Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Llegó al día siguiente por la mañana a Haarlem cansado pero triunfante, cambió su tulipán de vasija, con el fin de hacer desaparecer toda señal de robo, rompió la vasija de mayólica cuyos trozos arrojó a un canal y escribió al presidente de la Sociedad Hortícola una carta en la que le anunciaba que acababa de llegar a Haarlem con un tulipán perfectamente negro, y se instaló en una buena hospedería con su flor intacta.



Y allí esperó.





XXV



EL PRESIDENTE VAN SYSTENS





Rosa, al dejar a Cornelius, había tomado su decisión. Devolverle el tulipán que acababa de robarle Jacob o no volverle a ver más.



Había visto la desesperación del pobre prisionero, la doble a incurable desesperación.



En efecto, por un lado, ésta era una separación inevitable, al haber Gryphus sorprendido a la vez el secreto de sus amores y de sus citas.



Por el otro, era la ruina de todas las ambiciones de Cornelius van Baerle, y esas ambiciones las alimentaba desde hacía siete años.



Rosa era una de esas mujeres que se abaten por nada, pero que, llenas de fuerza contra una desgracia suprema, hallan en la misma desgracia la energía que puede combatirla, o el recurso que puede repararla.



La joven entró en su habitación, lanzó una última mirada, para comprobar que no se había equivocado, no fuese que el tulipán estuviese en algún rincón que hubiera escapado a sus miradas. Pero Rosa busco en vano; el tulipán seguía ausente; el tulipán había sido robado.



Rosa hizo un pequeño lío con las ropas que necesitaba, cogió sus trescientos florines ahorrados, es decir, toda su fortuna, buscó bajo sus encajes donde había escondido el tercer bulbo, lo ocultó cuidadosamente en su pecho, cerró la puerta con doble vuelta para retardar al máximo el tiempo que se necesitaría para abrirla en el momento en que se conociera su fuga, bajó la escalera, salió de la prisión por la puerta que, una hora antes, había dado paso a Boxtel, se llegó a una casa de alquiler de caballos y pidió alquilar una calesa.



El alquilador de caballos sólo tenía una calesa, precisamente la que Boxtel le había alquilado desde la víspera y en la cual corría por el camino de Delft.



Decimos por el camino de Delft, porque era preciso dar un enorme rodeo para ir de Loevestein a Haarlem; a vuelo de pájaro la distancia sólo hubiera sido la mitad.



Pero únicamente los pájaros pueden viajar volando en Holanda, el país más cortado por los ríos, arroyos, riachuelos, canales y lagos que haya en el mundo.



Por fuerza tuvo, pues, Rosa que alquilar un caballo, que le fue confiado fácilmente, porque el alquilador de caballos conocía a Rosa como a la hija del portero de la fortaleza.



Rosa tenía una esperanza, la de alcanzar a su mensajero, bueno y bravo muchacho al que se llevaría con ella y que le serviría a la vez de guía y de sostén.



En efecto, no había recorrido una legua cuando lo percibió caminando a paso largo por una de las orillas bajas de una encantadora ruta que flanqueaba el río.



Puso su caballo al trote y se reunió con él.



El valiente muchacho ignoraba la importancia de su mensaje, y sin embargo marchaba a tan buen tren como si lo conociese. En menos de una hora había recorrido ya legua y media.



Rosa recobró la nota, ya inútil, y le expuso la necesidad que tenía de él. El barquero se puso a su disposición, prometiendo ir tan deprisa como el caballo, con tal de que Rosa le permitiera apoyar la mano bien sobre la grupa del animal, o sobre su cruz.



La joven le permitió que apoyara la mano donde quisiera, mientras no la retrasara.



Los dos viajeros llevaban cinco horas de camino y habían recorrido ya más de ocho leguas, cuando el padre Gryphus todavía no se imaginaba que su hija hubiese abandonado la fortaleza.



El carcelero, por otra parte un hombre muy malvado en el fondo, gozaba con el placer de haber inspirado a su hija un terror tan profundo.



Pero mientras se felicitaba por tener una historia tan hermosa que contar a su compañero Jacob, éste se hallaba también en el camino de Delft.



Sólo que, gracias a su calesa, llevaba cuatro leguas de adelanto sobre Rosa y el barquero.



Mientras se figuraba a Rosa temblando o enojándose en su habitación, Rosa ganaba terreno.



Nadie, excepto el prisionero, se hallaba, pues, donde Gryphus creía que cada uno estaba.



Rosa aparecía tan pocas veces delante de su padre desde que cuidaba del tulipán, que no fue hasta la hora de comer, es decir, al mediodía, cuando Gryphus se apercibió, a cuenta de su apetito, de que su hija estaba enfadada desde hacía ya mucho tiempo.



La hizo llamar por uno de sus portallaves; luego, como éste descendiera anunciando que la había buscado y llamado en vano, resolvió buscarla y llamarla él mismo.



Comenzó por dirigirse en derechura a la habitación de su hija; mas por mucho que golpeó en la puerta, Rosa no respondió.



Llamó al cerrajero de la fortaleza; el cerrajero abrió la puerta, pero Gryphus no encontró a Rosa, como Rosa no había encontrado el tulipán.



Rosa, en aquel momento, acababa de entrar en Rotterdam.



Lo cual fue motivo de que Gryphus no la hallara en la cocina, como no la había hallado en la habitación, ni en el jardín como en la cocina ni en parte alguna.



Juzguemos la cólera del carcelero cuando habiendo batido los alrededores, supo que su hija había alquilado un caballo y, como «Bradamante» o «Clorinda», había partido como una verdadera buscadora de aventuras, sin decir adónde iba.



Gryphus subió furioso a la celda de Van Baerle, al que injurió, amenazó, removiendo todo su pobre mobiliario, prometiéndole el calabozo, prometiéndole el fondo de una mazmorra, prometiéndole hambre y azotes.



Cornelius, sin ni siquiera escuchar lo que decía el carcelero, se dejó maltratar, injuriar, amenazar, permaneciendo triste, inmóvil, aniquilado, insensible a todas las emociones, muerto a todo temor.



Después de haber buscado a Rosa por todos lados, Gryphus buscó a Jacob, y como no le halló, al igual que había ocurrido con su hija, supuso desde aquel momento que Jacob se la había llevado.



Mientras tanto, la joven después de haber hecho un alto de dos horas en Rotterdam, se había puesto de nuevo en camino. Aquella misma noche se acostaba en Delft, y al día siguiente llegaba a Haarlem, cuatro horas después de que Boxtel hubiera hecho otro tanto.



Rosa se hizo conducir enseguida a casa del presidente de la Sociedad Hortícola, maese Van Systens.



Halló al digno ciudadano en una situación que no podríamos dejar de describir, sin faltar a todos nuestros deberes de pintor y de historiador.



El presidente redactaba un informe al comité de la Sociedad.



Este informe iba apareciendo sobre un gran papel y con la más bella escritura del presidente.



Rosa se hizo anunciar bajo su simple nombre de Rosa Gryphus, pero este nombre, por sonoro que fuese, resultaba desconocido para el presidente, y Rosa fue rechazada. Es difícil forzar las consignas en Holanda, país de los diques y de las esclusas.



Pero Rosa no se desanimó; se había impuesto una misión y se había jurado a sí misma no dejarse abatir ni por las malas acogidas, ni por las brutalidades, ni por las injurias.



—Anunciad al señor presidente —dijo—que vengo a hablarle del tulipán negro.



Estas palabras, no menos mágicas que el famoso «Sésamo, ábrete», de Las mil y una noches, le sirvieron de «pasaporte». Gracias a esas palabras, pudo penetrar hasta el despacho del presidente Van Systens, al que encontró galantemente en camino para venir a su encuentro.



Era un buen hombre, pequeño, de cuerpo delgado, representando con bastante exactitud el tallo de una flor de la que la cabeza formaba el cáliz, dos brazos indeterminados y colgantes simulaban la doble hoja oblonga del tulipán y un cierto balanceo que le era habitual completaba su parecido con esta flor cuando la misma se inclina bajo el soplo del viento.



Hemos dicho que se llamaba Van Systens.



—Señorita —exclamó—, ¿decís que venís de parte del tulipán negro?



Para el señor presidente de la Sociedad Hortícola, la Tulipa nigra era una potencia de primer orden, que podía muy bien, en su calidad de rey de los tulipanes, enviar embajadores.



—Sí, señor —respondió Rosa—. Por lo menos, vengo a hablaros de él.



—¿Se porta bien? —preguntó Van Systens con una sonrisa de tierna veneración.



—¡Ay, señor! No lo sé —dijo Rosa.



—¡Cómo! ¿Le ha sucedido alguna desgracia?



—Una muy grande, sí, señor, pero no a ella, sino a mí.



—¿Cuál?



—Me lo han robado.



—¿Os han robado el tulipán negro?



—Sí, señor.



—¿Sabéis quién?



—¡Oh! Me lo imagino, pero no me atrevo todavía a acusarle.



—Pero el asunto será fácil de verificar.



—¿Cómo?



—Pues porque el ladrón no debe de estar muy lejos.



—¿Por qué no ha de estar muy lejos?



—Pues porque he visto el tulipán no hace ni dos horas.



—¿Habéis visto el tulipán negro? —exclamó Rosa precipitándose hacia Van Systens.



—Como os veo a vos, señorita.



—Pero ¿dónde?



—En casa de vuestro amo, según creo.



—¿En casa de mi amo?



—Sí. ¿No estáis al servicio del señor Isaac Boxtel?



—¿Yo?



—Naturalmente, vos.



—Mas ¿por quién me tomáis entonces, señor?



—Mas ¿por quién me tomáis vos misma?



—Señor, os tomo, espero, por quien sois, es decir, por el honorable señor Van Systens, burgomaestre de Haarlem y presidente de la Sociedad Hortícola.



—¿Y venís a decirme…?

 



—Vengo a deciros, señor, que me han robado mi tulipán.



—Vuestro tulipán es, entonces, el del señor Boxtel. Entonces, os explicáis mal hija mía; no es a vos, ¡sino al señor Boxtel a quien han robado el tulipán!



—Yo os repito, señor, que no sé quién es ese señor Boxtel y que ésta es la primera vez que oigo pronunciar ese nombre.



—Vos no sabéis quién es el señor Boxtel, y tenéis también un tulipán negro.



—Pero ¿es que hay otro? —preguntó Rosa, temblando.



—El del señor Boxtel, sí.



—¿Cómo es?



—Negro, pardiez.



—¿Sin mancha?



—Sin una sola mancha, sin el menor punto.



—¿Y vos tenéis ese tulipán? ¿Está depositado aquí?



—No, pero será depositado, porque debo exhibirlo al comité antes de otorgar el premio de cien mil florines.



—Señor —exclamó Rosa—, ese Boxtel, ese Isaac Boxtel que se dice propietario del tulipán negro…



—Y que lo es en efecto…



—Señor, ¿no es un hombre delgado?



—Sí.



—¿Calvo?



—Sí.



—¿Con la mirada huraña?



—Creo que sí.



—¿Inquieto, encorvado, con las piernas torcidas?



—En verdad, describís el retrato, trazo por trazo, del señor Boxtel.



—Señor, ¿el tulipán está en una vasija de mayólica azul y blanca, de flores amarillas que representan un canastillo en tres caras de la vasija?



—¡Ah! En cuanto a eso estoy menos seguro; me he fijado más en el hombre que en la vasija.



—Señor, ése es mi tulipán, el que me han robado; señor, es bien mío; señor, vengo a reclamarlo aquí delante de vos; a vos.



—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Van Systens mirando a Rosa—. ¿Qué? ¿Venís a reclamar aquí el tulipán del señor Boxtel? ¡Voto a Dios! Sois una atrevida comadre.



—Señor —suplicó Rosa un poco turbada por este apóstrofe—, yo no digo que vengo a reclamar el tulipán negro del señor Boxtel, digo que vengo a reclamar el mío.



—¿El vuestro?



—Sí; el que yo he plantado, el que he criado yo misma.



—¡Pues bien! Id a buscar al señor Boxtel a la hospedería del Cisne Blanco, y entendeos con él. En cuanto a mí, como el proceso me parece tan difícil de juzgar como el que llevaron ante el rey Salomón, y no tengo la pretensión de poseer su sabiduría, me contentaré con redactar mi informe, con constatar la existencia del tulipán negro y con conceder los cien mil florines a su descubridor. Adiós, hija mía.



—¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! —insistió Rosa.



—Sólo que, hija mía —continuó Van Systens—, como sois bonita, como sois joven, como no estáis todavía pervertida, recibid mi consejo: Sed prudente en este asunto, porque nosotros tenemos un tribunal y una prisión en Haarlem; además, somos extremadamente puntillosos con el honor de los tulipanes. Id, hija mía, id. Isaac Boxtel, hospedería del Cisne Blanco.



Y poco después, Van Systens, volviendo a coger su bella pluma, continuó su interrumpido informe.





XXVI



UN MIEMBRO DE LA SOCIEDAD HORTÍCOLA





Desatinada, Rosa, casi loca de alegría y de temor ante la idea de que había hallado el tulipán negro, tomó el camino de la hospedería del Cisne Blanco, seguida siempre por su barquero, robusto muchacho de Frisia, capaz de enfrentarse por sí solo a diez Boxtels.



Durante el camino, el barquero había sido puesto al corriente, y no retrocedería ante la lucha, en el supuesto de que la lucha se empeñara; sólo que, llegado ese caso, tenía la orden de ocuparse del tulipán.



Pero al llegar a la Grote-Markt, Rosa se detuvo de repente; un pensamiento súbito acababa de sobrecogerla, al igual que a aquella Minerva de Homero, que agarraba a Aquiles por los cabellos en el momento en que la cólera iba a llevárselo.



«¡Dios mío! —murmuró—. ¡He cometido una falta enorme, tal vez haya perdido a Cornelius, al tulipán y a mí misma! He dado la alarma, he despertado sospechas. Yo no soy más que una mujer, esos hombres pueden coaligarse contra mí, y entonces estoy perdida. ¡Oh! ¡Que yo me pierda, no sería nada, pero Cornelius, el tulipán…!»



Meditó un momento.



«Si voy a casa de ese Boxtel y no le conozco, si ese Boxtel no es Jacob, si es otro aficionado que también ha descubierto el tulipán negro, o bien, si mi tulipán ha sido robado por persona de la que sospecho, o ha pasado ya a otras manos, si no reconozco al hombre sino solamente a mi tulipán, ¿cómo probar que la flor es mía?



»Por otro lado, si reconozco a ese Boxtel como el falso Jacob, ¿quién sabe lo que sucederá?



Mientras ambos discutimos, ¡el tulipán negro morirá! ¡Oh! ¡Inspiradme, Virgen santa! Se trata del porvenir de mi vida, se trata de un pobre prisionero que tal vez expire en este momento.»



Hecho este ruego, Rosa esperó piadosamente la inspiración que pedía al Cielo.



Mientras tanto, un gran alboroto reinaba en el extremo de la Grote-Markt. La gente corría, las puertas se abrían; solamente Rosa permanecía insensible a todo aquel movimiento de la población.



—Es preciso —murmuró—regresar a la casa del presidente.



—Regresemos —aprobó el barquero.



Tomaron la pequeña calle de la Paille que conducía directamente a la morada de Van Systens, el cual, con su más bella escritura y con su mejor pluma, continuaba trabajando en su informe.



Por todas partes, a su paso, Rosa no oía hablar más que del tulipán negro y del premio de cien mil florines: la noticia corría ya por la ciudad.



Rosa apenas tuvo trabajo para penetrar de nuevo en la casa de Van Systens, quien se sintió emocionado, como la primera vez, ante la mágica palabra del tulipán negro.



Pero cuando reconoció a Rosa, a la que consideraba in mente como una loca, o peor que esto, le invadió la cólera y quiso despedirla.



Pero Rosa juntó las manos, y con ese acento de honrada verdad que penetra en los corazones, suplicó:



—Señor, ¡en nombre del Cielo! No me rechacéis; escuchad, por el contrario, lo que voy a deciros, y si vos no podéis hacerme justicia, por lo menos no podréis reprocharos un día, frente a Dios, el haber sido cómplice de una mala acción.



Van Systens pataleaba de impaciencia; aquella era la segunda vez que Rosa le molestaba en medio de una redacción en la cual ponía su doble amor propio de burgomaestre y de presidente de la Sociedad Hortícola.



—¡Pero mi informe! —exclamó—. ¡Mi informe sobre el tulipán negro!



—Señor —continuó Rosa con la firmeza de la inocencia y de la verdad—, señor, vuestro informe sobre el tulipán negro descansará, si no me escucháis, sobre hechos criminales o sobre hechos falsos. Os lo suplico, señor, haced venir aquí, delante de vos y ante mí, a ese señor Boxtel, del que yo afirmo es Mynheer Jacob, y juro a Dios dejarle la propiedad de su tulipán si no reconozco ni al tulipán ni a su propietario.



—¡Pardiez! La bella se anticipa—dijo Von Systens.



—¿Qué queréis decir?



—¿Os puedo preguntar qué probará esto cuando vos los hayáis reconocido?



—Pero, en fin —dijo Rosa desesperada—, vos sois un hombre honrado, señor. ¡Pues bien! No solamente vais a dar un premio a un hombre por una obra que no ha realizado, sino por una obra robada.



Tal vez el acento de Rosa produjo una cierta convicción en el corazón de Van Systens, a iba éste a responder más dulcemente a la pobre chica, cuando se dejó oír un gran tumulto en la calle, que parecía pura y simplemente ser un aumento del alboroto que Rosa ya había oído, sin concederle importancia, en la Grote-Markt, y que no había podido despertarla de su ferviente plegaria.



Unas estrepitosas aclamaciones sacudieron la casa. Van Systens prestó atención a esas exclamaciones que para Rosa no habían sido más que un alboroto primeramente, y ahora no eran más que un ruido ordinario.



—¿Qué es esto? —exclamó el burgomaestre—. ¿Qué es esto? ¿Será posible lo que he oído? No puedo dar crédito a mis oídos.



Y se precipitó hacia su antecámara, sin preocuparse más de Rosa, a la que dejó en su despacho.



Apenas llegado a su antecámara, Van Systens lanzó un gran grito al percibir el espectáculo de su escalera invadida hasta el vestíbulo.



Acompañado, o más bien seguido por la multitud, un hombre joven, vestido simplemente con un traje de terciopelo violeta bordado en plata, subía con noble lentitud los escalones de piedra, brillantes de blancura y de limpieza.



Detrás de él marchaban dos oficiales, uno de marina y otro de caballería.



Van Systens, abriéndose paso en medio de sus criados asustados, vino a inclinarse, a prosternarse casi delante del recién llegado que causaba todo aquel alboroto.



—¡Monseñor! —exclamó—. Monseñor, Vuestra Alteza en mi casa. Glorioso honor para siempre para mi humilde mansión.



—Querido señor Van Systens —dijo Guillermo de Orange con una serenidad que, en él, reemplazaba a la sonrisa—, yo soy un verdadero holandés, me gusta el agua, la cerveza y las flores, a voces incluso ese queso que tanto estiman los franceses; entre las flores, la que yo prefiero son, naturalmente, los tulipanes, la que yo prefiero es, naturalmente, el tulipán. He oído decir en Leiden que la ciudad de Haarlem poseía, por fin, el tulipán negro y, después de haberme asegurado de que la noticia era verdadera, aunque increíble, vengo a pedir confirmación al presidente de la Sociedad Hortícola.



—¡Oh! Monseñor, monseñor —contestó Van Systens arrebatado—, qué gloria para la Sociedad si sus trabajos agradan a Vuestra Alteza.



—¿Tenéis la flor aquí? —preguntó el príncipe, que sin duda se arrepentía ya de haber hablado tanto.



—Por desgracia, no, monseñor, no la tengo aquí.



—¿Y dónde está?



—En casa de su propietario.



—¿Quién es ese propietario?



—Un valiente tulipanero de Dordrecht.



—¿De Dordrecht?



—Sí.



—¿Y se llama…?



—Boxtel.



—¿Se aloja…?



—En el Cisne Blanco, voy a llamarlo, y si, mientras tanto, Vuestra Alteza me hace el honor de entrar en el salón, él se apresurará, sabiendo que monseñor está aquí, a traer el tulipán a monseñor.



—Está bien, llamadlo.



—Sí, Vuestra Alteza, sólo que…



—¿Qué?



—¡Oh! Nada importante, monseñor.



—Todo es importante en este mundo, señor Van Systens.



—¡Pues bien, monseñor! Se ha presentado una dificultad.



—¿Cuál?



—Ese tulipán está ya reivindicado por los usurpadores. Es verdad que vale cien mil florines.



—¿De veras?



—Sí, monseñor, por los usurpadores, por los falsarios.



—Eso es un crimen, señor Van Systens.



—Sí, Vuestra Alteza.



—¿Y vos tenéis las pruebas de ese crimen?



—No, monseñor, la culpable…



—¿La culpable, señor…?



—Quiero decir la que reclama el tulipán, monseñor, está ahí, en la habitación de al lado.



—¡Aquí! ¿Qué pensáis de ello, señor Van Systens?



—Pienso, monseñor, que el cebo de los cien mil florines la habrá tentado.



—¿Y ella reclama el tulipán?



—Sí, monseñor.



—¿Y qué ha presentado por su parte como prueba?



—Iba a interrogarla cuando Vuestra Alteza se presentó.



—Escuchémosla, señor Van Systens, escuchémosla; soy el primer magistrado del país, oiré la causa y haré justicia.



«Ya he encontrado a mi rey Salomón» —se dijo Van Systens inclinándose y mostrando el camino al príncipe.



Éste iba a pasar por delante de su interlocutor cuando se detuvo de repente.



—Pasad vos delante —dijo—y llamadme «señor».



Entraron en el gabinete.



Rosa seguía en el mismo sitio, apoyada en la ventana y mirando a través de los cristales hacia el jardín.



—¡Ah! ¡Ah! Una frisona —murmuró el príncipe al percibir el casco de oro y las faldas rojas de la hermosa Rosa.



Ésta se volvió, pero apenas pudo ver al príncipe, que se sentó en el ángulo más oscuro del apartamento.



Toda su atención, como se comprende, era para ese importante personaje que se llamaba Van Systens, y no para aquel humilde extraño que seguía al amo de la casa, y que probablemente no recibiría el tratamiento de señor.



El humilde extraño cogió un libro de la biblioteca e hizo señas a Van Systens para que comenzara el interrogatorio.



Van Systens, siempre por invitación del joven del traje violeta, se sentó a su vez, y completamente feliz y orgulloso por la importancia que le habían concedido, empezó:



—Hija mía, ¿me prometéis la verdad, toda la verdad sobre este tulipán?

 



—Os la prometo.



—¡Pues bien! Hablad sin miedo delante del señor; el señor es uno de los miembros de la Sociedad Hortícola.



—Señor —empezó Rosa—, ¿qué os diría que no os haya dicho ya?



—¿Entonces…?



—Volveré al ruego que os he dirigido.



—¿Cuál…?



—El de hacer venir aquí al señor Boxtel con su tulipán; si no lo reconozco como el mío, lo diré francamente; pero si lo reconozco, lo reclamaré. ¿Deberé ir ante Su Alteza, el mismo estatúder, con las pruebas en la mano?



—¿Tenéis, entonces, pruebas, bella niña?



—Dios, que conoce mi derecho, me las proveerá.



Van Systens cambió una mirada con el príncipe que, desde las primeras palabras de Rosa, parecía intentar recordar algo, como si no fuera la primera vez que aquella voz llegaba a sus oídos.



Un oficial partió para ir a buscar a Boxtel.



Van Systens continuó el interrogatorio.



—¿Y sobre qué —dijo—basáis la aserción de que vos sois la propietaria del tulipán negro?



—Pues sobre una cosa muy sencilla, ¿es que no soy yo quien lo ha plantado y cultivado en mi propia habitación?



—En vuestra habitación, y ¿dónde queda vuestra habitación?



—En Loevestein.



—¿Vos sois de Loevestein?



—Soy la hija del carcelero de la fortaleza.



El príncipe hizo un pequeño gesto que quería decir:



«¡Ah! Eso es, ahora me acuerdo.»



Y mientras parecía leer, miró a Rosa con más atención que antes.



—¿Y vos amáis las flores? —continuó Van Systens.



—Sí, señor.



—Entonces ¿sois una técnica florista?



Rosa vaciló un instante, luego con un acento salido de lo más profundo de su corazón, preguntó:



—Señores, ¿hablo a gentes de honor?



El acento era tan veraz, que Van Systens y el príncipe respondieron ambos al mismo tiempo con un movimiento de cabeza afirmativo.



—¡Pues bien, no! ¡Yo no soy una técnica florista, no! Yo no soy más que una pobre hija del pueblo, una pobre aldeana de Frisia que, no hace tres meses todavía, no sabía ni leer ni escribir. ¡No! El tulipán negro no ha sido hallado por mí.



—¿Y por quién ha sido hallado?



—Por un pobre prisionero de Loevestein.



—¿Por un prisionero de Loevestein? —inquirió el príncipe.



Al sonido de esta voz, fue Rosa la que se sobresaltó a su vez.



—Por un prisionero de Estado, entonces —continuó el príncipe—, porque en Loevestein no hay más que prisioneros de Estado.



Y se puso a leer de nuevo, o por lo menos hizo como si se pusiera a leer.



—Sí —murmuró Rosa temblando—, sí, por un prisionero de Estado.



Van Systens palideció al oír pronunciar tamaña confesión delante de un testigo semejante.



—Continuad —ordenó fríamente Guillermo al presidente de la Sociedad Hortícola.



—¡Oh, señor! —exclamó Rosa dirigiéndose a éste a quien creía su verdadero juez—. Es que voy a acusarme muy seriamente.



—En efecto —dijo Van Systens—, los prisioneros de Estado deben permanecer en secreto en Loevestein.



—¡Por desgracia, señor!



—Y, después de lo que habéis dicho, parece que habéis aprovechado vuestra posición como hija del carcelero y os habéis comunicado con él para cultivar unas flores.



—Sí, señor —murmuró Rosa desatinada—. Sí, me veo forzada a confesarlo, le veía todos los días.



—¡Desgraciada! —exclamó Van Systens.



El príncipe levantó la cabeza al observar el espanto de Rosa y la palidez del presidente.



—Esto —anunció con su voz clara y firmemente acentuada—no compete a los miembros de la Sociedad Hortícola. Están para juzgar al tulipán negro y no conocen los delitos políticos. Continuad, muchacha, continuad.



Van Systens, con una elocuente mirada, le dio las gracias en nombre de los tulipanes al nuevo miembro de la Sociedad Hortícola.



Rosa, tranquilizada por esa especie de estímulo que le había dado el desconocido, relató todo lo que había ocurrido desde hacía tres meses, todo lo que había hecho, todo lo que había sufrido. Habló de la dureza de Gryphus, de la destrucción del primer bulbo, del dolor del prisionero, de las precauciones tomadas para que el segundo bulbo llegara a buen fin, de la paciencia del prisionero, de sus angustias durante su separación; cómo había querido morir de hambre porque no recibía noticias de su tulipán; de la alegría que había experimentado en su reunión, y finalmente de la desesperación de ambos cuando vieron que el tulipán que acababa de florecer les había sido robado una hora después de su floración.



Todo esto fue dicho con un acento de verdad que dejó al príncipe impasible, en apariencia por lo menos, pero que no dejó de producir su efecto sobre Van Systens.



—Pero —intervino el príncipe—no hace mucho tiempo que conocéis a ese prisionero.



Rosa abrió sus grandes ojos y miró al desconocido, que se hundió en la sombra, como si quisiera huir de esa mirada



—¿Por qué lo decís, señor? —preguntó.



—Porque no hace más que cuatro meses que el carcelero Gryphus y su hija están en Loevestein.



—Es verdad, señor.



—Y a menos que vos no hayáis solicitado el traslado de vuestro padre para seguir a algún prisionero que haya sido transportado de La Haya a Loevestein…



—¡Señor! —exclamó Rosa, enrojeciendo.



—Acabad —ordenó Guillermo.



—Lo confieso, conocí al prisionero en La Haya.



—¡Afortunado prisionero! —comentó sonriendo Guillermo.



En ese momento, el oficial que había sido enviado a buscar a Boxtel entró y anunció al príncipe que aquél le seguía con su tulipán.





XXVII



EL TERCER BULBO





Apenas se había anunciado el retorno de Boxtel cuando éste entró en persona en el salón de Van Systens, seguido de dos hombres que llevaban en una caja el precioso fardo, que fue depositado sobre una mesa.



El príncipe, prevenido, abandonó el despacho, pasó al salón, lo admiró y se calló, y regresó silenciosamente para ocupar su lugar en el rincón oscuro donde él mismo había colocado su sillón.



Rosa, palpitante, pálida, llena de terror, esperaba a que se la invitara a ir a ver a su vez.



Oyó la voz de Boxtel.



—Es él —exclamó.



El príncipe le hizo señas para que fuese a mirar al salón por la puerta entreabierta.



—Es mi tulipán —dijo Rosa—, es él, lo reconozco. ¡Oh, mi pobre Cornelius!



Y se deshizo en lágrimas.



El príncipe se levantó, dirigiéndose pausadamente hacia la puerta, donde permaneció un instante en la luz.



La mirada de Rosa se detuvo en él. Más que nunca estaba segura de que aquélla no era la primera vez que veía a ese extraño.



—Señor Boxtel —ordenó el príncipe—, entrad aquí. Boxtel acudió apresuradamente y se encontró frente a frente con Guillermo de Orange.



—¡Su Alteza! —exclamó retrocediendo.



—¡Su Alteza! —repitió Rosa completamente aturdida.



Ante esta exclamación salida de su derecha, Boxtel se volvió y percibió a Rosa.



A su vista, todo el cuerpo del envidioso se estremeció como al contacto de una pila de Volta.



«¡Ah! —murmuró el príncipe hablando consigo mismo—. Está turbado.»



Pero Boxtel, con un poderoso esfuerzo de su dominio, ya se había recobrado.



—Señor Boxtel —dijo Guillermo—, parece que habéis hallado el secreto del tulipán negro.



—Sí, monseñor —respondió Boxtel con voz donde se descubría alguna turbación.



Es verdad que esa turbación podía provenir de la emoción que el tulipanero había experimentado al reconocer a Guillermo.



—Pero —continuó el príncipe—aquí hay una joven que tambi�