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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Contesta! —exclamó Iván, furioso—. ¿Existe Dios, o no existe?



—Ya veo que hablas en serio. Amigo mío, Dios es testigo de que de eso no sé nada. Es todo lo que puedo decirte.



—¡Tú sí que no existes! ¡Eres yo mismo y nada más! ¡Eres una quimera!



—Reconozco que mi filosofía es la misma que la tuya. Je pense, donc je suis. Pero, respecto a los demás, a esos otros mundos..., a Dios, al mismo Satán, no tengo ninguna prueba. ¿Poseen una existencia propia o son únicamente una emanación de mi ser, una expansión de mi yo, que existe temporalmente como persona?... No sigo, porque veo en lo cara que sientes deseos de pegarme.



—Será preferible que me cuentes una anécdota.



—Precisamente tengo una que se ajusta perfectamente al tema de nuestra conversación, pues es más una leyenda que una anécdota. Me reprochas mi incredulidad, pero no soy el único incrédulo. En mi mundo todos están trastornados a causa del progreso de vuestras ciencias. Cuando sólo se habla de átomos, de los cinco sentidos, de los cuatro elementos, la cosa podía pasar. Los átomos ya eran conocidos en la antigüedad. Pero últimamente habéis descubierto la molécula química, el protoplasma, y sabe el diablo cuántas cosas más. Al enterarse de todo esto, los nuestros se asustaron y hubo una verdadera epidemia de chismes y supersticiones. Tuvimos tantos como vosotros o más. Tampoco faltaron las delaciones. Y organizamos una sección de investigaciones secretas, en la que eran bien recibidas las informaciones de los particulares. Pues bien, esta leyenda de nuestra época medieval, de la nuestra, no de la vuestra, sólo halla algún crédito entre los comerciantes poderosos, los nuestros, no los vuestros. Todo lo que existe entre vosotros, lo tenemos nosotros también. Te revelo este secreto por amistad, rompiendo una rigurosa prohibición. La leyenda se refiere al paraíso. En la tierra había cierto filósofo que lo negaba todo: las leyes, la conciencia, la fe y, esto especialmente, la vida futura. Cuando murió, creyó que se iba a encontrar en las tinieblas de la nada, y he aquí que se vio ante la vida futura. Se asombró y se indignó. «Esto va contra mis convicciones», dijo. Y se le condenó por estas palabras... Perdóname, pero te lo cuento como me lo contaron a mi... Se le condenó a recorrer en las tinieblas un cuatrillón de kilómetros (también nosotros medimos por kilómetros ahora). Y cuando haya acabado este recorrido, las puertas del paraíso se le abrirán y se le perdonará todo.



—¿Qué tormentos hay en el otro mundo además del «cuatrillón»? —preguntó Iván con una animación extraña.



—¡No me hables! Antes los había para todos los gustos; ahora se recurre cada vez más al sistema de las torturas morales, al remordimiento y otras trivialidades por el estilo. Esto es lo que debemos a vuestra ocurrencia de suavizar las costumbres. ¿Quién se beneficia de ello? Sólo los que no tienen conciencia, ya que se ríen del remordimiento. En cambio, las personas rectas, las que poseen el sentimiento del honor, padecen. Éste es el resultado de esas reformas realizadas sin la debida preparación y copiadas de instituciones extranjeras. Es un sistema sencillamente lamentable. Era preferible el fuego de antaño. Pues bien, el condenado al «cuatrillón» mira en todas direcciones y luego se echa en el camino. «Por principio, me niego a andar.» Toma el alma de un ateo ruso esclarecido, mézclala con la del profeta Jonás, que estuvo tres días y tres noches gruñendo en el vientre de una ballena, y obtendrás el tipo de nuestro recalcitrante pensador.



—¿Sobre qué se echó?



—Puedes estar seguro de que encontró algo en donde echarse.



—¡Bien! —exclamó Iván, que seguía muy animado y escuchaba con inusitada curiosidad—. ¿Y estará siempre echado?



—No. Mil años después, se levantó y echó a andar.



—¡Qué tonto!



Sonrió nervioso, y quedó pensativo.



—¿Acaso no es igual estar echado eternamente que recorrer un cuatrillón de kilómetros? En esto se tardaría un billón de años.



—Tal vez más. Si tuviéramos lápiz y papel, podríamos calcularlo. Terminó su viaje hace ya mucho tiempo. Y aquí empieza la anécdota.



—¿Pero cómo ha podido llegar? ¿De dónde ha sacado el billón de años?



—Hablas como si sólo hubiera existido la tierra actual. La tierra se ha reproducido lo menos un millón de veces. Se heló, se agrietó, se disgregó, se descompuso en sus elementos y de nuevo la cubrieron las aguas. Después volvió a ser un cometa, y luego un sol, de donde salió el globo. Este ciclo se ha repetido infinidad de veces del mismo modo, con todos sus detalles. Esto es horriblemente tedioso...



—Bueno, ¿qué ocurrió cuando el pensador hubo recorrido el cuatrillón de kilómetros?



—Entró en el paraíso, y apenas habían transcurrido dos segundos, reloj en mano (aunque creo que su reloj se descompondría en sus elementos durante el viaje), exclamó que por aquellos dos segundos se podían recorrer no sólo un cuatrillón de kilómetros, sino un cuatrillón de cuatrillones. En una palabra, que cantó el hosannu y exageró hasta el punto de que los pensadores más austeros le negaron el saludo durante algún tiempo. Se había pasado al conservadurismo con demasiada rapidez. Así es el temperamento ruso. Te repito que esto es una leyenda. Ya ves las ideas que corren sobre esas materias en nuestro país.



—¡Ya te tengo! —exclamó Iván con alegría infantil y como si recobrase de pronto la memoria—. ¡Esa leyenda del cuatrillón de kilómetros la ideé yo mismo! Entonces tenía diecisiete años y se me ocurrió en el colegio. En Moscú se la conté a un camarada llamado Korovkine. Es una leyenda muy característica. La había olvidado, pero la he recordado inconscientemente. No ha salido de ti. Algo semejante ocurre a los que van al suplicio y a los que sueñan: un aluvión de hechos pasados acude a su memoria. Tú eres sólo un sueño.



—La violencia de tus negaciones prueba que crees en mi —dijo el caballero alegremente.



—¡De ningún modo! ¡No te concedo ni una centésima de crédito!



—¿Tampoco una milésima? Las dosis homeopáticas son a veces muy fuertes. Confiesa que me concedes, por los menos, una diezmilésima.



—¡No! —replicó Iván, irritado—. Sin embargo, quisiera creer en ti.



—¡Eso es toda una confesión! Como soy generoso, voy a ayudarte. Yo sí que te tengo a ti. Te he contado esta leyenda para desengañarte definitivamente respecto a mí.



—Mientes. La finalidad de tu aparición ha sido convencerme de tu existencia.



—Precisamente. Pero las vacilaciones, las inquietudes, la lucha entre la duda y la fe suelen ser tan atormentadoras, que pueden llegar a hacer desear la muerte a un hombre tan escrupuloso como tú. Al saber que crees un poco en mí, te he contado esta leyenda para sumirte definitivamente en la duda. Tengo mis motivos para hacerte oscilar entre la incredulidad y la fe. Es un nuevo método que he adoptado. Te conozco y sé que cuando dejes de creer en mi por completo, empezarás a decir que no soy un sueño, que existo verdaderamente. Entonces habré alcanzado mi objetivo. Un objetivo noble, pues depositaré en ti un minúsculo germen de fe, del que nacerá una encina, una encina tan grande que será tu refugio. Entonces cumplirás tu vivo y secreto deseo de ser un anacoreta. Y vivirás en el desierto y te dedicarás de lleno a la salvación de tu alma.



—¿Tú interesarte por mi salvación, miserable?



—Hay que hacer alguna buena obra de vez en cuando. ¿Acaso te molesta?



—¡Eres un bufón! ¿Pretendes hacerme creer que has tentado alguna vez a los que oran diecisiete años en el desierto, se alimentan de saltamontes y se cubren de musgo?



—No he hecho otra cosa en mi vida. Uno se olvida de todo cuando se encuentra ante una de esas almas que son verdaderos tesoros, estrellas que valen por constelaciones enteras. También nosotros tenemos nuestra aritmética. Triunfar en estos casos es una gran victoria. Aunque no lo creas, algunos de esos solitarios te aventajan en intelecto. Pueden contemplar simultáneamente tales abismos de fe y de duda, que están a punto de sucumbir.



—Pero tenías que retirarte con un palmo de narices.



—Amigo mío —replicó sentenciosamente el visitante—, más vale tener las narices largas que no tener nariz. Así lo decía recientemente un marqués enfermo (sin duda, estaba en manos de un especialista) al confesarse con un padre jesuita. Yo presencié la confesión. Fue muy divertido. «Devuélveme la nariz», decía el marqués, golpeándose el pecho. «Hijo mío —repuso el padre—, todo está regulado por los decretos insondables de la providencia. Un mal visible conduce a veces a un bien oculto. Un destino cruel lo ha privado de su nariz, pero esto supone para usted la ventaja de que nadie podrá decirle que tiene la nariz demasiado larga.» El marqués repuso, desesperado: «¡Eso no es un consuelo, padre mío! Por el contrario, me encantaría tener las narices largas, con tal que no me faltasen.» El padre suspiró y dijo: «Hijo mío, no se pueden pedir todos los bienes a la vez. Ha murmurado de la providencia, y ella, ni aun así lo ha abandonado, pues si usted desea, como acaba de decir, tener una nariz larga, su deseo se ha cumplido indirectamente, ya que, por el hecho mismo de carecer de nariz, tiene largas las narices...»



—¡Eso es una estúpida incongruencia! —exclamó Iván.



—Amigo mío, sólo pretendía hacerte reír. Te aseguro que ésta es la casuística de los jesuitas y que todo lo que te he contado es verdad. El caso, como te he dicho, es reciente, y me causó muchas preocupaciones. Ya en su casa, el desgraciado marqués estuvo toda la noche torturándose el cerebro, y yo no te abandoné hasta el último instante... Los confesionarios de los jesuitas son para mí una grata distracción en los momentos de pesar. He aquí una anécdota de estos últimos días. Una joven normanda, rubia, de veinte años, se presenta a un viejo padre para confesarse. La muchacha es una belleza y tiene un cuerpo magnífico. Se arrodilla, y, a través del enrejado, confiesa su pecado en voz baja. El padre exclama: «¿Cómo has podido volver a caer, hija mía? ¡Y con otro, Virgen santa! ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿No te da vergüenza?» Y la pecadora responde entre lágrimas: «Ah, mon pére, ça lui a fait tant de plaisir et a moi si peu de peine!» Analiza esta respuesta. Es un grito de la naturaleza y vale más que la inocencia más pura. Le dio la absolución, y ya me disponía a marcharme, cuando oí que citaba a la joven para aquella misma noche. Cualquiera que fuese su resistencia al pecado, el viejo había cedido a la tentación. La naturaleza, la verdad, se vengaron. ¿Por qué pones esa cara? ¿Todavía estás enojado? No sé qué hacer para serte agradable.

 



—Déjame. Me obsesionas como una pesadilla —exclamó Iván vencido por su alucinación—. Me aburres y me atormentas. Daría cualquier cosa por poder alejarte de mí.



—Ten calma —dijo el caballero, con acento cautivador—. Modera tus exigencias, no me pidas nada grande ni hermoso, y verás como llegamos a ser buenos amigos. Sin duda, te molesta que me haya presentado a ti como lo he hecho: no he aparecido envuelto en una luz roja, entre truenos y relámpagos, y con unas alas de color de fuego, sino modestamente vestido. Esto ha sido una ofensa, primero para tus gustos estéticos y después para tu orgullo. ¡Un gran hombre como tú recibir la visita de un diablo tan vulgar! Posees esa fibra romántica que ha ridiculizado Bielinski. ¡Qué le vamos a hacer! Hace un momento, viniendo hacia aquí, se me ha ocurrido, por puro pasatiempo, presentarme bajo la apariencia de un consejero de estado retirado. Me proponía lucir las condecoraciones de las órdenes del León y del Sol en vez de las medallas de la estrella Polar ¡o de Sirio! Continuamente me estás llamando tonto. Desde luego, no pretendo tener tu inteligencia. Mefistófeles, al aparecerse a Fausto, afirma que desea el mal y sólo hace el bien. A mí me ocurre lo contrario. Yo soy tal vez el único ser en el mundo que ama la verdad y desea sinceramente el bien. Yo estaba presente cuando el Verbo crucificado subió al cielo, llevándose el alma del buen ladrón. Oí las aclamaciones gozosas de los querubines que cantaban el hosanna y los himnos de los serafines que hacían temblar el universo. Pues bien; te juro por lo más sagrado que de buena gana me habría unido a los coros y gritado «Hosanna!» Poco faltó para que lo hiciera. Ya sabes que soy muy sensible, a impresionable desde el punto de vista estético. Pero el buen sentido, que es la más desdichada de mis cualidades, me contuvo, y no aproveché el momento propicio. Y es que pensé qué sucedería si yo cantaba el hosanna. Todo se extinguiría en el mundo; nunca volvería a pasar nada. He aquí como los deberes de mi cargo y mi posición social me obligaron a rechazar un noble impulso y a continuar sumergido en la infamia. Otros se atribuyen todo el honor del bien; a mí sólo me dejan la infamia. Pero no envidio el honor de vivir a expensas del prójimo. No soy ambicioso. ¿Por qué he de ser yo la única criatura condenada a recibir las maldiciones de las personas honorables a incluso sus puntapiés, ya que, al haberme encarnado, he de sufrir reveses de esta índole? En esto hay un misterio. Nadie me lo quiere revelar por temor a que entone el hosanna, lo que motivaría que las indispensables imperfecciones desaparecieran. Esto significaría el fin de todo, incluso de los periódicos y revistas, que se quedarían sin abonados. Sé perfectamente que al fin me reconciliaré, recorreré el cuatrillón de kilómetros y se me revelará el secreto. Pero, entre tanto, cumplo, gruñendo y contra mi voluntad, mi misión de perder a miles de hombres para salvar a uno solo. Por ejemplo, ¡cuántas almas fue necesario perder y cuántas reputaciones hubo que manchar para obtener aquel hombre justo que se llamó Job y que utilizaron tan malignamente para atraparme, hace ya mucho tiempo! Hasta que se me revele el secreto, sólo habrá para mí dos verdades: la de allá lejos, la luz, que ignoro por completo, y la mía. Ya veremos cuál es la más pura... ¿Te has dormido?



—No —gimió Iván—. Estoy pensando que todo lo malo que hay en mí, todo lo que hace ya mucho tiempo digerí y eliminé como un excremento, tú me lo presentas como una novedad.



—Entonces, he fracasado. Pretendía cautivarte con mi elocuencia. Lo del hosanna en el cielo no está del todo mal. ¿Y qué me dices de mi sarcasmo a lo Heine?



—Yo no he tenido jamás espíritu de lacayo. No comprendo cómo ha podido producir mi alma un ser tan vil como tú.



—Amigo mío, conozco a un simpático joven ruso, amante de la literatura y el arte, que ha escrito un prometedor poema titulado El Gran Inquisidor. A ese joven me dirigía.



—¡Te prohíbo que hables de El Gran Inquisidor! —exclamó Iván, rojo de vergüenza.



—Y el cataclismo geológico... ¿Te acuerdas?



—¡Calla o te mato!



—No, no me mates antes de que te explique algunas cosas. Precisamente he venido para procurarme este placer. ¡Oh, cómo me seducen los sueños de mis amigos jóvenes, fogosos, sedientos de vida! La primavera pasada, cuando te disponías a venir aquí, decías: «Allí viven hombres nuevos que lo quieren destruir todo y volver a la antropofagia. Esos necios no me han consultado. A mi juicio, lo único que hay que destruir es la idea de Dios en la mente del hombre. Por aquí hay que empezar. ¡Qué ciegos son! ¡No comprenden nada! Cuando la humanidad entera prefiere el ateísmo (yo creo que esta era llegará a su debido tiempo, lo mismo que fueron llegando las épocas geológicas), desaparecerá, sin que haya que pasar por la antropofagia, la antigua concepción del mundo y, sobre todo, la antigua moral. Los hombres se unirán para extraer de la vida todos los goces posibles, pero sólo goces de este mundo. El espíritu humano se elevará hasta alcanzar un orgullo titánico: será como una humanidad divinizada. El triunfo continuo y grandioso y de la naturaleza, mediante la ciencia y la energía, constituirá para el hombre una alegría tan incesante a intensa, que sustituirá sobradamente en él a las alegrías del cielo. Todos sabrán que son perecederos sin esperanza de resurrección, y se resignarán a morir, con sereno orgullo, como dioses. Por dignidad, se abstendrían de murmurar de la brevedad de la vida y amarán al prójimo desinteresadamente. El amor sólo proporcionará una satisfacción limitada, pero el mismo sentimiento de su limitación reforzará su intensidad, tanto como ahora se debilita al diseminarse en la esperanza de un amor eterno, de ultratumba...» Etc., etc. ¡Era magnífico!



Iván se había tapado los oídos, miraba al suelo y temblaba de pies a cabeza. El visitante continuó:



—El joven pensador seguía diciendo: «Pero nos preguntamos si esta época llegará. En caso afirmativo, todo quedará resuelto, y la humanidad se organizará definitivamente. Pero como, dada la necedad inveterada de la especie humana, esto tal vez no se realice hasta dentro de miles de años, todo hombre consciente de la verdad tiene derecho a reglamentar su vida como le plazca, ajustándola a los nuevos principios. Admitido esto, habrá que admitir también que ese hombre tiene derecho a todo. Es más: incluso aunque esta época no haya de llegar nunca, el hombre nuevo, sabiendo que Dios y la inmortalidad no existen, puede convertirse en un hombredios, aun en el caso de que sea el único que viva así. Ese hombre podría hacer caso omiso, sin la menor preocupación, de las reglas tradicionales de la moral, esas reglas a las que el ser humano está sujeto como un esclavo. Para Dios no hay leyes. En cualquier parte en que se encuentre, está en su sitio. En cualquier parte donde yo esté, me encontraré en el primer puesto... En una palabra: tengo derecho a todo.» Es un razonamiento encantador. Claro que si uno quiere trampear, ¿para qué necesita la verdad? Pero el ruso contemporáneo es así: adora de tal modo la verdad, que no se decide a utilizar el engaño como no pueda apoyarse en ella...



Arrastrado por su elocuencia, el visitante levantaba cada vez más la voz y miraba irónicamente a Iván Fiodorovitch. Pero no pudo continuar: Iván cogió de pronto un vaso que había sobre la mesa y se lo arrojó al orador.



—Ah, mais c'est bête enfin! —exclamó éste, levantándose de un salto y secándose las ropas salpicadas de té—. Sin duda, te has acordado del tintero de Martín Lutero. Pretendes ver en mi un sueño, pero esto no te impide arrojarme un vaso. Es un acto propio de una mujer. Ya me parecía a mí que fingías taparte los oídos y que, en realidad, me estabas escuchando.



En este momento alguien llamó a la ventana insistentemente. Iván Fiodorovitch se levantó.



—¿Oyes? —dijo el visitante—. Abre. Es tu hermano Aliocha, que viene a darte una noticia inesperada. Créeme.



—¡Calla, impostor! —exclamó Iván—. Sabía que era Aliocha el que llamaba. No necesitaba que me lo dijeses. Lo presentía, y es natural que traiga alguna noticia: no va a venir por nada.



—Entonces, ve a abrirle. Es tu hermano y está nevando. Monsieur sait—il le temps qu'il fait? C'est à ne pas mettre un chien dehors...



Seguían llamando. Iván quería correr hacia la ventana, pero seguía paralizado. Hacía grandes esfuerzos para romper las ligaduras que lo inmovilizaban; no lo conseguía. Los golpes en la ventana eran cada vez más fuertes. Al fin, las ligaduras se rompieron a Iván Fiodorovitch quedó en libertad.



Las dos bujías estaban llegando a su fin. El vaso que había arrojado al visitante volvía a estar sobre la mesa. En el diván de enfrente no había nadie. Se oían aún los golpes en la ventana, pero no tan fuertes como antes le habían parecido a Iván. Incluso podían calificarse de discretos.



—¡No ha sido un sueño! ¡No, no ha sido un sueño! Todo ha sucedido realmente.



Corrió hacia la ventana y la abrió.



Al ver a su hermano, le gritó, furioso:



—¿Por qué has venido, Aliocha? ¡Te prohibí que vinieras! Dime en dos palabras qué quieres. En dos palabras, ¿oyes?



—Smerdiakov se ha ahorcado —dijo Aliocha.



—Ve a la puerta. Voy a abrir.



Y salió corriendo de la habitación.





X. «Él me lo ha dicho»





Aliocha explicó a Iván que, hacia aproximadamente una hora, María Kondratievna se había presentado en su casa para decirle que Smerdiakov se acababa de suicidar. Al entrar en su habitación con el samovar, lo había visto colgado de un clavo. Aliocha le preguntó si había denunciado el hecho, y ella le respondió que no había hablado con nadie antes de verle a él. Temblaba como una hoja. Aliocha la acompañó a su casa y vio a Smerdiakov colgado del clavo. En la mesa había un papel con estas palabras: «Pongo fin a mi vida por mi propia voluntad. Que no se culpe a nadie de mi muerte.» Aliocha dejó el papel en la mesa y se dirigió a casa del ispravnik.



—Y de allí he venido aquí —terminó, mirando a Iván fijamente.



La expresión del rostro de su hermano le preocupaba. De pronto dijo:



—Tú estás enfermo, Iván. Me miras como si no comprendieras lo que te estoy diciendo.



—Has hecho bien en venir —dijo Iván, pensativo y como si no hubiera oído las últimas palabras de Aliocha—. Sabía que Smerdiakov se había ahorcado.



—¿Por quién lo has sabido?



—No lo sé, pero lo cierto es que lo sabía... ¡Ah, ya sé por quién lo he sabido! Me lo ha dicho él. Sí, él me lo acaba de decir.



Iván estaba en medio de la habitación, abstraído, con la vista en el suelo.



—¿Quién es él? —preguntó Aliocha, mirando involuntariamente en todas direcciones.



—Se ha ido.



Iván levantó la cabeza y sonrió dulcemente.



—Ha huido de ti porque te teme. Eres un querubín. Así te llama Dmitri: querubín. ¡Ah, el grito ensordecedor de los serafines!... ¿Qué es un serafín? Tal vez toda una constelación. Y una constelación acaso no sea más que una molécula química... Oye, ¿sabes si existen las constelaciones del León y del Sol?



—Siéntate, Iván —dijo Aliocha, inquieto—, siéntate en el diván, haz el favor. Estás delirando. Échate y apoya la cabeza en el cojín. Así. ¿Quieres que te ponga una toalla húmeda en la cabeza? Esto te aliviará.



—Dame el paño que hay en la silla. Lo he echado hace un momento.



—Aquí no hay nada. Pero no te preocupes, que aquí veo uno.



Aliocha se refería a un paño limpio y seco que había visto junto al lavabo.



Iván lo cogió y lo observó atentamente, con una extraña expresión en los ojos. De pronto dijo, incorporándose:



—Hace un rato me he puesto en la cabeza este paño humedecido. Después lo he echado allí. ¿Cómo se explica que esté seco? No había otro.

 



—¿Estás seguro de que te has puesto este paño en la cabeza?



—Sí, y me he paseado por la habitación. ¿Cómo es que se han consumido las bujías? ¿Qué hora es?



—Pronto serán las doce.



—¡No, no ha sido un sueño! —exclamó Iván—. Estaba aquí, en ese diván. Cuando tú has llamado a la ventana, le he arrojado un vaso, ese mismo que está en la mesa. Escucha, no ha sido la primera vez. Pero no son sueños, es realidad. Aunque estoy como dormido, ando, hablo, veo... Él estaba aquí, en ese diván... ¡Qué tonto es, Aliocha! ¡Es tonto de remate!



Iván se echó a reír y empezó a pasear por la habitación.



—¿Quién es ese tonto? —preguntó ansiosamente Aliocha—. ¿De quién hablas?



—Del diablo. Viene a verme. Ha venido ya dos o tres veces. Está molesto conmigo. Cree que yo le desprecio por ser un simple diablo y no Satanás, el de las alas rojas, que aparece entre truenos y relámpagos. No es más que un impostor, un diablo de ínfima categoría. Va a los baños. Estoy seguro de que, si lo desnudáramos, le veríamos una cola leonada de un metro de largo y tan pelada como la de un perro danés... Estás helado, Aliocha; la nieve ha caído sobre ti. ¿Quieres un poco de té? Está frío; voy a preparar el samovar... C'est à ne pas mettre un chien dehors...



Aliocha mojó el paño en el lavabo a toda prisa, convenció a Iván de que volviera a sentarse y le puso el paño en la cabeza. Luego se sentó a su lado.



—¿Qué me decías hace un rato de Lise? —preguntó Iván, cuya locuacidad aumentaba por momentos—. Lise me gusta. Pienso en mañana con temor, sobre todo por Katia, por el porvenir. Mañana me aplastará y me abandonará. Cree que voy a perder a Mitia por celos. Lo cree, pero no es verdad. Mañana habrá una cruz, no una horca. No, no me ahorcaré. Bien sabes, Aliocha, que yo no me ahorcaré jamás. ¿Por cobardía? No; no soy un cobarde. No me mataré porque amo la vida. ¿Cómo sabía yo que Smerdiakov se había ahorcado? ¡Ah, sí; me lo ha dicho él!



—¿Estás seguro de que ha venido alguien aquí?



—Sí; estaba sentado en ese diván. Sin duda, lo has echado tú. Sí, tú lo has hecho huir: ha desaparecido cuando tú has llegado... Me gusta tu cara, Aliocha. ¿Lo sabías?... Oye, él soy yo, yo mismo; él es todo lo que hay en mí de despreciable, de mezquino, de vil. Él sabe que soy un romántico; me lo dice como un insulto. Tiene la cabeza vacía; pero por eso mismo triunfa. Es astuto, brutalmente astuto, y sabe sacarme de mis casillas. Me ha herido diciéndome que creo en él, y así ha conseguido que lo escuchen. Me ha engañado como a un niño. Sin embargo, ha dicho por mí muchas verdades cosas que yo no me atreví a decirme a mí mismo jamás.



Iván bajó la voz y terminó, confidencialmente:



—Quisiera que fuese realmente él y no yo.



—Te ha fatigado —dijo Aliocha, compadecido.



—Me ha molestado con gran habilidad. Ha dicho: «¿Qué es la conciencia? La conciencia la he inventado yo. ¿Por qué se siente remordimiento? Por costumbre, una costumbre que tiene la humanidad desde hace siete mil años. Librémonos de esta costumbre y seremos dioses.» Así lo ha dicho.



—¡Pero no lo has dicho tú, no lo has dicho tú! —exclamó Aliocha con ojos resplandecientes—. En fin, no pienses en eso, olvídalo. ¡Que se lleve consigo todo lo que ahora estás maldiciendo y que no vuelva más!



—Es perverso —dijo Iván, estremeciéndose al recordar la ofensa—. Me ha calumniado de mil modos. Me ha calumniado en mi propia cara. «Vas a realizar una noble acción —me ha dicho—; vas a declarar que has sido tú el culpable del asesinato, que Smerdiakov mató a tu padre instigado por ti...»



—¡Cálmate, Iván! Eso no es cierto. Tú no eres culpable.



—Lo ha dicho él, y él lo sabe. «Vas a realizar una acción virtuosa y, sin embargo, no crees en la virtud: esto es lo que lo irrita y lo atormenta.» Así lo ha dicho.



—Lo has dicho tú y no él. Estás delirando.



—No, ha sido él, y él sabe lo que dice. «El orgullo va a dictar tus palabras. Dirás: “He sido yo quien lo ha matado. Ustedes mienten porque están horrorizados. Pero a mí no me importa la opinión de ustedes y me río de su horror”.» También me ha dicho: «Quieres atraerte la admiración pública, quieres que se diga: “Es un asesino, pero ¡qué nobleza de sentimientos la suya! Por salvar a su hermano se acusa a sí mismo”.» ¡Y eso no es verdad, Aliocha! —exclamó Iván con ojos centelleantes—. No quiero la admiración del vulgo. Te aseguro que ha mentido. ¡Por eso le he arrojado el vaso a la cara!



—¡Cálmate, cálmate!



Pero Iván continuó, como si no le hubiera oído:



—Es cruel y experto en el arte de torturar. Apenas lo he visto, he comprendido sus intenciones. Me ha dicho que iba a declararme culpable por orgullo, pero con la esperanza de que Smerdiakov fuera desenmascarado y enviado a presidio, de que Mitia quedara en libertad y de que a mí me condenaran unos, pero sólo moralmente, y otros me admirasen. Y al decir esto se reía. «Pero Smerdiakov se ha suicidado —ha añadido—. Te has quedado solo. ¿Quién te creerá ahora? Sin embargo, irás al juicio, has decidido ir. ¿Con qué fin, después de lo ocurrido?» ¡Qué extraño es todo esto, Aliocha! No puedo soportar semejantes preguntas...



—Óyeme, Iván —le interrumpió Aliocha, aterrado aunque sin perder la esperanza de que su hermano volviera a la razón—. ¿Cómo es posible que él te haya hablado de la muerte de Smerdiakov antes de mi llegada, cuando nadie lo sabía aún y él no había tenido tiempo de enterarse?



—¡Me ha hablado de ello, a incluso ha insistido! —afirmó Iván—. También ha repetido que yo no creía en la virtud, pero que obraría así por principio. «Eres un puerco que te mofas de la virtud, como se mofaba Fiodor Pavlovitch. ¿Para qué te has de sacrificar si tu sacrificio va a ser inútil? Es algo que ignoras tú mismo y que darías cualquier cosa por saber. Al parecer, estás decidido, pero no es así: pasarás la noche sopesando el pro y el contra. Sin embargo, irás, bien lo sabes, y también sabes que cualquier resolución que tomes no saldrá de ti. Irás porque no te atreves a obrar de otro modo. ¿Por qué no te atreverás? Adivínalo: es un enigma.» Entonces has llegado tú y él se ha marchado. Me ha llamado cobarde, Aliocha. Le mot de l’énigme es que soy un cobarde. Lo mismo me dijo Smerdiakov. Hay que matar a ese ser extraño. Katia me desprecia; hace un mes que lo noto. Lise empieza a despreciarme. «Irás para que te admiren...» ¡Es una detestable mentira! Y tú también me desprecias, Aliocha. Vuelvo a odiarte. Y también odio a ese monstruo. ¡Que se pudra en presidio! Iré mañana a escupirles en la cara a todos.



Iván se levantó, furioso, se quitó el paño húmedo de la cabeza y empezó a ir y venir por la habitación. Aliocha se acordó de que, hacía un momento, el enfermo le había dicho que a veces le parecía dormir despierto. «Ando, hablo, veo y, sin embargo, estoy dormido.» Poco después, Iván desvariaba por completo. Hablaba sin cesar. Se expresaba con incoherencia y articulaba mal las palabras. De pronto, su cuerpo vaciló, pero Aliocha llegó a tiempo para sostenerlo. Después de desnudar a su hermano mal que bien, lo metió en la cama. Iván se sumergió en un profundo sueño. La respiración era regular. Aliocha estuvo dos horas a su lado; luego cogió una almohada y se echó en el diván sin desnudarse. Antes de dormirse oró por sus hermanos. Empezó a comprender la enfermedad de Iván. «Son los tormentos de una resolución altiva, de una conciencia exaltada.» Iván no creía en Dios, pero la verdad divina se había impuesto en su corazón, todavía rebelde. «Muerto Smerdiakov, nadie creerá a Iván. Sin embargo, irá a declararse culpable: Dios vencerá —se dijo Aliocha con una dulce sonrisa. Y añadió amargamente—: Iván tiene dos caminos: o elevarse a la luz de la verdad, o sucumbir al odio, vengándose de sí mismo y de los demás por haber servido a