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100 Clásicos de la Literatura

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»¿Pero se ha cometido realmente este crimen que acabamos de describir, que acabamos de aceptar sin creer en él? Señores del jurado, si condenamos al acusado, él se dirá: «Estas personas no han hecho nada por mí, por educarme, por instruirme, por mejorar mi modo de ser, por hacerme hombre; me han negado su ayuda. Y ahora quieren enviarme a presidio. Estamos, pues, en paz: no debo nada a nadie. Son crueles; también lo seré yo.» Esto es lo que se dirá, señores del jurado. Les aseguro que, si lo declaran culpable, sólo conseguirán descargar su conciencia y procurarle una satisfacción, ya que, lejos de sentir remordimiento, maldecirá a la víctima de su crimen. Con este proceder, haréis imposible la remisión del culpable, que conservará su maldad y su ceguera hasta el fin de sus días. En cambio, si quieren ustedes infligirle el más duro castigo que puedan imaginar y al mismo tiempo regenerarlo para siempre, descarguen sobre él todo el peso de su clemencia. Entonces lo verán estremecerse y le oirán preguntarse: «¿Merezco esta ayuda, esta estimación?» Porque en el alma inculta de ese hombre, señores del jurado, hay un fondo de nobleza. Se inclinará ante vuestra bondad, anhela realizar una gran demostración de afecto. Su corazón se inflamará y su resurrección será definitiva. Hay almas tan mezquinas que acusan a todo el mundo. Pero colmad estas almas de misericordia, demostradles amor, y maldecirán sus obras, pues los gérmenes del bien abundan en ellas. El alma del acusado se abrirá como una flor ante la indulgencia divina, la bondad y la justicia de los hombres. Se sentirá arrepentido y le abrumará la inmensidad de la deuda contraída. Entonces no dirá que no debe nada a nadie, sino que es culpable ante todos y el más indigno de todos. Bañado en lágrimas de ternura, exclamará: «Hay hombres que valen mucho más que yo, pues podían perderme y me han salvado.» Os será fácil ser clementes, ya que, al no tener pruebas decisivas contra él, os resultaría penoso dar un veredicto de culpabilidad. Vale más dejar en libertad a diez culpables que condenar a un inocente. No olvidéis la voz poderosa que resonó el siglo pasado en nuestro pals y que engrandeció nuestra historia. ¿Quién soy yo, pobre de mí, para recordaros que la justicia rusa no tiene como único fin castigar, sino también salvar a los seres perdidos? Que los demás pueblos observen la letra de la ley; observemos nosotros su espíritu y su esencia para la regeneración de los caídos. Si procedemos así, Rusia irá hacia adelante. No sintáis temor ante esas troikas desenfrenadas de las que otros pueblos se apartan con aversión. Ahora no se trata de una troika desbocada, sino de un carruaje majestuoso que avanza con solemne impasibilidad hacia su fin. Él destino de mi cliente, y también el del derecho ruso, está en vuestras manos. Para salvar y defender este derecho debéis mostraros a la altura de vuestra misión.

XIV. El jurado se mantiene firme

Así terminó Fetiukovitch su discurso. El entusiasmo de sus oyentes no tuvo límites. No había que pensar en reprimirlo. Las mujeres lloraban; también derramaban lágrimas algunos hombres, entre ellos los dignatarios. El presidente se resignó y esperó unos momentos para hacer sonar la campanilla. Ante esta actitud, una de las damas comentó:

—Interrumpir esta explosión de entusiasmo habría sido una profanación.

Incluso el orador estaba sinceramente emocionado.

Entonces se levantó Hipólito Kirillovitch para replicar. Se concentraron en él miradas de odio.

—¿Cómo se atreve a contestar? —murmuraron las damas.

Pero ni estos rumores ni los de todas las damas del mundo, sin excluir a su esposa, habrían podido contener al fiscal. Estaba pálido y temblaba de emoción. Sus primeras palabras fueron incomprensibles. Jadeaba, se le trababa la lengua, no conseguía expresarse con claridad. Pero este segundo discurso fue breve. Me limitaré a citar algunos de sus párrafos.

—...Se me acusa de que en mi discurso hay mucho de novela; ¿pero acaso no peca de lo mismo el informe del abogado defensor? Sólo le ha faltado hablar en verso. Fiodor Pavlovitch, mientras espera a su amada, rasga el sobre y lo arroja al suelo. La defensa incluso cita las palabras que el viejo pronuncia en este momento. ¿No es esto un poema? ¿Qué prueba hay de que sacó el dinero? ¿Quién oyó lo que dijo? Y ese imbécil de Smerdiakov convertido en una especie de héroe romántico que odia a la sociedad por su condición de hijo ilegítimo, ¿no es un poema a lo Byron? El caso del hijo que entra en casa de su padre y lo mata sin matarlo, no es ya una novela ni un poema, sino un enigma planteado por una esfinge, que tal vez ni ella misma puede resolver. Si ha matado, ha matado. ¿Se puede admitir que no sea un criminal habiendo cometido un crimen? Después de haber dicho que nuestra tribuna debe ser la escuela de la verdad y de las ideas sanas, la defensa afirma que sólo por prejuicio se puede calificar de parricidio el asesinato de un padre. Si el parricidio es un prejuicio, si cualquier hijo puede preguntar a su padre por qué tiene el deber de quererlo, ¿qué será de la familia y de las bases de la sociedad? El parricida es el «azufre» de los mercaderes moscovitas. La defensa ha desnaturalizado las más nobles tradiciones de la justicia rusa, únicamente para conseguir la absolución de algo que no se puede perdonar. El defensor nos pide que colmemos de clemencia al criminal, pues esto es lo que necesita, y nos asegura que pronto veríamos el buen resultado de este proceder. Sin duda, ha sido muy modesto al contentarse con pedir la absolución del acusado. Podía haber solicitado la creación de un fondo para inmortalizar las hazañas de los parricidas y presentarlas como ejemplo de la juventud actual. El señor Fetiukovitch ha rectificado el Evangelio y la religión. «¡Todo eso es misticismo! Sólo yo poseo la verdad del cristianismo, de acuerdo con el análisis, la razón y las ideas sanas.» Incluso nos ha presentado una falsa imagen de Cristo. «Te medirán con la misma medida que midas tú.» A esto le llama él proclamar la verdad. Ha leído el Evangelio el día antes de pronunciar su discurso, para exhibir una interpretación original y brillante en el momento en que más efecto ha podido producir. Sin embargo, Cristo nos prohíbe proceder de este modo que induce a la maldad. Lo que nos ordena que hagamos es no devolver mal por mal, sino ofrecer la mejilla y perdonar a los que nos ofenden. Esto es lo que nos enseña Dios y no que sea un prejuicio prohibir a los hijos que maten a sus padres. Guardémonos de corregir desde la tribuna el Evangelio de Dios, al que el señor Fetiukovitch solo llama «el Crucificado que ama a los hombres», enfrentándose con toda la Rusia ortodoxa que, cuando lo invoca, proclama: «¡Tú ere nuestro Dios!»...

En este momento intervino el presidente para rogar al orador que no exagerase, que permaneciera en los justos límites, etc., como todos los presidentes suelen hacer en estos casos. La sala era como un mar tormentoso. El público agitábase y profería exclamaciones de indignación. Fetiukovitch no contestó; se limitó a llevarse las manos al corazón y a pronunciar en un tono de hombre ofendido algunas palabras llenas de dignidad. De nuevo aludió con ironía a la psicología y a la novela, y halló la oportunidad de lanzar esta pulla: «Júpiter, te has equivocado, puesto que te enojas», lo que hizo reír al público, ya que Hipólito Kirillovitch no tenía la menor semejanza con Júpiter. Como respuesta a la acusación de permitir el parricidio, manifestó dignamente que no quería responder. Respecto a lo de la «falsa imagen de Cristo» y al detalle de que no se había dignado llamarle Dios, sino solamente «el Crucificado que amaba a los hombres, lo que era contrario a la ortodoxia, Fetiukovitch contestó dando a entender que había llegado con la creencia de que en aquella sala estaría a salvo de acusaciones «que eran una amenaza contra un ciudadano recto y leal que...». Pero el presidente cortó en este punto su réplica y Fetiukovitch se inclinó entre murmullos de aprobación. A juicio de las damas, Hipólito Kirillovitch había sido aplastado.

A continuación se le concedió la palabra a Mitia. Éste se levantó, pero apenas dijo nada. Había llegado al límite de sus fuerzas físicas y morales. La resolución y energía con que había entrado en la sala se habían desvanecido casi por completo. Durante aquella jornada parecía haber pasado una crisis decisiva que le había hecho comprender algo muy importante hasta entonces no comprendido. Habló con voz débil. En sus palabras se percibió la resignación y el abatimiento de la derrota.

—¿Qué puedo decir, señores del jurado? Se me va a juzgar. Siento sobre mí la mano de Dios. Ha terminado mi vida de desorden. Como si me confesara ante Dios, os digo que no he vertido la sangre de mi padre. No, no fui yo quien lo mató. Yo era un libertino, pero me atraía el bien. Siempre deseé corregirme. He vivido como un animal salvaje. Doy las gracias al señor fiscal. Ha dicho de mí cosas que yo ignoraba; pero se ha equivocado al afirmar que he matado a mi padre. Doy las gracias también a mi defensor; su discurso me ha hecho llorar de emoción. Pero no ha debido admitir, ni siquiera como suposición, que yo haya podido matar a mi padre, porque esto es totalmente falso. No creáis a los médicos: conservo toda mi razón; mi único mal es que estoy agotado. Si me perdonáis, si me devolvéis la libertad, oraré por vosotros y seré un hombre mejor: os doy mi palabra, os lo juro ante Dios. Si me condenáis, yo mismo romperé mi espada y besaré los pedazos. Pero perdonadme, no me privéis de Dios, porque me conozco y sé que acabaré por rebelarme contra mi destino... Estoy aniquilado, señores. ¡Perdónenme!

Se desplomó en su asiento. Su voz se había quebrado; su última frase había sido un murmullo ininteligible. Acto seguido, el tribunal redactó las preguntas para el jurado y pidió las conclusiones a las dos partes. Momentos después, el jurado se dispuso a retirarse para deliberar. El presidente, que estaba extenuado, se limitó a decir: «Sean imparciales, no se dejen influir por la elocuencia de la defensa; pero mediten bien su decisión; no olviden la alta misión que se les ha confiado.»

 

Se retiró el jurado y se suspendió la vista. Los concurrentes pudieron dar una vuelta por el edificio, cambiar impresiones, restaurar sus fuerzas en el bar. Era ya muy tarde, alrededor de la una de la madrugada, pero nadie se fue. La tensión nerviosa no permitía pensar en el descanso. Todos esperaban el veredicto con la ansiedad de la duda. Sólo las damas estaban seguras del resultado que esperaban con impaciencia febril. «No cabe duda de que lo absolverán», afirmaban. Y se preparaban para el momento emocionante del entusiasmo general. También eran mayoría los hombres que estaban seguros de la absolución. Algunos se mostraban satisfechos, pero otros no disimulaban su contrariedad, prueba evidente de que consideraban culpable al acusado. Fetiukovitch estaba seguro de su éxito. Le rodeaba un grupo de admiradores que lo felicitaban efusivamente.

—Hay —decía el famoso abogado, y sus palabras se divulgaron inmediatamente— una serie de hilos invisibles que unen al defensor con los miembros del jurado. Estos enlaces se establecen durante el discurso de la defensa. Sé que existen, porque los he sentido. Pueden estar tranquilos: tenemos ganada la causa.

Un señor grueso y picado de viruelas, de semblante ceñudo, propietario de los alrededores de la ciudad, se acercó a otro grupo y exclamó:

—Veremos lo que deciden esos palurdos.

—No todos son palurdos: hay cuatro funcionarios.

—Sí, cuatro funcionarios —dijo un miembro del Zemstvo.

—Oiga, Prochor Ivanovitch: ¿conoce usted a Nazarev, ese comerciante al que concedieron una medalla? Pues es uno de los miembros del jurado.

—¿Y qué?

—Es una de las lumbreras de la corporación.

—Pero nunca despega los labios.

—Mejor que mejor. Ningún petersburgués puede darle lecciones. Tiene nada menos que doce hijos.

En otro grupo preguntó uno de nuestros jóvenes funcionarios:

—¿Creen ustedes posible que no lo absuelvan?

—Estoy seguro de que lo absolverán —dijo otra voz en tono resuelto.

—¡Sería vergonzoso que no lo absolvieran! —exclamó el funcionario—. Aun admitiendo que haya cometido el homicidio, hay que tener en cuenta cómo era el padre al que dio muerte. Además, estaba enajenado. Pudo darle un golpe, uno solo, con la mano de mortero, y ser esto suficiente para que la víctima se desplomara... Creo que ha sido un error mezclar a Smerdiakov en el asunto. Ha sido una nota grotesca. Si yo hubiera estado en lugar del defensor, habría dicho simplemente: «Ha matado a su padre, ¡pero está libre de culpa, caramba!»

—Pues eso ha hecho. La única diferencia es que no ha dicho «caramba».

—No lo ha dicho, pero le ha faltado muy poco —intervino un tercero.

—Oigan, señores; en la cuaresma se absolvió a una actriz que le había cortado el cuello a la mujer de su amante.

—Sí, pero no se lo cortó del todo.

—Eso es igual; el caso es que había empezado.

—Lo que ha dicho de los hijos ha sido admirable.

—Desde luego.

—¿Y qué les ha parecido lo del misticismo?

—Dejen en paz al misticismo —dijo otra vez— y piensen en lo que le espera a Hipólito Kirillovitch. Su esposa se va a vengar de lo que le ha hecho a Mitia.

—¿Pero está aquí su mujer?

—Por lo menos estaba. Ella es la que manda en la casa. ¡Y tiene un genio!

En otro grupo se comentaba:

—Tal vez lo absuelvan.

—Tal vez. Y mañana arrasará «La Capital» y cogerá una borrachera que le durará diez días.

—Es un verdadero demonio.

—Ya que nombra usted al demonio, observen que no hemos podido pasar sin él. En verdad, su presencia aquí está muy indicada.

—Señores, la elocuencia es algo hermoso. Pero no se puede romperle la cabeza a un padre impunemente. ¿Adónde iríamos a parar?

—El carruaje, ¿recuerdan ustedes?

—Sí, ha hecho un carruaje de un carretón.

—Mañana volverá a ser carretón el carruaje, si así lo exigen las circunstancias.

—La gente se va volviendo desconfiada. ¿Es que ya no existe la verdad en Rusia?

Pero en esto se oyó la campanilla. El jurado había estado deliberando una hora exactamente. El público volvió a ocupar sus puestos y en la sala se hizo un silencio absoluto. Siempre recordaré la aparición del jurado. No citaré todas las preguntas, porque algunas se me han ido de la memoria. Lo que recuerdo perfectamente es la respuesta a la primera, que era la principal, pero cuyo texto exacto he olvidado también. La pregunta venía a ser: «¿Ha matado el acusado para robar y ha obrado con premeditación?» A lo que el funcionario que era presidente y el miembro más joven del jurado respondió con voz clara, en medio de un silencio de muerte:

—Sí.

Y la misma respuesta se dio a todas las preguntas, sin la menor atenuante.

Nadie esperaba tanto rigor; todos contaban con que el jurado mostraría por lo menos cierta indulgencia.

Continuaba el silencio. El auditorio, tanto los partidarios de la condena como los de la absolución, estaban petrificados. Pero esta calma sólo duró unos minutos. Después se desencadenó un espantoso tumulto. Entre los hombres, algunos estaban tan satisfechos, que incluso se frotaban las manos. Los disconformes daban muestras de abatimiento; se encogían de hombros y murmuraban sin darse cuenta de lo que decían. La conducta de las damas fue muy diferente: creí que se iban a amotinar. Primero se quedaron perplejas, sin dar crédito a sus oídos. Luego, de pronto, empezaron a proferir exclamaciones. «¿Es posible?» «¡Esto es inaudito!» Se levantaban a iban de un lado a otro. Sin duda, creían que se podía rectificar, empezar de nuevo. En este momento Mitia se puso en pie y exclamó con voz desgarrada y tendiendo los brazos hacia delante:

—¡Juro ante Dios y en espera del Juicio Final, que no he matado a mi padre! ¡Katia, te perdono! ¡Hermanos, amigos, absolved a la otra!

No pudo continuar: se lo impidieron los sollozos. Su voz había cambiado; se diría que era la de otra persona; tenía un sonido extraño, venido de Dios sabía dónde. En las tribunas, en uno de los rincones más invisibles, resonó un grito agudo. El grito era de Gruchegnka. Había suplicado que la dejaran pasar y había entrado en la sala momentos antes de que la defensa empezara su informe.

Se llevaron a Mitia. La sentencia se dejó para el día siguiente. Los que tenían asiento se pusieron en pie. Todos murmuraban, pero yo ya no prestaba atención. Sólo recuerdo algunos comentarios que se hicieron en el pórtico.

—Lo condenarán lo menos a veinte años de trabajos forzados en las minas.

—Eso como mínimo.

—Los palurdos del jurado se han mantenido firmes.

—Y han ajustado las cuentas a Mitia.

EPÍLOGO

I. Planes de evasión

A los cinco días de verse la causa contra Mitia, Aliocha fue a casa de Catalina Ivanovna a las ocho de la mañana con el propósito de llegar a un acuerdo definitivo sobre cierto asunto importante. Además, le hablan hecho un encargo. La joven estaba en el mismo salón en que habla recibido a Gruchegnka. En la habitación vecina yacía Iván, todavía sin conocimiento. Al darle el ataque en la audiencia, Catalina Ivanovna habla ordenado que lo trasladaran a su domicilio, sin que le importaran las murmuraciones que esta conducta había de provocar. Una de las dos parientas que vivían con ella habla salido para Moscú; la otra se habla quedado. Pero aunque se hubieran marchado las dos, ello no habría influido en la decisión de Catalina Ivanovna de cuidar al enfermo noche y día. Lo asistían los doctores Varvinski y Herzenstube. El especialista de Moscú se habla marchado sin querer comprometerse a dar su opinión acerca del término de la enfermedad. Los otros dos médicos hacían insinuaciones tranquilizadoras, pero se negaban a expresar con firmeza sus esperanzas.

Aliocha visitaba a su hermano dos veces al día; mas esta vez tenía que resolver un asunto especialmente delicado que no sabía cómo abordar. Sin embargo, estaba dispuesto a hacerlo, por considerarlo un deber ineludible.

Llevaban un cuarto de hora hablando. Catalina Ivanovna, pálida, extenuada, presa de una inquietud enfermiza, presentía el objeto de la visita de Aliocha.

—No se preocupe —dijo de pronto la joven, con absoluta convicción—. De un modo a otro, Iván logrará que Dmitri se evada. Este infortunado héroe del honor y de la conciencia (no me refiero al condenado, sino al enfermo que está en esta casa y se ha sacrificado por su hermano) —añadió Katia con ojos centelleantes— me confió, hace ya tiempo, sus planes de evasión. Incluso ha dado ya ciertos pasos. La huida está preparada para la tercera etapa del viaje del convoy a Siberia. O sea que aún falta mucho tiempo. Iván Fiodorovitch ha ido a ver al jefe de la tercera etapa. Pero todavía no se sabe quién tendrá el mando del convoy: esto se oculta hasta el último momento. Mañana verá usted el plan detallado de la evasión; me lo dejó Iván el día antes de verse la causa, por lo que pudiera ocurrir... ¿Recuerda que estábamos disputando aquel día que vino a vernos y se encontraron ustedes en la escalera? Yo, al verle a usted, le obligué a volver a subir, ¿se acuerda? Pues bien, ¿sabe usted por qué discutíamos?

—No.

—Ya veo que no se lo contó. La disputa estaba relacionada con el plan de evasión de que le he hablado. Tres días antes Iván me había explicado lo esencial del proyecto, y esto dio lugar a que no cesáramos de discutir durante aquellos tres días. Le explicaré el motivo. Cuando me reveló que si condenaban a su hermano, éste huiría al extranjero con Agrafena Alejandrovna, yo me puse furiosa. ¿Por qué? No se lo puedo decir, porque ni yo misma lo sé. Sin duda, la causa de mi enojo fue el hecho de que esa joven acompañara a Dmitri en su huida —exclamó Katia con un temblor de cólera en los labios— Mi indignación contra esa muchacha hizo creer a Iván que tenía celos de ella y, por lo tanto, que seguía enamorada de Dmitri. Ésta fue la causa de nuestro primer disgusto. Yo no quise excusarme ni darle explicaciones; me mortificaba que Iván sospechase que yo podía seguir queriendo a ese... Sobre todo, después de haberle confesado hacía ya tiempo, con toda franqueza, que no quería a Dmitri, sino a él y sólo a él. Mi animosidad contra esa muchacha fue la causa de todo. Tres días después, precisamente la noche en que usted vino aquí, Iván me entregó un sobre cerrado, advirtiéndome que debía abrirlo si le ocurría algo. ¡Ya presentía su enfermedad! Me explicó que el sobre contenía el plan detallado de la evasión, y que si él moría o contraía una grave enfermedad, tendría que salvar a Mitia yo sola. Me entregó también dinero, casi diez mil rublos, o sea la cantidad que citó el fiscal en su informe. Me sorprendió profundamente que Iván, a pesar de sus celos y de creer que yo amaba a Dmitri, no hubiera renunciado a salvar a su hermano y se fiara de mí. ¡Era un sacrificio sublime! Usted, Alexei Fiodorovitch, no puede comprender la grandeza de esta abnegación. Estuve a punto de arrojarme a sus pies, pero no lo hice porque comprendí de pronto que Iván atribuiría este gesto exclusivamente a mi alegría de saber que Mitia iba a salvarse. Entonces, la simple idea de que podía ser víctima de tal injusticia me irritó hasta el extremo de que, en vez de arrojarme a sus pies, le hice una nueva escena. ¡Qué desgraciada soy! ¡Qué carácter tan horrible tengo! Ya verá usted como, con mi conducta, lo obligo a dejarme por otra con la que la vida le sea más grata, como me ocurrió con Dmitri... Pero esta vez no lo podré soportar. ¡Me mataré! Aquella noche en que llegó usted y yo le dije a Iván que subiera, la mirada de odio y desprecio que su hermano me dirigió al entrar me produjo una cólera insufrible. Entonces, como usted recordará, empecé a decir a gritos que Iván me había asegurado que el asesino era Dmitri. No era verdad, lo calumniaba con el único fin de herirlo una vez más. Iván nunca me dijo tal cosa. La violencia de mi carácter es la causa de todo. Ya vio la detestable escena que provoqué ante el tribunal. Iván quería demostrarme la nobleza de sus sentimientos, darme una prueba de que, a pesar de creer que yo amaba a su hermano, no lo perdería por celos, por venganza. Y ha hecho la declaración que usted ya conoce... Yo soy la culpable de todo. ¡Sólo yo!

 

Era la primera vez que Aliocha oía de Katia una confesión como ésta, y comprendió que Catalina Ivanovna había llegado a ese grado de sufrimiento que no se puede tolerar y en el que el corazón más altivo abdica de su orgullo y se declara vencido por el dolor. Aliocha sabía que la desesperación de Katia tenía un segundo motivo, aunque lo disimulaba, desde que Mitia había sido condenado. Este motivo era su traición en la audiencia, y Aliocha presentía que era su conciencia lo que la impulsaba a acusarse ante él como el pecador arrepentido que llora y golpea el suelo con la frente. Aliocha temía este instante y deseaba aplacar aquel dolor. Pero esta situación hacia su cometido más difícil. Empezó a hablar de Mitia.

—No se inquiete por él —le interrumpió Katia obstinadamente—. Su resolución es pasajera; le aseguro que aceptará la proposición de huir. Tenga en cuenta que no ha de hacerlo ahora. Tendrá tiempo suficiente para pensarlo y decidirse. Entonces su hermano Iván estará curado y se encargará de todo, evitándome a mí tener que mezclarme en el asunto. Le repito que no debe preocuparse, que Dmitri aceptará la evasión. No puede renunciar a esa muchacha, y como no la admitirán en el presidio, no tendrá más remedio que huir. A usted le respeta, teme sus censuras. Por lo tanto, debe permitirle generosamente que huya, ya que su sanción es tan necesaria.

Dijo esto último con un tonillo irónico. Después guardó silencio unos segundos, sonrió y continuó:

—Habla de himnos, de soportar el peso de la cruz, de cierto deber... Lo sé porque su hermano Iván me lo contó... ¡Ah! ¡Si usted supiera con qué vehemencia me lo explicaba! —exclamó de pronto Katia como arrastrada por un impulso irresistible—. ¡Si usted supiera el efecto que demostraba por ese desgraciado cuando me estaba hablando de él! Y, acaso, ¡hasta qué punto le odiaba al mismo tiempo! Y yo, escuchándolo, lo veía llorar y sonreía altivamente... ¡Soy un alma vil! Mía es la culpa de que se haya vuelto loco. Pero el otro, el condenado —añadió Katia en un tono de indignación—, ¿está dispuesto a sufrir; es capaz de soportar el sufrimiento? ¡Los hombres como él no saben lo que es sufrir!

Sus palabras estaban impregnadas de odio y de irritación. Sin embargo, Katia había traicionado a Dmitri. «Tal vez le odia momentáneamente porque se siente culpable ante él», se dijo Aliocha. Y es que deseaba que este odio fuese pasajero. Había percibido un reto en las últimas palabras de Katia. Sin embargo, fingió no haberlo advertido.

—Le he rogado que viniera aquí para que me prometa convencerlo. Pero ahora me digo que la huida tal vez le parezca a usted una vileza, una falta, un acto anticristiano.

El acento de Katia era cada vez más provocativo.

—Nada de eso —murmuró Aliocha—. Procuraré convencerlo... Tengo que hacerle un ruego de su parte —añadió resueltamente—. Desea que vaya usted a verle hoy mismo.

La miraba a los ojos. Katia se estremeció, palideció a hizo un leve movimiento de retroceso.

—No, no puedo.

—Puede y debe —replicó Aliocha con firmeza—. La necesita más que nunca. Si no estuviera seguro de que es así, no se lo habría dicho a usted, sabiendo que esto tenía que atormentarla. Está enfermo, parece haber perdido el juicio, no cesa de llamarla. No es que quiera reconciliarse con usted; lo que desea es sencillamente verla a la puerta de su habitación. Ha cambiado mucho desde aquel día fatal: ahora comprende los errores que ha cometido con usted. Pero no desea su perdón. «No se me puede perdonar», dice. Lo que quiere es simplemente verla en el umbral de su cuarto.

Katia bulbuceó:

—¡Oh! No sé qué decirle... No esperaba una petición así en este momento... Sin embargo, sabía que vendría usted a pedírmelo, que él lo enviaría para que me lo pidiera... Pero... no puedo ir, no puedo ir.

—Aunque crea que no puede, vaya. Piense que es la primera vez que está arrepentido de lo injusto que ha sido con usted. Nunca se había dado cuenta de sus errores. Dice que si usted no va a verlo, será un desgraciado durante todo el resto de su vida. Fíjese en lo que esto significa: un hombre condenado a veinte años de presidio piensa aún en la felicidad. ¿No le da pena? Tenga en cuenta —añadió Aliocha en un tono de desafío— que Dmitri es inocente. Sus manos están limpias de sangre. Por los muchos sufrimientos que le esperan, le ruego que vaya a verlo. Condúzcalo a través de las tinieblas. Tiene usted el deber de hacerlo.

Aliocha dijo esto enérgicamente y subrayando la palabra «deber».

—Debo, pero no puedo —gimió Katia—. Me mirará a los ojos. ¡No, no puedo!

—Los dos deben mirarse a los ojos. No podrá usted vivir si no lo hace.

—Prefiero sufrir durante toda mi vida.

Pero Aliocha insistió tenazmente:

—Es preciso que vaya, es preciso.

—¿Pero por qué he de ir en seguida? Hoy me es imposible: no puedo dejar solo a Iván.

—Estará solo poco tiempo; pronto volverá usted. Si no va a verle, esta noche se pondrá enfermo. Le estoy diciendo la verdad. Compadézcase de él.

—Compadézcame usted a mí —replicó amargamente Katia. Y se echó a llorar.

—Ya veo que irá —dijo Aliocha, seguro de ello ante aquellas lágrimas—. Voy a decírselo.

—¡No, no se lo diga! —exclamó Katia, aterrada—. Iré, pero no se lo diga. A lo mejor, no me atrevo a pasar de la puerta... Aún no estoy decidida...

Su voz se apagó. Katia respiraba con dificultad. Aliocha se levantó y se dispuso a marcharse.

—Podría encontrarme con alguien —dijo Katia de pronto, volviendo a palidecer.

—Por eso debe usted ir en seguida. Ahora no hay gente. La esperamos.

Dicho esto en tono firme, se marchó.

II. Mentiras sinceras

Aliocha se dirigió a toda prisa al hospital donde estaba Mitia. Dos días después de celebrarse el juicio se había puesto enfermo y lo habían llevado al departamento de detenidos del hospital. El doctor Varvinski, a ruegos de Aliocha, de la señora Khokhlakov, de Lise y de otras personas, había hecho trasladar al enfermo a una habitación independiente, la misma que había ocupado Smerdiakov hacia poco. En el fondo del corredor había un centinela y la ventana estaba obstruida por barrotes de hierro. Por lo tanto, Varvinski no tenía nada que temer de las posibles consecuencias de su acto de protección un tanto ilegal. Era un hombre de buenos sentimientos que comprendía lo duro que habría sido para Dmitri entrar sin transición en el mundo de la delincuencia, y decidió habituarlo gradualmente. Aunque las visitas estaban autorizadas bajo mano por el doctor, el guardián a incluso el ispravnik, sólo Aliocha y Gruchegnka iban a ver a Mitia. Rakitine había intentado visitarlo dos veces, pero el enfermo había suplicado a Varvinski que no le permitieran entrar.

Aliocha encontró a su hermano sentado en la cama, envuelto en una bata y llevando en la cabeza, a modo de turbante, una toalla empapada de agua y vinagre. El enfermo tenía un poco de fiebre. Dirigió a Aliocha una vaga mirada en la que se percibía cierta inquietud.

Desde que lo habían condenado, Mitia estaba casi siempre pensativo. A veces, cuando conversaba con Aliocha, estaba un rato sin decir palabra. Sus meditaciones eran tan dolorosas y profundas, que incluso se olvidaba de su interlocutor. Y cuando salía de su abstracción, su vuelta a la realidad era tan repentina, tan imprevista para él, que empezaba a hablar de cosas que no tenían ninguna relación con el tema del diálogo. A veces miraba a su hermano como si lo compadeciera, y parecía estar menos a sus anchas con él que con Gruchegnka. No se mostraba muy hablador con ella, pero, apenas la vela entrar, su semblante se iluminaba.