo sabéis: no hay que tentar a Dios.

—Ven, ven… Abrázame, hija mía. ¡Decir que quiero que te cases!

¿Tú la mujer de ese golfo de Boniface? ¡Bribón, ganapán! ¡Por algo le tenía yo tanta antipatía!

—Entonces, si no deseabais esa boda, ¿por qué me habéis hablado de ello?

—Porque sabes bien que no soy tu padre, y no tengo ningún derecho sobre ti, ¡eres libre, Bathilda!

—Pues si soy libre, digo que no. Contestadles que soy muy joven… ¡En fin, que no quiero!

— ¡Vamos a cenar! Puede que me venga alguna buena idea mientras cenamos. Parece mentira; pero me ha vuelto el apetito.

Buvat comió como un ogro y bebió como un bárbaro, pero no le vino ninguna idea. De modo que tuvo que decirle por las buenas a la señora Denis que Bathilda se sentía muy honrada por la petición, pero que no quería casarse.

Madame Denis no quería creer a sus propios oídos. ¡Una insignificante huérfana rechazaba un partido tan bueno como era su hijo! La comadre tomó muy a las malas la respuesta de Buvat. Pero luego, comenzaron a germinar en su mente las viejas hablillas que corrían respecto de la joven y de su tutor. Así que, al transmitir a Boniface el mal resultado de la embajada, añadió, para endulzar la píldora, que debía alegrarse, ella sabía por qué, de que las cosas hubieran acabado de aquel modo.

Además, pensando que convenía distanciar a los frustrados novios, madame Denis decidió disponer para su hijo una habitación mucho más grande y bonita, en el jardín trasero; la que quedaba libre la pondría en alquiler.

Capítulo XI

JÓVENES AMORES

La habitación de Boniface quedó durante tres o cuatro meses desocupada. Hasta que un día, al levantar Bathilda los ojos, vio la ventana abierta y en ella a una persona desconocida; era Harmental.

Había algo en aquel joven que hizo ver a la muchacha que se trataba de una persona muy superior en todos los sentidos al anterior ocupante de la habitación. Con el instinto que es natural en las gentes de buena cuna, Bathilda reconoció en el caballero a uno de su clase. Aquel mismo día le había escuchado cuando tocaba el clavicordio. Al llegar a sus oídos los primeros acordes de los preludios y fantasías que el joven interpretaba, Bathilda reconoció a un aficionado experto. La muchacha se había acercado a la ventana para que no se le escapase una sola nota. Fue cuando Harmental percibió en los cristales los deditos de la vecina y con su precipitación hizo que se eclipsaran con tal rapidez, que no podía dudarse de que Bathilda se había dado por observada.

Al día siguiente fue ella la que recordó que tenía muy descuidado su clavicordio; y como era una excelente ejecutante, interpretó un trozo de la Armida, con tal arte que causó el asombro del caballero.

Más tarde Harmental supo de la existencia de Buvat y averiguó el nombre de la muchacha.

A pesar de la naciente simpatía, Bathilda mantuvo cerrada la ventana; pero tras la cortina fue testigo de la creciente tristeza del joven. Entonces volvió al clavicordio: su delicada intuición le hacía adivinar que la música es el mejor consuelo para las penas de amor.

A la siguiente noche fue Harmental el que se sintió inspirado; Bathilda fue la que escuchó, poniendo en ello toda su alma, las melodías que en medio de la noche le hablaban de amor. Ya existía un punto de contacto entre los dos jóvenes, que se hablaban con el lenguaje del corazón, ¡el más peligroso!

En casa de la señora Denis, Harmental había sabido que Bathilda no era la hija, ni la mujer, ni la sobrina de Buvat. Esto le llenó de gozo, y aprovechando que la ventana de su vecina estaba abierta, hizo amistad con Mirza por medio de los terrones de azúcar. La entrada inesperada de Bathilda había interrumpido aquella toma de contacto. El caballero, con egoísta delicadeza, había cerrado su ventana, no sin antes haber intercambiado un saludo con la vecinita.

Al día siguiente, Bathilda había visto al caballero en el momento en que éste, sin saberse observado, clavaba la cinta escarlata en la pared. Le sorprendió la excitación que se leía en las facciones del caballero. La ventana de éste permaneció cerrada por tanto tiempo, que la muchacha creyó que el inquilino se hallaba ausente, por lo que pensó que podía dejar la suya abierta.

Parecía que el joven no había hecho sino aguardar aquella coyuntura para abrir la suya. Por fortuna para el recato de Bathilda, ella se encontraba tras los cristales de la ventana de la alcoba.

Pero Mirza, que no compartía los escrúpulos de su dueña, en cuanto vio al caballero, apoyó sus patitas en el alféizar y comenzó a dar saltos de alegría. Sus gracias fueron bien pronto recompensadas con tres terrones, lanzados uno detrás de otro. Cuál no sería la extrañeza de Bathilda al comprobar que el tercer terrón iba envuelto en un trozo de papel.

 

La joven no supo qué actitud adoptar; porque era muy visible que el papel llevaba tres o cuatro líneas escritas.

¿Qué hacer con aquella carta? Levantarse y romperla sería, seguramente, muy digno y convincente. Bathilda prefirió mejor dejar las cosas como estaban; seguramente el caballero creía que ella no estaba en casa, puesto que no la había visto.

Pasada una hora entró Nanette, y cerró la ventana, tal como Bathilda le había ordenado. Pero al hacerlo vio el papel. Como no sabía leer y notó que en él venía algo escrito, se lo entregó a su ama. La tentación era demasiado fuerte para poder resistirla. Bathilda fijó los ojos en los renglones, y con fingida indiferencia leyó lo siguiente:

«Sé que sois huérfana, como yo; de modo que somos hermanos ante Dios. Esta noche voy a correr un grave peligro, pero espero que volveré sano y salvo, si mi hermana Bathilda quisiera rezar por su hermano.

Raoul».

Era imposible decir más en tan pocas palabras. Si Harmental hubiese empleado todo un día en escribir la carta, no lo hubiera hecho mejor.

Lo único que había retenido la mente de Bathilda, era que su vecino se encontraba en peligro.

Su sexto sentido de mujer le hizo adivinar en la excitación del rostro del muchacho al clavar la cinta, retirada tan pronto llegó el extraño capitán, que el peligro estaba relacionado con aquel nuevo personaje. Un duelo no suele ser asunto por el que se ruega a una mujer que rece; por lo demás, la hora que se indicaba no era de las más propicias para un duelo.

Transcurrió el día sin que volviese a ver a Raoul. Cuando Buvat llegó, según su costumbre, algunos minutos después de las cuatro, encontró a la muchacha tan preocupada, que no pudo por menos que preguntarle tres o cuatro veces cuál era la causa de sus cavilaciones, sin obtener de la joven otra respuesta que una sonrisa.

Al atardecer se presentó un lacayo del abate de Chaulieu, que venía a rogar a Buvat que pasase por la casa de su amo para copiar algunas poesías que aquel clérigo producía en cantidad.

Bathilda agradeció con todo su corazón aquella circunstancia, que le permitiría gozar la velada enteramente a solas. El buen Buvat se marchó sin sospechar que por primera vez era deseada su ausencia.

Como buen burgués parisiense que era, le encantaba vagabundear por las calles. Recorrió las galerías del Palacio Real, curioseando en las tiendas. Al salir de los soportales escuchó el eco de unos cánticos y se mezcló con el grupo de hombres y mujeres que escuchaban al músico ambulante. En el momento en que comenzaba la cuestación se marchó en dirección a la calle Mazarine, que era donde vivía el abate Chaulieu.

Éste recibió a Buvat, al que conocía desde hacía dos años y del que apreciaba las buenas cualidades; ambos se sentaron ante una mesa rebosante de papelotes.

Aquella vez no se trataba de un trabajito insignificante: sobre la mesa había treinta o cuarenta borradores de poemas, de todos los metros y rimas; casi medio libro de poesía por clasificar. Buvat enumeró los originales; después pasó a la corrección métrica y ortográfica, a medida que el abate iba recitando de memoria cada composición. Cuando dieron las once, los dos atareados personajes creían que no eran más que las nueve.

Buvat se levantó, asustado ante la idea de tener que volver a casa a semejante hora. Enrolló los manuscritos, los ató con un cordón de seda, los guardó en un bolsillo del gabán, cogió su bastón y su sombrero y dejó al abate Chaulieu. El buen hombre sintió no llevar encima dos cuartos para poder coger la barca que cruzaba el río por el sitio donde actualmente se encuentra el Pont des Arts; como no los tenía, le fue necesario volver por donde había venido, la calle del Coq y la de Saint-Honoré.

Todo había ido bien hasta entonces; pero al llegar a la calle de Bons-Enfants, la cosa cambió de aspecto: Buvat era el viandante que se había dado de narices con Harmental y Roquefinnette, frente al número 24 de la calle. El caballero lo protegió de los impulsos agresivos del capitán y le sugirió que tocara soleta lo más rápidamente posible. El pobre hombre no se hizo repetir el consejo, y no se creyó a salvo hasta que se vio de nuevo en su casa, tras la puerta bien cerrada y atrancada. A duras penas le quedaban fuerzas para subir las escaleras.

Entre tanto, Bathilda se sentía cada vez más inquieta, a medida que la noche avanzaba. Se encontraba en su habitación, a oscuras, para que nadie pudiese ver que rezaba de rodillas ante el crucifijo. Cuando se abrió la puerta del rellano, encontró a Buvat tan pálido y desencajado, que de momento pensó que le había dado algún mal de repente. En vano preguntaba a su tutor qué le ocurría; no le fue fácil hacer hablar al viejo; tal era el estado en que éste se encontraba. La conmoción había pasado del cuerpo al espíritu; tenía tan trabada la lengua como temblorosas las piernas.

Cuando al fin se tranquilizó lo necesario para articular algunas palabras, comenzó a contar su aventura balbuceando: había sido asaltado por una banda de ladrones, cuyo lugarteniente, hombre feroz de más de seis pies de estatura, había querido matarlo; por fortuna apareció el capitán de la cuadrilla, y le salvó la vida. Bathilda le escuchaba sin perder una sola palabra, porque quería de veras a su tutor.

A pesar de lo peregrino que era aquel pensamiento, le asaltó la idea de que su gallardo vecino estaba relacionado con el episodio; preguntó a Buvat si había tenido tiempo de ver al joven capitán. Buvat respondió que le había visto cara a cara; se trataba de un apuesto joven de veinticinco a veintiséis años, iba tocado con un sombrero de anchas alas y se envolvía en una capa; además de la espada, llevaba un par de pistolas. Aquella relación era demasiado precisa como para poder sospechar que Buvat hubiera visto visiones.

Puesto que el reposo es remedio soberano contra todos los males, Bathilda animó a su tutor para que cuanto antes fuese a descansar; Buvat obedeció a la joven, encendió su vela y dándole un beso se retiró. La muchacha escuchó que daba dos vueltas al cerrojo.

Una vez que se quedó a solas, Bathilda, casi tan temblorosa como el pobre escribiente, se asomó a la ventana. En el cuarto de enfrente la cortina no estaba corrida. A través de los cristales vio aparecer a su vecino con una vela en la mano. Bathilda no se había equivocado; el hombre del sombrero chambergo y de la capa que había salido en defensa de Buvat era su joven admirador; bajo la capa llevaba un justillo de color oscuro y de su cinturón colgaban una espada y dos pistolas; no había duda. La muchacha sacudió la cabeza como para desechar unas sombrías ideas que la obsesionaban. Harmental se acercó a la ventana, la abrió y miró tan fijamente hacia la de la joven, que ésta, olvidando que no podía ser vista, dio un paso hacia atrás y dejó caer la cortina.

Permaneció durante diez minutos sin moverse, con la mano apoyada en el corazón para calmar sus latidos; después, con mucho cuidado, separó una punta de la cortina: su vecino ya no estaba en la ventana; su sombra daba incesantes paseos de un lado a otro de la habitación.

Capítulo XII

EL CÓNSUL DUILIO

En la mañana que siguió al día, mejor dicho, a la noche en la que ocurrieron los acontecimientos que acabamos de relatar, el duque de Orléans, que había conseguido llegar al Palacio Real sin mayores accidentes, se presentó en su despacho a la hora acostumbrada, las once, después de haber dormido de un tirón. Para aquel espíritu intrépido todo había sido una simple broma; su fisonomía no mostraba ninguna huella de las pasadas emociones, que después de un buen sueño, el príncipe seguramente ya había olvidado.