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100 Clásicos de la Literatura

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Boxtel no juzgó oportuno responder a estas diversas interrogaciones. Pero, dejando la polémica entablada con Rosa y volviéndose hacia el príncipe, dijo:

—Hace veinte años, monseñor, que cultivo tulipanes en Dordrecht, a incluso he adquirido en este arte una cierta reputación: uno de mis híbridos lleva en el catálogo un nombre ilustre. Lo dediqué al rey de Portugal. Ahora, he aquí la verdad. Esta joven sabía que yo había hallado el tulipán negro, y de acuerdo con cierto amante que tenía en la fortaleza de Loevestein, esta joven concibió el proyecto de arruinarme apropiándose del premio de cien mil florines que ganaré, espero, gracias a vuestra justicia.

—¡Oh! —exclamó Rosa arrebatada de cólera.

—¡Silencio! —ordenó el príncipe.

Luego, volviéndose hacia Boxtel:

—¿Y quién es —preguntó—ese prisionero que vos decís ser el amante de esta joven?

Rosa pareció ir a desmayarse, porque el prisionero estaba recomendado por el príncipe como un gran culpable.

Nada podía ser más agradable a Boxtel que esta pregunta.

—¿Quién es ese prisionero? —repitió el estatúder.

—Ese prisionero, monseñor, es un hombre cuyo solo nombre probará a Vuestra Alteza cuánta fe se puede tener en su veracidad. Ese prisionero es un criminal de Estado condenado una vez a muerte.

—¿Y que se llama…?

Rosa ocultó la cabeza entre sus dos manos con un gesto desesperado.

—Cornelius van Baerle —anunció Boxtel—, y es el propio ahijado de aquel bandido de Corneille de Witt.

El príncipe se sobresaltó. Su mirada calmosa lanzó una llamarada, y el frío de la muerte se extendió de nuevo por su rostro inmóvil.

Se dirigió a Rosa y le hizo con el dedo una señal para que separara sus manos de la cara.

Rosa obedeció, como lo hubiera hecho sin ver, una mujer sometida a un poder magnético.

—Fue, pues, para seguir a ese hombre por lo que vinisteis a pedirme a Leiden el traslado de vuestro padre.

Rosa bajó la cabeza y se desplomó aplastada murmurando:

—Sí, monseñor.

—Proseguid —ordenó el príncipe a Boxtel.

—No tengo nada más que decir —continuó éste—. Vuestra Alteza lo sabe todo. Sin embargo, no quería decir esto, para no hacer enrojecer a esta muchacha por su ingratitud. Fui a Loevestein porque mis negocios me llamaron allí; entablé conocimiento con el viejo Gryphus y me enamoré de su hija, a la que pedí en matrimonio, y como yo no era rico, imprudentemente, le confié mi esperanza de ganar cien mil florines. Y para justificar esta esperanza, le enseñé el tulipán negro. Entonces, como su amante, para ocultar los complots que tramaba en Dordrecht, afectaba cultivar tulipanes, ambos concibieron mi pérdida.

»La víspera de la floración de la planta, el tulipán fue robado de mi casa por esta joven y llevado a su habitación, donde tuve la suerte de recuperarlo en el momento en que ella tenía la audacia de expedir un mensajero para anunciar a los señores miembros de la Sociedad de horticultura que acababa de hallar el gran tulipán negro; pero no se ha desconcertado por esto. Sin duda, durante las pocas horas que lo ha tenido en su habitación, lo habrá mostrado a algunas personas a las que llamará como testigos. Pero, afortunadamente, monseñor, ya estáis vos prevenido contra esta intrigante y sus testigos.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡El infame! —gimió Rosa llena de lágrimas, arrojándose a los pies del estatúder, el cual, aún creyéndola culpable, sentía piedad por su terrible angustia.

—Habéis obrado mal, muchacha —dijo—, y vuestro amante será castigado por haberos aconsejado. Porque vos sois tan joven y tenéis un aspecto tan honesto, quiero creer que el mal proviene de él y no de vos.

—¡Monseñor! ¡Monseñor! —exclamó Rosa—. Cornelius no es culpable.

Guillermo hizo un gesto.

—No es culpable por haberos aconsejado. Esto es lo que queréis decir, ¿verdad?

—Quiero decir, monseñor; que Cornelius es tan culpable del segundo crimen que se le imputa como lo es del primero.

—Del primero, ¿y sabéis cuál ha sido ese primer crimen? ¿Sabéis de qué ha sido acusado y convicto? De haber ocultado, como cómplice de Corneille de Witt, la correspondencia del gran pensionario con el marqués de Louvois.

—¡Pues bien, monseñor! Él ignoraba que fuera depositario de esa correspondencia; lo ignoraba completamente. ¡Oh! ¡Dios mío! Me lo hubiera dicho. ¿Es que ese corazón de diamante habría podido ocultarme un secreto? No, no, monseñor, os lo repito, aunque deba incurrir en vuestra cólera, Cornelius no es más culpable del primer crimen que del segundo, y del segundo que del primero. ¡Oh! ¡Si vos conocierais a mi Cornelius, monseñor!

—¡Un De Witt! —exclamó Boxtel—. ¡Ah! Monseñor no lo conoce bien, ya que una vez le hizo la gracia de la vida.

—Silencio —ordenó el príncipe—. Todas esas cosas del Estado, ya lo he dicho, no son de la competencia de —la Sociedad Hortícola de Haarlem.

Luego, frunciendo el entrecejo, añadió:

—En cuanto al tulipán, estad tranquilo, señor Boxtel. Se hará justicia.

Boxtel saludó, con el corazón lleno de alegría, y recibió las felicitaciones del presidente.

—Y vos, muchacha —continuó Guillermo de Orange—, habéis estado a punto de cometer un crimen. No os castigaré, pero el verdadero culpable pagará por los dos. Un hombre de su posición puede conspirar, traicionar incluso… pero no debe robar.

—¡Robar! —exclamó Rosa—. ¡Robar! ¡Él, Cornelius, oh! Monseñor, tened cuidado; si oyera vuestras palabras moriría, porque vuestras palabras lo matarían con mayor seguridad de como lo habría hecho la espada del verdugo en la Buytenhoff. Si ha habido un robo, monseñor, os lo juro, es este hombre quien lo ha cometido.

—Probadlo —dijo fríamente Boxtel.

—¡Pues bien, sí! Con la ayuda de Dios lo probaré —replicó la frisona con energía.

Luego, volviéndose hacia Boxtel:

—¿El tulipán es vuestro?

—Sí.

—¿Cuántos bulbos tenía?

Boxtel vaciló un instante, pero comprendió que la joven no haría esta pregunta si únicamente existieran los dos bulbos conocidos.

—Tres —contestó.

—¿Qué ha sido de esos bulbos? —preguntó Rosa.

—¿Que qué ha sido de ellos…? Uno abortó, el otro dio el tulipán negro…

—¿Y el tercero?

—¿El tercero?

—El tercero, ¿dónde está?

—El tercero está en mi casa —dijo Boxtel completamente turbado.

—¿En vuestra casa? ¿Dónde, en Loevestein o en Dordrecht?

—En Dordrecht —contestó Boxtel.

—¡Mentís! —exclamó Rosa—. Monseñor —añadió volviéndose hacia el príncipe—, os voy a contar la verdadera historia de esos tres bulbos. El primero fue aplastado por mi padre en la habitación del prisionero, y este hombre lo sabe bien, porque esperaba apoderarse de él, y cuando vio fallida esta esperanza, estuvo a punto de pelearse con mi padre por haberlo impedido. El segundo, criado por mí, dio el tulipán negro, y el tercero, el último —la joven lo sacó de su pecho—, el tercero está aquí, en el mismo papel que lo envolvía con los otros dos cuando, en el momento de subir al patíbulo, Cornelius van Baerle me entregó los tres. Tomad, monseñor, tomad. Aquí tenéis el tercer bulbo.

Y Rosa, desplegando el papel que lo envolvía, se lo entregó al príncipe, que lo cogió en sus manos y lo examinó.

—Pero, monseñor, esta joven puede haberlo robado como hizo con el tulipán —balbuceó Boxtel asustado por la atención con la que el príncipe examinaba el bulbo y sobre todo por aquella con la que Rosa leía unas líneas trazadas sobre el papel que se había quedado entre sus manos.

De repente, los ojos de la joven se inflamaron, releyó jadeante este papel misterioso, y lanzando un grito se lo tendió al príncipe:

—¡Oh! Leed, monseñor —exclamó—. En nombre del Cielo, ¡leed!

Guillermo pasó el tercer bulbo al presidente, cogió el papel y leyó.

Apenas Guillermo hubo pasado los ojos sobre aquella hoja, se tambaleó, su mano tembló como si estuviera dispuesta a dejar escapar el papel, y sus ojos tomaron una tremenda expresión de dolor y de piedad.

Aquella hoja, que acababa de entregarle Rosa, era la página de la Biblia que Corneille de Witt había enviado a Dordrecht, por Craeke, el mensajero de su hermano Jean, para rogar a Cornelius quemara la correspondencia del gran pensionario con Louvois.

Esta petición, como se recuerda, estaba concebida en estos términos:

20 de agosto de 1672

Querido ahijado:

Quema el depósito que lo he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.

Adiós, y quiéreme.

CORNEILLE DE WITT.

Esta hoja era a la vez la prueba de la inocencia de Van Baerle y su título de propiedad de los bulbos del tulipán.

Rosa y el estatúder intercambiaron una sola mirada. La de Rosa quería decir: «¡Ya veis!»

La del estatúder significaba: «¡Silencio y espera!»

El príncipe enjugó una gota de sudor frío que acababa de rodar de su frente a su mejilla.

Dobló lentamente el papel, dejando que su mirada se hundiera con su pensamiento en ese abismo sin fondo y sin recurso que se llama arrepentimiento y vergüenza del pasado.

Enseguida, levantando de nuevo la cabeza con esfuerzo:

—Id, señor Boxtel —dijo—. Se hará justicia, ya os lo he prometido.

Luego, al presidente:

—Vos, mi querido señor Van Systens —añadió—, guardad aquí a esa joven y al tulipán. Adiós.

Todo el mundo se inclinó, y el príncipe salió, agobiado bajo el ruido inmenso de las aclamaciones populares.

 

Boxtel regresó al Cisne Blanco, bastante atormentado. Aquel papel, que Guillermo había recibido de manos de Rosa, que había leído, doblado y metido en su bolsillo con tanto cuidado, le inquietaba.

Rosa se aproximó al tulipán, besando religiosamente la hoja, y se confió por entero a Dios murmurando:

—¡Dios mío! ¿Sabíais Vos con qué fin mi buen Cornelius me enseñaba a leer?

Sí, Dios lo sabía, ya que es Él quien castiga y quien recompensa a los hombres según sus méritos.

XXVIII

LA CANCIÓN DE LAS FLORES

Mientras ocurrían los acontecimientos que acabamos de referir, el desgraciado Van Baerle, olvidado en la celda de la fortaleza de Loevestein, sufría por parte de Gryphus todo cuanto un prisionero puede sufrir cuando su carcelero ha tomado el decidido partido de transformarse en verdugo.

Gryphus, al no recibir noticias de Rosa, ni de Jacob, se persuadió de que todo lo que le sucedía era obra del demonio, y de que el doctor Cornelius van Baerle era el enviado de ese demonio sobre la tierra.

Resultó de ello que una hermosa mañana —era el tercer día después de la desaparición de Jacob y de Rosa—subió a la celda de Cornelius más furioso aún que de costumbre.

Éste, acodado en la ventana, la cabeza recogida entre sus manos, la mirada perdida en el horizonte brumoso donde los molinos de Dordrecht batían sus aspas, aspiraba el aire para rechazar sus lágrimas a impedir que su filosofía se evaporara.

Los palomos seguían allí, pero la esperanza ya no estaba porque le faltaba el porvenir.

¡Ay! Rosa, vigilada, ya no podría venir. ¿Podría ni tan siquiera escribir, y si escribía, podría hacerle llegar sus cartas?

No. Había visto la víspera y la antevíspera demasiado furor y malignidad en los ojos del viejo Gryphus para que su vigilancia se descuidara un momento, y luego, además de la reclusión, además de la ausencia, ¿no iría a sufrir ella tormentos peores todavía? Ese bruto, ese mal bicho, ese borracho, ¿no se vengaría a la manera de los padres de las tragedias griegas? Cuando la ginebra se le subiera a la cabeza, ¿no daría a su brazo, tan bien arreglado por Cornelius, el vigor de dos brazos y un garrote?

Esta idea, la de que Rosa fuera tal vez maltratada, exasperaba a Cornelius.

Sentía entonces su inutilidad, su impotencia, su nulidad. Se preguntaba si Dios era realmente justo al enviar tantos males a dos criaturas inocentes. Y ciertamente, en esos momentos, dudaba. La desgracia no produce credulidad.

Van Baerle se había forjado el proyecto de escribir a Rosa. Pero ¿dónde estaba Rosa?

Había concebido la idea de escribir a La Haya para prevenir las nuevas tormentas que sin duda Gryphus quería amontonar sobre su cabeza con una denuncia.

Mas ¿con qué escribir? Gryphus le había quitado el lápiz y el papel. Por otra parte, aunque los tuviera, no sería evidentemente Gryphus quien se encargaría de su carta.

Entonces Cornelius pasaba y repasaba en su mente todas esas pobres tretas empleadas por los prisioneros.

Había realmente pensado en una evasión, cosa en la cual no soñaba cuando podía ver a Rosa todos los días. Pero cuanto más pensaba en ello ahora, más imposible le parecía una evasión. Pertenecía a esas naturalezas escogidas que sienten horror por to común y a las que les faltan a menudo todas las buenas ocasiones de la vida, por culpa de no haber escogido el camino de to vulgar, ese gran camino de las gentes mediocres, que les conduce a todo. «¿Cómo sería posible —se decía Cornelius—, que pudiera escapar de Loevestein, de donde ya huyó el señor De Grotius? Después de la evasión de éste, ¿no se habrá previsto todo? ¿No estarán guardadas las ventanas? ¿No son las puertas dobles o triples? ¿No están los puestos diez veces más vigilados?

»Y además de las ventanas guardadas, las puertas dobles, los puestos más vigilados que nunca, ¿no tengo un argos infalible? ¿Un argos tanto más peligroso por cuanto posee ojos de odio, Gryphus?

»Finalmente, ¿no existe otra circunstancia que me paraliza? La ausencia de Rosa. Aunque empleara diez años de mi vida en fabricar una lima para serrar mis barrotes, en trenzar cuerdas para descender desde la ventana, o en pegarme unas alas en los hombros para volar como Dédalo… ¡estoy en un período de mala suerte! La lima se embotará, la cuerda se romperá, mis alas se fundirán al sol. Me mataría. Me recogerán cojo, manco, lisiado. Me clasificarán en el museo de La Haya, entre el jubón manchado de sangre de Guillermo el Taciturno, y la sirena capturada en Stavensen, y mi empresa no obtendrá otro resultado que el de procurarme el honor de formar parte de las curiosidades de Holanda.

»Pero no, y esto será mejor, un buen día Gryphus me hará alguna atrocidad. Pierdo la paciencia desde que perdí la alegría y la compañía de Rosa y, sobre todo, desde que perdí mis tulipanes. No cabe duda que un día u otro Gryphus me atacará de forma sensible a mi amor propio, a mi pasión o a mi seguridad personal. Siento, desde mi reclusión, un vigor extraño, arisco, insoportable. Tengo pruritos de lucha, apetitos de batalla, sed incomprensible de porrazos. ¡Saltaría a la garganta del viejo bandido, y lo estrangularía!

Cornelius, a este último pensamiento, contrajo la boca, la mirada fija.

Revolvía ávidamente en su mente un pensamiento que le sonreía.

«Y además —continuó—, una vez Gryphus estrangulado, ¿por qué no cogerle las llaves? ¿Por qué no descender la escalera como si acabara de cometer la acción más virtuosa? ¿Por qué no explicarle a Rosa lo hecho al saltar con ella desde su ventana al Waal?

»En verdad, sé nadar bastante bien por los dos.

» ¡Rosa! Pero, Dios mío, Gryphus es su padre; ella no aprobará nunca, por mucho afecto que sienta hacia mí, el haber estrangulado a su padre, por brutal que sea, por malvado que haya sido. Se producirá entonces una discusión, una exposición de hechos durante la cual llegará algún subjefe o algún portallaves que haya encontrado a Gryphus jadeando todavía o completamente estrangulado, que me pondrá la mano sobre el hombro. Volveré a ver entonces la Buytenhoff y el brillo de aquella villana espada, que esta vez no se detendrá en su camino y establecerá contacto con mi nuca. Nada de eso, Cornelius, amigo mío; ¡es un mal procedimiento!

»Pero entonces ¿qué hacer y cómo encontrar a Rosa?

Tales eran las reflexiones de Cornelius tres días después de la funesta escena de la separación entre Rosa y su padre, precisamente en el momento en que hemos mostrado al lector a Cornelius acodado a su ventana.

Fue en ese mismo instante cuando entró Gryphus.

Sostenía en la mano un enorme garrote, sus ojos brillando con malvados pensamientos, una espantosa sonrisa crispando sus labios, un sospechoso temblor agitando su cuerpo, en su taciturna persona todo respiraba mala disposición.

Cornelius, abrumado como acabamos de ver por la necesidad de paciencia, necesidad que el razonamiento había conducido hasta la convicción, le oyó entrar, adivinó que era él, pero no se volvió.

Sabía que, esta vez, Rosa no vendría detrás de él. Nada es más desagradable a las gentes que están encolerizadas que la indiferencia de aquéllos contra quienes se siente esa cólera.

Hecho el gasto, no se puede desperdiciar.

Se ha subido a la cabeza, se ha puesto la sangre en ebullición. No vale la pena si esta ebullición no da la satisfacción de un estallido.

Todo honrado bribón que ha afilado su mal genio desea por lo menos producir una buena herida a alguien.

Así pues, viendo Gryphus que Cornelius no se movía, empezó por interpelarlo con un vigoroso:

—¡Hum! ¡Hum!

Cornelius engarzó entre sus dientes la canción de las flores, triste pero encantadora canción:

Somos las hijas del Juego secreto,

del Juego que circula en las venas de la tierra;

somos las hijas de la aurora y del rocío,

somos las hijas del aire,

somos las hijas del agua;

pero somos, antes que nada, las hijas del Cielo.

Esta canción, cuyo aire tranquilo y dulce aumentaba la plácida melancolía, exasperó a Gryphus.

Golpeó el pavimento con su garrote gritando:

—¡Eh! Señor cantor, ¿no me oís?

Cornelius se volvió.

—Buenos días —saludó. Y reemprendió su canción.

Los hombres nos mancillan y nos matan al amarnos.

Este hilo es nuestra raíz, es decir, nuestra vida.

Pero nos levantamos lo más alto que podemos

con nuestros brazos tendidos al cielo.

—¡Ah! Brujo maldito, ¡creo que te burlas de mí! —gritó Gryphus. Cornelius continuó:.

Es que el Cielo es nuestra patria,

nuestra verdadera patria, ya que de él viene nuestra alma,

ya que a él retorna nuestra alma,

nuestra alma, es decir, nuestro perfume.

Gryphus se acercó al prisionero.

—Pero ¿no ves entonces que he encontrado el mejor medio para reducirte y para forzarte a confesar tus crímenes?

—¿Es que estáis loco, mi querido señor Gryphus? —preguntó Cornelius volviéndose.

Y, como al decir esto, viera el rostro alterado, los ojos brillantes, la boca espumante del viejo carcelero, exclamó:

—¡Diablos! Estamos más que locos, según parece; ¡estamos furiosos!

Gryphus hizo un molinete con su garrote.

—¡Ah, señor Gryphus! —dijo Van Baerle sin alterarse, cruzándose de brazos—. Parece que me amenazáis.

—¡Oh, sí! ¡Te amenazo! —gritó el carcelero.

—¿Y con qué?

—En primer lugar, mira lo que tengo en la mano.

—Creo que es un garrote —observó Cornelius con calma—, a incluso un grueso garrote; pero no me imagino que sea con esto con lo que me amenazáis.

—¡Ah! ¡No lo imaginas! Y ¿por qué?

—Porque todo carcelero que golpea a un prisionero se expone a dos castigos; el primero, artículo IX del reglamento de Loevestein: «Será expulsado todo carcelero, inspector o portallaves que ponga la mano sobre un prisionero de Estado.»

—La mano —exclamó Gryphus ebrio de cólera—, pero el garrote; ¡ah!, el reglamento no habla del garrote.

—El segundo —continuó Cornelius—, el segundo que no está inscrito en el reglamento pero que se halla en el Evangelio, el segundo, es éste: «Quien golpea con la espada, morirá por la espada. Quien toca con el garrote, será apaleado con el garrote.»

Gryphus, cada vez más exasperado por el tono tranquilo y sentencioso de Cornelius, blandió la estaca; pero en el momento en que la levantaba, Cornelius se lanzó sobre él, se la arrancó de las manos y se la puso bajo su propio brazo.

Gryphus aullaba de cólera.

—Vamos, vamos, buen hombre —dijo Cornelius—, os exponéis a perder vuestra plaza.

—¡Ah, brujo! Te trataré de otra forma —rugió Gryphus.

—En buena hora.

—¿Ves que mi mano está vacía?

—Sí, lo veo, a incluso con satisfacción.

—Tú sabes que no lo está habitualmente cuando subo la escalera por las mañanas.

—¡Ah! Es verdad. Me traéis por costumbre la más mala sopa o la más lastimosa comida que imaginarse pueda. Pero esto no es un castigo para mí; yo no me alimento más que de pan, y el pan, cuanto peor es a lo gusto, Gryphus, mejor lo es al mío.

—¿Mejor lo es al tuyo?

—Sí.

—¿Y la razón?

—¡Oh! Es muy sencilla.

—Dila, pues.

—De buena gana. Yo sé que al darme pan malo, tú crees hacerme sufrir.

—El hecho es que no te lo doy para que te sea agradable, ¡ladrón!

—¡Pues bien! Yo que soy brujo, como tú sabes, cambio tu pan malo en uno excelente, que me deleita más que los pasteles, y entonces disfruto de un doble placer, el de comer a mi gusto primero, y luego el de hacerte enrabiar infinitamente.

Gryphus aulló de cólera.

—¡Ah! Confiesas, pues, que eres brujo —exclamó.

—Vaya si lo soy. No lo digo delante del mundo, porque ello podría conducirme a la hoguera como Godofredo o Urbano Grandier; pero cuando sólo estamos vos y yo, no veo ningún inconveniente en confesarlo.

—Bueno, bueno, bueno —respondió Gryphus—, pero si un brujo obtiene pan blanco del pan negro, ¿no muere el brujo de hambre si no tiene pan en absoluto?

—¡Eh! —exclamó Cornelius.

—Entonces, no te traeré pan y veremos al cabo de ocho días.

Cornelius palideció.

—Y esto —continuó Gryphus—a partir de hoy mismo. Ya que eres tan buen brujo, veamos, cambia en pan los muebles de tu habitación; en cuanto a mí, me ganaré todos los días los dieciocho sous que me dan para tu alimentación.

 

—¡Pero eso es un asesinato! —exclamó Cornelius, arrebatado por un primer movimiento de terror bien comprensible, y que le era inspirado por ese horrible género de muerte.

—¡Bueno! —continuó Gryphus mofándose—. Bueno, ya que eres brujo, vivirás a pesar de todo.

Cornelius recobró su aspecto alegre y se encogió de hombros.

—¿Es que no me has visto hacer venir aquí los palomos de Dordrecht?

—¿Y bien? —replicó Gryphus.

—¡Pues bien! El palomo proporciona un hermoso asado; un hombre que coma un palomo todos los días no morirá de hambre, me parece.

—¿Y el fuego? —preguntó Gryphus.

—¡El fuego! Pero tú sabes bien que he hecho un pacto con el diablo. ¿Piensas que el diablo dejará que me falte el fuego cuando el fuego es su elemento?

—Un hombre, por fuerte que sea, no podría comer un palomo todos los días. Han habido apuestas sobre ello, y los apostadores han renunciado.

—¡Bueno! —dijo Cornelius—. Cuando me canse de los palomos, haré subir los peces del Waal y del Mosa.

Gryphus abrió unos grandes ojos asustados.

—Me gusta bastante el pescado —continuó Cornelius—. Tú nunca me lo sirves. ¡Pues bien! Me aprovecharé de que quieres hacerme morir de hambre para regalarme con pescado.

Gryphus estaba a punto de desmayarse de cólera e incluso de miedo.

—Entonces —dijo, rehaciéndose y metiendo la mano en su bolsillo—, ya que me fuerzas a ello…

—¡Ah! ¡Un cuchillo! —exclamó Cornelius poniéndose en guardia.

XXIX

EN DONDE VAN BAERLE, ANTES DE ABANDONAR LOEVESTEIN, ARREGLA SUS CUENTAS CON GRYPHUS

Ambos permanecieron quietos un instante, Gryphus a la ofensiva, Van Baerle a la defensiva.

Luego, como la situación podía prolongarse indefinidamente, Cornelius se interesó por las causas de este recrudecimiento en la cólera de su antagonista:

—¡Y bien! —preguntó—. ¿Qué más quieres todavía?

—Voy a decirte lo que quiero —respondió Gryphus—. Quiero que me devuelvas a mi hija Rosa.

—¡Tu hija! —exclamó Cornelius.

—¡Sí, Rosa! Rosa a la que me has quitado con tu arte demoníaco. Vamos, ¿quieres decirme dónde está?

Y la actitud de Gryphus se hizo cada vez más amenazante.

—¿Rosa no está en Loevestein? —se extrañó Cornelius.

—Tú lo sabes bien. Una vez más, ¿quieres devolverme a Rosa?

—Bueno —dijo Cornelius—, ésta es una trampa que me tiendes.

—Por última vez, ¿quieres decirme dónde está mi hija?

—¡Ah! Adivínalo, bribón, si es que no lo sabes.

—Espera, espera —gruñó Gryphus, pálido y con los labios agitados por la locura que comenzaba a invadir su cerebro—. ¡Ah! ¿No quieres decir nada? ¡Pues bien! Voy a despegarte los dientes con este cuchillo.

Dio un paso hacia Cornelius, y mostrándole el arma que brillaba en su mano, dijo:

—¿Ves este cuchillo? Con él he matado más de cincuenta gallos negros. Mataré también a su amo, el diablo, como los he matado a ellos, ¡espera, espera!

—Pero, miserable —exclamó Cornelius—, ¡estás, pues, decidido a asesinarme!

—Quiero abrirte el corazón, para ver dentro el lugar donde ocultas a mi hija.

Y diciendo estas palabras, con la ofuscación de la fiebre, Gryphus se precipitó sobre Cornelius, que apenas tuvo tiempo para saltar detrás de la mesa a fin de evitar el primer golpe.

Gryphus blandía su gran cuchillo profiriendo horribles amenazas.

Cornelius previó que si se hallaba fuera del alcance de la mano, no lo estaba fuera del alcance del arma, que lanzada a distancia podía atravesar el espacio, y venir a hundirse en su pecho; no perdió, pues, el tiempo, y con el garrote que había conservado cuidadosamente, asestó un vigoroso golpe sobre la muñeca que sostenía el cuchillo.

El cuchillo cayó a tierra, y Cornelius apoyó su pie encima.

Luego, como Gryphus parecía dispuesto a entablar una lucha a la que el dolor del garrotazo y la vergüenza de haber sido desarmado dos veces habrían convertido en implacable, Cornelius tomó una gran decisión.

Arrolló a golpes a su carcelero con una sangre fría de las más heroicas, escogiendo el lugar donde caía cada vez la terrible estaca.

Gryphus no tardó en pedir gracia.

Pero antes de pedir gracia, había gritado, y mucho; sus gritos habían sido oídos y habían puesto en conmoción a todos los empleados de la casa. Dos portallaves, un inspector y tres o cuatro guardias, aparecieron de repente y sorprendieron a Cornelius operando con el garrote en la mano, el cuchillo bajo el pie.

Ante el aspecto de todos estos testimonios de la fechoría que acababa de cometer, y cuyas circunstancias atenuantes, como se dice hoy en día, eran desconocidas, Cornelius se sintió perdido sin remedio.

En efecto, todas las apariencias se hallaban en su contra.

En un santiamén, Cornelius fue desarmado, y Gryphus, rodeado, levantado, sostenido, pudo contar, rugiendo de cólera, las magulladuras que hinchaban sus hombros y su espinazo, como otras tantas colinas salpicando la cima de una montaña.

Se levantó el atestado, inmediatamente, con las violencias ejercidas por el prisionero sobre su guardián, y el atestado inspirado por Gryphus no podía ser tildado de tibio: se trataba nada menos que de una tentativa de asesinato, proyectado desde hacía tiempo y realizado contra el carcelero, con premeditación por consiguiente, y en abierta rebelión.

Mientras se escribía contra Cornelius, los informes dados por Gryphus hacían su presencia inútil, y los portallaves lo habían descendido a su habitación molido a golpes y gimiendo.

Durante ese tiempo, los guardias que se habían apoderado de Cornelius se ocupaban en instruirlo caritativamente sobre los usos y costumbres de Loevestein, que él ya conocía, por lo demás, tan bien como ellos, por la lectura que le habían hecho del reglamento en el momento de su entrada en prisión, y algunos artículos de ese reglamento le habían entrado perfectamente en la memoria.

Le relataron además cómo se había aplicado este reglamento con respecto a un prisionero llamado Mathias, el cual, en 1668, es decir, cinco años antes, había cometido un acto de rebeldía, por otra parte mucho más anodino que el que acababa de permitirse Cornelius.

Había hallado que su sopa estaba demasiado caliente y se la había arrojado a la cabeza del jefe de los guardianes, el cual, a continuación de esta ablución, había tenido la desgracia de levantarse un trozo de piel del rostro al enjugarse.

Mathias, en doce horas, había sido sacado de su celda; luego, conducido a la oficina de la prisión donde había sido inscrito como salido de Loevestein.

Después, conducido a la explanada, desde donde la vista es muy hermosa y alcanza once leguas de extensión.

Allí le habían atado las manos; luego, vendado los ojos, recitando tres oraciones.

Después le habían invitado a hacer una genuflexión, y las guardias de Loevestein, en número de doce, a una señal del sargento, le habían alojado hábilmente cada uno una bala de mosquete en el cuerpo.

Aquel tal Mathias había muerto al instante.

Cornelius escuchó con la mayor atención este desagradable relato.

Luego, habiéndolo escuchado, exclamó:

—¡Ah! ¡Ah! ¿En doce horas, decís?

—Sí, la duodécima incluso ni siquiera había sonado aún, a lo que creo —dijo el narrador muy satisfecho.

—Gracias —repuso Cornelius.

El guardia no había borrado la graciosa sonrisa que le servía de puntuación a su relato cuando un paso sonoro se oyó en la escalera.

Unas espuelas tintineaban en los bordes gastados de los escalones.

Los guardias se apartaron para dejar paso a un oficial.

Éste entró en la celda de Cornelius en el momento en que el escribano de Loevestein todavía instruía el atestado.

—¿Es aquí el número 11? —preguntó.

—Sí, coronel —respondió un suboficial.

—Entonces ¿es ésta la celda del prisionero Cornelius van Baerle?

—Precisamente, coronel.

—¿Dónde está el prisionero?

—Aquí estoy, señor —respondió Cornelius palideciendo un poco, a pesar de todo su valor.

—¿Sois vos el señor Cornelius van Baerle? —preguntó el recién llegado, dirigiéndose esta vez al mismo prisionero.

—Sí, señor.

—Entonces, seguidme.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Cornelius, cuyo corazón se estremecía, preso de las primeras angustias de la muerte—. Qué deprisa va el trabajo en la fortaleza de Loevestein, ¡y el bellaco me había hablado de doce horas!