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100 Clásicos de la Literatura

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Smerdiakov enmudeció. Iván lo había escuchado sin decir palabra, sin hacer el menor movimiento, sin apartar de él la vista. Smerdiakov miraba a Iván de vez en cuando, pero no de frente, sino de reojo. Al terminar su relato, estaba emocionado, respiraba con dificultad y tenía el rostro cubierto de sudor. No era posible deducir si sentía remordimiento.

—Pero, ¿qué me dices de la puerta? —preguntó Iván Fiodorovitch tras reflexionar un momento—. Si mi padre la abrió cuando tú se lo dijiste, ¿cómo es posible que Grigori la viera abierta antes?

Iván hizo estas preguntas con toda calma. Si alguien los hubiera estado observando desde el umbral en aquel momento, habría creído que charlaban tranquilamente de cosas sin importancia.

—Grigori dice que vio la puerta abierta —respondió Smerdiakov con una sonrisa—, pero no la pudo ver: fue sencillamente una alucinación. Es un hombre obstinado. Creyó ver la puerta abierta y nadie conseguirá sacarlo de ahí. Fue una suerte para nosotros que tuviera esa falsa visión, pues, al declarar ante los jueces, ha terminado de hundir a Dmitri Fiodorovitch.

—Escucha, escucha —dijo Iván, que parecía nuevamente confundido—. Tenía muchas cosas que preguntarte, pero se me han olvidado... ¡Ahora me acuerdo de una! ¿Por qué abriste el sobre y lo tiraste al suelo? ¿Por qué no te lo llevaste tal como estaba, con los billetes dentro? De lo relato he deducido que obraste así intencionadamente, pero no comprendo por qué lo hiciste.

—Tenía mis motivos. Un hombre que, como yo, pudo haber introducido el dinero en el sobre y visto como su amo lo cerraba y escribía en él, no tenía por qué abrir el sobre una vez cometido el crimen, ya que sabía muy bien lo que contenía. Lo natural era que se lo echara al bolsillo y se fuera a toda prisa. En cambio, Dmitri Fiodorovitch debía proceder de otro modo: al conocer el sobre sólo de oídas, lo lógico era que se apresurase a abrirlo para ver si efectivamente contenía los billetes, y después, que lo echara al suelo, sin caer en la cuenta de que sería una prueba contra él, descuido muy propio de un ladrón no profesional. Esta conducta estaba de acuerdo con su propósito, manifestado públicamente, de ir a casa de Fiodor Pavlovitch, no a robar, sino a recobrar lo que era suyo, es decir, a tomarse la justicia por su mano. En mi declaración, sugerí esta idea al procurador, y lo hice con tanta habilidad, que creyó que la idea era suya, lo que le produjo gran satisfacción.

Iván Fiodorovitch lo miraba, atónito y de nuevo atemorizado.

—¿Es posible —exclamó— que se te ocurriera todo eso sobre el terreno, en unos instantes?

—¡Por favor! ¿Cómo puede usted creer que se piensen tantas cosas en un momento? Lo tenía todo planeado de antemano.

—Bien, bien. Sin duda, te ayudó el diablo. No eres tonto; ere mucho más inteligente de lo que yo me imaginaba.

Se puso en pie para dar un paseo por la habitación; pero como apenas se podía pasar entre la mesa y la pared, dio media vuelta y se volvió a sentar. Sin duda, esto lo irritó, pues empezó a vociferar

—¡Oye, miserable, monstruosa criatura! ¿No comprendes que, si no lo he matado todavía, es porque quiero que mañana respondas a las preguntas de los jueces?

Levantó la mano y añadió:

—Dios es testigo. Tal vez yo sea culpable, tal vez haya deseado secretamente la muerte de mi padre; pero juro que no lo he inducido a cometer el crimen. ¡No y mil veces no! Sin embargo, estoy decidido a confesar mañana a la justicia mi parte de culpa. Lo diré todo. Pero tú vendrás conmigo. Acepto de antemano todo lo que puedas declarar contra mí, a incluso lo confirmaré. Pero también tú tendrás que confesarlo todo. ¡Vendrás conmigo y dirás la verdad, toda la verdad!

Iván se expresaba con tanta energía y gravedad, que bastaba mirarlo a los ojos para comprender que mantenía su palabra.

—Usted está enfermo, muy enfermo: bien se ve —dijo Smerdiakov sin ironía, compadeciéndolo—. Tiene los ojos amarillos.

—¡Iremos juntos! —insistió Iván—. Y si no me acompañas, iré solo y lo explicaré todo.

Smerdiakov reflexionó un momento. Luego dijo categóricamente:

—No, usted no irá.

—¡Iré!

—Confesarlo todo sería un gran bochorno para usted. Por otra parte, su declaración sería inútil, pues yo negaría haber mantenido esta conversación. Diría que obraba usted así impulsado por su evidente enfermedad, o porque, compadecido de su hermano, quería sacrificarse por él... y sacrificarme a mí, que jamás he sido nada para usted. Además, no lo creerían; no tiene usted ninguna prueba.

—¿Qué mejor prueba que ese dinero que tú mismo has puesto ante mis ojos para convencerme?

Smerdiakov retiró el libro y dejó al descubierto los billetes.

—Tómelo —dijo suspirando.

—¡Claro que lo tomaré!

Pero en seguida añadió, mirándolo con un gesto de extrañeza:

—Lo que no comprendo es que me lo entregues, habiendo matado para apoderarte de él.

—Ya no lo necesito —repuso Smerdiakov, y su voz temblaba—. Al principio sí que lo quería. Tenía el propósito de establecerme en Moscú o en el extranjero. Éste era mi sueño, nacido de la idea de que, como usted decía, «todo está autorizado». Usted me enseñó a pensar así. Si Dios no existe, tampoco existe la virtud o, por lo menos, no sirve para nada. He aquí el razonamiento que me hacía.

—Has llegado a esa conclusión por tu propia cuenta —dijo Iván un tanto turbado.

—Bajo la influencia de usted.

—¿Por qué devuelves el dinero? ¿Es que ahora crees en Dios?

—No, no creo —repuso Smerdiakov.

—Entonces, ¿por qué lo devuelves?

—Dejemos eso —dijo Smerdiakov con un gesto de hastío—. Usted se ha cansado de repetir que todo se permite en la vida. ¿Por qué está tan inquieto ahora? Pretende incluso entregarse a la justicia. Pero no hay peligro de que lo haga. No, no lo hará.

—Verás como sí.

—No, no se entregará. Usted es demasiado inteligente. Adora el dinero y los honores. Es orgulloso y está loco por las mujeres. Y, sobre todo, es una enamorado de la vida independiente y cómoda. Usted no se amargará la existencia con esa confesión bochornosa. De todos los hijos de Fiodor Pavlovitch, es usted el que más se parece a él: sus almas son idénticas.

—Desde luego, no eres tonto —repitió Iván con el mismo estupor que antes y enrojeciendo—. Yo creía que lo eras.

—Se lo hacía creer su orgullo. Tome el dinero.

Iván cogió los billetes y, sin contarlos, se los guardó en el bolsillo.

—Los entregaré mañana al tribunal —afirmó.

—Nadie lo creerá. Todo el mundo sabe que tiene usted dinero. Pensarán que lo ha sacado de su caja.

Iván se puso en pie.

—¡Te repito que no te he matado ya porque mañana te necesito! ¡No lo olvides!

—¡Máteme! ¿Por qué no me mata? —exclamó Smerdiakov, mirándolo con un gesto extraño. Y añadió, sonriendo amargamente—: ¡No se atreve! ¡Ahora no se atreve a nada! ¡Tan valiente como era antes!

—Hasta mañana.

Se dirigió a la puerta. Smerdiakov lo detuvo.

—Espere. Enséñeme el dinero por última vez.

Iván sacó los billetes. Smerdiakov los contemplo durante unos segundos.

—Bien; ya se puede ir.

Pero de nuevo lo detuvo.

—¡Iván Fiodorovitch!

Iván, que ya iba a salir, se volvió.

—¿Qué quieres?

—Nada. Adiós.

—Hasta mañana.

Iván salió a la calle. Continuaba la tormenta. Echó a andar con paso seguro, pero pronto empezó a tambalearse. «Esto es puramente físico», pensó sonriendo. Experimentaba una íntima alegría. Sentía una resolución inquebrantable. Las vacilaciones que últimamente le habían atormentado, habían desaparecido. «Mi decisión es irrevocable», se decía, feliz. En este momento tropezó con algo y estuvo a punto de caer. Se detuvo y vio a sus pies al borracho que había derribado al llegar. Estaba aún en la misma postura, inerte. La nieve le cubría casi todo el rostro. Iván lo levantó y se lo cargó a la espalda. En esto vio luz en una casa próxima. Se acercó a la ventana, llamó y, cuando le contestaron, ofreció tres rublos por ayudarle a transportar al borracho a la comisaría. No referiré detalladamente cómo Iván Fiodorovitch consiguió su propósito a hizo reconocer al desgraciado por un médico, al que pagó generosamente la consulta. Diré solamente que hasta una hora después no quedó libre. Pero estaba satisfecho. Sus ideas se aclaraban.

«Si no hubiera tomado una resolución tan firme para mañana —pensó de pronto con profunda complacencia—, no habría perdido una hora atendiendo a un borracho: habría pasado junto a él sin detenerme... He aquí la prueba de que puedo observarme a mí mismo. ¡Eso para que digan que me estoy volviendo loco!»

Cuando se acercaba a su casa, se detuvo.

«¿No sería mejor que fuera ahora mismo a ver al procurador y le revelara la verdad?... No, no; mañana lo haré todo de una vez.»

Cosa extraña: de pronto, se desvaneció su alegría. Cuando entró en su habitación, se apoderó de él una sensación extraña, glacial. Fue como si recordara algo penoso o repugnante, que había estado en su cuarto anteriormente y que volvía a estar. Se echó en un diván. La vieja doméstica le trajo un samovar y le hizo el té. Pero él no se lo tomó y despidió a la sirvienta hasta el día siguiente. Tenía vértigos, se sentía extenuado. El sueño se apoderaba dé él, pero empezó a pasear para ahuyentarlo. Tenía la sensación de que estaba desvariando. Cuando se recobró, empezó a mirar en todas direcciones como si buscara algo. Al fin, su mirada se fijó en un punto. Sonrió, pero enrojeciendo de cólera. Permaneció largo rato inmóvil, con la cabeza entre las manos, sin apartar la vista de aquello que estaba en el diván de enfrente. No cabía duda de que allí había algo que le inquietaba y le irritaba.

 

IX. El Diablo. Visiones de Ivan Fiodorovitch

Al llegar a este punto, creo necesario, aunque no soy médico, dar algunas explicaciones sobre la enfermedad de Iván, Fiodorovitch. Digamos ante todo que estaba en vísperas de un grave trastorno mental: el mal acabó por imponerse a su organismo debilitado. Aun sin conocer los secretos de la medicina, me atrevo a exponer la hipótesis de que, mediante un extraordinario esfuerzo de voluntad, había conseguido retrasar la explosión del mal, con la esperanza, desde luego, de vencerlo definitivamente. Sabía que estaba enfermo, pero no quería entregarse a su enfermedad en aquellos días decisivos en que debía obrar y hablar resueltamente, «justificándose a sus propios ojos». Había visitado al médico traído de Moscú por Catalina Ivanovna. Éste, después de escucharlo y reconocerlo, diagnosticó un trastorno cerebral, y no se sorprendió de cierta confesión que el paciente le hizo contra su voluntad.

—Las alucinaciones —dijo el doctor— son muy posibles en su estado, pero hay que controlarlas. Además, debe cuidarse mucho. De lo contrario, se agravará.

Pero Iván Fiodorovitch desoyó este prudente consejo. «Todavía tengo fuerzas para andar —se dijo—. Cuando caiga, que me cuide quien quiera.»

Dándose cuenta, aunque de un modo vago, de que sufría una alucinación, miraba con obstinada fijeza aquello que estaba en el diván de enfrente. Era un hombre que había aparecido de pronto. Sólo Dios sabía cómo y por dónde había entrado, pues no estaba allí al llegar Iván después de su visita a Smerdiakov. Era un señor, un caballero ruso qui frisait la cinquantaine, de cabello largo y espeso que empezaba a encanecer y barba puntiaguda. Llevaba una chaqueta de color castaño, de buen corte, pero anticuada: hacía tres años que había pasado de moda. La camisa blanca, su largo pañuelo de seda, y todo en él hacía pensar en el hombre distinguido y elegante. Pero la camisa, vista de cerca, no aparecía tan limpia como vista a distancia, y el pañuelo estaba bastante desgastado por el uso. El pantalón a cuadros le sentaba bien, pero era demasiado claro y estrecho, o sea pasado también de moda. Lo mismo podía decirse de su sombrero de fieltro, blanco a pesar de la estación. Su aspecto, en fin, era el de un hombre distinguido, pero falto de desenvoltura. Parecía ser uno de aquellos terratenientes que prosperaban en los tiempos de la servidumbre. Entonces, nuestro caballero debió de vivir en el gran mundo. Después habría ido perdiendo su fortuna por obra de los despilfarros de la juventud y la suspensión de la servidumbre. Ya pobre, se habría convertido en un simpático parásito al que recibían sus antiguas amistades por su buen carácter y por ser un hombre bien educado, al que se puede reservar un puesto, aunque modesto, en la mesa. Estos parásitos, de carácter atrayente, que saben conversar y jugar a las cartas —y a los que molestan los encargos que con frecuencia les hacen—, son generalmente viudos o solterones. Los viudos pueden tener hijos, que se han educado lejos de ellos, en casa de alguna tía, a la que el parásito, como si se avergonzara de estar emparentado con ella, no menciona nunca cuando está con sus buenas amistades. Poco a poco, el arruinado caballero se va desentendiendo de los hijos, que acaban por escribirle solamente el día de su santo o en las Navidades cartas de felicitación a las que el padre responde a veces.

Aquel inesperado visitante parecía más cortés que bondadoso, un hombre presto a ser amable si así lo exigían las circunstancias. No llevaba reloj, pero si unos lentes de concha sujetos con una cinta negra. El dedo cordial de su mano derecha ostentaba una sortija de oro macizo con un ópalo barato. Iván Fiodorovitch callaba, evidentemente dispuesto a no abrir conversación. El visitante esperaba, como el parásito que llega a la hora del té a una casa para hacer compañía a su dueño y encuentra a éste pensativo y preocupado. El parásito está dispuesto a entablar una amable charla, pero siempre que sea el dueño de la casa el que la inicie. De pronto, su semblante se ensombreció.

—Óyeme —dijo—. Perdona, pero quiero recordarte que has ido a casa de Smerdiakov para informarte de la visita de Catalina Ivanovna y lo has marchado sin averiguar nada. Seguramente te has olvidado.

—¡Ah, sí! —exclamó Iván, preocupado—. Lo olvidé... Pero no importa: lo dejaré todo para mañana.

De pronto, se encaró con el visitante y le dijo, irritado:

—A propósito: hace un momento me ha inquietado esa idea. Ahora que te veo, comprendo que me la has sugerido tú.

—No lo creas —dijo el caballero, sonriendo amablemente—. La fe no se puede inculcar a la fuerza. En este terreno, incluso las pruebas materiales son ineficaces. Santo Tomás creyó porque quería creer, y no porque vio a Cristo resucitado. Algo así hacen los espiritistas. Yo les tengo verdadera estimación. Creen hacer un servicio a la fe, porque de vez en cuando el diablo les muestra sus cuernos. «He aquí una prueba material de la existencia del otro mundo», se dicen. ¡El otro mundo en estado material!: peregrina idea. En fin de cuentas, esto demostraría la existencia del diablo y no la de Dios. He pensado introducirme en una sociedad idealista para oponerme a sus teorías.

—Escucha —dijo Iván Fiodorovitch, poniéndose en pie—, me parece que estoy delirando. Di lo que quieras, pues no me importa lo que digas. No me irritarás tanto como la otra vez. Lo único que siento ahora es vergüenza... Voy a pasear por la habitación... A veces, no te veo ni te oigo, pero percibo todo lo que tú quieres decir, pues soy yo el que habla y no tú... No sé si la vez anterior te vi en realidad, o en sueños, por haberme dormido... Voy a ponerme en la cabeza un paño húmedo para ver si desapareces.

Iván buscó un paño a hizo lo que había dicho. Después empezó a pasear.

—Estoy encantado de que nos tuteemos —dijo el visitante.

—¿Esperabas que te hablara de usted, imbécil? Estoy dispuesto a conversar... El único inconveniente es que me duele la cabeza... Pero no te pongas a filosofar como la otra vez. Si no quieres marcharte, lo menos que puedes hacer es hablar de cosas alegres. Cuéntame chismes, ya que no eres más que un parásito... ¡Tenaz pesadilla!... Pero no te temo. Lograré imponerme a ti. ¡No me encerrarán en un manicomio!

—«¡Parásito!» C'est charmant. En efecto, lo soy. Un parásito de la sociedad... Pero oye: estoy asombrado de oírte. Empiezas a ver en mí un ser real y no un producto de tu imaginación, como afirmabas la última vez.

—¡Nunca te he considerado como un ser real! —exclamó Iván, furioso—. Eres un fantasma, una visión de mi mente enferma. Pero no sé cómo deshacerme de ti. Ya veo que tendré que soportarte algún tiempo. Eres una alucinación, la encarnación de una parte de mi ser; la parte más vil de mis pensamientos y mis sentimientos. Si pudiera dedicarte algún tiempo, incluso podrías llegar a interesarme a pesar de tu condición.

El caballero replicó, con una sonrisa:

—Te voy a confundir. Hace un rato, cuando estabas con Aliocha junto al farol, le has dicho: «¿Cómo sabes que viene a verme? Sólo por él puedes haberte enterado.» Te referías a mí. Por lo tanto, hablabas de mí como de un ser real.

—Fue un momento de ofuscación. No puedo creer en ti. Acaso la última vez te vi solamente en sueños.

—¿Por qué has sido tan duro con Aliocha? Es un muchacho encantador. He cometido alguna torpeza con él por culpa del starets Zósimo.

—¿Cómo te atreves a hablar de Aliocha, canalla? —dijo Iván entre risas.

—Me insultas alegremente. Buena señal. Desde luego, eres más amable conmigo que la vez anterior. Comprendo el motivo: tu noble resolución...

—No me hables de eso —exclamó Iván, indignado.

—Ya sé, ya sé... C'est noble, cest charmant. Mañana defenderás a tu hermano; lo sacrificarás. C'est chevaleresque...

—O te callas o te echo a puntapiés.

—En cierto modo, eso no me disgustaría, pues procediendo así, demostrarías que ves en mí un ser real, ya que no se dan puntapiés a los fantasmas... ¡Bueno, basta de bromas! Tienes derecho a insultarme, pero no estaría de más que me trataras con un poco de cortesía. ¡Que soy un imbécil, que soy un canalla! ¡Qué palabrotas!

—Cuando te insulto, me insulto, pues tú eres yo, yo mismo bajo un aspecto diferente. Expresas mis propios pensamientos. Por lo tanto, no puedes decirme nada que yo no sepa.

—Esta coincidencia mental es un honor para mí —dijo el caballero.

—Pero escoges mis peores pensamientos. Eres estúpido y trivial. No puedo soportarte. No sé qué hacer —dijo finalmente Iván, como hablando consigo mismo.

—Amigo mío, quiero seguir siendo un caballero y que se me trate como tal —dijo el visitante, herido en su amor propio, aunque con acento bondadoso y conciliador—. Soy pobre, pero..., no, no puedo decir que sea honrado. Sin embargo, se admite generalmente como un axioma que soy un ángel caído. Confieso que no puedo imaginarme a mí mismo como ángel. Si realmente lo fui, ha pasado ya tanto tiempo, que no es raro que lo haya olvidado. Actualmente, lo único que me preocupa es mi reputación de hombre bien educado. Vivo de la generosidad ajena; por lo tanto, he de procurar ser agradable. Quiero de veras a los hombres. Me han calumniado mucho. Cuando vengo a la tierra, mi vida cobra una apariencia de realidad, y esto es una delicia para mí. Lo fantástico me inquieta tanto como a ti. Adoro la realidad terrestre. Aquí todo es concreto. Fórmulas..., geometría... Entre nosotros, en cambio, todo son ecuaciones indeterminadas... Aquí paseo, sueño... sí, me gusta soñar... Y me vuelvo supersticioso. No te rías: la superstición me encanta también. Adopto todas vuestras costumbres. Me complace ir a los baños públicos y mezclarme con los mercaderes y los popes. Mi sueño es encarnarme definitivamente en algún comerciante obeso y compartir todas sus creencias. Mi mayor anhelo es ir a la iglesia para encender un cirio. Lo haré de todo corazón, palabra. Entonces terminarán mis sufrimientos. También admiro vuestros medicamentos. La primavera pasada hubo una epidemia de viruela. Fui a vacunarme, y no puedes imaginarte la alegría que esto me produjo. Di diez rublos para «nuestros hermanos eslavos»... No me escuchas. Hoy no te sientes bien.

El caballero hizo una pausa.

—Sé que ayer fuiste a consultar con ese médico famoso. ¿Qué te dijo?

—¡Imbécil!

—Ánimo no te falta. Otra vez los insultos. Mi pregunta no ha tenido ninguna segunda intención. Eres muy dueño de no contestarla. ¡Ay! Vuelve a torturarme el reuma.

—¡Imbécil!

—Tú padeces de reuma. Todavía me acuerdo de los ataques del año pasado.

—¿Reuma el diablo?

—¿Por qué no? Me he encarnado y he de sufrir todas las consecuencias. Satanas sum et nihil humani a me alienum puto.

—¿Cómo? Satanas sum et nihil humani... Eso no es una tontería... para haberlo dicho el diablo.

—Me alegro de haber conseguido al fin tu aprobación en algo.

—Eso no ha sido cosa mía. Jamás he tenido ese pensamiento. Es extraño...

—C'est du nouveau, nest ce pas? Esta vez voy a proceder lealmente y a explicártelo todo. Óyeme. En los sueños, sobre todo en esas pesadillas que proceden de un trastorno gástrico o de otra causa cualquiera, el hombre tiene a veces visiones tan bellas, presencia escenas de la vida tan complicadas, es testigo de una sucesión tan extraordinaria de acontecimientos y peripecias, de hechos de gran importancia y sucesos vulgares, que ni el mismo León Tolstoi las podría imaginar. Sin embargo, estos sueños los tienen no los grandes escritores, sino las personas corrientes: los funcionarios, los folletinistas, los popes... Un ministro me ha confesado que las mejores ideas acuden a él cuando sueña. Así ocurre ahora. Estoy diciendo cosas originales, que nunca han pasado por tu imaginación y que en este momento capta tu imaginación como a través de una pesadilla. Ten presente que yo soy sólo una alucinación tuya.

—Estás desvariando. Tú mismo dices que eres un sueño, y pretendes convencerme de que existes.

—Amigo mío, hoy he adoptado un método especial. Ya te lo explicaré... ¿Qué iba a decirte? ¡Ah, sí! Me he enfriado, pero no aquí, sino... allá.

Iván, desesperado, exclamó:

—¿Allá? ¿Dónde?... Oye, ¿tardarás todavía mucho tiempo en marcharte?

Se sentó de nuevo en el diván y se cogió la cabeza con las manos. Luego se quitó el paño húmedo y lo tiró con ademán despectivo.

—¡Qué mal tienes los nervios! —dijo el gentleman, con cierta insolencia, pero en tono amistoso—. Estás indignado conmigo porque me he enfriado. Pero no lo he podido evitar. Tenía que acudir a una velada diplomática que se celebraba en casa de una gran dama de Petersburgo y a la que habían de asistir ministros vestidos de etiqueta, con guantes y corbata blanca. Pero entonces estaba... muy lejos y, para llegar a la tierra, tenía que cruzar el espacio. Desde luego, esto es para mí cuestión de un instante, aunque la luz del sol tarda ocho minutos. Sin embargo, mi levita y mi chaleco escotado abrigaban poco. Los espíritus no se hielan, pero como yo estoy encarnado... En una palabra, que he obrado a la ligera. En él espacio, en el éter, en el agua, hace tanto frío, que llamarle frío es poco. ¡Ciento cincuenta grados bajo cero! Todo el mundo conoce la broma de las lugareñas. Cuando la temperatura es de treinta grados bajo cero, las aldeanas proponen a algún bobalicón que lama un hacha. La lengua se hiela instantáneamente y se deja la piel en el hacha. ¡Eso sólo a treinta grados bajo cero! A ciento cincuenta, bastaría, sin duda, tocar un hacha con un dedo para que éste desapareciera... Claro que para eso sería preciso que hubiera un hacha en el espacio...

 

—¿Pero es posible eso? —preguntó Iván Fiodorovitch, que luchaba con todas sus fuerzas para hacer frente a su delirio y no dejarse arrastrar a la locura.

—¿A qué te refieres? —dijo el visitante, sorprendido—. ¿A que haya un hacha en el espacio?

—Sí, ¿qué le pasaría a ese hacha si estuviera allí? —insistió Iván, obstinado y furioso.

—¡Un hacha en el espacio! Quelle idée! Si estuviera a la distancia debida, creo que empezaría a dar vueltas alrededor del planeta como un satélite. Los astrónomos calcularían las horas de su salida y de su puesta, y Gatsouk la registraría en su almanaque.

—¡Eso es una necedad, una tremenda necedad! Di mentiras más ingeniosas o dejaré de escucharte. Quieres vencerme con procedimientos realistas, convenciéndome de que existes. ¡Pero yo no lo creo!

—Sin embargo, no miento; te estoy diciendo la pura verdad. Por desgracia, la verdad no es casi nunca ingeniosa. Advierto que esperas de mí cosas grandes, tal vez hermosas. Lo siento, pero yo sólo doy lo que puedo dar.

—¡Basta de filosofías, asno!

—¿Crees que puedo filosofar teniendo todo el costado derecho casi paralizado por el reuma? He ido a la consulta de la facultad de medicina. Allí hay médicos que dan magníficos diagnósticos y explican perfectamente las enfermedades, pero son incapaces de curar. Un estudiante entusiasta me dijo: «Si se muere, sabrá usted con exactitud cuál es la enfermedad que padece.» Tienen la manía de enviar a los enfermos a los especialistas. «Nosotros nos limitamos a diagnosticar. Vaya a ver a Fulano y él lo curará.» Ya no se encuentran médicos que traten todas las enfermedades, como los que había antes. Ahora sólo hay especialistas que utilizan la publicidad. Si uno está enfermo de la nariz, te envían a un gran especialista de la capital francesa. Éste le examina la nariz y le dice: «Sólo le puedo curar la fosa nasal derecha, pues las fosas nasales izquierdas no entran en mi especialidad. Vaya a Viena, donde hay un especialista de fosas nasales izquierdas.» En vista de ello, he recurrido a los remedios de vieja. Un médico alemán me aconsejó que, después del baño, me frotara con una mezcla de miel y sal. Cuando iba a los baños por puro placer, me embadurnaba. El tratamiento fue inútil. Desesperado, escribí al conde Mattei, de Milán, el cual me envió un libro y unas píldoras. ¡Que Dios lo perdone! Al fin, me curé con el extracto de malta de Hoff. Lo compré al azar, tomé frasco y medio, y sané completamente. Por gratitud, decidí hacer público este éxito, pero esto fue harina de otro costal: ningún periódico quería insertar mi escrito. En uno me dijeron: «Esto es demasiado reaccionario. Nadie lo creerá, ya que le diable n'existe point. Publíquelo sin firma.» Pero, ¿qué fuerza puede tener un escrito anónimo? Bromeé con los empleados. «En nuestra época —dije—, lo reaccionario es creer en Dios. Yo soy el diablo.» «Desde luego, todo el mundo se cree el diablo, pero lo que usted nos propone podría ser un perjuicio para nuestro programa. A menos que usted diera al asunto un tono humorístico.» Pero yo me dije que proceder así sería una indelicadeza. Y mi testimonio no se hizo público. Uno de los mejores sentimientos, el de la gratitud, quedaba anulado por una posición social.

—Vuelves a caer en la filosofía —dijo Iván, indignado.

—¡Dios me libre! Lo que ocurre es que, a veces, uno no puede menos de quejarse. Se me calumnia. Me estás llamando imbécil a cada momento. Bien se ve que eres joven. Amigo mío, en todo esto no hay más que humor. La naturaleza me ha proporcionado un corazón bondadoso y alegre. «Yo también he escrito vodeviles». Yo creo que me tomas por un viejo Klestakov, pero mi destino es mucho más serio. Por una especie de decreto incomprensible, tengo la misión de negar. Sin embargo, soy bueno a inepto para la negación. Me dicen: «Es preciso que niegues. Sin negación no hay crítica y, ¿qué sería de las revistas sin la crítica? Sólo quedaría de ellas un hosanna. Pero en la vida esto no es suficiente; es necesario que este hosanna pase por el crisol de la duda, etc., etc.» Por otra parte, yo no tengo ninguna responsabilidad en todo esto; yo no he inventado la crítica. Fui un simple emisario; se me obligó a hacer crítica, y la vida empezó entonces. Pero yo, que comprendo esta comedia, deseo desaparecer. «No —me replican—; es necesario que vivas, pues sin ti nada existiría. Si todo fuera buen juicio en la tierra, no pasaría nada. Sin tu intervención no se producirían acontecimientos, y los acontecimientos son necesarios.» Por eso, aun contra mi voluntad, cumplí mi misión de producir acontecimientos, y obedezco la orden de ir contra la razón. La gente toma esta comedia en serio, a pesar de su evidente humorismo. Para la gente es una tragedia. El sufrimiento de esos seres es indudable. En compensación, viven una vida real, no imaginaria, pues el sufrimiento es la vida. ¿Qué placer podría ofrecernos la vida si el sufrimiento no existiera? Parecería un tedéum interminable. Esto es santo, pero tedioso. Yo, en cambio, sufro, pero no vivo. Soy la X de una ecuación desconocida, el espectro de la vida que ha perdido la noción de las cosas y olvida hasta su nombre. ¿Te ríes? No, no te ríes, estás enojado, como de costumbre. Siempre te faltará el humor. Pues bien, te lo repito: daría toda mi vida sideral, todos los grados y todos los honores, por encarnar en el alma de un comerciante obeso a ir a encender cirios en las iglesias.

—Tú tampoco crees en Dios —dijo Iván, con una sonrisita de odio.

—¿Hablas en serio?