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100 Clásicos de la Literatura

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La cosa no era demasiado divertida; el caballero se dio entonces cuenta de lo solo que se encontraría en su retiro, por poco que éste durase. Se acordó de que en tiempos había practicado el clavicordio y dibujado; pensó que si dispusiese de un instrumento y de algunos pasteles, su destierro sería menos aburrido. Sin pensarlo más, llamó a la señora Denis y le preguntó dónde podría encontrar aquellos objetos; le dio un doble luis, y le pidió que, por favor, se encargase de buscarle las pinturas y un pequeño clavicordio, con el alquiler pagado por un mes. En efecto, a la media hora Harmental tenía el instrumento y lo necesario para pintar.



Harmental llevaba algún rato sentado ante el clavicordio, y tocaba lo mejor que sabía. Pronto se dio cuenta de que no lo hacía del todo mal, al punto que llegó a pensar que no le faltaba talento para la música.



Sin duda debía de ser verdad, pues a la mitad de un acorde vio que en la ventana de enfrente unos deditos levantaban cuidadosamente la cortina para ver de dónde procedía aquella repentina armonía.



El caballero se olvidó totalmente de la música y giró rápidamente sobre su taburete. La maniobra le perdió. La dueña de la habitación vecina, sorprendida en flagrante delito de curiosidad, dejó caer la cortina.



El caballero pasó la tarde dibujando, leyendo y tocando el clavicordio. A las diez de la noche llamó al portero; quería darle instrucciones para el día siguiente; pero el portero no respondió. Debía de llevar bastante tiempo acostado.



Sin embargo, hubo una cosa que le agradó: la vecina trasnochaba igual que él. Esto indicaba un espíritu superior al de los vulgares habitantes de la calle del Temps-Perdu. A medianoche la luz de la habitación de enfrente se apagó; Harmental decidió que era hora de meterse en la cama.



Al día siguiente, a las ocho, el abate Brigaud estaba en la casa; traía a Harmental el segundo informe.



«Las tres de la madrugada.



»En vista de que el día anterior había llevado una vida totalmente regular, el regente ha ordenado que se le despierte a las nueve.



»De diez a doce concederá audiencia pública.



»De doce a una el regente trabajará en sus habitaciones, con La Vrilliére y con Leblanc.



»Después despachará el correo con Tarcy, presidirá el consejo de regencia y por último hará una visita al rey.



»A las tres, irá al trinquete de la calle del Sena para jugar a la pelota.



»A las seis cenará en el Luxemburgo, en las habitaciones de la duquesa de Berry, donde pasará la velada.



»Desde allí volverá al Palacio Real, sin escolta; a no ser que la duquesa le preste algunos servidores».



— ¡Cáspita, sin guardias!… Mi querido abate, ¿qué pensáis de esto?



—Sí, sin guardias; pero con paseantes, obreros y con toda clase de gentes, que si bien es verdad que pelean poco, gritan muy alto. Paciencia, amigo… Todo se andará.



—Es que tengo prisa por dejar esta buhardilla donde me aburro mortalmente…



—Tenéis música, según veo.



—Eso sí. Y a propósito, abate: abrid la ventana, y veréis qué buena compañía tengo.



— ¡Conque ésas tenemos! —exclamó jocosamente el abate haciendo lo que se le pedía—. En efecto, no está nada mal.



— ¡Cómo nada mal!, ¡está muy bien! Es la Armida lo que toca… Mi querido abate, os ruego que al bajar me enviéis un pastel y una docena de botellas de buen vino. Si os lo pido, es por el bien de la causa.



—Dentro de una hora, el pastel y el vino estarán aquí.



—Pues hasta mañana.



— ¿Me echáis?



—Espero a alguien.



— ¿Siempre por el bien de la causa?



—Así es —afirmó el caballero, despidiendo con un gesto al abate Brigaud.



Efectivamente, tal como había notado el abate, el caballero deseaba que Brigaud se marchara.



Su gran afición a la música, que había descubierto de pronto el día anterior, había ido en aumento; deseaba quedarse a solas para que nadie le distrajese de lo que oía. En efecto, valía la pena; porque el concierto que el caballero escuchaba revelaba unas condiciones excepcionales de la ejecutante; tanto en la música como en la voz.



Después de un pasaje especialmente difícil, que fue perfectamente interpretado, Harmental no pudo contener un aplauso. Desgraciadamente la voz y el clavicordio callaron al instante, y el silencio sustituyó a la melodía por la que el caballero había manifestado tan imprudente entusiasmo.



En cambio se abrió la puerta del cuchitril que daba a la terraza. Primero, apareció una mano que visiblemente consultaba la temperatura que hacía fuera; a la mano siguió la cabeza tocada con un gorro de indiana. La cabeza precedió por un instante a un cuerpo cubierto por una especie de camisón de la misma tela que el gorro. Por fin, un rayo de sol que atravesaba entre dos nubes animó al tímido inquilino de la terraza, que se atrevió a mostrarse del todo.



Se trataba del hortelano del que ya hemos hablado.



Después de proceder a una minuciosa inspección del minúsculo surtidor y del cenador, la inverosímil figura del jardinero resplandeció de alegría, igual que el ambiente con el rayo de sol: el inquilino había comprobado que todo estaba en orden, los arriates florido, y el depósito de agua lleno hasta arriba. Abrió un grifo y el chorro se elevó majestuosamente a cuatro o cinco pies de altura.



El buen hombre se puso a cantar una vieja canción pastoril, con la cual Harmental había sido acunado.



Laissez-moi aller,



Laissez-moi jouer,



Laissez-moi aller jouer sous la coudrette.



El cantor llamó dos veces en voz alta:



— ¡Bathilda!, ¡Bathilda!



El caballero comprendió que había alguna relación entre el hortelano y la bella clavecinista.



Cerró la ventana con aire de total despreocupación, pero teniendo cuidado de dejar una rendija en la cortina.



Lo que había pensado sucedió. Al cabo de un instante, la encantadora cabecita de la joven apareció en el marco de la ventana, pero de ahí no pasó. La perrita, no menos miedosa que su dueña, quedó a su lado con sus blancas patas subidas en el poyete. Pero gracias a que durante unos minutos estuvieron conversando el buen hombre y la joven, Harmental pudo examinar a ésta a su gusto, sin que a través de la cerrada ventana llegase a él una sola palabra.



La muchacha estaba en esa edad de la vida en que la niña se hace mujer; en su rostro florecía toda la gracia y hermosura de la juventud. Al primer vistazo se daba uno cuenta de que su edad oscilaba entre los dieciséis y los dieciocho años. Su tez resplandecía de frescor y nada empañaba el delicioso matiz de su melena rubia. El caballero se quedó extasiado. La verdad es que solamente había conocido dos clases de mujeres en su vida: las gruesas y relucientes campesinas del Nivernais, y las damas de la aristocracia parisina, bonitas sin duda, pero de una hermosura ajada por las vigilias y por los placeres del amor. Nunca había conocido ese tipo burgués, intermedio, si se puede llamar así, entre la alta sociedad y la población campesina, que tiene la elegancia de la una, y la lozanía de la otra.



El ruido de la puerta al abrirse le sacó de su abstracción: era el pastel y el vino del abate Brigaud que hacían su entrada solemne en la buhardilla del caballero. Sacó su reloj, y se dio cuenta de que eran las diez de la mañana; entonces se dispuso a esperar la aparición del capitán Roquefinnette.





Capítulo VI



EL PACTO





Nuestro digno capitán apareció por la calle de Gros-Chenet dándose aires de importancia. Llevaba una mano apoyada en la cadera, y su porte era marcial y decidido. Después de recorrer cosa de un tercio de la calle, levantó la cabeza tal como había sido convenido; y justamente encima de él vio asomado a una ventana al caballero. Intercambiaron una seña y el capitán, después de medir con mirada de estratega la distancia que le separaba de la puerta, se dirigió hacia ella y atravesó el apacible umbral de la casa propiedad de la señora Denis, con la misma familiaridad que si fuera una taberna. El caballero cerró la ventana.



Al cabo de un instante, Harmental oyó el rumor de los pasos y el ruido de la espada del capitán al chocar con la baranda de la escalera.



—Buenos días —saludó el capitán, cuya figura quedaba difuminada en la penumbra.



—Veo que sois hombre de palabra —contestó el caballero, tendiendo su mano al capitán—. Pero entrad deprisa: es importante que mis vecinos no os vean.



— ¡Ah!, ¡ah!, ¿misterio? Tanto mejor, estoy acostumbrado a los misterios. Además, he descubierto que casi siempre hay algo que ganar con las gentes que empiezan por decir: ¡schisss…!



El caballero cerró la puerta y echó el cerrojo.



—Está bien, capitán; pero os anuncio que las cosas que vais a oír son de la mayor importancia; os pido por anticipado vuestra discreción.



—Concedida, caballero.



—Entonces, creo que llegaremos a entendernos.



—Hablad, que yo os escucho —respondió el capitán con gravedad.



—Probad este vino mientras corto el pastel.



— ¡Oh!, ¡oh! —exclamó, después de haber bebido, mientras colocaba con lentitud respetuosa el vaso sobre la mesa, a la vez que hacía chasquear su lengua—. Roquefinnette, amigo mío —hablaba consigo mismo mientras llenaba el vaso por segunda vez—, empiezas a hacerte viejo; ahora te hace falta probar las cosas dos veces para apreciar su valor. ¡A nuestra salud, caballero!



Esta vez el capitán, más circunspecto, bebía, recreándose, ese segundo vaso de vino; cuando hubo terminado, guiñó un ojo en señal de satisfacción.



— ¡Es de la cosecha de 1702, el año de la batalla de Fiedlingen! Si vuestro proveedor tiene mucho como éste, y da crédito, dadme sus señas; ¡prometo hacerle un magnífico pedido!

 



—Capitán —asintió el caballero, en tanto deslizaba un enorme pedazo de pastel en el plato de su invitado—, mi proveedor no sólo fía, sino que a mis amigos les da el vino regalado.



— ¡Oh!…, ¡hombre honrado! —dijo el capitán en un tono de total convencimiento. Pasados unos instantes de silencio, añadió—: De modo, mi querido caballero, que estamos jugando a los conspiradores, según parece, y para asegurar el triunfo, hemos recurrido al pobre capitán Roquefinnette para que nos eche una mano. ¿No es así?



—Bien, capitán —dijo riendo Harmental—, no os engañare: lo habéis adivinado «ce» por «be». ¿Acaso os asustan las conspiraciones?



Harmental continuó llenando el vaso de su huésped.



— ¡Asustarme yo!, ¿quién ha dicho que hubiese algo en el mundo capaz de asustar al capitán Roquefinnette?



—No he sido yo, capitán, pues ya habéis visto que sin conoceros, y solamente habiendo intercambiado con vos algunas palabras, os he escogido para que seáis mi segundo.



—Harmental, yo soy vuestro hombre. ¿Contra quién conspiramos? Veamos, ¿es contra el duque de Orléans? ¿Hay que romperle al cojo la otra pierna? ¿Hace falta dejar ciego al tuerto? ¡Bien va! Me tenéis a vuestras órdenes.



—Nada de eso, capitán; si Dios quiere, no se derramará ni una gota de sangre.



— ¿De qué niñería se trata, entonces?



— ¿Nunca habéis oído hablar del rapto del secretario del duque de Mantua?



— ¿De Mattioli?



—Sí.



— ¡Diablos!, conozco el asunto mejor que nadie. Vi cómo se lo llevaban a Pignerol. Fueron el caballero de Saint-Martin y el señor de Villebois los que dieron el golpe; valió la pena: cada uno recibió tres mil libras, para ellos y sus hombres. Tres mil libras es una bonita cantidad.



El caballero volvió a llenar los vasos.



—A la salud del regente —brindó—. Quiera Dios hacerle llegar sin percances a la frontera española, como Mattioli llegó a Pignerol.



— ¡Vaya, vaya!… —murmuró el capitán Roquefinnette alzando su vaso hasta la altura de sus ojos. Después, tras una pausa, prosiguió—: ¿Y por qué no? El regente, después de todo, es un hombre como cualquiera. A quien no fuerais vos, le diría que era un hombre caro; pero a vos os voy a hacer un precio especial: me daréis seis mil libras y corre de mi cuenta el encontrar una docena de hombres decididos.



—Capitán —dijo Harmental—, yo no comercio con mis amigos. He aquí dos mil libras en oro. Tomadlas como anticipo, y cobraréis el resto si es que triunfamos; si las cosas andan mal dadas, cada uno tirará por su lado.



— ¿Para cuándo es la cosa?



—No sé nada todavía, amigo mío; pero si venís todos los días a almorzar conmigo, os mantendré al corriente.



—No se trata de eso, caballero, y no bromeéis. A la tercera vez que viniera a vuestra casa, la policía de ese maldito Argenson andaría tras nuestros talones. Tomad —indicó, mientras desataba las cintas de su capa—, coged este lazo; el día que hayamos de dar el golpe, lo ataréis a la ventana. Yo sabré lo que quiere decir, y obraré en consecuencia.



— ¡Cómo, capitán…! ¿Ya os marcháis?



—Conozco al capitán Roquefinnette, caballero. Es un buen chico, pero cuando se encuentra delante de una botella, tiene que beber; y cuando ha bebido, se le desata la lengua. Adiós, caballero. No olvidéis la cinta roja; yo voy a ocuparme de vuestros asuntos.



—Adiós, capitán.



El capitán hizo con su mano derecha la señal de la cruz sobre sus labios, se caló el sombrero con aire decidido, y sosteniendo su ilustre espada para que no hiciese ruido al chocar con la barandilla, salió a la escalera silenciosamente.



El caballero quedó solo, pero esta vez tenía mucho en qué pensar.



En efecto: hasta el momento, no estaba comprometido, sino a medias, en la arriesgada tentativa que según la duquesa del Maine y el príncipe de Cellamare había de tener para él tan felices consecuencias, y que el capitán, para demostrarle su decisión, había definido con tanto realismo. Pero ahora se había convertido en un eslabón remachado por ambos lados, ligado a la vez a lo más alto y a lo que de más bajo había en la sociedad. En una palabra: ya no se pertenecía a sí mismo.



Afortunadamente, el caballero tenía el carácter tranquilo, frío y decidido de un hombre en el que la prudencia y el valor, las dos fuerzas contrarias, se neutralizan, y se estimulan combatiéndose.



Era un sujeto igualmente peligroso en un duelo que en una conspiración; quizá más todavía en ésta, ya que la sangre fría le permitía recomponer, a medida que fueran rompiéndose, aquellos hilos invisibles de la intriga a los que se debe, generalmente, el éxito de las grandes conjuras.



Pero aquel hombre joven apenas había cumplido veinticinco años, es decir: tenía el corazón abierto a todas las ilusiones y a toda la poesía de los años mozos. Siempre que se había arriesgado en empresas azarosas había llevado la imagen de un ser amado, de modo que en medio del peligro sentía la certeza de que si había de morir alguien le sobreviviría, lloraría su muerte; al dejar vivo su recuerdo no perecía del todo.



En aquel momento el caballero hubiera dado todo lo que poseía por sentir un afecto que diese alas a su espíritu; un cariño, aunque fuese el de un perro.



Estaba sumido en estos pensamientos tristes cuando al dar unos pasos frente a la ventana, se dio cuenta de que la de su vecina estaba abierta.



La joven que había visto por la mañana estaba sentada y casi apoyada en el alféizar, para aprovechar la última luz del día. Trabajaba en un bordado. Tras ella se veía el clavicordio. En un taburete, a sus pies, dormía la perrita.



Entonces el caballero sintió que la joven de rostro apacible y suave entraba en su vida como uno de esos personajes que en el comienzo de la obra permanecen entre bastidores, e irrumpen en escena en el segundo o tercer acto, toman parte de la acción, y a veces alteran el desenlace.



De repente, la joven levantó la cabeza y dirigió una mirada hacia la casa frontera; como es natural, vio tras los cristales la figura del caballero. Un ligero rubor apareció en su rostro; pero hizo como si nada hubiese visto y siguió con la atención puesta aparentemente en su bordado; al cabo de unos minutos se levantó, dio algunas vueltas por la habitación, y finalmente cerró la ventana.



Harmental siguió sin moverse. A los pocos instantes, llegaron a los oídos del caballero unos dulces acordes que se filtraban a través de los cristales de la ventana de la muchacha. El caballero abrió de par en par la suya.



No se había equivocado; su vecina tenía un talento superior para la música. De pronto, la joven se paró en la mitad de un compás. La cara de un hombre apareció tras los vidrios, pegó su voluminoso gorro a la ventana, y con los dedos comenzó a tamborilear en el marco de la misma. Harmental reconoció al sujeto que había visto en la terraza por la mañana y que tan familiarmente había pronunciado el nombre de Bathilda. Aquella aparición devolvió a Harmental el sentido de la realidad. Había olvidado al hombre que hacía tan raro contraste con la ideal muchacha, de la que necesariamente tenía que ser el padre, el amante, o quien sabe si el marido.



Decidió dar una vuelta por la ciudad, a fin de verificar por sí mismo la exactitud de los informes obtenidos por los espías del príncipe de Cellamare. Se envolvió en una capa, descendió los cuatro pisos, y se encaminó al Luxemburgo.



Frente al palacio, no percibió ninguna señal indicadora de que el duque de Orléans estuviera en casa de su hija.



El caballero esperó hora y media en la calle de Tournon, recorriéndola desde la de Petit-Leon al palacio, sin ver nada de lo que esperaba encontrar. Por fin, un coche, acompañado por una escolta a caballo portadora de antorchas, fue a detenerse al pie de la escalinata. Tres mujeres subieron al carruaje y se oyó que ordenaban al cochero: «Al Palacio Real». El centinela presentó armas; a pesar de lo presurosa queda carroza pasó ante él, el caballero pudo reconocer a la duquesa de Berry, a madame de Mouchy, su dama de honor, y a madame Pons, la azafata de servicio: la hija iba a casa del padre.



El caballero siguió esperando. Una hora después el cochero volvió a pasar. La duquesa se reía de algo que le contaba el duque de Broglie, que venía con ella.



El caballero llegó a su casa hacia las diez; nadie le había reconocido durante el paseo. El portero, que ya estaba acostado, vino a abrirle el cerrojo refunfuñando. Harmental le deslizó en la mano un escudo de plata y le anunció que siempre que hubiese de levantarse, le recompensaría en la misma forma; con lo que el enfado del portero dio paso a un torrente de zalemas.



Otra vez en su habitación, Harmental se dio cuenta de que en el cuarto de la vecina había luz; escondió su vela tras un mueble y se acercó a la ventana.



La muchacha estaba sentada frente a la mesa, probablemente dibujando; en la ventana, su perfil se destacaba nítidamente ante la luz colocada detrás de ella. Al cabo de unos minutos, otra sombra, la del hombrecillo de la terraza, pasó dos o tres veces entre la luz de la vela y la ventana. Por fin la sombra se aproximó a la joven; ésta le ofreció la frente, la sombra la besó y se alejó llevando en la mano una palmatoria. Instantes después, las ventanas del apartamento del quinto piso se iluminaron. El hombre de la terraza no podía ser de ningún modo el esposo de Bathilda; tenía que ser su padre.



Harmental se sintió, sin saber por qué, lleno de contento ante aquel descubrimiento. Abrió, lo más sigilosamente que pudo, la ventana, y con los ojos fijos en la sombra, volvió a sumirse en sus sueños. Al cabo de una hora la joven se levantó, dejó el cuaderno de dibujo y los lápices, se arrodilló en una silla, frente a la ventana de la otra habitación, y se puso a rezar. Harmental comprendió que la laboriosa velada había terminado; pero quiso ver si podía prolongarla, y se puso a tocar en su pequeño clavicordio. Lo que había previsto pasó: la joven, ignorando que por la posición de la luz se veía su sombra a través de la cortina, se acercó a ésta de puntillas, y creyéndose a salvo de ojos indiscretos, se puso a escuchar confiadamente el melodioso instrumento.



Por desgracia, el inquilino del tercero debía de ser poco amante de la música, pues Harmental sintió en el entarimado, justo bajo sus pies, el ruido de un bastón que golpeaba el techo con gran violencia; sin duda, una advertencia directa que se le hacía. Harmental se jugaba demasiado si se arriesgaba a ser reconocido; no tenía más remedio que soportar con paciencia los inconvenientes de su falsa posición. En consecuencia, obedeció a la indicación.



La joven, por su parte, en cuanto dejó de oír la música, se apartó de la ventana. El resplandor se apagó.



Al día siguiente el abate Brigaud llegó con la exactitud de costumbre. Hacía una hora que el caballero había abandonado el lecho, y ya se había acercado a la ventana, por lo menos, veinte veces.



— ¡Caramba!, mi querido abate —interpeló a su visitante, tan pronto éste hubo cerrado la puerta—, felicitad de mi parte al príncipe por su policía, ¡a fe mía que es perfecta! Queriendo juzgar por mí mismo su eficiencia, ayer me puse en acecho en la calle de Tournon; pasé allí por lo menos cuatro horas; resulta que no fue el regente quien iba a casa de su hija, sino todo lo contrario.



— ¡Bien!, ya lo sabíamos.



— ¡Ah!, ¿lo sabíais?



—Sí; y para más datos, la duquesa salió a las ocho menos cinco del Luxemburgo, acompañada por madame de Mouchy y por madame Pons, y regresó a las nueve acompañada por Broglie, que ocupó en la mesa el sitio del regente.



—Y el regente, ¿dónde estaba?



—Nuestros informes decían que el duque-regente iría a jugar un partido de pelota a las tres de la tarde en el trinquete de la calle del Sena: a la media hora salió tapándose los ojos con un pañuelo: se había golpeado en una ceja con la pala, y con tanta violencia, que se hizo una brecha.



— ¡Ah! ¿Eso fue lo que hizo cambiar los planes?



—Esperad. El regente, en lugar de volver al Palacio Real se hizo conducir a casa de madame de Sabran, que, desde que su marido es jefe de comedor del regente, vive en la calle de Bons-Enfants. El príncipe comió en compañía de madame de Sabran, y a las siete y media envió una nota a Broglie avisándole que no podía ir al Luxemburgo, rogándole que le sustituyera y presentase sus excusas a la duquesa de Berry.



—Ya comprendo; el regente, al no tener el don de la ubicuidad, no podía estar a la vez en dos lugares distintos.

 



— ¿Comprendéis ahora?



—Desde luego, lo entiendo perfectamente. Estando tan cerca del Palacio, el regente regresaría a pie. El hotel en que vive madame de Sabran tiene entrada por la calle de Bons-Enfants; y puesto que por la noche cierran la verja del pasaje que da a Bons-Enfants, el regente, siempre que sale de casa de la Sabran, tiene que entrar en el Palacio por la puerta del patio.



— ¡Ahora lo habéis entendido! Hace falta que estéis presto a actuar en cualquier momento.



—Lo estoy.



— ¿Y cómo os comunicaréis con vuestros hombres?



—Por medio de una contraseña.



—Esa señal, ¿no puede traicionaros?



—Imposible.



—En ese caso, todo está en regla. Dadme de almorzar, pues he salido de casa en ayunas.



— ¿Almorzar, mi querido abate? ¡Muy presto lo decís! Sólo puedo ofreceros los restos de un pastel de ayer, y tres o cuatro botellas de vino.



— ¡Uy!, ¡uy!… no me seduce. Haremos algo mucho mejor: iremos a almorzar a casa de nuestra buena patrona la señora Denis.



— ¿Cómo diablos queréis que vaya a su casa? ¿Acaso la conozco?



—De eso me encargo yo; os presentaré como a mi discípulo.



—Pero esa comida resultará una lata…



—Quizá; pero así haréis amistad con una mujer conocida en el barrio por sus buenas costumbres y por su adhesión al gobierno; en fin, por ser totalmente incapaz de dar asilo a un conspirador. Esperad aquí.



—Si es por el bien de la causa, abate mío, me sacrificaré. —Aparte de que es una familia muy agradable; los domingos se juega a la lotería.



— ¡Idos al diablo con vuestra señora Denis! ¡Ah!, perdón, señor abate; no me acordaba de que sois amigo de la casa.



—Soy su director espiritual —puntualizó el abate Brigaud con aire de modestia.



—Entonces, un millón de excusas; bajad vos primero, que yo os seguiré.



— ¿Por qué no vamos juntos?



— ¿Y mi toilette, abate?



—Tenéis razón; iré yo primero para anunciaros.



—Estoy con vos en diez minutos.



El caballero se quedó para acicalarse, pero también con la esperanza de ver a la bonita vecina, con la que había soñado durante la noche. Sus deseos no se vieron satisfechos; solamente vio al vecino, que con las mismas precauciones de la víspera, sacó, entreabriendo la puerta, primero una mano y después la cabeza.



En cuanto terminó su tocado Harmental bajó a casa de la patrona.





Capítulo VII



LA FAMILIA DENIS





A la señora Denis no le pareció oportuno que dos jóvenes tan inocentes como sus hijas se sentasen a la mesa con un muchacho que, recién llegado a París, volvía ya a las once de la noche, y luego se dedicaba a tocar el clavicordio hasta las dos de la madrugada; pero el abate Brigaud consiguió que su madre las dejase aparecer a los postres.



Los invitados no habían hecho más que ocupar sus sitios ante la mesa, llena de apetitosos platitos, cuando comenzó a sonar la música de una espineta tocada por manos torpes, y que acompañaba a una voz cuyos desafinados tonos mostraban su inexperiencia.



El abate dio un pisotón a Harmental, al tiempo que le hacía una seña con la cabeza.



—Señora —dijo enseguida el caballero—, le estamos muy agradecidos por su excelente almuerzo, y además, por el delicioso concierto.



—Sí —respondió con descuido madame Denis—, son mis hijas que se divierten. No saben que estáis aquí y deben de estar repasando su lección; pero les voy a decir que se callen.



La señora Denis hizo intención de levantarse.



— ¡Por favor! —protestó Harmental.



—La que canta es mi Athenais, y su hermana Émilie la acompaña con la viola de su padre.



Daba la impresión de que Athenais era el punto flaco de su madre. Cantaba un poco mejor que su hermana, pero, para el educado oído del caballero, su voz era de una aterradora vulgaridad.



Un dúo siguió a los dos solos. Parecía que las señoritas Denis estaban dispuestas a agotar todo su repertorio.



—De modo, señor, que tan joven y sin ninguna experiencia, habéis venido a exponeros a los peligros de la capital…



— ¡Alabado sea Dios!, así es, madame Denis —confirmó el abate—. Este joven es hijo de un amigo mío muy querido —el abate se llevó la servilleta a los labios—, y espero que hará honor al esmero que he puesto en su educación; pues, aunque no lo parezca, mi pupilo es muy ambicioso.



—Es natural —observó la buena madame Denis—; con su figura y talento puede aspirar a todo.



— ¡Cuidado, señora!… Si me lo mimáis de este modo no lo volveré a traer. Tened cuidado, Raoul, hijo mío —prosiguió con aire paternal—; espero que no creáis una palabra de lo que os han dicho.



— ¡Ved cómo escucha! —exclamó la señora Denis—. No me importa decir que a mí no me molestaría hacer los gastos que fueran para un joven como vuestro pupilo —esto se lo decía madame Denis al abate en voz baja.



En aquel instante la puerta se abrió y las dos señoritas Denis, rojas como amapolas, penetraron en la salita, y animándose una a la otra hicieron sendas reverencias de minué.



—Bien, señoritas —dijo madame Denis fingiendo enfado—, ¿quién os ha dado permiso para abandonar vuestra habitación?



—Pero mamá —protestó una voz de contralto en la que el caballero creyó reconocer la de Athenais—, creíamos que lo convenido era que entrásemos a los postres.



—Bien, señoritas, bien; ya que estáis aquí sería ridículo que os marchaseis.



Madame Denis presentó a sus hijas una bandeja de bombones de la cual cogieron, con la punta de los dedos y con un lujo de melindres que decía mucho en favor de su buena educación, Émilie una almendra garrapiñada y Athenais un bombón.



El caballero había tenido tiempo sobrado para examinarlas:



Émilie era una personita de veintidós a veintitrés años, alta y delgada, que a juicio de todos los amigos de la familia sacaba un parecido asombroso a su padre.



Athenais era el extremo contrario; una bolita, redonda, coloradita, que gracias a sus dieciséis años poseía esa belleza que vulgarmente suelen llamar «de diablo». No se parecía ni a su padre ni a su madre; peculiaridad que las malas lenguas del barrio de SaintMartin habían aprovechado a fondo.



A pesar de que no eran sino las once de la mañana, las dos hermanas iban vestidas como para ir al baile, y lucían todas las alhajas que poseían.



Aquella aparición, tan acorde con la idea que Harmental se había forjado de las hijas de sus patronos, fue para él motivo de nuevas reflexiones: ¿por qué Bathilda, que parecía ser de la misma condición, era tan distinguida como vulgares eran las otras?



El abate volvió por segunda vez a avisar a Harmental con el pie. En efecto, madame Denis presentaba tal aire de dignidad ofendida, que Harmental se dio cuenta de que no tenía ni un minuto que perder si quería borrar la mala impresión que en el espíritu de su patrona había causado su evidente desinterés.



—Señora —dijo—, la parte de la familia que he conocido me hace desear conocer a los demás miembros. ¿Está vuestro hijo en casa? Tendría un gran placer en ser presentado.



—Señor —respondió madame Denis, a quien la pregunta había devuelto el buen humor—, mi hijo está en casa de su preceptor Joulu, pero es posible que esta misma mañana pueda tener el honor de conoceros.



En aquel mismo instante se oyó en la escalera la canción Mambrú se fue a la guerra, muy de moda en esa época; al momento, se abrió la puerta sin previo aviso. En el hueco apareció un muchacho de cara alegre que se parecía enormemente a la señorita Athenais.



— ¡Bien, bien, bien…! —exclamó el recién llegado cruzándose de brazos, al comprobar el aumento que el habitual contingente familiar había experimentado con la presencia del abate y de Harmental—. ¡Vaya desenfado el de la madre Denis! Mandar al hijo a casa del procurador con un cacho de pan y un trozo de queso, ¡y encima dándole consejos!, «Cuidado, hij