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100 Clásicos de la Literatura

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Por toda respuesta Harmental le tendió la mano.



—Hemos llegado —dijo la desconocida—. ¿Recordáis bien las condiciones, caballero? Sois libre de aceptar o no un papel en la obra que se va a representar; pero, en el caso de que rehuséis, ¿prometéis por vuestro honor no decir ni una sola palabra de lo que aquí vais a ver u oír?



— ¡Lo juro por mi honor! —respondió el caballero.



—Entonces, sentaos; esperad en la habitación, y no levantéis vuestra venda hasta que oigáis dar las dos.



Una puerta se abrió y volvió a cerrarse. Casi inmediatamente sonaron dos campanadas; al caballero se arrancó el antifaz.



Se encontraba solo en el más maravilloso tocador que hubiese podido imaginar.



En aquel momento se abrió una puerta disimulada tras unos tapices, y Harmental vio aparecer a una mujer. De pequeña estatura, de esbelto y fino talle; vestía una vaporosa bata de pequín gris perla. Un pequeño antifaz negro del cual pendía un encaje del mismo color, cubría sus facciones.



Harmental se inclinó; por el aire de majestad al moverse, por todo el porte de aquella mujer, comprendió que se trataba de una dama de gran alcurnia y que el «murciélago» no era más que una enviada.



—Señora —murmuró Harmental—, ¿sois vos acaso la poderosa hada a quien pertenece este bello palacio?



— ¡Ay de mí, caballero! —respondió la dama enmascarada, con voz dulce y sin embargo enérgica—, no soy una hada poderosa sino una pobre princesa perseguida por un malvado brujo, que me ha robado mi corona y que oprime cruelmente mi reino. Una mujer desvalida que busca por todas partes al valiente caballero que la libere… Lo que de vos ha llegado a mis oídos me ha animado a pensar en vuestra persona.



—Señora, decid una sola palabra y arriesgaré mi vida con alegría. ¿Quién es ese brujo al que hay que combatir? ¿Quién es ese gigante al que hay que partir en dos? Desde este momento disponéis de mi persona, aunque esto pueda significar mi perdición.



—En cualquier caso, caballero, al perderos llevaríais muy buena compañía —observó la dama desconocida, mientras soltaba las cintas de su máscara y descubría el rostro—, puesto que con vos se perderían el hijo de Luis XIV y la nieta del gran Condé.



— ¡La duquesa del Maine! —exclamó Harmental hincando la rodilla en tierra—. Señora, os lo suplico: tomad ahora en serio lo que antes os ofrecí en broma: mi brazo, mi espada y mi vida.



—Veo, caballero, que el barón de Valef no me ha engañado cuando me habló de vos: sois tal y como me había dicho. Venid conmigo; os presentaré a mis amigos.



La duquesa del Maine le indicó el camino; en otro salón aguardaban cuatro personas: el cardenal de Polignac, el marqués de Pompadour, el señor de Malezieux y el abate Brigaud.



El cardenal de Polignac pasaba por ser el amante de la duquesa del Maine. Era un guapo prelado de cuarenta a cuarenta y cinco años, siempre vestido con perfecto esmero, muy culto, pero devorado por la ambición, en lucha siempre con la debilidad de su carácter.



El señor de Pompadour era hombre de unos cincuenta años, que de niño había sido compañero del Gran Delfín, el hijo de Luis XIV.



El señor de Malezieux tenía de sesenta a sesenta y cinco años. Canciller de Dombes y señor de Chátenay, debía su doble título a haber sido preceptor del duque del Maine. Poeta, músico y autor de numerosas comedias, algunas veces las representaba él mismo con mucho talento de actor.



El abate Brigaud era hijo de un negociante de Lyon. Su padre, que tenía intereses comerciales en la Corte de España, fue el que realizó los primeros sondeos que llevaron al matrimonio del joven Luis XIV con la infanta María Teresa de Austria. El joven Brigaud tuvo un oficio en la casa del Delfín, donde conoció al marqués de Pompadour, que, como hemos dicho, ocupó un puesto de confianza cerca del príncipe heredero. A la edad de tomar estado, Brigaud ingresó en la orden de los Padres del Oratorio y de allí salió ordenado. El marqués de Pompadour buscaba un hombre de ingenio y de intriga que pudiese ser secretario de la duquesa, y Brigaud obtuvo el puesto.



De estos cuatro hombres Harmental sólo conocía personalmente al marqués de Pompadour.



—Caballeros —dijo la marquesa—, aquí tenéis al bravo campeón del que nos ha hablado el barón de Valef, y que ha traído vuestra querida Delaunay; a vos os lo digo, señor de Malezieux.



—Querido Harmental —le saludó Pompadour al tiempo que le tendía la mano—; ya éramos casi parientes; ahora somos hermanos.



—Sed bienvenido, señor —saludó el cardenal de Polignac.



El abate Brigaud levantó la cabeza, y fijó en Harmental sus ojillos brillantes como los de un lince.



—Señores —dijo Harmental después de responder con una inclinación de cabeza a cada uno—, soy nuevo entre ustedes y no conozco nada de lo que se trama; pero mi adhesión a la causa que nos une data de años: os ruego que me concedáis la confianza que tan generosamente ha reclamado para mí Su Alteza Serenísima.



—En verdad, tenemos un proyecto secreto —explicó el cardenal—; pero nada tenemos que reprocharnos, ya que sólo tratamos de buscar el modo de remediar las desgracias del Estado, de defender los verdaderos intereses de Francia y de hacer cumplir la última voluntad del rey Luis XIV.



—Caballero —observó la duquesa volviéndose hacia Harmental—, no hagáis caso a las bellas palabras de Su Eminencia. Se trata simplemente de una hermosa conspiración contra el regente, en la que andan metidos el rey de España, el cardenal Alberoni, el duque del Maine, todos los aquí presentes, ¡y a la que algún día se unirán los dos tercios de Francia! Esta es la verdad, y no hay por qué disimular. ¿Estáis conforme, cardenal? ¿Está claro, caballeros?



En aquel momento se escuchó el ruido de un coche que entraba en el patio y que se paraba delante del portón. Sin duda la persona esperada era muy importante porque se hizo un gran silencio.



—Por aquí —dijo alguien en el corredor. Harmental reconoció la voz del murciélago.



—Entrad, entrad, príncipe —dijo la duquesa—; os esperábamos.



Ante la invitación, penetró en la sala un hombre alto, delgado, grave y digno, con la piel tostada por el sol, envuelto en una capa, y que con una sola mirada abarcó a todos los que se hallaban en la estancia. El caballero reconoció al embajador del rey de España: el príncipe de Cellamare.



—Pues bien, príncipe, ¿qué me contáis de nuevo? —preguntó la duquesa.



—Cuento, señora —respondió el príncipe al tiempo que le besaba la mano respetuosamente y arrojaba la capa sobre el sillón—, que Vuestra Alteza Serenísima debiera cambiar de cochero: le vaticino una desgracia si guarda a su servicio al que me ha traído hasta aquí; se comportó como si hubiera sido pagado por el regente y su misión fuera romper el cuello a Vuestra Alteza y a sus amigos.



Todos rieron, particularmente el propio cochero, que también había penetrado en la sala.



— ¿Oís lo que de vos dice el príncipe, mi querido Laval?



—Sí, sí, lo oigo.



— ¡Cómo!, ¿erais vos, mi querido conde? —dijo Cellamare tendiéndole la mano.



—Yo mismo, príncipe; la duquesa me ha tomado a su servicio para esta noche; ha pensado que así era más seguro.



—Y la señora duquesa ha hecho bien —observó Polignac—; nunca son demasiadas las precauciones.



— ¡Vive Dios! Eminencia… —exclamó Laval—. Quisiera saber si seríais de la misma opinión después de haber pasado la mitad de la noche en el asiento del pescante, primero para ir a buscar al señor de Harmental al baile de la ópera y luego para recoger al príncipe en el hotel Colbert.



— ¡Cómo! —exclamó Harmental—, ¿erais vos, señor conde, el que habéis tenido la gentileza…?



—Sí, he sido yo, joven —respondió Laval—. Aunque se os debía: habría ido al fin del mundo para traeros aquí; no todos los días se encuentra un valiente como vos.



—De momento —prosiguió la duquesa—, hablemos de España. Príncipe: me ha dicho Pompadour que habéis recibido noticias de Alberoni.



—Sí, Alteza.



— ¿Qué noticias son esas?



—Buenas y malas a la vez. Su Majestad Felipe V pasa por uno de sus momentos de melancolía y no llega a decidirse a nada. No cree que el regente logre el tratado con la cuádruple alianza.



— ¡No cree! —exclamó la duquesa—; ¡y en ocho días Dubois lo tendrá en el bolsillo!



—Lo sé, Alteza —respondió fríamente Cellamare—; pero Su Majestad Católica lo ignora.



—Así que… ¿Su Majestad nos abandona a nuestras propias fuerzas?



—Así es…, poco más o menos.



—Lo que yo saco en claro es que debemos comprometer al rey —observó Laval—; una vez lo hayamos logrado, no tendrá más remedio que seguir a nuestro lado.



—Según los poderes que se me han dado, lo único que puedo deciros es que la ciudadela de Toledo y la fortaleza de Zaragoza están a vuestro servicio. Ved el modo de que el regente entre en cualquiera de las dos, y Sus Majestades Católicas cerrarán tan bien las puertas, que no volverá a salir. Respondo de ello.



—Eso es imposible —observó el cardenal de Polignac.



— ¡Imposible!, ¿por qué? —exclamó Harmental—. Nada más fácil; sobre todo, si tenemos en cuenta la vida que lleva el regente. ¿Qué necesitamos? Ocho o diez hombres decididos, un coche y postas hasta Bayona.



— ¡Cómo!, caballero… —exclamó la duquesa—. ¿Os arriesgaríais?… Señores, habéis oído lo que acaba de decir Harmental. ¿Qué podemos hacer en su ayuda?



—Todo lo que necesite —respondieron al unísono Laval y Pom padour.



—Las arcas de Sus Majestades Católicas están a su disposición —añadió Cellamare.



—Gracias, señores —contestó Harmental—. Ocupaos únicamente de procurarme un pasaporte para España, como si fuese el encargado de conducir un prisionero de gran importancia.

 



—Yo me encargo de eso —se ofreció el abate Brigaud—; tengo en casa del señor Argenson una hoja preparada, que sólo hay que rellenar.



—Pero —dijo Laval— necesitaremos un lugarteniente para esta empresa, un hombre en el que se pueda confiar, ¿contamos con alguno?



—Creo que sí —respondió Harmental—. Solamente necesitaré que cada mañana se me avise de lo que el regente va a hacer por la tarde. El príncipe de Cellamare, siendo embajador, debe disponer de una policía secreta…



—Sí —dijo el príncipe con un asomo de embarazo—, tengo algunas personas que me dan cuenta…



—Y vos, ¿dónde os alojáis? —preguntó el cardenal.



—En mi casa, señor —respondió Harmental—: Calle de Richelieu número 74.



— ¿Cuánto tiempo hace que vivís allí?



—Tres años.



—Entonces sois demasiado conocido; será necesario que cambiéis de barrio.



—Yo me encargo de eso —dijo Brigaud—; alquilaré un alojamiento como si estuviera destinado a un joven provinciano, recomendado mío, que viene a ocupar algún destino en un ministerio.



— ¡Bien!, queda convenido; hoy mismo anunciaré en mi casa que dejo París para un viaje de tres meses.



—Pompadour, ¿os queréis encargar de conducir al señor de Harmental? —preguntó la duquesa.



—Encantado, señora. Hace mucho tiempo que no nos veíamos y tenemos mil cosas que contarnos.



— ¿No podría antes despedirme de mi espiritual murciélago? —consultó Harmental.



— ¡Delaunay! —llamó la duquesa, mientras acompañaba hasta la puerta al príncipe de Cellamare y al conde de Laval—. ¡Delaunay!, el caballero de Harmental dice que sois la más encantadora hechicera que ha visto en su vida.



—Y bien, caballero, ¿qué me decís ahora? —preguntó, con una sonrisa en los labios, al dejarse ver, aquella que después había de dejar unas encantadoras Memorias bajo el nombre de Madame de Staal—. ¿Creéis que eran verdad mis profecías?



—Creo en ellas, porque creo en la esperanza —respondió el caballero—. Pero, decidme, ¿cómo pudisteis enteraros de mi pasado, y sobre todo, de mi presente?



— ¿Acaso uno de vuestros camaradas de la aventura del bosque no os abandonó precipitadamente porque se tenía que despedir de sus amigos…?



— ¡Valef! Naturalmente… —exclamó Harmental—. Ahora comprendo…



Harmental y Pompadour, habiendo solicitado licencia de la duquesa del Maine, se retiraron al instante, seguidos por el abate Brigaud, que se unió a ellos para no tener que volver a pie.



—Mi querida Sophie —exclamó alegremente la duquesa—, ya podemos apagar la linterna, ¡por fin hemos encontrado un hombre!



Cuando Harmental despertó, creyó que todo había sido un sueño. Los acontecimientos de las últimas treinta y seis horas habían sucedido con tal rapidez que se sentía como si un torbellino lo hubiese transportado a no se sabe dónde.



Los que vivimos en una época en que todos nos dedicamos a conspirar, sabemos cómo ocurren las cosas en semejantes casos: uno se mece en sus esperanzas, se duerme en las nubes, y se despierta una mañana, vencedor o vencido, llevado en triunfo por el pueblo o triturado entre los engranajes de esa pesada máquina llamada gobierno.



Esto le sucedía a Harmental. Los tiempos que le tocaba vivir aún tenían por horizontes la Liga y la Fronda. Bien es verdad que durante toda una generación, Luis XIV había llenado la escena con su omnipotente voluntad; pero Luis ya no existía, y sus nietos creían que en el mismo teatro y con idénticos personajes, podía volverse a montar una nueva contienda civil, igual que habían hecho sus antecesores.



Después de algunos instantes de reflexión, Harmental consiguió volver al estado de ánimo de la víspera, y se felicitó por haberse comprometido en un asunto que le permitía codearse con personajes importantes, como los Montmorency y los Polignac. Además, el colocarse tan joven bajo la bandera de una mujer tenía algo de novelesco; sobre todo si ella era la nieta del gran Condé.



De modo que decidió ponerse en acción y hacer todo lo posible para convertir en realidad los compromisos que había asumido.



En aquellos agitados tiempos, el regente guardaba la llave del edificio europeo, y Francia comenzaba a conquistar, si no por las armas al menos por la diplomacia, la influencia internacional que desgraciadamente luego no supo conservar. En los dieciocho meses que el duque de Orléans llevaba con las riendas del gobierno en sus manos, la nación francesa había conquistado una posición de tranquila fuerza, que antes jamás había logrado, ni siquiera bajo Luis XIV Con tal fin, el regente procuraba sacar el máximo provecho de la división de fuerzas que había provocado la usurpación del trono inglés por Guillermo de Orange y el acceso de Felipe V al trono de España.



El regente comenzó por tender la mano a Jorge I, y acordó el tratado de la triple alianza, que el 4 de febrero de 1717 firmaron en La Haya, Dubois en nombre de Francia, el general Cadogan por Inglaterra, y Heinsius en nombre de Holanda. Este tratado constituía un gran paso, pero no definitivo, para la pacificación de Europa.



Desde entonces, el regente sólo tenía un pensamiento: conseguir mediante negociaciones amistosas que Carlos VI de Austria reconociera a Felipe V como rey de España y obligar a este último, por la fuerza, en caso necesario, a abandonar sus pretensiones sobre las provincias transferidas al emperador.



Para esto se encontraba Dubois en Londres: intentando conseguir la firma del tratado de la cuádruple alianza. Ahora bien, ese tratado, al reunir en un solo bando los intereses de Francia, de Inglaterra, de Holanda y del Imperio, neutralizaría cualquier pretensión de otro Estado que no fuese aprobada por las cuatro potencias. Esto era lo que más temía en el mundo Felipe V, o mejor dicho, el cardenal Alberoni.



El caso del cardenal era uno de esos ejemplos de fortuna inaudita, que brotan en torno de los tronos, y que las gentes no logran explicarse.



Alberoni había nacido en la choza de un jardinero. De niño fue campanero; ya adolescente, cambió su blusa de tela por el alzacuello de eclesiástico. Era de humor muy vivo y divertido. El duque de Parma le oyó reír una mañana con tantas ganas, que el pobre duque, que no se reía nunca, quiso saber qué era lo que divertía al muchacho y le hizo llamar. Alberoni le contó no se sabe qué aventura graciosa; la risa se contagió a Su Alteza, y viendo lo bien que le había sentado aquel hilarante desahogo, lo tomó a su servicio. Poco a poco el duque fue dándose cuenta de que su bufón tenía ingenio, y comprendió que aquel ingenio podría ser útil en los negocios. Decidió que Alberoni, incapaz de ofenderse por nada, era el hombre que se necesitaba como intermediario cerca de los franceses, puesto que el obispo de Parma había fracasado por culpa de su amor propio.



El señor de Vendôme llevaba su desahogo al punto de recibir al obispo sentado en el retrete; no iba a tener más miramientos con el modesto Alberoni; pero éste, en vez de ofenderse como el prelado, contestó a la grosería de Vendôme con tan graciosas galanterías y desvergonzadas alabanzas, que el negocio que le traía concluyó inmediatamente; Alberoni pudo volver al lado del duque con las cosas arregladas según los deseos de éste.



El duque lo empleó en un segundo asunto. Esta vez, el señor de Vendôme iba a sentarse a la mesa. Alberoni, en lugar de hablarle de negocios, le pidió permiso para obsequiarle con dos platos confeccionados por él; bajó a la cocina y volvió con una sopa al queso en una mano, y un plato de macarrones en la otra. El señor de Vendôme encontró la sopa tan buena, que invitó a Alberoni a sentarse a la mesa con él. A los postres el abate sondeó el asunto que le traía, y aprovechando la buena disposición en que se encontraba el duque, consiguió de él todo lo que quería.



Alberoni se guardó muy bien de dar la receta al cocinero. Vendôme le tomó a su servicio, comenzó a dejarle intervenir en los asuntos más secretos, y acabó por hacerle su secretario.



Por esa época fue cuando el señor de Vendôme pasó a España. Alberoni se puso en contacto con la princesa de los Ursinos. A la muerte de María de Saboya, la princesa había decidido sustituir a la difunta reina por alguna muchacha inexperta a través de la cual poder seguir dominando al rey. Alberoni le propuso la hija de su antiguo señor; el matrimonio fue decidido, y la joven princesa dejó Italia para trasladarse a España.



El primer acto de autoridad de la nueva reina fue hacer arrestar a la princesa de los Ursinos.



Después de su primera entrevista con Isabel de Farnesio, el rey de España anunció a Alberoni su nombramiento como primer ministro. Desde aquel día, gracias a la joven reina que se lo debía todo, el antiguo campanero ejerció un ascendiente cada vez mayor sobre Felipe V.



Los planes de los conjurados se ajustaban perfectamente a los de Alberoni: si Harmental llegaba a raptar al duque de Orléans, el cardenal haría que se reconociera al duque del Maine como regente, conseguiría que Francia se separase de la cuádruple alianza, enviaría al caballero de Saint-Georges con una flota a las costas de Inglaterra, empujaría a Prusia, Suecia y Rusia (con las que España tenía un tratado de alianza) a una disputa con Holanda, etcétera. Y si Luis XV llegaba a morir, Felipe V sería coronado rey de medio mundo.



No estaba mal planeado (convengamos en ello) para ser idea de un cocinero de macarrones.





Capítulo IV



UN BAJÁ CONOCIDO NUESTRO





Todos aquellos magníficos planes dependían de un joven de veintiséis años. Cuando éste se encontraba en lo mejor de sus pensamientos, compareció el abate Brigaud. Había encontrado una pequeña habitación amueblada en el número 5 de la calle del Temps-Perdu, entre la de Gros-Chenet y la de Montmartre. Brigaud le traía, además, dos mil onzas de oro de parte del príncipe de Cellamare.



Harmental pasó el resto del día haciendo los preparativos para su supuesto viaje, procurando no dejar, por si acaso, ningún papel comprometedor tras de sí. Cuando cayó la noche se encaminó hacia la calle Saint-Honoré, donde, por medio de la Normanda, esperaba obtener noticias del capitán Roquefinnette.



Desde el momento en que oyó hablar de un ayudante para su empresa, Harmental pensó en aquel hombre que el destino le había deparado.



Un sujeto como el capitán debía de tener amistades ocultas y misteriosas, tenía que conocer a alguno de esos tipos turbios, necesarios en cualquier conspiración, autómatas que se hacen funcionar como se quiere, que bailan al son que se toca.



El capitán Roquefinnette era, por lo tanto, indispensable para asegurar el éxito de los proyectos del caballero.



Harmental, aun sin ser cliente asiduo, conocía a la Fillon. La alcahueta no le llamaba «hijo», como solía hacer con los parroquianos de confianza; ni «compadre», tratamiento que reservaba al abate Dubois; para ella era simplemente «el caballero», signo de respeto que, ¡lo que son las cosas!, hubiera humillado a la mayor parte de los jóvenes de la época. La Fillon se extrañó bastante cuando Harmental, después de haberla hecho llamar, le preguntó si podía hablar con una de sus pupilas, conocida por el nombre de la Normanda.



— ¡No, señor!… Estoy verdaderamente desolada; la Normanda está contratada hasta mañana por la noche.



— ¡Mala peste! —juró el caballero—, ¡qué mala suerte!



—Veréis —le explicó la Fillon—, es un capricho de un viejo amigo al que debo muchos favores…



—Entonces, decís que la Normanda estará aquí mañana por la noche…



—No, ¡si salir de la casa no ha salido!; está arriba con el viejo bergante del capitán.



— ¡Ah, vamos!… A ver si resulta que vuestro capitán es el mismo que el mío.



— ¿Cómo se llama el vuestro?



—Roquefinnette.



— ¡El mismo que viste y calza! —exclamó la alcahueta.



—Tened la bondad, entonces, de hacerle llamar.



—No bajaría aun cuando fuese el mismo regente quien quisiera hablarle. Si queréis verle, tendréis que subir.



— ¿Dónde está?



—En la segunda habitación; es la misma en la que cenasteis la otra noche con el barón de Valef.



Al llegar al primer piso, Harmental oyó la voz del capitán que decía:



—Vamos, amorcitos, la tercera y última estrofa, y luego todos juntos el estribillo. —Después, con una magnífica voz de bajo, entonó:



Grand saint Roch, notre unique bien,



Écoutez un peuple chrétien



Accablé de malheurs, menacé de la peste…

 



Détournez de sur nous la colère céleste.



Mais n’amenez pas votre chien



Nous n’avons pas de pain de reste.



—Eso está muy bien —dijo el capitán—, ¡muy bien! Pasemos ahora a la batalla de Malplaquet.



— ¡Oh, eso sí que no! —protestó una voz—. De vuestra batalla estamos hasta el moño…



— ¡Silencio! ¿Acaso no soy yo el amo aquí? Mientras tenga dinero quiero que se me dé gusto a mi manera.



Se armó tal escándalo que Harmental juzgó llegado el momento de poner paz; así que dio varios golpes a la puerta con los nudillos.



—Girad la aldabilla y podréis entrar —respondió el capitán.



Contra lo que podía suponer Harmental, la puerta no estaba asegurada desde dentro. El caballero, al descorrer el pestillo, se encontró al capitán, que estaba tendido en la alfombra delante de los restos de una copiosa comida, apoyado en unos cojines, con una gran pipa en la boca y un mantel enrollado en la cabeza a guisa de turbante. Tres o cuatro muchachas estaban sentadas a su alrededor. Sobre un sillón se veía el deslucido traje del veterano.



—Sed bienvenido, caballero. Señoritas, os ruego que sirváis al señor exactamente como si de mí mismo se tratase, ¡y vais a cantarle todas las canciones que quiera! Sentaos, caballero; comed y bebed como si estuvieseis en vuestra casa.



—Gracias, capitán. Sólo tengo que deciros unas palabras, si me lo permitís.



—No, caballero… no os lo permito.



—Es para un negocio, capitán.



— ¡Si es para un negocio, soy vuestro abnegado servidor! Pero no antes de mañana por la noche; hasta entonces me durará el dinero. Después, pasado mañana por la mañana, podremos hablar de todos los negocios que queráis.



—Pero pasado mañana, capitán, ¿podré contar con vos?



— ¡Desde luego! ¿Y dónde os encontraré?



—Pasead de diez a once por la calle del Temps-Perdu, y de vez en cuando mirad hacia los balcones; desde alguno de ellos os llamarán.



—De acuerdo. Perdón si no os acompaño, pero los turcos no tienen la costumbre de levantarse para despedir a sus huéspedes.





Capítulo V



LA BUHARDILLA





Al día siguiente, a la misma hora que la víspera, llegó a casa del caballero el abate Brigaud. Traía tres cosas que Harmental necesitaría: ropa, un pasaporte y el informe redactado por la policía del príncipe Cellamare, en el que minuciosamente se daba cuenta de los movimientos del regente en aquel día 24 de marzo de 1718.



Los vestidos eran sencillos, como convenía a un joven de clase media; pero Harmental encontró que a pesar de su sencillez le iban a las mil maravillas.



El pasaporte estaba a nombre de Don Diego, intendente de la noble casa de Oropesa, cuya misión era conducir a España a una especie de maníaco que creía ser el regente de Francia. Todo estaba en regla; el documento llevaba la firma del príncipe Cellamare y estaba visado por messire Voyer d’Argenson.



En cuanto al informe, fechado a las dos de la madrugada, era una obra maestra de claridad y detalle. Decía así:



«Hoy el regente se levantará tarde, la noche anterior hubo cena en las habitaciones íntimas. Era la primera vez que acudía madame d’Averne, en lugar de madame de Parabére. Las otras damas eran… Por lo que respecta al marqués de Lafare y al señor de Fargy, es de destacar que se encontraban retenidos en cama por una indisposición de la que se ignoran las causas.



»A mediodía se reunirá el consejo. El regente debe comunicar al duque del Maine, al príncipe de Conti, al duque de SaintSimon, al de Guiche, etcétera, el proyecto de tratado de la cuádruple alianza que le ha enviado el abate Dubois; éste se encontrará en París, de regreso, dentro de tres o cuatro días.



»El resto de la jornada el regente lo dedicará a la familia…



»Su Alteza, a pesar de su capricho por madame d’Averne, sigue haciendo la corte a la marquesa de Sabran. Para adelantar el asunto, el regente ha nombrado mayordomo al señor de Sabran».



—Espero que os parezca un buen trabajo —apuntó el abate Brigaud, cuando el caballero hubo terminado de leer el informe.



— ¡Por mi fe, que sí lo es!, querido abate. ¡Pero convendrá que en los próximos días el regente nos ofrezca mejores ocasiones!



—Paciencia, paciencia… Todo se andará…



—Ya que Dios nos deja libre el día de hoy, aprovechémoslo para mudarnos.



El cambio no fue largo ni difícil; Harmental, acompañado por el abate, se dispuso a tomar posesión de su nuevo alojamiento.



Se trataba de un apartamento, o por mejor decir, de una buhardilla, gabinete con alcoba; la propietaria de la casa era conocida del abate Brigaud.



Madame Denis, que así se llamaba la dueña, esperaba a su nuevo inquilino para hacerle ella misma los honores de la habitación; ponderó las comodidades de que el huésped gozaría y le aseguró que el ruido no le molestaría en su trabajo.



El abate entró un momento en casa de la señora Denis, a la cual ilustró sobre las buenas prendas de su protegido; era un muchacho de modales un poco toscos —el pobre venía del campo—, pero era absolutamente recomendable. Harmental había creído conveniente poner sobre aviso a la casera, no fuera que el aspecto del capitán asustase a la buena señora.



Una vez solo el caballero, y hecho ya el inventario de la habitación, decidió, para distraerse, echar una ojeada sobre el vecindario.



La calle apenas tenía diez o doce pies de anchura, y en el límite adonde llegaba la vista, parecía más estrecha todavía. En caso de ser perseguido, con la ayuda de una tabla tendida entre su ventana y la de la casa de enfrente, podría pasar de un lado a otro de la calle: Era importante establecer, a todo trance, buenas relaciones de vecindad con los inquilinos de la casa frontera.



Desgraciadamente, el vecino o vecina parecía poco dispuesto a entablar amistades; la ventana permanecía herméticamente cerrada.



La casa de enfrente tenía un quinto piso, más bien una azotea. Esta terraza se situaba exactamente encima de la ventana tan herméticamente cerrada. Debía morar en ella algún experto jardinero, porque la azotea, a fuerza de paciencia, de tiempo y de trabajo, había llegado a convertirse en un hermoso jardín.



Harmental admiró el ingenio de los burgueses de París, capaces de crear un pequeño vergel en el alféizar de una ventana, en el ángulo de un tejado y hasta en el mismo alero. Volvió a cerrar los postigos, se desnudó, se enfundó en una cómoda ropa de casa, se sentó en un sillón bastante confortable, apoyó los pies en los morillos de la chimenea, cogió un libro del abate Chaulieu y leyó durante algún rato. Después se levantó, dio tres vueltas a la habitación con aire de propietario, exhaló un profundo suspiro y volvió a sus lentos paseos desde el espejo al sillón.



En su vaivén se dio cuenta de que la ventana de enfrente, cerrada a piedra y lodo una hora antes, aparecía abierta de par en par.



Según las apariencias, era una habitación ocupada por una mujer. Apoyado en la ventana, cerca de donde una encantadora perrita de raza lebrel, blanca y canela, apoyaba en el alféizar sus dos patitas finas y elegantes, se veía un bastidor de bordar.



En la penumbra de la habitación aparecía un clavicordio abierto, entre dos estantes donde se guardaban las partituras; de las paredes colgaban algunos dibujos al pastel. A través de una segunda ventana, que aparecía entreabierta, podían verse las cortinas de una alcoba, tras las que seguramente se hallaba la cama. El mobiliario era muy sencillo, pero el conjunto presentaba un aspecto encantador, que evidentemente no se debía a la casualidad, sino al buen gusto de la modesta moradora de aquel chiribitil.



Una anciana barría, desempolvaba y ordenaba; seguramente aprovechaba la ausencia de la dueña de la casa para hacer limpieza.



De repente, la perrita saltó sobre el alféizar de la ventan