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100 Clásicos de la Literatura

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—Te comprendo, Karamazov —exclamó Kolia, fijando en él una mirada fulgurante—. Así ocurrirá.



Los demás niños se mostraron también impresionados y se dispusieron a expresar sus sentimientos, pero no se atrevieron a decir nada: se limitaron a concentrar en Aliocha sus miradas resplandecientes de emoción.



Alexei continuó:



—He dicho todo esto por si algún día llegamos a ser malos. Pero ¿por qué hemos de serlo? ¿No os parece, amigos míos, que no hay ninguna razón para que lo seamos? Seremos buenos, honrados y no nos olvidaremos unos a otros. Yo os doy mi palabra de que no olvidaré a ninguno de vosotros; de que siempre, por muchos años que pasen, me acordaré de estas caras que me miran ahora. Hace un momento, Kolia ha dicho a Kartachov que queríamos ignorar que existía. Pues bien, aunque me olvide de que Kartachov existe y de que se pone colorado por cualquier cosa, como cuando dijo que sabía quién había descubierto Troya, no podré olvidar esos ojos suyos que ahora me miran alegremente... Queridos amigos: seamos todos generosos y valientes como Iliucha; bravos, nobles a inteligentes como Kolia (inteligencia que con el tiempo irá aumentando) y modestos y amables como Kartachov. Pero no hay razón para que me refiera únicamente a Kartachov y a Kolia. A todos os quiero y os querré siempre igual. Y ya que nunca os faltará un lugar en mi corazón, puedo pediros que me llevéis toda la vida en el vuestro. ¿Quién nos ha unido en este hermoso sentimiento que deseamos conservar siempre en la memoria? Ihucha, ese bondadoso y gentil muchacho al que no dejaremos nunca de querer. ¡Nunca, nunca lo olvidaremos! ¡Será un bello recuerdo que llevaremos eternamente en nuestros corazones!



—¡Sí, eternamente! —gritaron con emoción todos los niños.



—Nos acordaremos de su cara, de su traje, de sus viejos zapatitos, de su ataúd, de su desdichado padre, al que él defendió solo contra toda la clase.



—¡No lo olvidaremos! ¡Era bueno y valiente!



—¡Cuánto lo quería! —exclamó Kolia.



—Queridos muchachos, amigos míos, ¡no temáis a la vida! ¡Es tan hermosa cuando se practica el bien y se es fiel a la verdad!



—¡Sí, sí! —gritaron entusiasmados los niños.



—¡Te queremos, Karamazov! —dijo una voz, sin duda la de Kartachov.



—¡Te queremos, te queremos! —repitieron todos. Y en los ojos de algunos brillaban las lágrimas.



—¡Viva Karamazov! —gritó Kolia.



—¡Conservemos eternamente el recuerdo de nuestro pobre amiguito! —repitió Aliocha, profundamente conmovido.



—¡Eternamente!



—Karamazov —dijo Kolia—, ¿es verdad eso que dice la religión de que resucitaremos después de morir y nos volveremos a ver todos? Si es así, nos encontraremos de nuevo con Iliucha.



—Sí, es cierto; todos resucitaremos y nos volveremos a ver —respondió Aliocha, sonriendo y rebosante de fe—. Y entonces hablaremos alegremente de las cosas pasadas.



—¡Eso será magnífico! —exclamó Kolia.



—Bueno, se acabó la charla —dijo Aliocha sin dejar de sonreír—. Ahora hemos de ir a la comida de funerales. No debemos extrañarnos de que se coman tortas en estas circunstancias. Es una antigua tradición que tiene su lado bueno. ¡Vamos ya, cogidos de la mano!



—¡Siempre iremos así: cogidos de la mano! —dijo Kolia. Y volvió a gritar con todas sus fuerzas—: ¡Viva Karamazov!



—¡Viva! —corearon todos los niños.





FIN





La Liga de los Pelirrojos





Por





Arthur Conan Doyle




Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.



—No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo cordialmente.



—Temí que estuviera usted ocupado.



—Lo estoy, y mucho.



—Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.



—Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo.



El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y emitió un gruñido de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos rodeados de grasa.



—Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que se sentía reflexivo—. Me consta, querido Watson, que comparte usted mi afición a todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo, embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.



—La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante —respondí.



—Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos en el sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland, le comenté que, si queremos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre llega mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.



—Un argumento que yo me tomé la libertad de poner en duda.



—Así fue, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar mi punto de vista, pues de lo contrario empezaré a amontonar sobre usted datos y más datos, hasta que sus argumentos se hundan bajo el peso y se vea obligado a darme la razón. Pues bien, el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, y ha empezado a contarme una historia que promete ser una de las más curiosas que he escuchado en mucho tiempo. Ya me ha oído usted comentar que las cosas más extrañas e insólitas no suelen presentarse relacionadas con los crímenes importantes, sino con delitos pequeños e incluso con casos en los que podría dudarse de que se haya cometido delito alguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resulta imposible saber si en este caso hay delito o no, pero desde luego el desarrollo de los hechos es uno de los más extraños que he oído en la vida. Quizá, señor Wilson, tenga usted la bondad de empezar de nuevo su relato. No se lo pido solo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído el principio, sino también porque el carácter insólito de la historia me tiene ansioso por escuchar de sus labios hasta el último detalle. Como regla general, en cuanto percibo la más ligera indicación del curso de los acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de casos semejantes que acuden a mi memoria. En el caso presente, me veo en la obligación de reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca visto.



El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a un ligero orgullo, y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras recorría con la vista la columna de anuncios, con la cabeza inclinada hacia adelante, yo le eché un buen vistazo, esforzándome por interpretar, como hacía mi compañero, cualquier indicio que ofrecieran sus ropas o su aspecto.



Sin embargo, mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía todas las trazas del típico comerciante británico: obeso, pomposo y algo torpe. Llevaba pantalones grises a cuadros con enormes rodilleras, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada por delante, y un chaleco gris amarillento con una gruesa cadena de latón y una pieza de metal con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. Junto a él, en una silla, había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de terciopelo bastante arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mirase, no había nada notable en aquel hombre, con excepción de su cabellera pelirroja y de la expresión de inmenso pesar y disgusto que se leía en sus facciones.



Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos para los atentos ojos de Sherlock Holmes, que movió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis inquisitivas miradas.



—Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha realizado trabajos manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en China y que últimamente ha escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más —dijo.



El señor Jabez Wilson dio un salto en su silla, manteniendo el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.



—¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes? —preguntó—. ¿Cómo ha sabido, por ejemplo, que he trabajado con las manos? Es tan cierto como el Evangelio que empecé siendo carpintero de barcos.



—Sus manos, señor mío. Su mano derecha es bastante más grande que la izquierda. Ha trabajado usted con ella y los músculos se han desarrollado más.



—Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería?



—No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he sabido eso, especialmente teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un alfiler de corbata con un arco y un compás.



—¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir?



—¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su manga derecha se vea tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la izquierda está rozado cerca del codo, por donde se apoya en la mesa?



—Bien. ¿Y lo de China?



—El pez que lleva usted tatuado justo encima de la muñeca derecha solo se ha podido hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio sobre los tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas con una delicada tonalidad rosa es completamente exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una moneda china colgando de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla.

 



El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente.



—¡Quién lo iba a decir! —exclamó—. Al principio me pareció que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito.



—Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor Wilson?



—Sí, ya lo tengo —respondió Wilson, con su dedo grueso y colorado plantado a mitad de la columna—. Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalo usted mismo, señor.



Tomé el periódico de sus manos y leí lo siguiente:



«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.—Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE. UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la liga a percibir un salario de cuatro libras a la semana por servicios puramente nominales. Pueden optar al puesto todos los varones pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y mayores de veintiún años. Presentarse en persona el lunes a las once a Duncan Ross, en las oficinas de la liga, 7 Pope’s Court, Fleet Street».



—¿Qué diablos significa esto? —exclamé después de haber leído dos veces el extravagante anuncio.



Holmes se rio por lo bajo y se removió en su asiento, como solía hacer cuando estaba de buen humor.



—Se sale un poco del camino trillado, ¿no es verdad? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, empiece por el principio y cuéntenos todo acerca de usted, su familia y el efecto que este anuncio tuvo sobre su vida. Pero primero, doctor, tome nota del periódico y la fecha.



—Es el Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace exactamente dos meses.



—Muy bien. Vamos, señor Wilson.



—Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes —dijo Jabez Wilson secándose la frente—, poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. No es un negocio importante, y en los últimos años me daba lo justo para vivir. Antes podía permitirme tener dos empleados, pero ahora solo tengo uno; y tendría dificultades para pagarle si no fuera porque está dispuesto a trabajar por media paga mientras aprende el oficio.



—¿Cómo se llama ese joven de tan buen conformar? —preguntó Sherlock Holmes.



—Se llama Vincent Spaulding, y no es tan joven. Resulta difícil calcular su edad. No podría haber encontrado un ayudante más eficaz, señor Holmes, y estoy convencido de que podría mejorar de posición y ganar el doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría yo de meterle ideas en la cabeza?



—Desde luego, ¿por qué iba a hacerlo? Creo que ha tenido usted mucha suerte al encontrar un empleado más barato que los precios del mercado. No todos los patrones pueden decir lo mismo en estos tiempos. No sé qué es más extraordinario, si su ayudante o su anuncio.



—Bueno, también tiene sus defectos —dijo el señor Wilson—. Jamás he visto a nadie tan aficionado a la fotografía. Siempre está sacando instantáneas cuando debería estar cultivando la mente, y luego zambulléndose en el sótano como un conejo en su madriguera para revelar las fotos. Ese es su principal defecto; pero en conjunto es un buen trabajador. Y no tiene vicios.



—Todavía sigue con usted, supongo.



—Sí, señor. Él y una chica de catorce años, que cocina un poco y se encarga de la limpieza. Eso es todo lo que tengo en casa, ya que soy viudo y no tengo más familia. Los tres llevamos una vida muy tranquila, sí señor, y nos dábamos por satisfechos con tener un techo bajo el que cobijarnos y pagar nuestras deudas. Fue el anuncio lo que nos sacó de nuestras casillas. Hace justo ocho semanas, Spaulding bajó a la oficina con este mismo periódico en la mano diciendo:



»—¡Ay, señor Wilson, ojalá fuera yo pelirrojo!



»—¿Y eso por qué? —pregunté yo.



»—Mire —dijo—: hay otra plaza vacante en la liga de los pelirrojos. Eso significa una pequeña fortuna para el que pueda conseguirla, y tengo entendido que hay más plazas vacantes que personas para ocuparlas, de manera que los albaceas andan como locos sin saber qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiara de color, este puestecillo me vendría a la medida.



»—Pero ¿de qué se trata? —pregunté—. Verá usted, señor Spaulding, yo soy un hombre muy casero y como mi negocio viene a mí, en lugar de tener que ir yo a él, muchas veces pasan semanas sin que ponga los pies más allá del felpudo de la puerta. Por eso no estoy muy enterado de lo que ocurre por ahí fuera y siempre me agrada recibir noticias.



»—¿Es que nunca ha oído hablar de la Liga de los Pelirrojos? —preguntó Spaulding, abriendo mucho los ojos.



»—Nunca.



»—¡Caramba, me sorprende mucho, ya que usted podría optar perfectamente a una de las plazas!



»—¿Y qué sacaría con ello?



»—Bueno, nada más que un par de cientos al año, pero el trabajo es mínimo y apenas interfiere con las demás ocupaciones que uno tenga.



»Como podrá imaginar, aquello me hizo estirar las orejas, pues el negocio no marchaba demasiado bien en los últimos años, y doscientas libras de más me habrían venido muy bien.



»—Cuénteme todo lo que sepa —le dije.



»—Bueno —dijo, enseñándome el anuncio—, como puede ver, existe una vacante en la liga y aquí está la dirección en la que deben presentarse los aspirantes. Por lo que yo sé, la liga fue fundada por un millonario americano, Ezekiah Hopkins, un tipo bastante excéntrico. Era pelirrojo y sentía una gran simpatía por todos los pelirrojos, de manera que cuando murió se supo que había dejado toda su enorme fortuna en manos de unos albaceas, con instrucciones de que invirtieran los intereses en proporcionar empleos cómodos a personas con dicho color de pelo. Según he oído, la paga es espléndida y apenas hay que hacer nada.



»—Pero tiene que haber millones de pelirrojos que soliciten un puesto de esos —dije yo.



»—Menos de los que usted cree —respondió—. Verá, la oferta está limitada a los londinenses mayores de edad. Este americano procedía de Londres, de donde salió siendo joven, y quiso hacer algo por su vieja ciudad. Además, he oído que es inútil presentarse si uno tiene el pelo rojo claro o rojo oscuro, o de cualquier otro tono que no sea rojo intenso y brillante como el fuego. Pero si usted se presentara, señor Wilson, le aceptarían de inmediato. Aunque quizá no valga la pena que se tome esa molestia solo por unos pocos cientos de libras.



»Ahora bien, es un hecho, como pueden ver por sí mismos, que mi cabello es de un tono rojo muy intenso, de manera que me pareció que, por mucha competencia que hubiera, yo tenía tantas posibilidades como el que más. Vincent Spaulding parecía estar tan informado del asunto que pensé que podría serme útil, de modo que le dije que echara el cierre por lo que quedaba de jornada y me acompañara. Se alegró mucho de poder hacer fiesta, así que cerramos el negocio y partimos hacia la dirección que indicaba el anuncio.



»No creo que vuelva a ver en mi vida un espectáculo semejante, señor Holmes. Del norte, del sur, del este y del oeste, todos los hombres cuyo cabello presentara alguna tonalidad rojiza se habían plantado en la City en respuesta al anuncio. Fleet Street se encontraba abarrotada de pelirrojos, y Pope’s Court parecía el carro de un vendedor de naranjas. Jamás pensé que hubiera en el país tantos pelirrojos como los que habían acudido atraídos por aquel solo anuncio. Los había de todos los matices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, de perro setter, rojo hígado, rojo arcilla…, pero, como había dicho Spaulding, no había muchos que presentaran la auténtica tonalidad rojo fuego. Cuando vi que eran tantos, me desanimé y estuve a punto de echarme atrás; pero Spaulding no lo consintió. No me explico cómo se las arregló, pero a base de empujar, tirar y embestir, consiguió hacerme atravesar la multitud y llegar hasta la escalera que llevaba a la oficina. En la escalera había una doble hilera de personas: unas que subían esperanzadas y otras que bajaban rechazadas; pero también allí nos abrimos paso como pudimos y pronto nos encontramos en la oficina.



—Una experiencia de lo más divertida —comentó Holmes, mientras su cliente hacía una pausa y se refrescaba la memoria con una buena dosis de rapé—. Le ruego que prosiga con la interesantísima exposición.



—En la oficina no había nada más que un par de sillas de madera y una mesita, detrás de la cual se sentaba un hombre menudo, con una cabellera aún más roja que la mía. Intercambiaba un par de palabras con cada candidato que se presentaba y luego siempre les encontraba algún defecto que los descalificaba. Por lo visto, conseguir la plaza no era tan sencillo como parecía. Sin embargo, cuando nos llegó el turno, el hombrecillo se mostró más inclinado por mí que por ningún otro, y cerró la puerta en cuanto entramos para poder hablar con nosotros en privado.



»—Este es el señor Jabez Wilson —dijo mi empleado—, y aspira a ocupar la plaza vacante en la liga.



»—Pues parece admirablemente dotado para ello —respondió el otro—. Cumple todos los requisitos. No recuerdo haber visto nada tan perfecto.



»Retrocedió un paso, torció la cabeza hacia un lado y me miró el pelo hasta hacerme ruborizar. De pronto, se abalanzó hacia mí, me estrechó la mano y me felicitó calurosamente por mi éxito.



»—Sería una injusticia dudar de usted —dijo—, pero estoy seguro de que me perdonará usted por tomar una precaución obvia —y diciendo esto, me agarró del pelo con las dos manos y tiró hasta hacerme chillar de dolor—. Veo lágrimas en sus ojos —dijo al soltarme—, lo cual indica que todo está como es debido. Tenemos que ser muy cuidadosos, porque ya nos han engañado dos veces con pelucas y una con tinte. Podría contarle historias sobre tintes para zapatos que le harían sentirse asqueado de la condición humana. —Se acercó a la ventana y gritó por ella, con toda la fuerza de sus pulmones, que la plaza estaba cubierta. Desde abajo nos llegó un gemido de desilusión, y la multitud se desbandó en distintas direcciones hasta que no quedó una cabeza pelirroja a la vista, exceptuando la mía y la del gerente.



»—Me llamo Duncan Ross —dijo este—, y soy uno de los pensionistas del fondo legado por nuestro noble benefactor. ¿Está usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?



»Le respondí que no. Al instante se le demudó el rostro.



»—¡Válgame Dios! —exclamó muy serio—. Esto es muy grave, de verdad. Lamento oírle decir eso. El legado, naturalmente, tiene como objetivo la propagación y expansión de los pelirrojos, y no solo su mantenimiento. Es un terrible inconveniente que sea usted soltero.



»Al oír aquello, puse una cara muy larga, señor Holmes, pensando que después de todo no iba a conseguir la plaza; pero después de pensárselo unos minutos, el gerente dijo que no importaba.



»—De tratarse de otro —dijo—, la objeción habría podido ser fatal, pero creo que debemos ser un poco flexibles a favor de un hombre con un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?



»—Bueno, hay un pequeño problema, ya que tengo un negocio propio —dije.



»—¡Oh, no se preocupe de eso, señor Wilson! —dijo Vincent Spaulding—. Yo puedo ocuparme de ello por usted.



»—¿Cuál sería el horario? —pregunté.



»—De diez a dos.



»Ahora bien, el negocio del prestamista se hace principalmente por las noches, señor Holmes, sobre todo las noches del jueves y el viernes, justo antes del día de paga; de manera que me vendría muy bien ganar algún dinerillo por las mañanas. Además, me constaba que mi empleado era un buen hombre y que se encargaría de lo que pudiera presentarse.



»—Me viene muy bien —dije—. ¿Y la paga?



»—Cuatro libras a la semana.



»—¿Y el trabajo?



»—Es puramente nominal.



»—¿Qué entiende usted por puramente nominal?



»—Bueno, tiene usted que estar en la oficina, o al menos en el edificio, todo el tiempo. Si se ausenta, pierde para siempre el puesto. El testamento es muy claro en este aspecto. Si se ausenta de la oficina durante esas horas, falta usted al compromiso.



»—No son más que cuatro horas al día, y no pienso ausentarme —dije.



»—No se acepta ninguna excusa —insistió el señor Duncan Ross—. Ni enfermedad, ni negocios, ni nada de nada. Tiene usted que estar aquí o pierde el empleo.

 



»—¿Y el trabajo?



»—Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En ese estante tiene el primer volumen. Tendrá usted que poner la tinta, las plumas y el papel secante; nosotros le proporcionamos esta mesa y esta silla. ¿Podrá empezar mañana?



»—Desde luego.



»—Entonces, adiós, señor Jabez Wilson, y permítame felicitarle una vez más por el importante puesto que ha tenido la suerte de conseguir.



»Se despidió de mí con una reverencia y yo me volví a casa con mi empleado, sin apenas saber qué decir ni qué hacer, tan satisfecho me sentía de mi buena suerte.



»Me pasé todo el día pensando en el asunto y por la noche volvía a sentirme deprimido, pues había logrado convencerme de que todo aquello tenía que ser una gigantesca estafa o un fraude, aunque no podía imaginar qué se proponían con ello. Parecía absolutamente increíble que alguien dejara un testamento semejante, y que se pagara semejante suma por hacer algo tan sencillo como copiar la Enciclopedia Británica. Vincent Spaulding hizo todo lo que pudo por animarme, pero a la hora de acostarme yo ya había decidido desentenderme del asunto. Sin embargo, a la mañana siguiente pensé que valía la pena probar, así que compré un tintero de un penique, me hice con una pluma y siete pliegos de papel, y me encaminé a Pope’s Court.



»Para mi sorpresa y satisfacción, todo salió a pedir de boca. Encontré la mesa ya preparada para mí, y al señor Duncan Ross esperando a ver si me presentaba puntualmente al trabajo. Me dijo que empezara por la letra A y me dejó solo; pero se dejaba caer de vez en cuando para comprobar que todo iba bien. A las dos me deseó buenas tardes, me felicitó por lo mucho que había escrito y cerró la puerta de la oficina cuando yo salí.



»Todo siguió igual un día tras otro, señor Holmes, y el sábado se presentó el gerente y me abonó cuatro soberanos por el trabajo de la semana. Lo mismo ocurrió a la semana siguiente, y a la otra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me marchaba a las dos de la tarde. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a aparecer una vez cada mañana y, con el tiempo, dejó de presentarse. Aun así, como es natural, yo no me atrevía a ausentarme de la habitación ni un instante, pues no estaba seguro de cuándo podría aparecer, y el empleo era tan bueno y me venía tan bien que no quería arriesgarme a perderlo.



»De este modo transcurrieron ocho semanas, durante las cuales escribí sobre Abades, Armaduras, Arquerías, Arquitectura y Ática, y esperaba llegar muy pronto a la B si me aplicaba. Tuve que gastar algo en papel, y ya tenía un estante casi lleno de hojas escritas. Y de pronto, todo se acabó.



—¿Que se acabó?



—Sí, señor. Esta misma mañana. Como de costumbre, acudí al trabajo a las diez en punto, pero encontré la puerta cerrada con llave y una pequeña cartulina clavada en la madera con una chincheta. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.



Extendió un trozo de cartulina blanca, del tamaño aproximado de una cuartilla. En ella estaba escrito lo siguiente:



«HA QUEDADO DISUELTA



LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.



9 de octubre de 1890»



Sherlock Holmes y yo examinamos aquel conciso anuncio y la cara afligida que había detrás, hasta que el aspecto cómico del asunto dominó tan completamente las demás consideraciones que ambos nos echamos a reír a carcajadas.



—No sé qué les hace tanta gracia —exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta las raíces de su llameante cabello—. Si lo mejor que saben hacer es reírse de mí, más vale que recurra a otros.



—No, no —exclamó Holmes, empujándolo de nuevo hacia la silla de la que casi se había levantado—. Le aseguro que no dejaría escapar su caso por nada del mundo. Resulta reconfortantemente insólito. Pero, si me perdona que se lo diga, el asunto presenta algunos aspectos bastante graciosos. Dígame, por favor: ¿qué pasos dio usted después de encontrar esta tarjeta en la puerta?



—Me quedé de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entonces entré en las oficinas de al lado, pero en ninguna de ellas parecían saber nada del asunto. Por último, me dirigí al administrador, un contable que vive en la planta baja, y le pregunté si sabía qué había pasado con la liga de los pelirrojos. Me respondió que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross. Me dijo que era la primera vez que oía ese nombre.



»—Bueno —dije yo—, me refiero al caballero del número 4.



»—Cómo, ¿el pelirrojo?



»—Sí.



»—¡Oh! —dijo—. Se llama William Morris. Es abogado y estaba utilizando el local como despacho provisional mientras acondicionaba sus nuevas oficinas. Se marchó ayer.



»—¿Dónde puedo encontrarlo?



»—Pues en sus nuevas oficinas. Me dio la dirección. Sí, eso es, King Edward Street, número 17, cerca de San Pablo.



»Salí disparado, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré con que se trataba de una fábrica de rótulas artificiales y que allí nadie había oído hablar del señor William Morris ni del señor Duncan Ross.



—¿Y qué hizo entonces? —preguntó Holmes.



—Volví a mi casa en Saxe-Coburg Square y pedí consejo a mi empleado. Pero no pudo darme ninguna solución, aparte de decirme que, si esperaba, acabaría por recibir noticias por carta. Pero aquello no me bastaba, señor Holmes. No estaba dispuesto a perder un puesto tan bueno sin luchar, y como había oído que usted tenía la amabilidad de aconsejar a la pobre gente necesitada, me vine directamente a verle.



—E hizo usted muy bien —dijo Holmes—. Su caso es de lo más notable y me encantará echarle un vistazo. Por lo que me ha contado, me parece muy posible que estén en juego cosas más graves que lo que parece a simple vista.



—¡Ya lo creo que son graves! —dijo el señor Jabez Wilson—. ¡Como que me he quedado sin cuatro libras a la semana!



—Por lo que a usted respecta —le hizo notar Holmes—, no veo que tenga motivos para quejarse de esta extraordinaria liga. Por el contrario, tal como yo lo veo, ha salido usted ganando unas treinta libras, y eso sin mencionar los detallados conocimientos que ha adquirido sobre todos los temas que empiezan por la letra A. Usted no ha perdido nada.



—No, señor. Pero quiero averiguar algo sobre ellos, saber quiénes son y qué se proponían al hacerme esta jugarreta…, si es que se trata de una jugarreta. La broma les ha salido bastante cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.



—Procuraremos poner en claro esos puntos para usted. Pero antes, una o dos preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien le hizo fijarse en el anuncio… ¿cuánto tiempo llevaba con usted?



—Entonces llevaba como un mes más o menos.



—¿Cómo llegó hasta usted?



—En respuesta a un anuncio.



—¿Fue el único aspirante?



—No, recibí una docena.



—¿Y por qué lo eligió a él?



—Porque parecía listo y se ofrecía barato.



—A mitad de salario, ¿no es así?



—Eso es.



—¿Cómo es este Vincent Spaulding?



—Bajo, corpulento, de movimientos rápidos, barbilampiño, aunque no tendrá menos de treinta años. Tiene una mancha blanca de ácido en la frente.



Holmes se incorporó en su asiento muy excitado.



—Me lo había figurado —dijo—. ¿Se ha fijado usted en si tiene las orejas perforadas, como para llevar pendientes?



—Sí, señor. Me dijo que se las había agujereado una gitana cuando era muchacho.



—¡Hum! —exclamó Holmes, sumiéndose en profundas reflexiones—. ¿Sigue aún con usted?



—¡Oh, sí, señor! Acabo de dejarle.



—¿Y el negocio ha estado bien atendido durante su ausencia?



—No tengo ninguna queja, señor. Nunca hay mucho trabajo por las mañanas.



—Con eso bastará, se