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100 Clásicos de la Literatura

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»Señores del jurado, quiero decir una vez más que la psicología es un arma de dos filos y que también yo sé manejarla. Las amenazas proferidas a gritos en las tabernas durante un mes, no significan nada. ¡A cuántos niños y a cuántos borrachos les oímos lanzar gritos semejantes en sus disputas, sin que la cosa pase de ahí! Esa carta fatal, ¿no es también un producto de la embriaguez y de la cólera, el grito de un borracho que anuncia con voz amenazadora que va a cometer una atrocidad? ¿Por qué no ha de ser así? ¿Qué razón hay para que esa carta sea forzosamente fatal y no grotesca? La razón es que se encontró asesinado a Fiodor Pavlovitch, que una persona vio al acusado huyendo por el jardín y que esta persona fue agredida y derribada por mi cliente. De esto se deduce que todo sucedió tal como Dmitri Fiodorovitch había anunciado por escrito y éste es el motivo de que la carta no se considere grotesca, sino fatídica. AI fin, gracias a Dios, hemos llegado al punto crítico. «El acusado estaba en el jardín; por lo tanto, él fue el que cometió el crimen.» En la acusación abundan los «por lo tanto». ¿Pero y si éstos fueran infundados, pese a las apariencias de realidad? Desde luego, la trabazón de los hechos, las coincidencias, son elocuentes. Pero consideren ustedes los hechos por separado, sin dejarse impresionar por su conjunto. ¿Por qué la acusación se niega terminantemente a aceptar la declaración de mi cliente de que se alejó de la ventana de la habitación de su padre? Recuerden ustedes el sarcasmo con que el ministerio fiscal ha acogido la suposición de que ha habido prudencia y piedad en la conducta del acusado. ¿Pero por qué es imposible que mi cliente haya experimentado estos sentimientos? «Sin duda, mi madre rogó por mí en aquellos instantes», declaró Dmitri Fiodorovitch al instruirse el sumario. Se fue al comprobar que la señorita Svietlov no estaba en casa de su padre. El señor fiscal afirma que el acusado no pudo hacer tal comprobación desde la ventana. Pero yo no comparto esta opinión. La ventana se ha abierto al llamar en ella mi cliente de acuerdo con las instrucciones de Smerdiakov. Fiodor Pavlovitch puede lanzar un grito, decir algo que revela la ausencia de la señorita Svietlov. ¿Por qué aferrarnos a una hipótesis surgida de nuestra imaginación? Mil detalles pueden eludir la observación del novelista más sutil. «Pero Grigori vio la puerta abierta. Por lo tanto, el acusado debió de entrar en la casa, y si entró, cometió el crimen.» Hablemos de esta puerta, señores del jurado. Sobre ella no tenemos más testimonio que el de un hombre cuyo estado le impedía ver las cosas con claridad. Pero admitamos que la puerta estaba abierta y que la negativa del acusado sea una falsedad dictada por el lógico deseo de defenderse; admitamos que entró en la casa; ¿pero por qué el hecho de que entrase ha de implicar necesariamente que cometiera el crimen? Pudo entrar, recorrer las habitaciones, incluso golpear a su padre, y luego, una vez convencido de que la señorita Svietlov no estaba allí, marcharse, alegrándose de no haberla encontrado, ya que encontrarla habría significado para él la tentación de cometer un crimen. Si después volvió a bajar de la tapia para acercarse a Grigori, víctima de su furor, fue porque era capaz de compadecerse, porque, al haber triunfado de la tentación, le animaba esa alegría que sólo pueden sentir las almas puras. Con seductora elocuencia el señor fiscal nos ha descrito las emociones del acusado en Mokroie, cuando el amor aparece ante él, llamándolo a una vida nueva, precisamente en un momento en que ya no era posible amar, por tener a sus espaldas el cadáver ensangrentado de su padre y ante él la perspectiva del castigo. O sea, que el ministerio público admite el amor, aunque explicándolo a su manera: el estado de embriaguez, la tregua de alegría proporcionada al criminal, etcétera, etcétera. Pero insisto en mi pregunta, señor fiscal: ¿no ha creado usted un falso personaje? ¿Tan desalmado es mi cliente que en aquellos momentos y teniendo sobre su conciencia la sangre de su padre, pudo pensar en el amor y sentir alegría? ¡No y mil veces no! Si el acusado hubiera tenido realmente sobre su conciencia la sangre de su padre, estoy convencido de que, al saber que ella lo amaba y le ofrecía la felicidad, habría experimentado una necesidad imperiosa de suicidarse y se habría quitado la vida. No me cabe duda de que habría recordado dónde estaban las pistolas. Conozco bien al acusado y puedo afirmar que la brutal insensibilidad que se le atribuye no está de acuerdo con su carácter. Se habría matado: estoy seguro. Si no lo hizo, fue precisamente porque no había matado a su padre («su madre rogaba por él»). Aquella noche, en Mokroie, el acusado estaba atormentado únicamente por el recuerdo del viejo criado al que había herido, y pedía a Dios los librara, a Grigori de la muerte y a él del castigo. ¿Por qué no admitir esta versión? ¿Qué prueba tenemos de que el acusado miente? Otra razón que se nos da para atribuirle la muerte de su padre consiste en esta pregunta: si él huyó sin matar a Fiodor Pavlovitch, ¿quién puede ser el asesino?



»Otra vez nos enfrentamos con la lógica de la acusación: si no ha sido él, ¿quién ha cometido el crimen? No se puede sospechar de nadie más. Señores del jurado, ¿es esto cierto? ¿De veras no existe ningún otro posible asesino? El ministerio público ha citado a todos los que estaban, o estuvieron de paso, en la casa del crimen aquella noche. Éstos fueron cinco. Tres de las cinco personas deben quedar al margen de toda sospecha, lo reconozco: la víctima, el viejo Grigori y la esposa de éste. Por lo tanto, sólo quedan Karamazov y Smerdiakov. El señor fiscal ha exclamado patéticamente que el acusado ha denunciado a Smerdiakov como último recurso, y que si hubiera existido una sexta persona, o solamente la sombra de ella, mi cliente se habría apresurado a acusarla. ¿Pero qué nos priva, señores del jurado, de razonar a la inversa? Tenemos enfrentados a dos individuos: el acusado y Smerdiakov. ¿Qué me impide afirmar que se acusa a mi cliente como último recurso? Pues se le acusa porque se ha excluido por anticipado a Smerdiakov de toda sospecha. En verdad, los únicos que han señalado a Smerdiakov como posible culpable han sido el acusado, sus dos hermanos y la señorita Svietlov. Pero hay otros testigos: la confusa emoción suscitada en la sociedad por ciertas sospechas, un vago rumor, una especie de ansiosa espera. Y también la coincidencia de ciertos hechos. Primero ese ataque de epilepsia que sufre Smerdiakov precisamente el día del crimen y que el ministerio público ha tenido que detenerse a justificar. Después el repentino suicidio de este sirviente el día antes de celebrarse el juicio. Y, en fin, la declaración, no menos inesperada, del hermano del acusado, que considera a éste culpable y, de pronto, trae los tres mil rublos y afirma que el asesino es Smerdiakov. Estoy convencido, señores del jurado, de que Iván Fiodorovitch es en estos momentos un enfermo mental, y sé que su declaración puede ser una tentativa desesperada, concebida en un momento de delirio, de salvar a su hermano, achacando las culpas a un difunto. Sin embargo, el nombre de Smerdiakov se ha pronunciado en esta sala y de nuevo tenemos la impresión de hallarnos ante un enigma. Se diría, señores del jurado, que aquí hay algo indefinido, que no se ha terminado de expresar. Tal vez se haga la luz al fin, pero no nos anticipemos.



»Ahora voy a permitirme oponer ciertos reparos a la descripción que del carácter de Smerdiakov ha hecho el señor fiscal con una sutileza muy propia de su talento. Pero, aun reconociendo que la descripción ha sido admirable, no puedo suscribirla en sus rasgos esenciales. Vi a Srnerdiakov, hablé con él, y creo que es muy distinto de como nos lo ha presentado la acusación. Cierto que era débil de cuerpo, pero no lo era de carácter. No, no era el ser débil que nos ha descrito el señor fiscal. Sobre todo, carecía de esa timidez que le ha achacado el ministerio público. No existía en él la ingenuidad, sino una extrema desconfianza disfrazada de candidez y una mente capaz de todas las premeditaciones. El ingenuo ha sido nuestro acusador al ver en Smerdiakov un hombre débil de espíritu. A mí me produjo una impresión clara y terminante; tuve el convencimiento de que me hallaba ante un ser lleno de maldad, insaciable en sus ambiciones, envidioso y vengativo. Además, indagué sobre su vida. Le avergonzaba su origen, no podía recordar sin un gesto de despecho que era hijo de una cualquiera. No respetaba al viejo Grigori ni a su esposa, a pesar de que lo habían tenido a su cuidado desde su infancia. Maldecía a Rusia, se burlaba de su patria y soñaba con trasladarse a Francia y nacionalizarse francés. Antes del crimen, dijo muchas veces que sentía no poder llevar a cabo sus planes por falta de recursos. Creo que se consideraba un ser superior y que no sentía estimación por nadie, excepto por sí mismo... Un buen traje, una camisa limpia y botas relucientes constituían para él la fórmula de la cultura. Creía ser (hay pruebas de ello) hijo natural de Fiodor Pavlovitch. Esto pudo llevarle a considerar irritante su situación frente a la de los hijos legítimos de su dueño, ya que para ellos eran todos los derechos y sería toda la herencia, mientras que él no pasaba de ser el cocinero de la casa. Me contó que había ayudado a Fiodor Pavlovitch a guardar los tres mil rublos en el sobre. No cabe duda de que lo mortificó el destino que se daba a esta suma que le habría bastado para hacer su soñado viaje. Además, vio los tres mil rublos formando un fajo de flamantes billetes. Lo sé porque se lo sonsaqué intencionadamente. No enseñéis nunca a un hombre orgulloso y propenso a la envidia una importante cantidad de dinero. Era la primera vez que Smerdiakov veía tantos billetes juntos. Esta visión pudo dejar en su mente huellas profundas, aunque en el primer momento la impresión no tuviera consecuencias.

 



»Mi eminente contradictor ha expuesto con notable sutileza una serie de hipótesis, en favor y en contra, de la acusación de asesinato contra Smerdiakov, y finalmente ha preguntado: «¿Qué interés podía tener Smerdiakov en fingir un ataque?» A esto respondo que el ataque pudo no ser fingido, que Smerdiakov pudo sufrirlo realmente y más tarde volver en sí. Aunque no del todo, como suele ocurrir a los epilépticos, pudo recobrar la razón. «¿En qué momento cometió el crimen?», preguntará la acusación. Es una pregunta muy fácil de contestar. Smerdiakov pudo volver en sí y levantarse después de un sueño profundo (los epilépticos suelen dormir profundamente tras los ataques), exactamente en el momento en que el viejo Grigori cogió al acusado por la pierna cuando éste cabalgaba ya sobre la tapia y gritó: «¡Parricida!» Este grito proferido en el silencio de la noche pudo despertar a Smerdiakov, cuyo sueño era ya, seguramente, más ligero. Entonces se levanta y, todavía medio dormido, va a ver qué ha pasado. Llega al jardín, se acerca a la ventana iluminada y se entera de lo ocurrido por boca de su amo, que se alegra de tenerlo junto a él. Fiodor Pavlovitch se lo cuenta todo detalladamente, y en la mente, aún no despejada, de Smerdiakov, surge una idea que va tomando cuerpo. Es una idea horrible, pero subyugadora y de una lógica irrefutable: matar, apoderarse de los tres mil rublos y dejar que todo el mundo culpe al hijo de la víctima. ¿Quién puede sospechar de él? ¿A quién se puede acusar sino a Dmitri Karamazov? Existen pruebas: están en el lugar donde se va a producir el hecho. La codicia y la confianza en la impunidad lo han dominado al mismo tiempo. La tentación de matar se presenta a veces de improviso, como una ráfaga. En resumen, que Smerdiakov pudo entrar en la casa y cometer el crimen. ¿Con qué arma? ¡Bah! Con la primera piedra que encontrara en el jardín. ¿Pero por qué? ¿Qué fin perseguía? Tres mil rublos son una fortuna, ¿no? Alguien pensará que me contradigo, pero no es así. El dinero pudo existir. Y acaso era Smerdiakov el único que sabía dónde lo podía encontrar. «¿Pero y ese sobre abierto abandonado en el suelo de la habitación?» Hace un momento, al decir el señor fiscal sutilmente que sólo un ladrón sin experiencia, precisamente como Karamazov, podía obrar así, y que Smerdiakov no habría dejado jamás tras él semejante prueba de culpa; hace un momento, repito, he recordado que este argumento no era una novedad para mí. La hipótesis de que sólo un hombre como Karamazov podía haber arrojado el sobre al suelo ya la había oído dos días antes de labios de Smerdiakov, cosa que, por cierto, me sorprendió extraordinariamente. Tuve la impresión de que Smerdiakov se hacía el ingenuo para inculcarme esta idea y que yo llegara a la misma conclusión por inspiración suya. ¿No procedería del mismo modo en la instrucción del sumario, consiguiendo imponer esta hipótesis al eminente representante del ministerio público? «¿Y la mujer de Grigori?», se me preguntará. «Estuvo oyendo gemir al enfermo toda la noche.» En efecto, así lo ha atestiguado ella. Pero este argumento es sumamente frágil. Un día, una señora amiga mía se quejaba de no haber podido dormir en toda la noche a causa de los ladridos de un perro. Sin embargo, el pobre animal, como pudo comprobarse, sólo había ladrado dos o tres veces. Estos errores son naturales. Una persona está durmiendo; oye gemir y se despierta renegando, para volver a dormirse en seguida. Dos horas después, nuevo gemido, otra vez se despierta y otra vez se duerme. Esto se repite dos horas más tarde. En total, ha ocurrido tres veces. Pero esa persona se levanta por la mañana quejándose de no haber dormido en toda la noche y diciendo que los gemidos han sido incesantes. Sin duda, esa persona cree sinceramente que ha sido así. Los intervalos de dos horas de sueño no se pueden recordar; sólo los minutos de vigilia se fijan en la memoria, dando la impresión de que las interrupciones del descanso han sido continuas.



»«¿Pero por qué —replica la acusación— no confesó Smerdiakov su crimen en la nota que dejó escrita antes de suicidarse? ¿Acaso su conciencia no llegaba a tanto?» Permítanme una observación. La conciencia va unida al arrepentimiento. Tal vez el suicida no estaba arrepentido, sino solamente desesperado. Son dos cosas muy diferentes. A la desesperación puede ir unida la maldad, y no es necesario que el desesperado sienta el deseo de reconciliarse con Dios. Es posible que el suicida, en sus últimos momentos, odiase más que nunca a aquellos a quienes había envidiado toda la vida.



»Señores del jurado, procuren no cometer un error judicial. ¿Hay algo inverosímil en mi tesis? Traten de encontrar un error, un detalle imposible, un hecho absurdo, y si no lo hallan, si consideran que en mis suposiciones hay un poco de verosimilitud, por insignificante que este poco sea, obren con prudencia. Les juro por lo más sagrado que creo con absoluta sinceridad en la versión del crimen que acabo de exponer. Lo que me inquieta es que entre el cúmulo de hechos contra mi cliente que nos ha ofrecido la acusación, no exista ni uno solo cuya exactitud y evidencia no puedan ponerse en duda. Ciertamente, el conjunto de los hechos es abrumador para el acusado: esa sangre que gotea de sus manos y que mancha sus ropas, el grito de «¡Parricida!» que resuena en la oscuridad de la noche, el hecho de que la persona que ha lanzado este grito se desplome con la cabeza abierta, y, además, el cúmulo de palabras, de declaraciones, de exclamaciones que se han oído aquí... Todo esto, señores del jurado, puede torcer una convicción, pero no la de ustedes. No olviden que se les ha conferido un poder ilimitado, que pueden hacer y deshacer. Pero cuanto mayor es el poder que se tiene, mayor debe ser el cuidado con que se ejerza. Mantengo firmemente todo lo que acabo de decir; pero voy a convenir por un momento con la acusación de que mi desventurado cliente se ha manchado las manos con la sangre de su padre. Esto no es más que una suposición, pues repito una vez más que no tengo la menor duda de que el acusado es inocente. Sin embargo, les ruego que me escuchen aunque adopte esta actitud. Tengo que decirles todavía algunas cosas que considero útiles para hacer frente al violento combate que se está librando —ésta es mi creencia— en sus corazones... Perdónenme esta alusión, señores del jurado; pero quiero ser sincero hasta el fin. ¡Seamos sinceros todos!



En este punto de su discurso, el abogado defensor fue interrumpido por una salva de aplausos. Fue tanta la emoción con que pronunció sus últimas palabras, que todos creyeron que verdaderamente tenía algo, y muy importante, que decir.



El presidente amenazó con hacer evacuar la sala si se repetían semejantes manifestaciones. Dicho esto, se dispuso a escuchar y Fetiukovitch reanudó la defensa con un acento de convicción muy distinto del que había empleado hasta aquel momento.





XIII. Un sofista





No es solamente el conjunto de los hechos lo que abruma a mi cliente, señores del jurado; lo que más le perjudica es el hecho de que la víctima sea su padre. Si se tratara de un crimen corriente, ustedes, dada la duda que se cierne sobre este asunto cuando consideramos los hechos aisladamente, no mantendrían una actitud acusadora o, por lo menos, vacilarían en condenar a un hombre exclusivamente porque ocupe, con sobrados motivos, por cierto, el banquillo de los acusados. Pero estamos en presencia de un parricida. Esta palabra impone de tal modo, que fortalece, incluso en el ánimo más objetivo, los puntos fundamentales de la acusación. ¿Cómo perdonar a un hombre de un crimen tan horrendo? Si fuera verdaderamente culpable y quedara sin castigo... Éste es el sentimiento instintivo de todos. En verdad, es algo espantoso matar a un padre, al hombre que nos ha engendrado y amado, que no ha rehuido ningún sacrificio por nosotros, que nos ha atendido con angustia en las enfermedades de nuestra infancia, que ha sufrido para darnos la felicidad y sólo ha vivido para nuestras alegrías y nuestros éxitos. No, no se concibe que se pueda asesinar a un padre así. Señores del jurado, ¡qué grandeza encierra la palabra padre cuando se trata de un padre verdadero! Acabamos de dar una idea de lo que es un verdadero padre. Pero en nuestro caso, en este doloroso asunto, tenemos un padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov, que no se parecía en nada al que acabo de describir. Pues hay ciertos padres que son una verdadera vergüenza. Analicemos las cosas, atentamente; no debemos detenernos ante nada, en vista de la gravedad de la decisión que hemos de tomar. No debemos tener miedo ni eludir ciertas ideas, «como si fuéramos niños o débiles mujeres», según la feliz expresión del eminente representante del ministerio público. Mi honorable adversario, en el curso de su ardoroso informe, ha exclamado varias veces: «No dejaré en manos de nadie la defensa del acusado: yo soy a la vez su acusador y su defensor.» Sin embargo, se ha olvidado de mencionar el detalle de que el abominable acusado ha conservado durante veintitrés años la gratitud por una libra de avellanas, la única golosina que saboreó en la casa paterna, y que, por lo tanto, mi cliente debe de recordar también que correteaba por la casa de su padre descalzo y con los pantalones abrochados por un solo botón, según nos ha revelado un hombre de tan buenos sentimientos como el doctor Herzenstube.



»Señores del jurado, no nos detengamos en los detalles de esta lamentable paternidad, ya que todo el mundo la conoce. ¿Qué ha encontrado mi cliente al llegar a casa de su padre? ¿Hay razón para que se le presente como un hombre sin corazón, como un ser egoísta, como un monstruo? Es impulsivo, violento como un salvaje: así se le considera. ¿Pero quién es el culpable de que sea de este modo si, a pesar de su inclinación al bien y de su corazón sensible y abierto a la gratitud, se ha hecho hombre en un ambiente tan monstruoso? ¿Le ha ayudado alguien a cultivar su razón, se ha cuidado alguien de educarlo, recibió algún afecto en su infancia? Mi cliente se ha desarrollado a la buena de Dios, como un animal selvático. Tal vez ardía en deseos de ver a su padre después de tantos años de separación; tal vez, acordándose de su infancia como a través de un sueño, apartó muchas veces de su corazón los odiosos fantasmas del pasado y deseó con toda su alma absolver y abrazar a su padre. ¿Pero qué ocurrió cuando volvió a verlo? Que lo recibió con cínicas sonrisas, con desconfianza, con ironías acerca de la herencia de su madre. Sólo oye palabras ofensivas, y, para que nada le falte, ve que su padre pretende arrebatarle la mujer amada, ofreciéndole el dinero que le pertenece a él. Señores del jurado: reconozcan que esto es atroz, repugnante. Además, este padre se queja ante todo el mundo de la falta de respeto y la violencia de su hijo, lo calumnia, pone en su camino toda clase de obstáculos, compra sus pagarés con el propósito de llevarlo a la cárcel. Hay hombres que parecen desalmados, violentos, impetuosos, como mi cliente, y son en realidad bondadosos; si parecen distintos es porque no han tenido ocasión de demostrar su bondad. No tomen a broma esta idea. El señor fiscal se ha burlado de mi cliente por considerarlo un apasionado de Schiller. Yo, en su lugar, no me habría burlado. Estos seres, permitidme defenderlos, suelen estar sedientos de ternura, de belleza, de justicia, precisamente porque, sin que ellos lo sospechen, estos sentimientos contrastan con la violencia y la dureza de su conducta. Por muy desalmados que parezcan, son capaces de amar hasta el sufrimiento, de sentir por una mujer un amor espiritual y profundo. Y esto es, créanme ustedes, lo que suele ocurrirles. Sin embargo, no pueden disimular su impetuosa rudeza, que es lo único que vemos de ellos, ya que su interior permanece oculto. Las pasiones de estos seres se apaciguan con facilidad. Cuando se ven ante una persona de sentimientos elevados, sus almas, aparentemente rudas y violentas, tratan de regenerarse, de corregirse, de ser nobles, rectas, «sublimes», por desacreditada que esté esta expresión.



»He dicho hace unos momentos que no comentaría las relaciones de mi cliente con la señorita Verkhovtsev. Sin embargo, puedo decir algo de este asunto. Hemos oído de sus labios no una declaración, sino el grito de una mujer exaltada que comete un acto de venganza. Esa mujer no tiene ningún derecho a acusar a mi cliente de traición, pues ha sido ella la que lo ha traicionado. Si hubiera podido reflexionar, no habría hecho semejante declaración. No la creáis. Mi cliente no es un monstruo, como ella lo ha llamado. El Crucificado, que amaba a los hombres, dijo en las angustias de la Pasión: «Soy el Buen Pastor que da su vida por sus ovejas; ninguna perecerá». No perdamos a un alma humana. Me he preguntado qué es un buen padre y he respondido que esta expresión designa algo noble y magnífico. Pero hay que aplicar el calificativo con exactitud, señores del jurado; hay que llamar a las cosas por su verdadero nombre. Un padre como el viejo Karamazov no merece llamarse padre. El amor filial injustificado es absurdo. No puede suscitar amor el que no da nada; sólo Dios puede sacar de la nada algo. «Padres, no irritéis a vuestros hijos», escribe el apóstol con el corazón inflamado de amor. Recuerdo estas santas palabras, no sólo por el padre de mi cliente, sino por todos los padres. ¿Quién me ha dado autoridad para aleccionarlos? Nadie. Pero yo me dirijo a ellos como hombre y como ciudadano: vivos voco. Permanecemos poco tiempo en la tierra. Nuestros actos y nuestras palabras suelen ser malos. Por lo tanto, debemos aprovechar los momentos en que nos reunimos para decirnos algo bueno. Esto es lo que hago yo: aprovechar la ocasión que se me ofrece. No es que la suprema autoridad me haya concedido esta tribuna, pero pienso que toda Rusia me está escuchando. No me dirijo únicamente a los padres que están en esta sala, sino a todos los padres. A todos les digo: «Padres, no provoquéis la ira de vuestros hijos.» Empecemos por cumplir los preceptos de Cristo: sólo así podremos exigir algo a los seres que hemos traído al mundo. Si no procedemos de este modo, no seremos sus padres, sino sus enemigos, y ellos verán en nosotros sus enemigos y no sus padres. Y la culpa será nuestra. «Con la medida que midáis se os medirá a vosotros». Esto no lo digo yo, sino los Evangelios. Medid con la misma medida con que se os mida. No podemos reprochar a nuestros hijos que hagan con nosotros lo que nosotros hacemos con ellos.

 



»Hace poco, en Finlandia, se acusó a una muchacha de haber dado a luz clandestinamente. La vigilaron y encontraron en el granero, oculta en un montón de ladrillos, su maleta y, dentro de esta maleta, el cadáver de un recién nacido. La propia madre era la autora del crimen. Se descubrieron los esqueletos de otros dos niños, a los que la misma madre había dado muerte después de haberlos traído al mundo, según confesó la propia culpable. ¿Es esto una madre, señores del jurado? Tuvo hijos, pero ¿puede haber alguien que se atreva a aplicarle el santo nombre de madre? Seamos audaces, señores, seamos incluso temerarios. En este momento tenemos el deber de serlo. No debemos temer a ciertas expresiones ni a ciertas ideas; no imitemos a los mercaderes de Moscú, que temen a las palabras «metal» y «azufre». Demostremos que el progreso de los últimos años ha influido en nosotros y digamos francamente: no basta engendrar para ser padre, hace falta además merecer este nombre. Sin duda, se da otro significado a la palabra padre, ya que se llama así al que ha engendrado hijos, aunque sea un monstruo y un enemigo declarado de ellos. Pero este significado es puramente místico, por decirlo así, choca con la inteligencia y sólo puede admitirse como artículo de fe. Lo mismo ocurre con otras muchas cosas incomprensibles en las que se cree porque la religión lo ordena. Pero en este caso, las cosas no pertenecen al dominio de la vida real. Dentro de este dominio, donde existen no solamente derechos, sino también importantes deberes, si queremos ser humanos, cristianos, tenemos que hacer use exclusivamente de las ideas justificadas por la razón y la experiencia y pasadas por el tamiz del análisis; tenemos, en una palabra, que proceder sensatamente y no de un modo extravagante, como en sueños o delirando, para no perjudicar al prójimo. Entonces obraremos como cristianos y no solamente como místicos, y realizaremos una labor racional y verdaderamente altruista...



En este momento se oyeron aplausos en varios puntos de la sala, pero Fetiukovitch hizo un ademán con el que dio a entender que suplicaba que no lo interrumpieran. Al punto se restableció el silencio y el orador continuó:



—¿Creen ustedes, señores del jurado, que estas cuestiones pueden pasar inadvertidas a los hijos que llegan a la edad de reflexionar? No, de ningún modo. Y no debemos pedirles que se abstengan de lo que no se pueden abstener. Un padre indigno —indignidad que se puede advertir fácilmente si se compara a este padre con los padres de los amigos o los compañeros de colegio— inspira al muchacho, aunque no lo quiera, una serie de preguntas dolorosas. A estas preguntas se le responde superficialmente: «Te ha engendrado, llevas su sangre en tus venas. Por lo tanto, debes quererlo.» Cada vez más sorprendido, el muchacho se pregunta a pesar suyo: «¿Acaso me quería cuando me engendró? Entonces no me conocía, ni siquiera sabía cuál era mi sexo. En aquel momento de pasión tal vez estaba enardecido por el alcohol. Y yo he recibido como herencia la inclinación a la bebida: esto es todo lo que le debo. ¿Por qué tengo que amarlo? ¿Sólo porque me ha engendrado y a pesar de que él no me ha querido nunca?» Estas preguntas les parecerán a ustedes despiadadas, crueles, pero no se puede pedir demasiado a una inteligencia que empieza a despertar. Arrojad lo lógico y natural por la puerta, y lo veréis entrar por la ventana. Pero, sobre todo, no temamos al «metal» y al «azufre»; resolvamos esta cuestión de acuerdo con la razón y los sentimientos humanos, y no encerrándonos en ideas místicas. Que el hijo vaya a preguntar seriamente a su padre: «¿Por qué tengo que quererte? Demuéstrame que esto es un deber.» Si este padre es capaz de contestarle y darle la prueba que le pide, nos hallamos en presencia de una familia normal, verdadera, que no descansa solamente en prejuicios místicos, sino también en una base racional y rigurosamente humana. Pero si el padre no demuestra al hijo que debe amarlo, la familia no existe, el padre no es tal padre y el hijo queda en libertad y con derecho a considerar al autor de sus días como un extraño e incluso como un enemigo. ¡Nuestra tribuna, señores del jurado, debe ser la escuela de la verdad y de las ideas sanas!



Una salva de aplausos interrumpió al orador. No eran unánimes, pero no menos de la mitad de la sala aplaudía, y en esta mitad había padres y madres. De las tribunas ocupadas por las damas salieron gritos entusiastas. Incluso se agitaron pañuelos. El presidente hizo sonar la campanilla con todas sus fuerzas. Era evidente su enojo ante el escándalo, pero no se atrevió a cumplir su amenaza de hacer evacuar la sala. Incluso las autoridades y los viejos aplaudieron al orador. De aquí que, una vez calmados los ánimos, el presidente se limitase a repetir la amenaza que no había cumplido. Emocionado y triunfante, Fetiukovitch reanudó su discurso.



—Recuerden ustedes, señores del jurado, aquella horrible noche de la que tanto se ha hablado aquí, aquella noche en que el hijo saltó la tapia del jardín de su padre y se encontró frente a frente con el enemigo que le había dado la vida. Insisto en que no fue el dinero lo que le atrajo allí; la acusación de robo es absurda por las razones que ya he expuesto. Tampoco era su intención matar. Si hubiera abrigado tal propósito, se habría provisto de una verdadera arma y no de una mano de mortero de la que se apoderó con un movimiento instintivo, sin saber por qué. Admitamos por unos momentos que engañó a su padre llamando con los golpes convenidos y que entró en la casa. Ya he dicho que no creo en esta fantasía, pero supongamos momentáneamente que ocurrió así. En este caso, señores del jurado, estoy completamente seguro de que si el rival de Dmitri Karamazov, en vez de ser su padre, hubiera sido un extraño, el acusado, después de comprobar que su amada no estaba allí, se habría apresurado a marcharse, sin hacer el menor daño o, a lo sumo, después de zarandearlo o golpearlo, ya que lo único que le interesaba era encontrar a Gruchegnka. Pero el rival era su padre, el que lo ha abandonado en su infancia, el monstruo al que considera como su peor enemigo. Al verlo, el odio lo ciega y anula su razón. Todas las ofensas recibidas acuden en tropel a su memoria. Es como un arrebato de locura, pero también un impulso natural, inconsciente, contra la transgresión de las leyes eternas. En este caso no se puede acusar al homicida de ser un verdadero criminal. No, no se le puede acusar. El supuesto asesino se ha limitado a levantar la mano de mortero en un impulso de indignación, de contrariedad, sin el propósito de matar, sin darse cuenta de que puede dar muerte a su enemigo. Si no hubiera tenido en sus manos esa fatídica mano de mortero, es posible que hubiera golpeado a su padre, pero no lo habría matado. Cuando huye, ignora si ha dado muerte al viejo que ha dejado tendido en el suelo.