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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Eh! ¿Qué es lo que os he dicho? —observó el guardia historiador al oído del paciente.

—Una mentira.

—¿Cómo?

Vos me habíais prometido doce horas.

—¡Ah, sí! Pero os han enviado un ayuda de campo de Su Alteza, incluso uno de sus más íntimos, ¡el señor Van Deken! ¡Cáspita! No le hicieron tal honor al pobre Mathias.

«Vamos, vamos —se dijo Cornelius, hinchando su pecho con la mayor cantidad de aire posible—, vamos, mostremos a esa gente que un burgués, ahijado de Corneille de Witt, puede, sin poner mal gesto, contener balas de mosquete como el llamado Mathias.»

Y pasó orgullosamente por delante del escribano que, interrumpido en sus funciones, se apresuró a decir al oficial:

—Pero, coronel Van Deken, el atestado no se ha terminado todavía.

—No vale la pena terminarlo —respondió el oficial.

—¡Bueno! —replicó el escribano encerrando filosóficamente sus papeles y su pluma en una cartera gastada y grasienta.

«Estaba escrito —pensó el pobre Cornelius—, que no daría mi nombre en este mundo ni a un niño, ni a una flor, ni a un libro, esas tres obligaciones de las que Dios impone una por lo menos, según se asegura, a todo hombre un poco organizado al que digna dejar gozar sobre la tierra de la propiedad de un alma y del usufructo de un cuerpo.»

Y siguió al oficial con el ánimo resuelto y la cabeza alta.

Cornelius contó los peldaños que conducían a la explanada, lamentando no haber preguntado al guardián cuántos había; lo cual, en su oficiosa complacencia, éste no hubiera dejado de decírselo.

Lo que más lamentaba el reo en este trayecto, que consideraba como el que debía conducirle definitivamente al comienzo del gran viaje, era el ver a Gryphus y no poder ver a Rosa. ¡Qué satisfacción, en efecto, debía de brillar en el rostro del padre! ¡Qué dolor en el rostro de la hija!

Cómo iba a aplaudir Gryphus este suplicio, venganza feroz de un acto eminentemente justo, al que Cornelius consideraba haber realizado como un deber.

Pero a Rosa, la pobre muchacha, no la vería, ¡iba a morir sin haberle dado el último beso o por lo menos el último adiós!

¡Iba a morir finalmente, sin tener ninguna noticia del gran tulipán negro, y despertaría allá arriba, sin saber hacia qué lado debía volver los ojos para encontrarlo!

En verdad, para no deshacerse en lágrimas en semejante momento, el pobre tulipanero tenía más oes triplex alrededor del corazón de las que Horacio atribuye al navegante que visita por primera vez los infames escollos coralíferos.

Cornelius tuvo ocasión de mirar a la derecha; Cornelius tuvo ocasión de mirar a la izquierda, pero llegó a la explanada sin haber percibido a Rosa; sin haber percibido a Gryphus.

Había en ello casi una compensación.

Cornelius llegó a la explanada, buscó valientemente con los ojos a sus ejecutores, los guardias, y vio, en efecto, a una docena de soldados reunidos y charlando.

Pero reunidos y charlando sin mosquetes, reunidos y charlando sin estar alineados.

Cuchicheando incluso entre ellos más bien que charlando, conducta que le pareció a Cornelius indigna de la gravedad que preside de ordinario semejantes sucesos.

De repente, Gryphus, cojeando, tambaleándose, apoyándose en una muleta, apareció fuera de su habitación. Había iluminado para una última mirada todo el fuego de sus viejos ojos grises de gato. Entonces se puso a vomitar contra Cornelius tal torrente de abominables imprecaciones que Cornelius, dirigiéndose al oficial, le dijo:

—Señor, no creo que esté bien dejarme insultar así por este hombre, y sobre todo en semejante momento.

—Escuchad, pues —replicó el oficial riendo—, es muy natural que ese valiente os guarde rencor. ¿Parece que lo habéis molido a golpes?

—Pero, señor, lo hice defendiendo mi cuerpo.

—¡Bah! —exclamó el coronel imprimiendo a sus hombros un gesto eminentemente filosófico—. Bah; dejadle decir. ¿Qué os importa al presente?

Un sudor frío cruzó por la frente de Cornelius ante esa respuesta, que consideraba como una ironía un poco brutal, por parte, sobre todo, de un oficial que se le había dicho estaba agregado a la persona del príncipe.

El desgraciado comprendió que la cosa no tenía remedio, que no tenía ya amigos, y se resignó.

—Sea —murmuró bajando la cabeza—, cosas peores se le hicieron a Cristo, y por inocente que yo sea, no puedo compararme a Él. Cristo se habría dejado golpear por su carcelero y no le hubiera pegado.

Luego, volviéndose hacia el oficial, que parecía esperar complaciente a que acabara sus reflexiones, preguntó:

—Veamos, señor, ¿adónde me lleváis?

El oficial le señaló una carroza enganchada a cuatro caballos, que le recordó mucho a la carroza que en parecidas circunstancias había ya herido sus miradas en la Buytenhoff.

—Subid —ordenó.

—¡Ah! —murmuró Cornelius—. ¡Parece que no se me harán a mí los honores de la explanada!

Pronunció estas palabras en voz bastante alta para que el historiador que parecía agregado a su persona las oyera.

Éste creyó, sin duda, que era deber suyo darle nuevos informes a Cornelius, porque se acercó a la portezuela, y mientras el oficial, de pie sobre el estribo daba unas órdenes, le dijo por lo bajo:

—Hemos visto a condenados conducidos a su propia ciudad, y para que el ejemplo fuera más eficaz, sufrir allí el suplicio delante de la puerta de su propia casa. Esto depende.

Cornelius hizo un gesto de agradecimiento.

«¡Pues bien! —se dijo—. Aquí hay, en buena hora, un muchacho al que no le falta nunca el placer de una consolación cuando se presenta la ocasión. Por mi fe, amigo mío, os estoy muy obligado. ¡Adiós!»

El coche empezó a rodar.

—¡Ah! ¡Criminal! ¡Ah! ¡Bandido! —aulló Gryphus mostrando el puño a su víctima que se le escapaba—. Y decir que se va sin devolverme a mi hija.

«Si me conducen a Dordrecht —murmuró Cornelius para sí—, veré al pasar por delante de mi casa si mis pobres platabandas han sido destrozadas.»

XXX

EN EL QUE SE COMIENZA A IMAGINAR CUÁL ERA EL SUPLICIO RESERVADO A CORNELIUS VAN BAERLE

El coche rodó todo el día. Dejó Dordrecht a la izquierda, atravesó Rotterdam, alcanzó Delft. A las cinco de la tarde había recorrido, por lo menos, veinte leguas.

Cornelius dirigió algunas preguntas al oficial que le servía a la vez de guardia y de compañero, pero, por circunspectas que fueran sus demandas, tuvo el disgusto de verlas sin respuesta.

Cornelius lamentó no tener a su lado a aquel guardia tan complaciente que hablaba sin hacérselo de rogar.

Sin duda, le hubiera proporcionado sobre los motivos de ésta, su extraña tercera aventura, detalles tan graciosos y explicaciones tan precisas como sobre las dos primeras.

Pasaron la noche en el coche. Al día siguiente, al alba, Cornelius se halló más allá de Leiden, teniendo al mar del Norte a su izquierda y al mar de Haarlem a su derecha.

Tres horas después entraban en Haarlem.

Cornelius no sabía en absoluto lo que había ocurrido en Haarlem, y nosotros le dejaremos en esta ignorancia hasta que sea sacado de ella por los acontecimientos.

Pero no puede suceder lo mismo con el lector, que tiene el derecho de ser puesto al corriente de las cosas, incluso antes que nuestro héroe.

Hemos visto que Rosa y el tulipán, como dos hermanos o como dos huérfanos, habían sido dejados, por el príncipe de Orange, en casa del presidente Van Systens.

Rosa no recibió ninguna noticia del estatúder antes de la tarde del día en que lo había visto de frente.

Hacia la tarde, un oficial entró en la casa de Van Systens: venía de parte de Su Alteza a invitar a Rosa a que se llegara al Ayuntamiento.

Allí, en la gran sala de las deliberaciones donde fue introducida, halló al príncipe, que escribía.

Estaba solo y tenía a sus pies un gran lebrel de Frisia que le miraba fijamente, como si el fiel animal quisiera intentar hacer to que ningún hombre podía hacer… leer en el pensamiento de su amo.

Guillermo continuó escribiendo un instante todavía; luego, levantando la mirada y viendo a Rosa de pie cerca de la puerta:

—Acercaos, señorita—dijo sin dejar lo que escribía.

Rosa dio unos pasos hacia la mesa.

—Monseñor —saludó deteniéndose.

—Está bien —contestó el príncipe—. Sentaos.

Rosa obedeció, porque el príncipe la miraba. Pero apenas el príncipe hubo vuelto los ojos sobre el papel, se retiró avergonzada.

El príncipe acabó su carta.

Durante ese tiempo, el lebrel había acudido ante Rosa y la había examinado y acariciado.

—¡Ah! ¡Ah! —exclamó Guillermo dirigiéndose a su perro—. Bien se ve que es una compatriota; la reconoces.

Luego, volviéndose hacia Rosa y fijando sobre ella su mirada escrutadora y velada al mismo tiempo, dijo:

—Veamos, hija mía…

El príncipe tenía veintitrés años, Rosa dieciocho. o veinte; habría hablado mejor diciendo mi hermana.

—Hija mía —repitió con ese acento extrañamente imponente que helaba a todos los que se le acercaban—, estamos solos, charlemos. No temáis y hablad confiada.

Todos los miembros de Rosa empezaron a temblar y, sin embargo, no había más que benevolencia en la fisonomía del príncipe.

—Monseñor… —balbuceó.

—¿Vos tenéis un padre en Loevestein?

—Sí, monseñor.

—¿No le amáis?

—No le amo, por lo menos, monseñor, como una hija debería amar a su padre.

—Es malo no amar a su padre, hija mía, pero es bueno no mentir a su príncipe.

 

Rosa bajó los ojos.

—¿Y por qué razón no amáis a vuestro padre?

—Mi padre es malo.

—¿Y de qué forma se manifiesta su maldad?

—Mi padre maltrata a los prisioneros.

—¿A todos?

—A todos.

—Pero ¿no le reprocháis maltratar a uno en particular?

—Mi padre maltrata particularmente al señor Van Baerle, que…

—¿Que es vuestro amante?

Rosa retrocedió un paso.

—Al que yo amo, monseñor —respondió con orgullo..

—¿Desde hace tiempo? —preguntó el príncipe.

—Desde el día en que le vi.

—¿Y vos, le visteis…?

—A la mañana siguiente del día en que fueron tan terriblemente ejecutados el ex gran pensionario Jean y su hermano Corneille.

Los labios del príncipe se apretaron, su frente se plegó, sus parpados se bajaron de forma que ocultaron un instante sus ojos. Al cabo de un momento de silencio, continuó:

—Pero ¿de qué os sirve amar a un hombre destinado a vivir y a morir en prisión?

—Si vive y muere en prisión, monseñor, me servirá para ayudarle a vivir y a morir.

—¿Y vos aceptaríais esta posición de ser la mujer de un prisionero?

—Sería la más orgullosa y la más feliz de las criaturas humanas siendo la esposa del señor Van Baerle; pero…

—Pero ¿qué?

—No me atrevo a decirlo, monseñor. No me atrevo. Perdonad.

—Hay una nota de esperanza en vuestro acento; ¿qué esperáis?

La muchacha levantó sus bellos ojos sobre Guillermo, sus ojos límpidos y de una inteligencia tan penetrante que fueron a buscar la clemencia dormida en el fondo de ese corazón sumido en un sueño que parecía el de la muerte.

—¡Ah! Ya comprendo.

Rosa sonrió juntando sus manos.

—Confiáis en mí —dijo el príncipe.

—Sí, monseñor. ¡Hum!

El príncipe selló la carta que acababa de escribir y llamó a uno de sus oficiales.

—Señor Van Deken —ordenó—, llevad a Loevestein este mensaje; tomaréis nota de las órdenes que doy al gobernador, y en lo que a vos respecta, ejecutadlas. El oficial saludó, y pronto se oyó repicar bajo la bóveda sonora de la casa el vigoroso galope de un caballo.

—Hija mía —prosiguió después el príncipe—, el domingo es la fiesta del tulipán, y el domingo es pasado mañana. Poneos muy bella con los quinientos florines que tengo aquí; porque deseo que ese día sea una gran fiesta para vos.

—¿Cómo quiere Vuestra Alteza que me vista? —murmuró Rosa.

—Poneos el vestido de las esposas frisonas —dijo Guillermo—, os sentará muy bien.

XXXI

HAARLEM

Haarlem, donde entramos hace tres días con Rosa y donde acabamos de entrar siguiendo al prisionero, es una hermosa ciudad que se enorgullece con todo derecho de ser una de las más umbrías de Holanda.

Mientras otras ponen todo su amor propio en destacar por sus arsenales y sus fábricas, por sus almacenes y bazares, Haarlem cifraba toda su gloria en aventajar a todas las ciudades de los Estados por sus bellos olmos frondosos, por sus álamos esbeltos, y, sobre todo, por sus paseos sombreados, por encima de los cuales formaban bóveda la encina, el tilo y el castaño.

Haarlem, viendo que Leiden su vecina, y Amsterdam su reina, tomaban, la una, el camino de convertirse en una ciudad de ciencia, y la otra la de convertirse en una ciudad de comercio, Haarlem había querido ser una ciudad agrícola o, más bien, hortícola.

En efecto, bien cerrada, bien aireada, bien calentada al sol, ofrecía a los jardineros garantías que cualquier otra ciudad, con sus vientos del mar o sus soles de plano, no habrían sabido proporcionarlas.

Así pues, se había visto establecerse en Haarlem a todos aquellos espíritus tranquilos que poseían el amor a la tierra y a sus bienes, como se había visto establecerse en Rotterdam y en Amsterdam a todos los espíritus inquietos y movidos, que poseían la afición a los viajes y al comercio, como se había visto establecerse en La Haya a todos los políticos mundanos.

Hemos dicho que Leiden había sido la conquista de los sabios.

Haarlem adquirió, pues, el gusto por las cosas dulces: la música, la pintura, los vergeles, los paseos, los bosques y los jardines.

Haarlem se volvió loca por las flores y, entre todas las flores, por los tulipanes.

Haarlem propuso premios en honor de los tulipanes, y llegamos así, con toda naturalidad, como se ve a hablar del que la ciudad proponía, el 15 de mayo de 1673, en honor del gran tulipán negro sin mancha y sin defecto, que debía proporcionar cien mil florines a su cultivador.

Habiendo manifestado Haarlem su especialidad, habiendo blasonado Haarlem de su gusto por las flores en general y por los tulipanes en particular, en un tiempo en que todo se dedicaba a la guerra y a las sediciones, habiendo tenido Haarlem la insigne alegría de ver florecer el ideal de los tulipanes, Haarlem, la hermosa ciudad llena de bosques y de sol, de sombra y de luz, Haarlem había querido hacer de esta ceremonia de la inauguración del premio una fiesta que perdurase eternamente en el recuerdo de los hombres.

Y tenía a ello tanto más derecho por cuanto Holanda era el país de las fiestas; jamás naturaleza más perezosa desplegó más ardor riente, cantante y danzante que la de los buenos republicanos de las Siete Provincias con ocasión de las diversiones.

Observad, por ejemplo, los cuadros de los dos Teniers.

Es verdad que los perezosos son, de todos los hombres, los más resistentes al cansancio, no cuando se ponen a trabajar, sino cuando se dedican con alegría al placer.

Haarlem se entregaba, pues, a una triple alegría, porque tenía que celebrar una triple solemnidad: había sido descubierto el tulipán negro, el príncipe Guillermo de Orange asistía a la ceremonia, como un verdadero holandés que era. Finalmente, constituía un honor para los Estados mostrar a los franceses, a continuación de una guerra tan desastrosa como había sido la de 1672, que el suelo de la república bátava era sólido hasta el punto de que se podía danzar en él con acompañamiento del cañón de las flotas.

La Sociedad Hortícola de Haarlem se había mostrado digna de sí misma al otorgar cien mil florines por una cebolla de tulipán. La ciudad no había querido quedarse atrás, y había votado una suma semejante, que había sido entregada en manos de sus notables para festejar ese premio nacional.

Así pues, había en este domingo fijado para esta ceremonia, tal apresuramiento del gentío, tal entusiasmo en los ciudadanos, que no se habría podido impedir, incluso con esa sonrisa solapada de los franceses, el admirar el carácter de estos buenos holandeses, dispuestos a gastar su dinero tan pronto para construir un navío destinado a combatir al enemigo, es decir, a sostener el honor de la nación, como para recompensar la invención de una nueva flor destinada a lucir un día, y destinada a distraer durante ese día a las mujeres, a los niños, a los sabios y a los curiosos.

A la cabeza de los notables y del comité hortícola, brillaba el señor Van Systens, ataviado con sus más ricos ropajes.

El digno hombre había realizado grandes esfuerzos para parecerse a su flor favorita por la elegancia sobria y severa de sus vestidos, y apresurémonos a decir para su mayor gloria, que lo había conseguido plenamente. Negro de azabache, terciopelo escabiosa, seda pensamiento, tal era, con la ropa de una blancura deslumbrante, el traje ceremonial del presidente, el cual caminaba a la cabeza de su comité con un enorme ramo semejante al que llevaría, ciento veintiún años más tarde, el señor De Robespierre, en la fiesta del Ser Supremo.

Sólo que, el bravo presidente, en lugar de aquel corazón hinchado de odio y de resentimientos ambiciosos del tribuno francés, llevaba en el pecho una flor no menos inocente que la más inocente de las que sostenía en la mano.

Se veían detrás de ese comité, matizado como un césped, perfumado como una primavera, los cuerpos sabios de la ciudad, los magistrados, los militares, los nobles y los palurdos.

El pueblo, incluso con los señores republicanos de las Siete Provincias, no mantenía categorías en este orden de marcha; hacía de valladar.

Éste era, por lo demás, el mejor de todos los sitios para ver… y para estar.

Éste era el lugar de las multitudes que esperan, filosofía de los Estados, que los trofeos hayan desfilado, para saber lo que hay que decir, y algunas veces lo que hay que hacer.

Pero esta vez, no era cuestión, ni del triunfo de Pompeyo, ni del triunfo de César. Esta vez, no se celebraba ni la derrota de Mitríades, ni la conquista de las Galias. La procesión era suave como el paso de un rebaño de corderos sobre la tierra, inofensiva como el vuelo de una bandada de pájaros en el aire.

Haarlem no tenía otros triunfadores que sus jardineros. Adorando las flores, Haarlem divinizaba al florista.

Se veía en el centro del cortejo pacífico y perfumado, el tulipán negro, llevado sobre unas angarillas cubiertas de terciopelo blanco con franjas de oro. Cuatro hombres portaban las andas y se veían relevados por otros, así como en Roma eran relevados los que llevaban a la madre Cibeles, cuando entró en la ciudad eterna, traída de la Etruria al son de la charanga y con las adoraciones sumisas de todo un pueblo.

Esta exhibición del tulipán era un homenaje rendido por todo un pueblo sin cultura y sin gusto, al gusto y a la cultura de los jefes célebres y piadosos que sabían verter la sangre sobre el pavimento fangoso de la Buytenhoff, sin que por ello dejaran de inscribir más tarde los nombres de sus víctimas sobre la piedra más hermosa del panteón holandés.

Estaba convencido que el príncipe estatúder distribuiría, naturalmente, él mismo el premio de los cien mil florines, lo cual interesaba a todo el mundo en general, y que pronunciaría tal vez un discurso, lo que interesaba en particular a sus amigos y a sus enemigos.

En efecto, en los discursos más indiferentes de los hombres políticos, los amigos o los enemigos de esos hombres quieren ver siempre relucir en él, y creen siempre poder interpretar por consiguiente, un rayo de sus pensamientos.

Como si el sombrero del hombre político no fuera una pantalla destinada a interceptar toda luz.

En fin, ese gran día tan esperado del 15 de mayo de 1673 había llegado, y Haarlem entera, reforzada por sus alrededores, estaba alineada a lo largo de los bellos árboles del bosque con la resolución bien determinada de no aplaudir esta vez ni a los conquistadores de la guerra, ni a los de la ciencia, sino simplemente a los de la Naturaleza, que acababan de forzar a esta inagotable madre al alumbramiento, hasta entonces creído imposible, del tulipán negro.

Pero nada se conserva menos entre los pueblos que esta resolución de no aplaudir más que a tal o cual cosa. Cuando una ciudad está en trance de aplaudir, es como cuando se halla en trance de silbar: no se sabe nunca dónde se detendrá.

Aplaudió, pues, primero a Van Systens y a su ramo, aplaudió a sus corporaciones, se aplaudió ella misma; y en fin, con toda justicia esta vez, confesémoslo, aplaudió las excelentes melodías que los músicos de la ciudad prodigaban en cada alto.

Todos los ojos buscaban cerca de la heroína de la fiesta, que era la flor del tulipán negro, al héroe de la fiesta que, naturalmente, era el autor de este tulipán.

Ese héroe, apareciendo a continuación del discurso que hemos visto elaborar con tanto cuidado al bueno de Van Systens, ese héroe hubiera producido ciertamente más efecto que el mismo estatúder.

Mas, para nosotros, el interés de la jornada no estaba ni en ese venerable discurso de nuestro amigo Van Systens, por elocuente que fuera, ni en los jóvenes aristócratas endomingados que mascaban sus gruesas tortas, ni en los pobrecitos plebeyos, medio desnudos, que roían anguilas ahumadas, semejantes a bastones de vainilla. El interés no residía tampoco en esas bellas holandesas, de tez rosa y seno blanco, ni en los Mynheer grasientos y rechonchos que nunca habían abandonado sus casas, ni en los delgados y jóvenes viajeros que venían de Ceilán o de Java, ni en el populacho alterado que tragaba, a guisa de refresco, pepino confitado en salmuera. No, para nosotros, el interés de la situación, el interés poderoso, el interés dramático no estaba ahí.

El interés residía en una figura radiante y animada que caminaba en medio de los miembros del comité hortícola, el interés estaba en ese personaje florido en la cintura, peinado, alisado, vestido todo de escarlata, color que hacía resaltar su pelo negro y su tez amarilla.

 

Ese triunfador radiante, excitado, ese héroe del día destinado al insigne honor de hacer olvidar el discurso de Van Systens y la presencia del estatúder, era Isaac Boxtel, que veía marchar delante de él, a su derecha, sobre un almohadón de terciopelo, el tulipán negro, su pretendido hijo, y a su izquierda, en una gran bolsa, los cien mil florines en hermosas monedas de oro reluciente, brillante, y que se veía obligado a bizquear hacia afuera para no perderlos un instante de vista.

De cuando en cuando, Boxtel apresuraba el paso para ir a frotar su codo con el de Van Systens. Boxtel tomaba así un poco de su valor, para darse valor a sí mismo, como robó a Rosa su tulipán, para conseguir su gloria y su fortuna.

Todavía un cuarto de hora de espera y el príncipe llegaría, el cortejo haría alto en la última estación, el tulipán se colocaría en su trono, el príncipe, que cedería el paso a su rival en la adoración pública, cogería una vitela magníficamente coloreada sobre la que estaría escrito el nombre del autor, y proclamaría con voz alta e inteligible que había sido descubierta una maravilla; que Holanda, por intermedio de él, Boxtel, había forzado a la Naturaleza a producir una flor negra, y que esa flor se llamaría desde entonces en adelante Tulipa nigra Boxtellea.

De cuando en cuando, sin embargo, Boxtel separaba por un momento los ojos del tulipán y de la bolsa y miraba tímidamente al gentío, porque temía por encima de todo percibir en ese gentío la pálida figura de la bella frisona.

Sería un espectro, como se comprende, que turbaría su fiesta, ni más ni menos como el espectro de Banquo turbó el festín de Macbeth.

Y, apresurémonos a decirlo, ese miserable que había franqueado un muro que no era su muro, que había escalado una ventana para entrar en la casa de su vecino, que, con una falsa llave, había violado la habitación de Rosa, ese hombre, que había robado finalmente la gloria de un hombre y la dote de una mujer, ese hombre no se consideraba un ladrón.

Había velado tanto a este tulipán, lo había seguido tan ardientemente del cajón del secador de Cornelius hasta el patíbulo de la Buytenhoff, del patíbulo de la Buytenhoff a la prisión de la fortaleza de Loevestein, lo había visto tan bien nacer y crecer sobre la ventana de Rosa, había calentado tantas veces el aire alrededor de él con su aliento, que nadie más que él era el autor; cualquiera que en este momento le quitara el tulipán negro, se lo robaría.

Pero no vio a Rosa.

Resultó así que la alegría de Boxtel no fue turbada.

El cortejo se detuvo en el centro de una glorieta cuyos árboles magníficos estaban decorados con guirnaldas a inscripciones; el cortejo se detuvo al son de una música brillante, y las jóvenes de Haarlem aparecieron para escoltar al tulipán hasta el trono elevado que debía ocupar sobre el estrado, al lado del sillón de oro de Su Alteza el estatúder.

Y el tulipán orgulloso, alzado sobre su pedestal, dominó enseguida la asamblea, que batió palmas a hizo resonar los ecos de Haarlem con un inmenso aplauso.

XXXII

EL ÚLTIMO RUEGO

En este solemne momento y cuando se dejaban oír esos aplausos, una carroza discurría por la ruta que bordeaba el bosque, rodando lentamente a causa de los niños empujados fuera de la avenida de los árboles por las prisas de los hombres y de las mujeres.

Esta carroza, polvorienta, fatigados los caballos, chirriando sobre sus ejes, encerraba al desgraciado Van Baerle, a quien, por la portezuela abierta, comenzaba a ofrecérsele el espectáculo que, muy imperfectamente sin duda, hemos intentado poner bajo los ojos de nuestros lectores.

Esta muchedumbre, ese ruido, ese reflejo de todos los esplendores humanos y naturales, deslumbraba al prisionero como un rayo que hubiera entrado en su calabozo.

A pesar del poco interés que había puesto su compañero en responderle, cuando le había interrogado sobre su propia suerte, se aventuró a interrogarle una última vez sobre qué significaba aquel bullicio, que en un principio debía y podía creer le era totalmente extraño.

—Os lo ruego, ¿qué es todo esto, señor coronel? —preguntó al oficial encargado de escoltarle.

—Como podéis ver, señor —replicó aquél—, se trata de una fiesta.

—¡Ah! ¡Una fiesta! —exclamó Cornelius con ese tono lúgubremente indiferente de un hombre que no disfruta de ninguna alegría en este mundo desde hace mucho tiempo.

Después, tras un instante de silencio y cuando el coche había rodado unas pocos metros más, preguntó:

—¿La fiesta patronal de Haarlem? Porque veo muchas flores.

—Es, en efecto, una fiesta en la que las flores representan el papel principal, señor.

—¡Oh! ¡Los dulces aromas! ¡Los bellos colores! —exclamó Cornelius.

—Deteneos, que el señor lo vea —ordenó el oficial, con uno de esos gestos de dulce piedad que son propios sólo de los militares, al soldado encargado del postillón.

—¡Oh! Gracias, señor, por vuestra cortesía —replicó melancólicamente Van Baerle—. Pero esto constituye para mí una alegría más dolorosa que para los otros: ahorrádmela, os lo ruego.

—Como queráis; continuemos entonces. He ordenado que nos detuviéramos, porque pasáis por amador de las flores, sobre todo, de aquellas por las que se celebra hoy la fiesta.

—¿Y por qué flores celebran hoy la fiesta, señor?

—Por los tulipanes.

—¡Por los tulipanes! —repitió Van Baerle—. ¿Hoy es la fiesta de los tulipanes?

—Sí, señor; pero ya que este espectáculo os resulta desagradable, continuemos.

Y el oficial se dispuso a dar la orden de continuar el camino.

Pero Cornelius le detuvo, pues una duda dolorosa acababa de cruzar su mente.

—Señor —preguntó con voz temblorosa—, ¿será hoy acaso cuando se otorga el premio?

—El premio del tulipán negro; sí.

Las mejillas de Cornelius se tiñeron de púrpura, un temblor corrió por todo su cuerpo y el sudor perló su frente.

Luego, pensando que, ausentes él y su tulipán, la fiesta abortaría sin duda a falta de un hombre y de una flor que coronar, dijo:

—Por desgracia, todas estas bravas gentes serán tan desdichadas como yo, porque no verán esta gran solemnidad a la que son convidados, o por lo menos, la verán incompleta.

—¿Qué queréis decir, señor?

—Quiero decir que nunca —contestó Cornelius reclinándose en el fondo del coche—, excepto por alguien a quien yo conozco, será hallado el tulipán negro.

—Entonces, señor —dijo el oficial—, ese alguien a quien vos conocéis lo ha hallado; porque eso es lo que todo Haarlem contempla en este momento, la flor que vos consideráis como inhallable.

—¡El tulipán negro! —exclamó Van Baerle asomando la mitad de su cuerpo por la portezuela—. ¿Dónde? ¿Dónde?

—Allá abajo, sobre el trono, ¿lo veis?

—¡Lo veo!

—¡Vamos, señor! —dijo el oficial—. Ahora hay que partir.

—¡Oh! Por piedad, por favor, señor —rogó Van Baerle—. No me llevéis. ¡Dejadme mirar todavía! ¡Cómo, eso que veo allá abajo es el tulipán negro, bien negro…! ¿es posible? ¡Oh, señor! ¿Lo habéis visto? Debe de tener manchas, debe de ser imperfecto, tal vez esté teñido de negro solamente: ¡oh!, si yo estuviera allí sabría decíroslo, señor; dejadme bajar, dejádmelo ver de cerca, os lo ruego.

—¿Estáis loco, señor?

—Os lo suplico.

—Pero ¿olvidáis que estáis prisionero?

—Soy un prisionero, es verdad, pero soy un hombre de honor; y por mi honor, señor, no me escaparé, no intentaré huir. ¡Dejadme solamente mirar la flor!

—Pero ¿mis órdenes, señor?

Y el oficial hizo un nuevo movimiento para ordenar al soldado que reemprendiera el camino.

Cornelius le detuvo una vez más.

—¡Oh! Sed paciente, sed generoso, toda mi vida descansa en un gesto de vuestra piedad. ¡Ay! Mi vida, señor, no será probablemente muy larga ahora. ¡Ah! Vos no sabéis lo que yo sufro; vos no sabéis todo lo que combate en mi cabeza y en mi corazón; porque en fin —continuó Cornelius con desesperación—, si fuera mi tulipán, si fuera el que le han robado a Rosa, ¡oh, señor! Comprendéis bien lo que es haber hallado el tulipán negro, haberlo visto un instante, haber reconocido que era perfecto, que era a la vez una obra maestra del arte y de la Naturaleza y perderla, perderla para siempre. ¡Oh! Es preciso que vaya a verlo. Me mataréis después si queréis, pero lo veré, lo veré.