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100 Clásicos de la Literatura

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—Callad, desdichado, y no os asoméis, porque aquí está ya la escolta de Su Alteza el estatúder que cruza la vuestra, y si el príncipe observa un escándalo, oye un ruido, ése sería vuestro fin y el mío.

Van Baerle, todavía más asustado por su compañero que por sí mismo, volvió a echarse en el asiento, pero no pudo mantenerse allí ni medio minuto, y apenas acababan de pasar los veinte primeros jinetes cuando se asomó de nuevo a la portezuela, gesticulando y suplicando al estatúder, precisamente en el momento en que éste pasaba por su lado.

Guillermo, impasible y sencillo, como de costumbre, se dirigía a la plaza para cumplir con su deber de presidente. Tenía en la mano su rollo de vitela que, en esta jornada de fiesta, se había convertido en su bastón de mando.

Viendo a ese hombre que gesticulaba y suplicaba, reconociendo también quizá al oficial que acompañaba a ese hombre, el príncipe estatúder dio la orden de detenerse.

En el mismo instante, sus caballos estremeciéndose bajo sus corvejones de acero, hicieron alto a seis pasos de Van Baerle, encajado en su carroza.

—¿Qué es esto? —preguntó el príncipe al oficial que, a la primera orden del estatúder, había saltado del coche y se acercaba respetuosamente a él.

—Monseñor —contestó—, es el prisionero de Estado que, por vuestra orden, a ido a buscar a Loevestein, y que os lo traía a Haarlem, como Vuestra Alteza deseaba.

—¿Qué quiere?

—Pide con insistencia que se le permita detenerse un instante aquí.

—Para ver el tulipán negro, monseñor —gritó Van Baerle, juntando las manos—y luego, cuando lo haya visto, cuando sepa lo que debo saber, moriré, si es preciso, pero al morir bendeciré a Vuestra Alteza misericordiosa, intermediaria entre la divinidad y yo; a Vuestra Alteza que permitirá que mi obra haya tenido un fin y su glorificación.

Era, en efecto, un curioso espectáculo éste de los dos hombres, cada uno a la portezuela de su carroza, rodeados de sus guardias; el uno poderoso, el otro miserable; el uno dispuesto a subir a su trono, el otro creyéndose a punto de subir al patíbulo.

Guillermo había mirado fríamente a Cornelius y escuchado su vehemente ruego.

Entonces, dirigiéndose al oficial, dijo:

—Ese hombre ¿es el prisionero rebelde que ha querido matar a su carcelero en Loevestein?

Cornelius lanzó un suspiro y bajó la cabeza. Su dulce y honrado rostro enrojeció y palideció a la vez. Estas palabras del príncipe omnipotente, omnisciente, esta infalibilidad divina que, por algún mensajero secreto a invisible al resto de los hombres, conocía ya su crimen, le aseguraban no solamente la severidad del castigo, sino también una negativa.

No intentó luchar, no intentó defenderse en absoluto: ofreció al príncipe ese espectáculo lindante a una candorosa desesperación, muy inteligible y muy emocionante para un corazón tan grande y para un espíritu tan amplio como el del que lo contemplaba.

—Permitid al prisionero que baje —dijo el estatúder—y que vaya a ver el tulipán negro, bien digno de ser visto, por lo menos, una vez.

—¡Oh! —exclamó Cornelius a punto de desvanecerse de alegría y tambaleándose sobre el estribo de la carroza—. ¡Oh, monseñor!

Y se sofocó; y sin el brazo del oficial que le prestó su apoyo, hubiera sido de rodillas y con la frente en el polvo cómo el pobre Cornelius hubiera dado las gracias a Su Alteza.

Dado este permiso, el príncipe continuó su camino por el bosque, en medio de las aclamaciones más entusiastas.

Llegó enseguida a su estrado, y el cañón tronó en las profundidades del horizonte.

CONCLUSION

Van Baerle, conducido por cuatro guardias que se abrían camino por entre el gentío, atravesó oblicuamente hacia el tulipán negro, al que devoraban sus miradas cada vez más próximas.

La vio por fin, la flor única que debía, bajo unas combinaciones desconocidas de calor, de frío, de sombra y de luz, aparecer un día para desaparecer para siempre. La vio a seis pasos; saboreó sus perfecciones y sus gracias; la vio detrás de las jóvenes que formaban una guardia de honor a esta reina de la nobleza y de la pureza. Y, sin embargo, cuanto más se aseguraba por sus propios ojos de la perfección de la flor, más sentía desgarrado su corazón. Buscaba a su alrededor para formular una pregunta, una sola. Mas por todas partes veía rostros desconocidos; por todas partes la atención se dirigía hacia el trono en el que acababa de sentarse el estatúder.

Guillermo, que acaparaba toda la atención, se levantó, paseó una tranquila mirada sobre la muchedumbre enajenada, y su ojo agudo se detuvo alternativamente en las tres extremidades de un triángulo formado frente a él por tres intereses y por tres personajes muy distintos.

En uno de los ángulos, Boxtel, temblando de impaciencia y devorando con toda su atención al príncipe, a los florines, al tulipán negro y a la asamblea.

En otro, con Cornelius jadeante, mudo, no teniendo mirada, vida, corazón, amor, más que para el tulipán negro, su hijo.

Por último, en el tercero, de pie sobre una tarima entre las vírgenes de Haarlem, una bella frisona vestida de fina lana roja bordada de plata y cubierta de encajes que caían en oleadas desde su casco de oro.

Rosa, en fin, que se apoyaba desfallecida y con los ojos anegados, en el brazo de uno de los oficiales de Guillermo.

El príncipe, entonces, viendo a todos sus auditores dispuestos, desenrolló lentamente la vitela y, con voz tranquila, clara, aunque débil, pero de la que no se perdía m una sílaba gracias al silencio religioso que se abatió de repente sobre los cincuenta mil espectadores, encadenó su aliento a sus labios:

—Sabéis —dijo—con qué fin habéis sido reunidos aquí. Se ha prometido un premio de cien mil florines a quien hallara el tulipán negro. ¡El tulipán negro! Y esta maravilla de Holanda está aquí expuesta ante vuestros ojos; el tulipán negro ha sido hallado y con todas las condiciones exigidas por el programa de la Sociedad Hortícola de Haarlem. La historia de su nacimiento y el nombre de su autor serán inscritos en el libro de honor de la ciudad. Haced aproximarse a la persona que es propietaria del tulipán negro.

Y al pronunciar estas palabras, el príncipe, para juzgar el efecto que las mismas producirían, paseó su clara mirada sobre los tres ángulos del triángulo.

Vio a Boxtel saltar de su grada.

Vio a Cornelius hacer un movimiento involuntario.

Vio finalmente al oficial encargado de velar por Rosa, conducirla o más bien empujarla delante de su trono.

Un doble grito partió a la vez de la derecha y de la izquierda del príncipe.

Boxtel fulminado, Cornelius desatinado, habían gritado: ¡Rosa! ¡Rosa!

—Este tulipán es realmente vuestro, ¿verdad, muchacha? —preguntó el príncipe.

—¡Sí, monseñor! —balbuceó Rosa, a la que un murmullo universal venía a saludarla en su tierna belleza.

«¡Oh! —murmuró Cornelius—. Ella mentía, pues, cuando decía que le habían robado esta flor. ¡Oh! ¡Por esto era por lo que había abandonado Loevestein! ¡Olvidado, traicionado por ella, por ella a quien creía mi mejor amiga!»

«¡Oh! —gimió Boxtel por su parte—. Estoy perdido!»

—Este tulipán —prosiguió el príncipe—llevará, pues, el nombre de su inventor, y será inscrito en el catálogo de las flores con el título de Tulipa nigra Rosa Barloensis, a causa del nombre de Van Baerle, que será de ahora en adelante el nombre de casada de esta joven.

Y al mismo tiempo, Guillermo cogió la mano de Rosa y la puso en la mano de un hombre que acababa de abalanzarse, pálido, aturdido, anonadado de alegría, al pie del trono, saludando alternativamente a su príncipe, a su novia y a Dios que, desde el infinito del azur del cielo, contemplaba sonriente el espectáculo de dos corazones felices.

Al mismo tiempo, también caía a los pies del presidente Van Systens, otro hombre, herido por una emoción muy diferente.

Boxtel, aniquilado bajo las ruinas de sus esperanzas, acababa de perder el sentido. Lo levantaron, reconocieron su pulso y su corazón; estaba muerto.

Este incidente no turbó gran cosa la fiesta, dado que ni el presidente ni el príncipe parecieron preocuparse mucho de él.

Cornelius retrocedió espantado: en su ladrón, en su falso Jacob, acababa de reconocer al verdadero Isaac Boxtel, su vecino, del que en la pureza de su alma, no había jamás sospechado ni por un solo instante una acción tan malvada.

Fue por lo demás una gran suerte para Boxtel que Dios le hubiera enviado tan a punto ese ataque de apoplejía fulminante, ya que ello le impidió ver por más tiempo cosas tan dolorosas para su orgullo y su avaricia.

Luego, al son de las trompetas, la procesión reemprendió la marcha sin que nada hubiera cambiado en su ceremonial, sino que Boxtel estaba muerto y que Cornelius y Rosa caminaban lado a lado y la mano de uno en la mano de la otra. Cuando llegaron al Ayuntamiento, el príncipe, señalando con el dedo la bolsa de los cien mil florines de oro a Cornelius, dijo:

—No se sabe claramente quién ha ganado este dinero, si vos o Rosa; porque si vos habéis hallado el tulipán negro, ella lo ha criado y hecho florecer; así pues, no ofrecérselo a ella como dote sería injusto. Por otra parte, éste es el regalo de la ciudad de Haarlem al tulipán.

Cornelius esperaba para saber dónde quería ir a parar el príncipe. Éste continuó:

—Doy a Rosa cien mil florines, que bien se los ha ganado y que podrá ofrecéroslos a vos; son el precio de su amor, de su coraje y de su honestidad. En cuanto a vos, señor, gracias una vez más a Rosa, que ha traído la prueba de vuestra inocencia —y diciendo estas palabras, el príncipe tendió a Cornelius la famosa hoja de la Biblia sobre la que estaba escrita la Carta de

 

Corneille de Witt, y que había servido para envolver el tercer bulbo—, en cuanto a vos, digo, nos hemos dado cuenta de que fuisteis encarcelado por un crimen que no habíais cometido. Con esto quiero deciros, no solamente que sois libre, sino, además, que los bienes de un hombre inocente no pueden ser confiscados. Vuestros bienes os serán, pues, devueltos. Señor Van Baerle, vos sois el ahijado de Corneille de Witt y amigo de Jean. Permaneced digno del nombre que os ha confiado el uno en las fuentes del bautismo, y de la amistad que el otro os había profesado. Conservad la tradición de los méritos de ambos, porque esos señores De Witt, mal juzgados, mal castigados, en un momento de error popular, eran dos grandes ciudadanos de los que Holanda se siente hoy orgullosa.

El príncipe, después de estas palabras que pronunció con voz emocionada, contra su costumbre, dio sus dos manos a besar a los futuros esposos, que se arrodillaron a su lado.

Luego, lanzando un suspiro, exclamó:

—¡Ay! Vosotros sois realmente felices, ya que al soñar con la verdadera gloria de Holanda y, sobre todo, con su verdadera dicha, no buscáis conquistarle más que nuevos colores de tulipanes.

Y lanzando una mirada hacia el horizonte, por donde quedaba Francia, como si hubiera visto nuevas nubes amontonarse por aquel lado, subió de nuevo a su carroza y partió.

Cornelius, por su parte, salió el mismo día para Dordrecht con Rosa, quien, por medio de la vieja Zug, a la que se expidió en calidad de embajador, hizo prevenir a su padre de todo lo que había ocurrido.

Los que, gracias a la exposición que hemos hecho, conocen el carácter del viejo Gryphus, comprenderán que se reconcilió difícilmente con su yerno. Conservaba en su corazón los garrotazos recibidos, los había contado por las magulladuras; mostraban, decía, cuarenta y uno; pero acabó por rendirse, para no ser menos generoso, decía, que Su Alteza el estatúder.

Convertido en guardián de tulipanes, después de haber sido carcelero de hombres, fue el más celoso carcelero de flores que se hubiera encontrado nunca en Flandes. Así, había que verlo, vigilando las mariposas peligrosas, matando los ratones campestres y espantando las abejas demasiado hambrientas.

Cuando supo la historia de Boxtel y furioso por haber sido engañado por el falso Jacob, se dedicó a demoler el observatorio elevado anteriormente por el envidioso detrás del sicomoro; porque el recinto de Boxtel vendido en subasta, se incluyó en las platabandas de Cornelius, que aumentó su hacienda de modo que pudiera defenderse de todos los telescopios de Dordrecht.

Rosa, cada vez más bella, fue aprendiendo cada vez más y al cabo de dos años de matrimonio, sabía leer y escribir tan bien, que pudo encargarse sola de la educación de dos hermosos niños, que le habían nacido en los meses de mayo de 1674 y 1675, como los tulipanes, y que le dieron mucho menos trabajo que la famosa flor a la que debía el haberlos tenido. Y no hay que decir que uno era un muchacho y el otro una chica, y que el primero recibió el nombre de Cornelius, y la segunda, el de Rosa.

Van Baerle permaneció fiel a Rosa como a sus tulipanes; toda su vida se ocupó de la felicidad de su mujer y del cultivo de las flores, cultivo gracias al cual halló un gran número de variedades que están inscritas en el catálogo holandés. Los dos principales ornamentos de su salón estaban enmarcados en marcos de oro, y eran las dos hojas de la Biblia de Corneille de Witt; sobre una, como se recuerda, su padrino le había escrito que quemara la correspondencia del marqués de Louvois.

Sobre la otra, había legado a Rosa el bulbo del tulipán negro, a condición de que con su dote de cien mil florines se casara con un guapo muchacho de veintiséis a veintiocho años, al que amara y que la quisiera.

Condición que había sido escrupulosamente cumplida, aunque Cornelius no hubiera muerto y justamente porque no había muerto.

Finalmente, para combatir a los envidiosos del porvenir, a los que la Providencia tal vez no hubiera tenido el placer de desembarazarse de ellos como lo había hecho con Mynheer Isaac Boxtel, escribió encima de su puerta esta frase que De Grotius había grabado el día de su huida, en el muro de su prisión:

Se ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás: soy demasiado feliz.

FIN

El Caballero de Harmental

Por

Alexandre Dumas

Capítulo I

EL CAPITÁN ROQUEFINNETTE

Cierto día de Cuaresma, el 22 de marzo del año de gracia de 1718, un joven caballero de arrogante apariencia, de unos veintiséis o veintiocho años de edad, se encontraba hacia las ocho de la mañana en el extremo del Pont Neuf que desemboca en el muelle de L’École, montado en un bonito caballo español.

Después de media hora de espera, durante la que estuvo interrogando con la mirada el reloj de la Samaritaine, sus ojos se posaron con satisfacción en un individuo que venía de la plaza Dauphine.

Era éste un mocetón de un metro ochenta de estatura, vestido mitad burgués, mitad militar. Iba armado con una larga espada puesta en su vaina, y tocado con un sombrero que en otro tiempo debió de llevar el adorno de una pluma y de un galón, y que sin duda, en recuerdo de su pasada belleza, su dueño llevaba inclinado sobre la oreja izquierda. Había en su figura, en su andar, en su porte, en todo su aspecto, tal aire de insolente indiferencia, que al verle el caballero no pudo contener una sonrisa, mientras murmuraba entre dientes:

— ¡He aquí lo que busco!

El joven arrogante se dirigió al desconocido, quien viendo que el otro se le aproximaba, se detuvo frente a la Samaritaine, adelantó su pie derecho y llevó sus manos, una a la espada y la otra al bigote.

Como el hombre había previsto, el joven señor frenó su caballo frente a él, y saludándole dijo:

—Creo adivinar en vuestro aire y en vuestra presencia que sois gentilhombre, ¿me equivoco?

— ¡Demonios, no! Estoy convencido de que mi aire y mi aspecto hablan por mí, y si queréis darme el tratamiento que me corresponde llamadme capitán.

—Encantado de que seáis hombre de armas, señor; tengo la certeza de que sois incapaz de dejar en un apuro a un caballero.

El capitán preguntó:

— ¿Con quién tengo el honor de hablar, y qué puedo hacer por vos?

—Soy el barón René de Valef.

—Creo haber conocido una familia con ese nombre en las guerras de Flandes.

—Es la mía, señor; mi familia procede de Lieja. Debéis saber —continuó el barón de Valef— que el caballero Raoul de Harmental, uno de mis íntimos amigos, yendo en mi compañía ha tenido esta noche una disputa que debe solventarse esta mañana mediante un duelo. Nuestros adversarios son tres, y nosotros solamente dos. Como el asunto no podía retrasarse, debido a que debo partir para España dentro de dos horas, he venido al Pont Neuf con la intención de abordar al primer gentilhombre que pasase. Habéis sido vos, y a vos me he dirigido.

—Y ¡por Dios!, que habéis hecho bien. He aquí mi mano, barón, ¡yo soy vuestro hombre! Y, ¿a qué hora es el duelo? —Esta mañana, a las nueve.

— ¿En qué lugar?

—En la puerta Maillot.

— ¡Diablos! ¡No hay tiempo que perder! Pero vos vais a caballo y yo no dispongo de él. ¿Qué vamos a hacer? —Eso puede arreglarse, capitán.

— ¿Cómo?

—Si me hacéis el honor de montar a mi grupa…

—Gustosamente, señor barón.

—Os debo prevenir —añadió el joven jinete con una ligera sonrisa— que mi caballo es un poco nervioso.

— ¡Oh!, ya lo he notado —dijo el capitán—. O mucho me equivoco o ha nacido en las montañas de Granada o de Sierra Morena. En cierta ocasión monté uno parecido en Almansa y lo hacía doblegarse como un corderillo sólo con la presión de mis rodillas.

El barón había dicho la verdad: su caballo no estaba acostumbrado a una carga tan pesada; primero trató de desembarazarse de ella, pero el animal notó bien pronto que la empresa era superior a sus fuerzas; así que, después de hacer dos o tres extraños, se decidió a ser obediente, descendió al trote largo por el muelle de L’École, que en esa época no era más que un desembarcadero, atravesó, siempre al mismo tren, el muelle del Louvre y el de las Tullerías, franqueó la puerta de la Conference, y dejando a su izquierda el camino de Versalles, enfiló la gran avenida de los Champs Élysées, que hoy conduce al Arc de Triomphe.

— ¿Puedo preguntaros, señor, cuál es la razón por la que vamos a batirnos? Es sólo por saber la conducta que debo seguir con mi adversario, y si vale la pena que lo mate.

—Desde luego, podéis preguntarlo, y ahí van los hechos tal como han pasado: estábamos cenando ayer en casa de la Fillon…

— ¡Pardiez! Fui yo quien en 1705 la lanzó por el camino del éxito, antes de mis campañas en Italia.

— ¡Bien! —observó el barón riendo—. ¡Podéis estar orgulloso, capitán, de haber educado a una alumna que os hace honor! En resumen: cenábamos con Harmental en la intimidad, y estábamos hablando de nuestras cosas, cuando oímos que un alegre grupo entraba en el reservado de al lado. Nos callamos y, sin querer, oímos la conversación de nuestros vecinos. ¡Y fijaos lo que es la casualidad! Hablaban de la única cosa que nunca debíamos haber escuchado.

— ¿De la querida del caballero, quizás?

—Vos lo habéis dicho. Yo me levanté para llevarme a Raoul, pero en lugar de seguirme, me puso la mano en el hombro e hizo que me sentara de nuevo.

—Así pues —decía una voz—, ¿Felipe acosa a la pequeña d’Averne?

—Desde hace ya ocho días —puntualizó alguien.

—En efecto —prosiguió el primero que hablaba—: Ella se resiste ya sea porque quiere de verdad al pobre Harmental o porque sabe que al regente no le gustan las presas fáciles. Pero por fin, esta mañana ha accedido a recibir a Su Alteza, a cambio de una cesta repleta de flores y de pedrería.

— ¡Ah! ¡Ah! —exclamó el capitán—, comienzo a comprender. ¿El caballero ha sido engañado?

—Exactamente; y en lugar de reírse, como hubiéramos hecho vos y yo, Harmental se puso tan pálido que creí que iba a desmayarse. Después, acercándose a la pared y golpeándola con su puño para pedir silencio, dijo:

—Señores, siento contradeciros; pero el que ha osado decir que madame d’Averne tiene concertada una cita con el regente, miente.

—He sido yo, señor, el que ha dicho tal cosa, y la mantengo —respondió la primera voz—; me llamo Lafare, capitán de los guardias.

—Y yo Fargy —dijo la segunda voz.

—Yo soy Ravanne —declaró una tercera.

—Perfectamente, señores —respondió Harmental—. Mañana, de nueve a nueve y media, estaré en la puerta Maillot. —Y se sentó nuevamente frente a mí.

El capitán dejó oír una especie de exclamación que quería decir:

«Esto no tiene importancia». Entre tanto, estaban llegando a la puerta Maillot, donde un joven caballero que parecía estar esperando puso su caballo a galope y se acercó rápidamente. Era el caballero de Harmental.

—Querido caballero —dijo el barón de Valef cambiando con él un fuerte apretón de manos—, permitidme que a falta de un viejo amigo, os presente uno nuevo. Ni Surgis ni Gacé estaban en casa; pero he encontrado a este señor en el Pont Neuf, le he expuesto mi problema, y se ha ofrecido de buen grado a ayudaros.

—Entonces es doble el agradecimiento que os debo, mi querido Valef —respondió el caballero—; y a vos, señor, os ofrezco mis excusas por lo que se os avecina y por haberos conocido en circunstancias tan desfavorables; pero un día u otro me daréis ocasión de corresponder, y os ruego que, llegado el caso, dispongáis de mí como yo lo hago ahora de vos.

— ¡Bien dicho, caballero! —respondió el capitán saltando a tierra—; mostráis tan exquisitos modales, que gustosamente iría con vos al fin del mundo.

— ¿Quién es este tipo? —preguntó en voz baja Harmental.

— ¡A fe mía que lo ignoro! —le contestó Valef—; ya lo descubriremos cuando haya pasado el apuro.

— ¡Bien! —prosiguió el capitán, entusiasmado ante la idea del ejercicio que preveía—. ¿Dónde están nuestros lechuguinos? Estoy en forma esta mañana.

—Cuando he llegado —respondió Harmental— no habían aparecido aún; pero supongo que no tardarán: son casi las nueve y media.

—Vamos entonces en su busca —dijo Valef, mientras descabalgaba arrojaba las bridas en manos del criado de Harmental.

 

Este, echando pie a tierra, se dirigió hacia la entrada del bosque, seguido por sus dos compañeros.

— ¿Desean algo los señores? —preguntó el dueño de la posada cercana, que estaba en la puerta de su local, al acecho de los posibles clientes.

—Sí, señor Durand —respondió Harmental—. ¡Un almuerzo para tres! Vamos a dar una vuelta, y en un momento volvemos a estar aquí.

Y dejó caer tres luises en la mano del posadero.

El capitán vio relucir una tras otra las tres monedas de oro, y acercándose al mesonero, le previno:

— ¡Cuidado, amigo…! Ya sabes que conozco el valor de las cosas. Procura que los vinos sean finos y variados y el almuerzo copioso, ¡o te rompo los huesos! ¿Entendido?

—Estad tranquilo, capitán —respondió Durand—; jamás me atrevería a engañar a un cliente como vos.

—Está bien; hace doce horas que no he comido, tenlo bien presente.

El posadero se inclinó. El capitán, después de hacerle un último gesto de recomendación, mitad amistoso, mitad amenazador, forzó el paso y alcanzó al caballero y al barón, que se habían parado a esperarle.

En un recodo de la primera alameda aguardaban los tres adversarios: eran, como ya sabemos, el marqués de Lafare, el conde de Fargy y el caballero de Ravanne.

Lafare, el más conocido de los tres, gracias a sus versos y a la brillante carrera militar que llevaba, era hombre de unos treinta y seis a treinta y ocho años, de semblante abierto y franco, siempre dispuesto a enfrentarse a todo, sin rencor ni odio, mimado por el bello sexo, y muy estimado por el regente, que le había nombrado capitán de sus guardias. Diez años llevaba Lafare en la intimidad de Felipe de Orléans; algunas veces fue su rival en lides amorosas, pero siempre le sirvió fielmente. El príncipe siempre se refería a él como el bon enfant. Sin embargo, desde hacía algún tiempo, la popularidad de Lafare había decaído un tanto entre las mujeres de la corte y las muchachas de la ópera. Corría el rumor de que había tenido la ridícula idea de «sentar cabeza» y de buscar un buen acomodo.

El conde Fargy, al que habitualmente llamaban «el bello Fargy», era conocido por ser uno de los hombres más guapos de su época. Tenía una de esas naturalezas elegantes y fuertes a la vez, flexibles y vivaces, que el vulgo considera privilegio exclusivo de los héroes de novela. Si a eso añadimos el ingenio, la lealtad y el valor de un hombre de mundo, os haréis una idea de la gran consideración que dispensaba a Fargy la sociedad de aquella época.

El caballero de Ravanne, por su parte, nos ha dejado unas memorias de sus años jóvenes en las que relata acontecimientos tan peregrinos que, a pesar de su autenticidad, muchos han pensado que eran apócrifas. Por entonces era un muchacho imberbe, rico y de buena familia, que se disponía a entrar en la vida con todo el ímpetu, la imprudencia y la avidez de la juventud.

Tan pronto como Lafare, Fargy y Ravanne vieron aparecer a sus contrincantes por el extremo de la alameda, marcharon a su vez hacia ellos. Cuando les separaban únicamente diez pasos, los contrincantes se llevaron la mano a los sombreros, se saludaron y dieron algunos pasos entre sonrisas, como si se tratase de buenos amigos contentos de volverse a encontrar.

—Señores —dijo el caballero de Harmental—, creo que sería mejor buscar un lugar apartado donde podamos solventar sin molestias el asunto que nos ocupa…

—Apenas a cien pasos de aquí tengo lo que necesitamos —observó Ravanne—, es una verdadera cartuja.

—Entonces, sigamos al muchacho —dijo el capitán—; la inocencia nos conduce al puerto de salvación.

—Si vos no tenéis compromiso con nadie, gran señor —apostilló el joven Ravanne en tono guasón—, reclamo el derecho de preferencia. Después de que nos hayamos cortado el cuello, espero que me concederéis vuestra amistad.

Los dos hombres se saludaron de nuevo.

— ¡Vamos, vamos… Ravanne! —dijo Fargy—; ya que os habéis encargado de ser nuestro guía, enseñadnos el camino.

Ravanne se lanzó hacia el interior del bosque como un joven cervatillo. Los demás le siguieron. Los caballos y el coche de alquiler permanecieron en el camino.

Al cabo de diez minutos de marcha, durante los cuales los seis hombres guardaron el más absoluto silencio, se encontraron en medio de un calvero rodeado por una cortina de árboles.

— ¡Bien, caballeros! —dijo Ravanne mirando con satisfacción a su alrededor—. ¿Qué decís del lugar?

—No teníais más que haber dicho que era aquí donde queríais venir, y yo os habría conducido con los ojos cerrados.

—Perfectamente… —respondió Ravanne—, procuraremos que cuando salgáis, vuestros ojos se encuentren como habéis dicho.

—Señor Lafare —dijo Harmental, dejando caer su sombrero sobre la hierba—, sabed que es con vos con quien me tengo que entender.

—Sí, señor —respondió el capitán de los guardias—; pero antes quiero que sepáis que nada puede ser tan honorable para mí y causarme tanta pena como un duelo con vos, sobre todo por un motivo tan nimio.

Harmental sonrió, empuñando la espada.

—Parece, mi querido barón —observó Fargy—, que estáis a punto de partir para España.

—Debía de haber salido esta noche pasada, mi querido conde —respondió Valef—, pero me ha bastado el placer de entrevistarme con vos esta mañana para decidirme a demorar mi partida.

— ¡Diablos! Eso me deja desolado —contestó Fargy desenvainando su acero—; porque si tengo la desgracia de impedir vuestro viaje…

—No os disculpéis. Habrá sido por razones de amistad, mi querido conde. Así que haced lo que podáis; estoy a vuestras órdenes.

—Vamos, vamos, señor —dijo Ravanne al capitán, que doblaba cuidadosamente su casaca, colocándola junto a su sombrero—; ved que os espero.

—No nos impacientemos, mi bello joven —le replicó el antiguo soldado, continuando sus preparativos con la flema guasona que le era natural—. Una de las cualidades más necesarias para un hombre de armas es la sangre fría. He sido como vos a vuestra edad, pero a la tercera o cuarta estocada que recibí, comprendí que había errado el camino y ahora voy por el verdadero. ¡Cuando gustéis! —añadió, sacando por fin su espada.

— ¡Cáspita, señor! —observó Ravanne mirando de soslayo el arma de su oponente—. Tenéis un hermoso estoque…

—No os preocupéis. Pensad que estáis tomando una lección con vuestro profesor de esgrima, y tirad a fondo.

La recomendación era inútil; Ravanne estaba exasperado por la tranquilidad de su adversario, y ya se precipitaba sobre el capitán, con tal furia que las espadas se encontraron cruzadas hasta el puño. El capitán dio un paso atrás.

— ¡Ah!, ¡ah!… Veo que retrocedéis, mi gran señor —exclamó Ravanne.

—Retroceder no es huir, mi pequeño caballero —respondió el capitán—; este es un axioma del arte de la esgrima sobre el que os invito a meditar. Por otra parte, no me molesta estudiar vuestra habilidad. Fijaos bien —continuó, mientras respondía con una contra en segunda a la estocada a fondo del adversario—, si en vez de fintar me hubiese lanzado, os habría ensartado como a un pajarito.

Ravanne estaba furioso, pues efectivamente había sentido en su costado la punta de la espada de su contrincante. La certeza de que le debía la vida aumentaba su cólera, y sus ataques se multiplicaron más rápidos que antes.

—Vamos… joven, vamos… ¡Atacad al pecho! ¡Mil diablos! ¿Otra al rostro? ¡Me obligaréis a desarmaros! Vos lo habéis querido… Andad y coged vuestra espada, y cuando volváis, hacedlo a la pata coja, eso os calmará.

Y de un violento revés, envió el acero de Ravanne a veinte pasos.

Esta vez Ravanne aprendió la lección; fue lentamente a recoger su espada y volvió despacio hacia el capitán. El joven estaba tan pálido como su blanca casaca de satén, en la que aparecía una ligera mancha de sangre.

—Tenéis razón, señor… Soy todavía un niño; pero espero que mi encuentro con vos me haya ayudado a hacerme hombre. Algunos pases más, por favor, para que no pueda decirse que todos los triunfos han sido para vos. —Y se volvió a poner en guardia.