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100 Clásicos de la Literatura

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Y mientras Harmental se metía por el pasaje, el capitán siguió por la calle de Valois, al mismo paso que la ronda, a la que sacaba cien pasos de delantera, mientras cantaba con el aire más indiferente del mundo:

Tenons bien la campagne,

La France ne vaut rien,

Et les doublons d’Espagne

Sont d’un or tris chrétien.

El caballero volvió al lugar donde había quedado apostado el coche, que, siguiendo sus instrucciones, aguardaba con la portezuela abierta y el cochero en el pescante.

—Al Arsenal —ordenó el caballero.

—Es inútil —le respondió desde el interior una voz que hizo estremecer a Raoul—, ya he visto lo que ha pasado, e informaré debidamente; una visita a esta hora sería peligrosa.

— ¡Ah!, sois vos, abate —dijo Harmental, que había reconocido a Brigaud bajo la librea que le servía de disfraz—. ¡Que el diablo me lleve si sé qué explicación puedo dar!

—Pues yo sí sé; y también sé decir que sois un valiente y leal gentilhombre, de los que si hubiera diez parejos en Francia, otro gallo nos cantara. Subid deprisa; ¿a dónde queréis que os lleve?

Harmental montó en el coche, y el abate, disfrazado de lacayo, se acomodó a su lado, sin hacer caso a la humildad de su traje.

—Vamos a la esquina de la calle Gros-Chenet con la de Clery —ordenó el abate al cochero.

El coche arrancó y siguió su ruta, sin que las acolchadas ruedas hicieran el menor ruido.

Capítulo IX

EL GENTILHOMBRE BUVAT

Nos conviene ahora conocer mejor a uno de los principales personajes de nuestra historia, del que no hemos hecho más que hablar de pasada. Nos referimos al buen burgués que vimos cuando dejaba el grupo que rodeaba al músico de la calle Valois, y volvimos a encontrar, en un momento muy inoportuno, cuando recorría a hora avanzada la calle de Bons-Enfants: el pobre diablo a quien Harmental había ayudado tan oportunamente, y que casualmente, ¡era el mismísimo jardinero!, el vecino de la calle de Temps-Perdu.

Ya dijimos que era un hombre sobre los cuarenta y cinco años, bajito y grueso, con una obesidad que iba en aumento a medida que avanzaba en edad; tenía una de esas caras borrosas donde todo, cabello, cejas, ojos y piel, parece del mismo color; era uno de esos tipos, en fin, de los que a diez pasos no se distingue ningún rasgo, cuyas facciones jamás han sido alteradas por las pasiones, buenas o malas, y que por lo mismo conservan toda su insignificante regularidad.

Añadamos que la Providencia, que jamás hace las cosas a medias, había firmado el original con el nombre apropiado: Jean Buvat. Aunque bien es cierto que las personas que conocían la nula inteligencia, pero las excelentes cualidades del corazón del hombrecillo, suprimían el patronímico que recibió en la fuente bautismal, y le llamaban simplemente «el buen Buvat».

Desde su más tierna infancia el pequeño Buvat había mostrado una marcada repugnancia por todo lo que fuese estudio, y una vocación particular por la caligrafía. De modo que llegaba cada mañana al colegio de los Padres del Oratorio, donde asistía como alumno gratuito, con unos deberes plagados de faltas, pero escritos con una limpieza, una regularidad y una propiedad que daba gusto verlos.

De ello resultaba que el pequeño Buvat recibía diariamente palmetazos por su torpeza, y todos los años el premio de caligrafía por la habilidad de sus manos.

A pesar de su exterior sosegado, al joven Buvat no le faltaba un fondo de amor propio: volvía por la tarde lloroso a su casa, se quejaba a su madre de las injusticias que le hacían… pero tenía que confesar que en la escuela había niños de diez años más adelantados que él en los estudios.

La señora viuda de Buvat, una pobre comadre de barrio, no iba más allá de ver que los deberes de su hijo iban en una letra que ni pintada, cosa que a ella le bastaba para creer que no había nada más que pedir; un día fue a protestar a los buenos Padres. Éstos le respondieron que su hijo era un buen chico, incapaz de una mala acción, pero de una inutilidad tal para los estudios, que le aconsejaban que lo dedicase a maestro de escritura, ya que éste era el único talento que la naturaleza le había dado.

Este consejo fue un rayo de luz para la señora Buvat, que volvió a su casa y comunico a su hijo los nuevos planes que tenía para él. El joven acogió con gran alegría la resolución de su madre; le prometió que antes de seis meses sería el mejor pendolista de la capital, y que con sus ahorrillos iba a comprar un cortaplumas, un paquete de péñolas y dos cuadernos de papel para ponerse al trabajo.

Los buenos Padres no se habían equivocado respecto a la verdadera vocación del joven Buvat: la caligrafía era en él un arte que casi alcanzaba la categoría de dibujo. Al cabo de seis meses dominaba las seis diferentes clases de escritura, y trazaba unos rasgos que imitaban figuras humanas, plantas y animales. Al cabo de un año había hecho tales progresos, que le convencieron de que ya podía comenzar a trabajar en serio. Lo hizo durante tres meses, día y noche, y al final consiguió una autentica obra maestra, con la que consiguió su carta de examen. No era una simple pancarta, sino un verdadero cuadro que representaba la Creación, en trazos gruesos y finos, y en el espacio que quedaba libre, venía reproducido en seis tipos distintos de escritura el adverbio «despiadadamente». Ocho días después, Buvat tenía cinco alumnos y dos alumnas.

El éxito fue en aumento; de modo que, pasados los años, la señora Buvat pudo morir con la satisfacción de ver a su hijo bien establecido.

La vida del calígrafo siguió su curso, tan perfectamente reglamentado, que se podía asegurar que cada día sería exactamente igual que el anterior. Así llegó a la edad de veintiséis años, sin que su calmosa e inocente hombría de bien sufriese ninguna de las borrascas propias de la juventud.

Por aquellas fechas el buen Buvat tuvo la ocasión de practicar una sublime acción, de la manera más ingenua y espontánea, como todo lo que hacía.

En el primer piso de la casa número 6 de la calle de Orties, en la que Buvat ocupaba una buhardilla, había una joven familia que era la admiración de todo el barrio, por la incomparable armonía en que vivían marido y mujer. Él se llamaba Albert de Rocher, y era hijo de un antiguo dirigente de los sectarios de las Cévennes, que fue obligado a hacerse católico con toda su familia, en los tiempos de las persecuciones del señor de Bâville. Albert había entrado como escudero en casa del duque de Chartres, que por aquella época estaba rehaciendo su cuerpo de casa, muy duramente castigado en la campaña que precedió a la batalla de Steinkerke, y en la que el príncipe hizo sus primeras armas.

El invierno interrumpió la campaña, pero llegada la primavera se reanudaron las operaciones; el señor de Luxemburgo volvió a convocar a sus oficiales, que repartían su vida entre la guerra y los placeres, seis meses para cada cosa. El duque de Chartres fue uno de los primeros en acudir a la llamada y Rocher le siguió, al igual que hicieron sus demás servidores.

Llegó el gran día de Nerwinde. El duque cargaba una y otra vez al frente de sus tropas. A la quinta arremetida, el único que quedaba junto a él era un joven al que apenas conocía. Hubo una descarga; milagrosamente, ambos resultaron ilesos; el caballo del príncipe, herido de muerte en la cabeza, arrastró al duque en su caída. El joven, que era alto y fuerte, pensó que no era momento para delicadezas, agarró por un brazo al príncipe y lo hizo montar en su grupa. En aquel momento crítico llegaba el señor de Arcy con un destacamento de caballería ligera, rompía entre las filas enemigas, y liberaba a los dos hombres, cuando ya éstos iban a ser cogidos prisioneros.

El duque tendió la mano a su compañero, y le preguntó su nombre. El joven respondió que se llamaba Albert de Rocher, y que había reemplazado al escudero Neuville, muerto en Steinkerke. El duque, volviéndose hacia los que acababan de llegar, le presentó:

—Señores, he aquí al que me ha salvado la vida.

Al terminar la guerra, el duque le nombró su primer escudero; y tres años después, lo casó con la joven de la que estaba enamorado, dotó a la muchacha, y se preocupó de que su salvador progresara en su carrera.

La joven era de origen inglés. Su madre había llegado a Francia acompañando a madame Henriette cuando ésta vino para casarse con el hermano de Luis XIV. Después que la princesa murió envenenada por manos del caballero Effiat, pasó a ser la dama de compañía de la reina madre; al morir esta, en 168o, se retiró a una casita en el campo, cerca de Saint-Cloud, para dedicarse por entero a la educación de su hija Claire. Había sido con ocasión de una de las visitas que el duque de Chartres hiciera a Saint-Cloud cuando Rocher conoció a la joven con la que el duque lo casó en 1697.

Los nuevos esposos tuvieron un niño, que desde la edad de cuatro años fue confiado a Buvat para que le enseñara caligrafía. El niño murió del sarampión. La desesperación de los padres fue grande; Buvat les acompañó en su dolor, tanto más cuanto que el pequeño demostraba grandes aptitudes. Aquello unió al profesor y al matrimonio. Un día en que aquel buen hombre se quejaba del precario futuro de los artistas, Albert le propuso utilizar su influencia para ver de conseguirle un puesto en la Biblioteca. Buvat saltó de júbilo, sólo con pensar que iba a convertirse en un funcionario público. Aquel mismo día envió su solicitud, escrita con su mejor letra. Albert lo recomendó, y un mes después Buvat recibía la credencial de empleado de la Biblioteca Real, en la sección de manuscritos, con la asignación de novecientas libras. Buvat, encantado, prometió a sus vecinos que si tenían otro hijo, sería únicamente él quien le enseñase a escribir. Hacia finales de 1702, Claire dio a luz una niña.

 

El nacimiento causó una gran alegría. Buvat no cabía en sí del gozo que sentía. Aquel día, por primera vez en su vida, llegó a la oficina a las diez y cuarto, en lugar de a las diez en punto como acostumbraba.

La pequeña Bathilda tenía ocho días, y ya Buvat quería enseñarle a hacer palotes. Hicieron falta todas las razones del mundo para que comprendiese que por lo menos debía esperar dos o tres años; sin embargo, Buvat tuvo la satisfacción de poner solemnemente la primera pluma que encontró en las manitas del bebé.

Pasó el tiempo; estamos a principios de 1707. El duque de Chartres, ya duque de Orléans por la muerte de Monsieur, había conseguido, por fin, un mando en España, a donde tenía que llevar las tropas francesas que debían unirse al ejército del mariscal Berwich. Como primer escudero, Albert tenía que acompañar al príncipe. Aquel viaje llegó en el momento más inoportuno, porque la salud de Claire empezaba a dar que pensar; el médico había dejado escapar las palabras «tisis pulmonar».

Y llegó el S de marzo, día fijado para la marcha. A pesar de sus dolencias Claire se había ocupado personalmente del equipaje de su marido. En medio de sus lágrimas, una sonrisa de orgullo iluminó su cara cuando vio a Albert sobre su caballo y vistiendo el flamante uniforme. El joven se sentía embargado por la altivez y el orgullo.

Llegado a Segorbe, el duque supo que el mariscal Berwich se aprestaba a dar una batalla decisiva. En vista de ello, envió por delante a Albert para que anunciase al mariscal la próxima llegada del duque de Orléans con sus 10.000 hombres.

Rocher llegó en el preciso momento en que iba a comenzar la batalla. Pidió que le indicaran dónde había establecido el mariscal su puesto de mando, y al encontrarlo, le expuso el objeto de su misión. El mariscal, por toda respuesta, le mostró el campo de batalla y le ordenó volver junto al príncipe para contarle lo que había visto. Albert pidió permiso para quedarse, y así poder dar al príncipe noticias de la segura victoria. En aquel momento el general en jefe dispuso una carga de las fuerzas de dragones y envió a uñó de sus edecanes para que lo comunicase al coronel que debía efectuarla.

Aquella carga fue una de las más brillantes acciones del día, penetró tan profundamente en el corazón de las filas imperiales, que sembró el desorden en las mismas. El mariscal siguió con la mirada al joven Albert, que se había precipitado tras el ayudante, le vio llegar hasta la bandera enemiga y luchar cuerpo a cuerpo con el que la sostenía. Una vez que estuvo ante el mariscal, tiró la bandera a sus pies, abrió la boca para hablar, pero en lugar de palabras fue una bocanada de sangre lo que salió de sus labios. El mariscal le vio vacilar en sus estribos, y se adelantó para sujetarle; pero ya era tarde: Albert cayó del caballo; una herida de bala le atravesaba el pecho.

El duque de Orléans llegó al día siguiente de la batalla; lamentó la muerte de Albert como se siente la de un hombre valiente. Quiso escribir personalmente a su viuda; si algo podía consolarla de la pérdida de su marido, había de ser una carta como aquella.

A las cuatro de la tarde Buvat se encontraba, como siempre, en la Biblioteca, cuando le avisaron de que alguien preguntaba por él. El mensajero le dijo que la madre de Bathilda le necesitaba con urgencia. Cuando llegó encontró a la pobre mujer, que no lloraba; parecía aterrada, sin lágrimas en los ojos, muda, con la mirada fija y extraviada, como la de una loca. Cuando al fin se dio cuenta de la presencia de Buvat, se limitó a extender su mano y entregarle la carta que acababa de recibir.

El buen hombre, de momento, no se dio cuenta de lo que ocurría; después, puso los ojos en el papel y leyó en voz alta:

«Señora:

»Vuestro esposo ha muerto por Francia y por mí. No hay poder humano que nos lo pueda devolver. Si alguna vez necesitáis cualquier cosa, recordad que Francia y yo somos vuestros deudores.

»Con todo el afecto de

Felipe de Orléans».

—No, no… —murmuró Buvat fijando sus ojos en Claire—, ¿el señor de Rocher?… ¡no es posible!

— ¿Ha muerto papá? —preguntó la pequeña Bathilda que jugaba en un rincón con una muñeca—. Mamá, ¿es verdad que papá ha muerto?

—Sí, mi niña… ¡Qué desgracia!… qué desgracia…

—Señora, no os desesperéis todavía… puede que sea una falsa noticia.

— ¿No veis que es la propia letra del duque de Orléans? —Al decir estas palabras la pobre mujer tosió tan fuerte, que Buvat sintió que su propio pecho le dolía; pero su espanto fue mayor cuando vio a la mujer retirar, lleno de sangre, el pañuelo que se había puesto en la boca.

El apartamento que ocupaba Claire resultaba demasiado grande para ella; de modo que nadie se extrañó cuando se cambió a otro más pequeño del segundo piso.

La pobre viuda se presentó en el Ministerio de la Guerra para hacer valer sus derechos. Pero cuando al cabo de tres meses las oficinas empezaron a considerar su caso, la toma de Requena y de Zaragoza habían hecho olvidar la victoria de Almansa. Claire enseñó la carta del príncipe, y el secretario del ministro le respondió que con semejante carta podía obtener todo cuanto quisiera, pero que antes tendría que esperar la vuelta de Su Alteza.

En vista de lo cual dejó su vivienda del segundo, para tomar dos pequeñas habitaciones en el tercero. La viuda no poseía otros medios de vida que el salario de su esposo, ya que la modesta dote recibida del duque había desaparecido en la compra de algunos muebles y en el equipo de su marido.

Contra los principios estratégicos habituales en la época, el ejército francés, en lugar de retirarse a sus cuarteles de invierno, prosiguió la campaña. El duque de Orléans se preparaba para sitiar Lérida. La espera de Claire se alargaría.

La viuda intentó una nueva gestión; pero esta vez habían olvidado incluso el nombre de su marido. Y a pesar de la carta del príncipe no tuvo más remedio que rumiar su paciencia.

Por último se vio obligada a dejar las dos habitaciones y tomar una pequeña buhardilla, frente a la que ocupaba Buvat; vendió todas las pertenencias que conservaba, excepto algunas sillas, la cuna de la pequeña Bathilda y una cama para ella.

A Buvat, testigo involuntario de aquellos cambios sucesivos, no le fue difícil comprender la real situación de su vecina. Hombre en extremo ordenado, había reunido unos pequeños ahorros que deseaba poner a disposición de Claire; pero nunca se atrevió a hacerle semejante ofrecimiento; veinte veces llegó a la casa, portador del saquillo donde guardaba el modesto peculio; pero nunca logró acopiar suficiente valor para mostrarlo. Un día, Buvat, que bajaba la escalera para irse a su oficina, tropezó con el propietario que hacía su ronda trimestral; le hizo entrar en su casa, y diciéndole que la señora Rocher le había entregado el dinero, pagó dos recibos atrasados.

Pasaron los últimos días del invierno, y llegó la noticia de que el joven general, después de tomar Lérida, se preparaba para el sitio de Tortosa.

Fue un golpe terrible para la pobre Claire: la primavera llegaba, y con la primavera, una nueva campaña retendría al duque. Le fallaron las fuerzas, y se vio obligada a guardar cama.

La situación de Claire era desesperada. Conocía perfectamente la gravedad de su estado, y se preguntaba a quién confiar su hija, el día que ella faltase. Su marido sólo tenía parientes lejanos, a los que ni siquiera conocía. En cuanto a la familia inglesa, no sabía quiénes eran; para ella no había más patria que Francia, donde su madre falleciera.

Cierta noche, Buvat (la tarde anterior había dejado a Claire consumida por la fiebre) la oyó gemir tan desesperadamente que saltando de la cama se vistió para ir a ver qué le ocurría; pero al encontrarse ante la puerta, no se atrevió a entrar ni a llamar. Claire lloraba con gran congoja y rezaba en alta voz. La pequeña Bathilda se había despertado y llamaba a su madre. La mujer secó sus lágrimas, se acercó a la cuna de su hija y, arrodillándose, le hizo repetir todas las oraciones infantiles que sabía; entre cada una de ellas, Buvat podía oírla rogando con dolorosa voz:

— ¡Dios mío! ¡Dios mío!… Proteged a mi pobre hijita…

El buen Buvat cayó de rodillas, y a sí mismo se prometió que aunque Bathilda quedase huérfana, jamás quedaría abandonada. Dios tenía que escuchar la doble oración que hacia Él subía.

Al día siguiente, Buvat, al entrar en casa de Claire, hizo algo a lo que nunca antes se había atrevido: tomó a Bathilda en sus brazos, apoyó su rostro contra la dulce carita de la niña y murmuró en voz baja:

—No temas, pequeña inocente; todavía hay gentes buenas en el mundo.

Entonces, la niñita le echó los brazos al cuello y se estrechó contra él.

Al volver de su trabajo, a las cuatro de la tarde, Buvat encontró la casa en conmoción. Al salir de la habitación de Claire, el médico había dicho que era necesario pedir el viático. El cura se presentó, subió la escalera precedido de un sacristán que agitaba una campanilla, y sin dar tiempo siquiera a preparar a la enferma, penetró en el cuarto. Claire recibió al Señor con todo fervor; pero la impresión que sufriera fue tan intensa, que los que la rodeaban llegaron a pensar que moriría a consecuencia de la misma. Buvat, desde la calle, escuchó los cánticos, y sospechó lo que había ocurrido; subió los escalones de cuatro en cuatro y encontró el cuarto, como suele ocurrir en tales casos, atestado por todas las comadres del barrio. Cerca del lecho donde yacía la moribunda, el cura rezaba la oración de los agonizantes. En un rincón, la pequeña Bathilda, agazapada, no se atrevía ni a llorar ni a gritar, asustada por la gente y por el inusitado movimiento. En cuanto vio a Buvat corrió hacia él como si fuese la única persona que la pudiese proteger. El buen hombre la tomó en sus brazos y se arrodilló junto al lecho de la enferma, que, volviendo los ojos a la triste tierra desde el cielo, donde ya los tenía, vio a su hija en brazos del único amigo con que contaba. Con la penetrante mirada de los que van a morir, llegó hasta el fondo de aquel corazón puro y abnegado; incorporándose, le tendió la mano con una exclamación de agradecimiento y de alegría, que sólo los ángeles comprendieron, y volvió a caer desvanecida en el lecho.

La ceremonia religiosa había terminado; primero se retiró el sacerdote, después las beatas; los indiferentes y los curiosos fueron los últimos en abandonar la casa.

En el grupo de los fisgones había muchas mujeres; Buvat les preguntó si conocían alguna buena enfermera. Una de ellas se ofreció; pero recalcó que acostumbraba a cobrar por adelantado. El pendolista se informó del precio que pedía a la semana, y pensando que las doce libras que solicitaba eran una miseria, le dio dos escudos sin regatear. Claire seguía sin conocimiento. La que se había encargado de su cuidado debutó en sus funciones, haciéndole oler, a falta de sales, vinagre. Buvat se retiró, después de tranquilizar a Bathilda, asegurándole que su madre dormía. La pobre niña se volvió a su rincón y continuó jugando con la muñeca.

Transcurrida una hora, el buen Buvat volvió para informarse de cómo seguía Claire. Había vuelto de su desmayo, pero no hablaba. Cuando se dio cuenta de la presencia de su amigo, juntó las manos y se puso a rezar; después intentó buscar algo debajo de la almohada. Aquel esfuerzo fue demasiado para su debilidad; lanzó un gemido y volvió a sumirse en la inconsciencia.

Buvat fue incapaz de soportar la triste escena; tras recomendar a la enfermera que cuidase a la madre y a la hija lo mejor que supiese, salió de la habitación.

Al día siguiente, por la mañana, la enferma había empeorado; tenía los ojos abiertos, pero aparentaba no conocer más que a su hija, a quien tenía cogida de una mano, que no quería soltar.

Buvat hubiese querido permanecer cerca de Claire, porque veía que le quedaban pocas horas de vida; pero para el concienzudo empleado el único motivo que hubiera justificado su falta de asistencia a la oficina, habría sido su propia muerte. Entró en la Biblioteca triste y acongojado. Sus compañeros observaron, con estupor, que no esperó a que diesen las cuatro para deshacer el cordón de los manguitos azules que usaba para no mancharse el traje, y que a la primera campanada del reloj, cogió el sombrero y escapó corriendo. Con el aliento entrecortado preguntó a la portera cómo se encontraba Claire.

— ¡Ay! ¡Bendito sea Dios! —respondió la pobre mujer—, ya no sufrirá más… Está en la Gloria.

 

— ¡Ha muerto! —exclamó Buvat, sintiendo que un escalofrío le recorría la espalda.

—Hace tres cuartos de hora, poco más o menos —respondió la portera.

El hombre subió lentamente las escaleras, parándose en cada rellano para secar el sudor que perlaba su frente. Cuando llegó al descansillo que correspondía a su cuarto y a la habitación de Claire, le fue necesario apoyarse en la pared, pues sentía que las piernas le flaqueaban. Le pareció oír la voz de Bathilda que hablaba, con su vocecita entrecortada por los sollozos:

— ¡Mamá!, ¡mamaíta!… ¡despierta!… ¿por qué estás tan fría?, ¡mamá!

Después, la niña se acercó a la puerta y dando en ella con su minúscula manita pidió auxilio.

— ¡Bon ami, bon ami, ven! ¡Estoy sola y tengo miedo!

Buvat se hacía cruces al pensar que aquellas gentes habían sido capaces de dejar a la niña con la madre muerta. Habían cerrado la puerta con llave, y cuando Buvat intentó abrirla oyó la voz de la portera que le llamaba.

Bajó tan deprisa como pudo.

— ¿Por qué tiene usted la llave del cuarto? —preguntó.

—La ha traído el dueño, después de llevarse los muebles —contestó la portera.

— ¿Qué dice usted? ¡Se ha llevado los muebles!

— ¡Claro está que se los ha llevado! Vuestra vecina no era rica, señor Buvat, y no es difícil pensar que debía dinero por todas partes. Así que el propietario ha pensado en cobrar el primero evitándose el tener que entrar en pleitos con los demás.

—Y la vigilante, ¿dónde está?

—En cuanto ha visto morir a la enferma se ha marchado. Ya no tenía nada que hacer allí; pero si queréis, vendrá a amortajarla… si le dais un escudo. Normalmente, son las porteras las que se encargan de este trabajo; pero yo no podría, ¡soy tan sensible!

El buen Buvat, imaginando lo ocurrido, sentía escalofríos. Volvió al tercer piso lo más rápidamente que pudo. Su mano temblaba al punto que apenas podía introducir la llave en la cerradura. Al fin el cerrojo cedió.

Claire estaba tendida en el jergón de su cama, sobre el suelo, en medio de la habitación. Debían de haberla cubierto con una sábana roñosa, pero la pequeña la había retirado un poco para ver la cara de su madre, a la que estaba abrazada en el momento en que entró Buvat.

— ¡Ah!, bon ami, bon ami, despierta a mi mamá que lleva mucho tiempo dormida; despiértala, por favor —exclamó la niña al verle.

Buvat acercó a Bathilda al lado del cadáver.

—Dale un beso a tu madre, pequeña.

La niña obedeció.

—Y ahora —prosiguió—, déjala dormir. Un día vendrá el niño Jesús a despertarla.

Tomó a la niña en brazos para llevarla a su casa. Hubo de acostarla en su propia cama, ya que hasta la cuna se habían llevado. Cuando vio que la niña dormía, salió para declarar la defunción ante el comisario del barrio, y para avisar a las pompas fúnebres.

Al volver a casa, la portera le entregó un papel que la enfermera había encontrado en la mano diestra de Claire cuando la amortajaba: era la carta del duque de Orléans.

Aquella fue la única herencia que la pobre madre pudo dejar a su hijita.

Capítulo X

LA HERENCIA. BATHILDA

Buvat se encargó de buscar una mujer que se ocupase del cuidado de la niña, ya que el pobre hombre no tenía la menor idea de cómo había que llevar una casa, aparte de que, teniendo que pasarse seis horas en la Biblioteca, tenía forzosamente que dejar sola a la niña. Por suerte tenía a mano lo que necesitaba: una buena mujer de unos treinta y cinco a treinta y ocho años que había cuidado a la señora Buvat en los últimos tres años de su vida. Buvat convino con Nanette (así se llamaba la mujer) que viviría en casa, se ocuparía de la cocina y cuidaría de la pequeña, todo por un salario de cincuenta libras al año, más la comida.

Aquello cambió totalmente las costumbres de Buvat. No podía quedarse en su buhardilla, que resultaba demasiado pequeña. Así que, desde la mañana siguiente, se puso a buscar un nuevo alojamiento. Encontró uno en la calle de Pagevin, que le convenía, porque no quedaba muy lejos de la Biblioteca Real. Era un apartamento de dos habitaciones, gabinete y cocina. Lo alquiló, pagó la fianza, y fue a la calle Saint-Antoine a comprar algunos muebles que eran precisos. Aquella misma tarde, al volver de su trabajo, hizo la mudanza.

Al día siguiente, que era domingo, enterraron a Claire. Las primeras semanas, la pequeña Bathilda preguntaba a cada instante por su madre; pero poco a poco, habiéndole dicho que mamá se había reunido con su papá, preguntaba por los dos; hasta que un día dejó de hacerlo.

Buvat quiso que la habitación más bonita fuese para Bathilda y se reservó la otra; Nanette dormía en el gabinete. El pobre hombre se daba cuenta de que ni él ni la gobernanta eran los más indicados para dar una buena educación a la niña; todo lo más, podrían conseguir que Bathilda llegase a tener una letra preciosa y aprendiera las cuatro reglas, a coser y a hilar; pero aunque lograsen esto, la niña no sabría ni la mitad de lo que debía saber, pues no podía olvidarse que pese a convertirse en pupila de Buvat, Bathilda seguía siendo la hija de Albert y de Claire, una hija de la pequeña nobleza. Decidió, en consecuencia, darle una educación en consonancia, no con su actual situación, sino con el apellido que llevaba.

El espíritu simplista de Buvat y su honradez acrisolada, le hicieron tener el siguiente razonamiento: la plaza en la Biblioteca se la debía a Albert; de modo que los ingresos que aquélla le proporcionaba pertenecían a Bathilda.

En cuanto a la comida, el pago del alquiler, los vestidos, el cuidado de la niña y el salario de Nanette, él debía ganarlos con sus clases de escritura y haciendo trabajos de copia.

Dios bendijo aquella santa resolución: ni las lecciones ni las copias faltaron en lo sucesivo.

A los seis años Bathilda tuvo profesor de baile, de música y de dibujo. Por otra parte, para Buvat era un placer sacrificarse por su pupila: parecía que Dios la había dotado para todas las ciencias. Por lo que respecta a su joven belleza, cumplía todo lo que de niña prometía.

Buvat vivía feliz; al final de cada semana recibía las felicitaciones de los profesores, y el domingo, reventando de orgullo, tomaba la mano de su pequeña Bathilda y la llevaba de paseo. El punto final de sus caminatas era siempre el mismo: los Porcherons, donde se reunían los jugadores de bolos, deporte al que Buvat era muy aficionado, y en el que, habiéndolo dejado de practicar, se había convertido en árbitro inapelable.

En sus paseos llegaban también al pantano de la GrangeBateliére, cuyas aguas sombrías y de color morado atraían a las libélulas de alas de gasa y corpiños de oro, que a los niños tanto les gusta perseguir. La diversión preferida de Bathilda era correr, con la redecilla verde en una mano y los dorados cabellos flotando al viento, tras las mariposas y las libélulas.

De vez en cuando Buvat consentía en llegar hasta Montmartre; cuando en sus excursiones domingueras llegaban hasta la colina, habían de salir más temprano; Nanette llevaba la merienda que se comían en la explanada de la abadía. Cuando regresaban eran las ocho; ya había oscurecido; bien entendido que desde la cruz de Porcherons, Bathilda iba dormida en brazos de Buvat.

Las cosas siguieron así hasta el año de gracia de 1712, época en que el rey, agobiado por sus deudas, no vio otra solución que dejar de pagar a sus empleados. El cajero advirtió de esta medida económica a Buvat, que se le quedó mirando con aspecto pasmado. Su estrecha mente era incapaz de imaginar que al rey pudiera faltarle el dinero. De modo que prosiguió su trabajo canturreando, como si tal cosa.