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100 Clásicos de la Literatura

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Iván estaba ciego de rabia; no era dueño de sí mismo.

—Yo sólo sé —dijo Aliocha en voz baja— que tú no has matado a nuestro padre.

—¿Que yo no lo he matado? No lo entiendo.

—No, tú no lo has matado —repitió Aliocha con firmeza.

Hubo una pausa.

—¡Pues claro que no! ¡Eso ya lo sé!

Iván estaba pálido y miraba a Aliocha con una sonrisa que tenía mucho de mueca. De nuevo se hallaban bajo la luz de un farol.

—Eso no es cierto, Iván. Tú lo has dicho muchas veces que eres el asesino.

—¿Yo? —exclamó Iván impresionado—. ¿Cuándo he dicho eso? Yo estaba en Moscú. Contesta. ¿Cuándo he dicho eso?

—Te lo has repetido infinidad de veces, estando solo, durante estos dos meses horribles.

Aliocha parecía hablar a la fuerza, como obedeciendo a una orden imperiosa.

—Te has acusado —continuó—. Has reconocido que el asesino no ha sido nadie más que tú. Pero estás equivocado. No has sido tú, ¿oyes?, no has sido tú. Dios me ha enviado a decírtelo.

Los dos guardaron silencio durante unos instantes. Estaban pálidos y se miraban a los ojos. De pronto, Iván se estremeció y cogió a Aliocha por los hombros.

—Tú estabas en mi casa —murmuró con los dientes apretados—, tú estabas en mi casa la noche en que «él» vino... ¿Lo viste?

—No sé de quién me hablas —dijo Aliocha, sin comprender—. ¿Te refieres a Mitia?

—No, no me refiero a ese monstruo. ¡Que se vaya al diablo! —vociferó Iván—. Dime: ¿cómo has sabido que «él» viene a verme?

—¿Pero quién es «él»? —preguntó Aliocha, aterrado—. No sé de quién me hablas.

—Si que lo sabes. De lo contrario no sabrías que...

Se detuvo. Permaneció un momento pensativo. Una extraña sonrisa plegaba sus labios.

—Iván —dijo Aliocha con una voz que la emoción hacía temblar—, te he hablado así porque sé que me crees. Te lo digo y te lo repetiré toda la vida: ¡No has sido tú! ¿Oyes? ¡No has sido tú! Dios me ha inspirado estas palabras, y te las digo, aun a costa de atraerme tu odio eterno.

Iván volvía a ser dueño de sí mismo.

—Alexei Fiodorovitch —dijo, sonriendo fríamente—, bien sabes que no me gustan los profetas ni los epilépticos, y menos aún los enviados de Dios. En este momento rompo contigo, y para siempre. Te agradeceré que me dejes en esta esquina. Te vendrá bien, pues esta calle conduce a casa. Y sobre todo, oye esto bien: no quiero volver a verte hoy.

Dio media vuelta y se alejó con paso firme, sin volverse.

—¡Iván! —gritó Aliocha—. ¡Si hoy te pasa algo, piensa en mí!

Iván no le contestó. Aliocha permaneció en la esquina, cerca del farol, hasta que su hermano desapareció en la oscuridad. Luego echó a andar lentamente, camino de su casa. Ni Iván ni él habían querido vivir en la mansión solitaria de su padre. Aliocha había alquilado una habitación amueblada en una casa particular. Iván ocupaba un departamento, espacioso y cómodo, en casa de una dama de edad, viuda de un funcionario. Lo servía una vieja sorda y reumática, que se levantaba a las seis de la mañana y se acostaba a las seis de la tarde. Desde hacía dos meses, Iván Fiodorovitch se mostraba muy poco exigente. Además, le gustaba estar solo. Se arreglaba él mismo la habitación y era muy raro que saliera a las otras.

Al llegar al portal de casa, Iván cogió el cordón de la campanilla, pero no la hizo sonar. Había experimentado un repentino estremecimiento de cólera. Soltó el cordón en un arrebato de despecho y echó a andar hacia el otro extremo de la ciudad, hacia una casita de techo bajo que estaba a una media legua de distancia. En ella habitaba María Kondratievna, la antigua vecina de Fiodor PavIovitch, que solía ir a casa de éste a pedir un plato de sopa y a oír las canciones con que la obsequiaba Smerdiakov acompañándose de su guitarra. María Kondratievna había vendido su casa y vivía con su madre en una especie de isba. Smerdiakov, ya tan enfermo que parecía estar al borde de la muerte, se había ido a vivir con ellas. A esta casucha se dirigió Iván Fiodorovitch, obedeciendo a un impulso repentino, irresistible.

VI. Primera entrevista con Smerdiakov

Era la tercera vez que Iván Fiodorovitch iba a hablar con Smerdiakov desde su regreso de Moscú. Lo había visto el mismo día de su llegada, después del drama, y lo había vuelto a ver dos semanas más tarde. Pero aquella noche hacía más de un mes que no había hablado con Smerdiakov ni sabía nada de él.

Iván Fiodorovitch había regresado de Moscú sólo cinco días después de la muerte de su padre y al siguiente de su entierro. Aliocha ignoraba la dirección de su hermano en Moscú y, para darle la noticia, había recurrido a Catalina Ivanovna, la cual había telefoneado a sus padres, creyendo que Iván Fiodorovitch los habría ido a visitar el mismo día de su llegada. Pero Iván no fue a verlos hasta cuatro días después. Entonces había leído el telegrama y regresado a toda prisa. Con el primero que habló del crimen fue con Aliocha, y se asombró de oírle decir que Mitia era inocente y que el asesino era Smerdiakov, afirmación contraria a la opinión general. Después visitó al ispravnik, y cuando se hubo informado con todo detalle de los interrogatorios y de los motivos en que se basaba la acusación, le pareció aún más inexacta la opinión de Aliocha y la atribuyó a un exceso de cariño fraternal. Expliquemos de una vez los sentimientos que experimentaba Iván por su hermano Dmitri. No sentía por él el menor afecto; la compasión que le inspiraba tenía algo de desprecio a incluso de aversión. Mitia le era en extremo antipático, incluso físicamente. Ante el amor de Catalina Ivanovna por este pobre diablo, Iván sentía verdadera indignación. Había visitado a Mitia inmediatamente después de su regreso de Moscú, y esta visita había reforzado su convicción. Dmitri se hallaba bajo los efectos de una agitación morbosa; hablaba mucho, pero con cierta incoherencia y sin prestar atención a lo que decía. Se expresaba con brusquedad, acusaba a Smerdiakov y se embrollaba. Repetía que el difunto le había robado tres mil rublos. «Este dinero me pertenecía —afirmaba—. Aunque se lo hubiera robado, no se me habría podido tachar de injusto.» Apenas hablaba de los cargos que se le hacían, y cuando se refería a los hechos favorables, a su inculpabilidad, lo hacía confusa y torpemente, como si no quisiera justificarse ante Iván. Se enojaba, desdeñaba las acusaciones, se enfurecía, profería insultos. Se reía de que Grigori afirmara que la puerta estaba abierta. «¡La debió de abrir el diablo!», exclamaba. Pero no podía explicar satisfactoriamente este detalle. Incluso había ofendido a Iván al hablar de ello en su primera entrevista, diciendo de pronto que quienes sostenían que todo estaba permitido no tenían derecho a sospechar de él ni de interrogarlo. En resumidas cuentas, que había tratado a Iván sin la menor consideración.

Éste, después de su diálogo con Mitia, había ido a visitar a Smerdiakov. En el tren que le traía de Moscú no había cesado de pensar en este sirviente epiléptico y en la conversación que había tenido con él la víspera del día de su marcha. Recordó muchos detalles de la conducta de Smerdiakov que le parecían sospechosos. Pero, al declarar ante el juez de instrucción, Iván no había hecho la menor alusión a ellos. Antes de tocar esos puntos quería ver a Smerdiakov, que entonces estaba en el hospital. Herzenstube y el doctor Varvinski, médico del hospital, dijeron categóricamente a Iván, contestando a sus preguntas, que no cabía duda de que Smerdiakov era un epiléptico. Incluso se sorprendieron de que Iván les preguntase si el enfermo podía haber fingido el ataque que sufrió el día del drama. Le contestaron que el ataque había sido violentísimo y que se había repetido en los días siguientes, poniendo en peligro la vida del enfermo. Gracias a las medidas que se habían tomado, se podía afirmar que había pasado el peligro de muerte, pero el doctor Herzenstube añadió que el paciente tendría la razón trastornada durante mucho tiempo y que este trastorno podía ser incluso definitivo. Iván Fiodorovitch preguntó si había perdido la razón por completo, y le contestaron que no podía decirle si estaba loco, pero que presentaba ciertos síntomas de locura. Iván decidió entonces observar su estado directamente y obtuvo permiso para visitarlo. Smerdiakov estaba acostado en una habitación de dos camas. El otro lecho lo ocupaba un enfermo de hidropesía que no podía durar más de cuarenta y ocho horas. Por lo tanto, este desgraciado no podía ser un obstáculo para la conversación de Iván con Smerdiakov. Éste sonrió con desconfianza e incluso mostró cierta inquietud al ver a Iván Fiodorovitch. Por lo menos, ésta fue la impresión del visitante. Pero el paciente cambió de actitud en seguida, tanto, que Iván Fiodorovitch incluso se asombró de su serenidad. La evidente gravedad de su estado impresionó profundamente a Iván. Smerdiakov estaba exhausto, hablaba lentamente, con gran dificultad, había adelgazado mucho y su palidez era extrema. Durante los veinte minutos que duró la conversación se quejó sin cesar de que le dolían la cabeza y todos los miembros. Su cara de eunuco se había reducido. El cabello le caía revuelto sobre las sienes. Sólo un delgado mechón se levantaba a modo de tupé. Únicamente los continuos y nerviosos guiños del ojo izquierdo recordaban al Smerdiakov de siempre. Iván se acordó inmediatamente de su frase «da gusto hablar con un hombre inteligente». Se sentó en un taburete, junto a los pies de la cama. Smerdiakov se movió un poco entre gemidos, pero guardó silencio. No demostraba la menor curiosidad.

—¿Podemos hablar? No te molestaré mucho tiempo.

—Claro que podemos hablar —repuso Smerdiakov con voz débil—. ¿Hace mucho que ha llegado? —añadió como para animar al visitante, que estaba algo cohibido.

 

—He llegado hoy mismo... He venido para aclarar ciertas cosas.

Smerdiakov lanzó un suspiro.

—¿Por qué suspiras? —preguntó Iván—. ¿Sabes a qué me refiero?

—¿Cómo no lo he de saber? —repuso Smerdiakov tras una pausa—. Se veía claramente que la cosa terminaría mal, pero no se podía prever que acabara así.

—Nada de subterfugios. Dijiste que te daría un ataque en cuanto bajaras a la bodega. Mencionaste la bodega claramente.

—¿Lo ha dicho usted en su declaración? —preguntó Smerdiakov, impasible.

—Todavía no, pero lo diré. Me debes ciertas explicaciones, querido, y te aseguro que no permitiré que te burles de mí.

—¿Burlarme de usted? ¡Pero si sólo confío en usted, si confío en usted lo mismo que en Dios! —replicó Smerdiakov, inconmovible.

—Hay un hecho indiscutible, y es que nadie puede prever un ataque de epilepsia. Me he informado; es inútil que pretendas engañarme. ¿Cómo pudiste, pues, predecir el día, la hora a incluso el lugar? ¿Cómo pudiste saber que sufrirías un ataque precisamente en la bodega?

—Yo tenía que ir a la bodega varias veces al día —replicó lentamente Smerdiakov—. También me caí del granero hace un año. Desde luego, no se puede prever el día y la hora de un ataque, pero uno puede tener un presentimiento.

—¡Tú predijiste el día y la hora!

—En lo que concierne a mi enfermedad, señor, acuda a los médicos. Ellos le dirán si es verdadera o fingida. Yo de esto no sé nada.

—¿Pero cómo pudiste prever que sufrirías un ataque en la bodega?

—La bodega lo obsesiona, señor. Cuando empecé a bajar la escalera, el miedo y la desconfianza se apoderaron de mí. Mi miedo se debía a que usted se había marchado y en la casa no quedaba nadie que me defendiera. Yo pensaba: «Te va a dar un ataque, vas a caer.» Esta misma aprensión formó un nudo en mi garganta. Y caí rodando por la escalera... Todo esto, así como la conversación que tuve con usted el día anterior, en el portal de la casa, cuando le comuniqué mis temores, sin dejar de mencionar la bodega, lo expliqué detalladamente al doctor Herzenstube y al juez de instrucción Nicolás Parthenovitch, que lo hizo anotar en el expediente. El médico del hospital, el doctor Varvinski, dijo que la simple aprensión podía haber provocado el ataque, y también esto se consignó en las actas.

Smerdiakov daba muestras de agotamiento y respiraba con dificultad.

—¿De modo que ya has declarado todo eso? —preguntó Iván Fiodorovitch, un tanto desconcertado.

Iván pretendía atemorizar a Smerdiakov amenazándole con explicar la conversación que había tenido con él, pero el enfermo se le había anticipado.

—¿Por qué no lo había de declarar? —dijo Smerdiakov, imperturbable—. No tengo nada que temer y la verdad debe saberse.

—¿Repetiste exactamente nuestra conversación en el portal?

—Exactamente, no.

—¿Dijiste que eres capaz de simular un ataque, como me confesaste a mí dándote importancia?

—No.

—Otra cosa. ¿Por qué tenías tanto interés en que me fuera a Tchermachnia?

—No quería que se marchara usted a Moscú. Tchermachnia está más cerca.

—Mientes. Lo que tú deseabas era alejarme. «Apártese del pecado», me dijiste.

—Lo hice por amistad, por el afecto que le tengo. Presentía una desgracia y quería advertirle. Pero mi seguridad era para mí primero que usted. Por eso le dije: «Apártese del pecado.» Con esto quería darle a entender que iba a ocurrir algo grave y que usted debía quedarse aquí para defender a su padre.

—¡Debiste hablarme con franqueza, imbécil!

—¿Acaso podía? Yo estaba atemorizado. Además, pensé que usted podía enojarse. Se podía temer que Dmitri Fiodorovitch provocase un escándalo y se llevara ese dinero que él consideraba suyo, ¿pero quién iba a figurarse que cometería un asesinato? Yo creía que Dmitri Fiodorovitch se limitaría a apoderarse del sobre que contenía los tres mil rublos y que estaba escondido debajo del colchón. Pero no se conformó con robar, sino que asesinó. Esto no se podía prever.

—En este caso, ¿cómo iba a preverlo yo y a quedarme? Esto no está claro.

—Usted debió comprender por qué le pedí que fuera a Tchermachnia y no a Moscú.

—Eso no prueba nada.

Smerdiakov hubo de hacer una nueva pausa. Parecía en el límite de sus fuerzas.

—Usted debió comprender que si yo insistía en que fuera a Tchermachnia era porque deseaba tenerlo cerca, ya que Moscú está muy lejos. Sabiendo que estaba usted a dos pasos de aquí, Dmitri Fiodorovitch tal vez no se habría atrevido a hacer lo que hizo. Y, en caso necesario, usted habría acudido en mi ayuda, y más habiéndole advertido que Grigori Vasilievitch estaba enfermo y que yo temía que me diera un ataque. Además, le expliqué que, utilizando ciertas señales, se podía entrar en casa de Fiodor Pavlovitch, y que Dmitri Fiodorovitch conocía esta contraseña porque yo se la había revelado. Esto era otra razón para que yo creyese que usted, temiendo que su hermano se dejase llevar de su carácter violento, no se fuera ni siquiera a Tchermachnia, sino que se quedase aquí.

Iván se dijo: «Habla en serio, aunque balbucea. No comprendo por qué Herzenstube dice que tiene perturbado el juicio.»

—¡No eres sincero, canalla! —exclamó.

—Lo soy —dijo Smerdiakov con firmeza—. Francamente, en aquel momento creí que usted me había comprendido.

—Si te hubiera comprendido, me habría quedado.

—¡Y yo que pensé que usted se marchaba porque tenía miedo!

—Por lo visto, crees que todos son tan cobardes como tú.

—Perdóneme por haber creído que usted era como yo.

—Desde luego, debo ser más previsor. Por otra parte, temí que cometieras alguna villanía. —De pronto tuvo un recuerdo que le hizo exclamar—: ¡Mientes, mientes otra vez! Recuerdo que, cuando me despedí de ti, me dijiste: «Da gusto hablar con una persona inteligente.» Esa amabilidad era buena prueba de que te alegrabas de que me marchase.

Smerdiakov suspiró varias veces y pareció sentirse abochornado.

—Yo me alegré —dijo haciendo un gran esfuerzo— de que decidiera usted ir a Tchermachnia y no a Moscú. Tchermachnia está más cerca. Pero mis palabras no eran de agradecimiento, sino de reproche. Usted no me comprendió.

—¿Por qué eran de reproche?

—Porque, aun presintiendo una desgracia, abandonaba usted a su padre. Además, me dejaba a mí indefenso, pues se me podía atribuir el robo de los tres mil rubios.

—¡Vete al diablo! ¡Ah! Una pregunta: ¿hablaste a los jueces de la contraseña, de los golpes de llamada?

—Sí, lo expliqué con todo detalle.

Iván Fiodorovitch tuvo de nuevo un gesto de asombro.

—Lo único que pensé al marcharme fue que cometerlas alguna infamia. Creía a Dmitri capaz de matar, pero no de robar. ¿Por qué me dijiste que sabías fingir un ataque?

—Fue una chiquillada. Jamás he simulado un ataque. Lo dije por presumir. Entonces lo quería a usted mucho y le hablaba con ingenuidad infantil.

—Mi hermano te acusa. Dice que fuiste tú el que cometiste el robo y el crimen.

—¿Él qué ha de decir? —replicó Smerdiakov con una amarga sonrisa—. ¿Pero quién lo creerá, sabiéndose los cargos que pesan sobre él? Grigori Vasilievitch vio la puerta abierta. Es una prueba decisiva. En fin, que Dios le perdone. Tiene miedo y trata de salvarse.

Reflexionó un momento y añadió:

—Es lo de siempre. Quiere descargar sobre mí la culpa del crimen. Ya lo había oído decir. ¿Pero le habría dicho yo a usted que podía simular un ataque de epilepsia si hubiese tenido el propósito de matar a su padre? ¿Habría cometido la necedad de ofrecer por anticipado semejante prueba y nada menos que al hijo de la víctima? ¿Es esto verosímil? Nadie, excepto Dios, está escuchando esta conversación, pero si usted la transmitiera al procurador y a Nicolás Parthenovitch, esto me favorecería, pues no es posible que un desalmado obre con tanta ingenuidad. Todo el mundo razonará de este modo.

—Óyeme —dijo Iván Fiodorovitch levantándose, impresionado por este último argumento—. No sospecho de ti. Sería una necedad acusarte. Incluso te agradezco que me hayas tranquilizado. Ya volveré, pero ahora me voy. Adiós; que te mejores. ¿Necesitas algo?

—Gracias. Marta Ignatievna no me olvida, y como es tan buena, viene en mi ayuda siempre que me hace falta. Todos los días vienen a verme buenos amigos.

—Hasta más ver. No diré que dijiste que sabías simular un ataque. Te aconsejo que tampoco tú vuelvas a hablar de ello —dijo Iván, sin saber por qué.

—De acuerdo. Si usted no dice lo de la simulación, tampoco yo diré nada de nuestra charla en el portal.

Iván Fiodorovitch salió de la habitación. Cuando había dado unos diez pasos por el corredor se dio cuenta de que la última frase de Smerdiakov tenía algo de ofensivo para él. Por un momento pensó volver atrás, pero cambió de opinión, se encogió de hombros y salió del hospital.

Se había tranquilizado al saber que el culpable no era Smerdiakov, como parecía lógico suponer, sino Mitia. ¿Por qué había cometido su hermano el crimen? No intentó dilucidarlo; le repugnaban estos análisis psíquicos. Anhelaba olvidar. En los siguientes días acabó de convencerse de la culpabilidad de Mitia, al estudiar a fondo las pruebas que se acumulaban contra él. Personas tan humildes como Fenia y su madre habían hecho declaraciones abrumadoras. Y no hablemos de Perkhotine, los clientes de la taberna, los comerciantes Plotnikov y los testigos de Mokroie. Había detalles que eran cargos decisivos. El de la llamada mediante una serie de golpes convenida había impresionado al juez y al procurador casi tanto como la afirmación de Grigori de que la puerta estaba abierta. Marta Ignatievna, al interrogarla Iván Fiodorovitch, dijo que Smerdiakov había pasado la noche muy cerca de su lecho, al otro lado del tabique, y que más de una vez se había despertado al oír los gemidos del enfermo. «Se lamentaba sin cesar.» Iván habló también con el doctor Herzenstube y le expuso sus dudas acerca de la demencia de Smerdiakov, que a él le había parecido simplemente un hombre extenuado.

—¿Sabe usted en qué se ocupa ahora? Escribe palabras francesas con caracteres rusos en un cuaderno y se las aprende de memoria.

Al fin desaparecieron hasta las últimas dudas de Iván. Ya no podía pensar en Dmitri sin experimentar cierta aversión. Sin embargo, le sorprendía la persistencia con que Aliocha afirmaba que el asesino no era Dmitri y que había «muchas probabilidades» de que fuera Smerdiakov. Iván había respetado siempre las opiniones de Aliocha, y ésta, la referente a la culpabilidad del epiléptico, lo desconcertaba. Otro detalle sorprendía a Iván: Aliocha no era nunca el primero en hablar de Mitia, sino que se limitaba a contestar a las preguntas que él le hacía sobre Dmitri. Además de éstas, Iván tenía otra preocupación: desde que había regresado de Moscú estaba locamente enamorado de Catalina Ivanovna.

No es éste el lugar a propósito para describir la gran pasión de Iván Fiodorovitch, una pasión que influyó decisivamente en su vida. En ella hay materia para una obra aparte, que tal vez escriba algún día. Me limitaré, pues, a hacer constar que cuando Iván dijo a Aliocha, al salir de casa de Catalina Ivanovna, que ésta no le gustaba, se mentía a si mismo. Iván sentía por ella un amor inmenso, aunque a veces la odiaba hasta el extremo de experimentar el deseo de matarla.

Esta pasión había nacido por diversas causas. Trastornada por la tragedia, Catalina Ivanovna se había arrojado sobre Iván Fiodorovitch como se arroja sobre su salvador el que está perdido. Se sentía ofendida y humillada, y he aquí que en esto veía aparecer al hombre que tanto la había amado —estaba segura de ello— y cuya inteligencia y sentimientos había apreciado siempre. Pero ella, inflexible en el cumplimiento de sus compromisos, no le había entregado enteramente su corazón, a pesar del ímpetu pasional, propio de un Karamazov, de su pretendiente y de la fascinación que ejercía sobre ella. Además, se reprochaba constantemente haber traicionado a Mitia, y así se lo decía a Iván, con toda franqueza, en sus frecuentes disputas. A esto se refería Iván cuando, hablando con Aliocha, había dicho que todo era una farsa entre ellos. Efectivamente había mucho de farsa en sus relaciones, lo que exasperaba a Iván Fiodorovitch. Pero no nos anticipemos.

Durante algún tiempo, Iván casi se olvidó de Smerdiakov. Sin embargo, quince días después de su primera visita al enfermo volvieron a atormentarle extrañas ideas. Se preguntaba con frecuencia por qué la última noche que pasó en casa de Fiodor Pavlovitch, antes de emprender el viaje, había salido en silencio, como un ladrón, a la escalera, para oír lo que hacía su padre en la planta baja. A la mañana siguiente, cuando se acercaba a Moscú se había acordado de esto, había sentido una repentina angustia y se había dicho: «Soy un miserable.» ¿Por qué se acusaba a si mismo?

 

Un día en que estaba dando vueltas en su imaginación a estos ingratos recuerdos y se decía que eran capaces de hacerle olvidar a Catalina Ivanovna, se encontró con Aliocha. Inmediatamente le preguntó:

—¿Te acuerdas de aquella tarde en que llegó de pronto Dmitri y golpeó a nuestro padre? Después, en el patio, te dije que me reservaba «el derecho de desear». Dime: ¿pensaste entonces que yo deseaba la muerte de nuestro padre?

—Si —repuso sencillamente Aliocha.

—Verdaderamente, no era difícil deducirlo. ¿Pero pensaste también que yo deseaba que los reptiles se devorasen entre sí, o sea que Dmitri matara a nuestro padre? ¿Que yo incluso estaba dispuesto a ser su cómplice?

Aliocha palideció y fijó su mirada en los ojos de Iván.

—¡Habla! —gritó Iván—. ¡Quiero conocer tu pensamiento! ¡Necesito saber toda la verdad!

Jadeaba, miraba a su hermano con anticipada hostilidad.

—Perdóname, pero también pensé eso —murmuró Aliocha, sin añadir ninguna palabra atenuante.

—Gracias —dijo secamente Iván. Y continuó su camino.

Desde entonces, Aliocha observó que su hermano lo miraba con aversión y rehuía su trato, por lo que decidió no volver a visitarlo.

Inmediatamente después de su encuentro con Aliocha, Iván fue a ver de nuevo a Smerdiakov.

VII. Segunda entrevista con Smerdiakov

Smerdiakov había salido ya del hospital. Vivía en aquella casita de techo bajo habitada por María Kondratievna. La vivienda tenía dos habitaciones, y entre ellas un vestíbulo. María Kondratievna y su madre ocupaban una de las habitaciones, y la otra Smerdiakov. Nadie sabía exactamente con qué títulos habitaba el epiléptico en aquella casa. Al fin se supuso que era el prometido de María Kondratievna y que no pagaba alquiler alguno. Tanto la madre como la hija le tenían gran afecto y lo consideraban superior a ellas.

Cuando le abrieron la puerta, Iván, siguiendo las indicaciones de María Kondratievna, se dirigió a la habitación de la izquierda, que era la ocupada por Smerdiakov. Una estufa de barro despedía un calor sofocante. Las paredes estaban cubiertas de un papel azul lleno de desgarrones y bajo el cual corrían las cucarachas con un rumoreo continuo. El mobiliario era muy simple: dos bancos a ras de las paredes y dos sillas junto a la mesa, sencilla y cubierta por un mantel rameado de color de rosa. Geranios en las ventanas: en un rincón, imágenes santas. En la mesa había un abollado samovar de cobre, una bandeja y dos tazas. El samovar estaba apagado; Smerdiakov se había tomado ya el té. Estaba sentado en un banco, escribiendo en un cuaderno. A su lado había un frasquito de tinta y una bujía en un candelero de metal. Al ver a Smerdiakov, Iván tuvo la impresión de que estaba completamente restablecido. Tenía la cara más llena y más lozana; el cabello, lustroso y bien peinado. Llevaba una bata de vivos colores, acolchada y no muy vieja. Usaba lentes, y este detalle irritó a Iván Fiodorovitch, que lo ignoraba. «¡Llevar lentes ese desgraciado!»

Smerdiakov levantó la cabeza, miró al visitante y se quitó los lentes. Después se puso en pie sin apresurarse, menos por respeto que por observar las reglas de la urbanidad. Iván advirtió al punto estos detalles y, sobre todo, la hostilidad y altivez que había en su mirada. «¿A qué vienes? —parecía decir—. Tú y yo ya nos pusimos de acuerdo.» Iván Fiodorovitch apenas podía contenerse.

—¡Qué calor hace aquí! —dijo desabrochándose el abrigo.

—Quíteselo —sugirió Smerdiakov.

Iván Fiodorovitch se lo quitó. Después, con manos temblorosas, retiró un poco una de las sillas que había junto a la mesa y se sentó. Smerdiakov había ocupado ya su asiento.

—Ante todo, una pregunta —dijo Iván—. ¿Pueden oírnos?

—No; ya habrá visto usted que entre esta habitación y la otra hay un vestíbulo.

—Bien, escucha. Cuando me despedí de ti en el hospital, me dijiste que si yo no hablaba de tu habilidad para fingir ataques, tú no explicarías nuestra conversación en el portal. ¿Qué querías decir? ¿Era una amenaza? ¿Crees que existe un pacto entre nosotros? ¿Supones acaso que te temo?

Iván Fiodorovitch hablaba con indignación. Daba a entender claramente que detestaba los subterfugios y que le gustaba el juego limpio. Por la mirada de Smerdiakov pasó una nube maligna. Su ojo izquierdo empezó a parpadear nerviosamente. Parecía decirse: «¿Quieres que hablemos claro? Pues te voy a complacer.»

—Lo que entonces quise decir fue que usted, aun previendo el asesinato de su padre, se marchó, dejándolo sin defensa. Y le prometí callar para evitar juicios desfavorables sobre sus sentimientos... y sobre otras cosas.

Smerdiakov pronunció estas palabras sin precipitarse, en el tono del que es dueño de sí mismo, pero también con provocativa aspereza. Luego se quedó mirando a Iván Fiodorovitch con insolencia.

—¿Qué dices? ¿Estás en tu juicio?

—Sí, por completo.

—¿De modo que, según tú, yo sabía que se iba a asesinar a mi padre? —exclamó Iván dando un formidable puñetazo sobre la mesa—. ¿Qué significa eso de «sobre otras cosas»? ¡Habla, miserable!

Smerdiakov enmudeció. Seguía mirando a Iván con insolencia.

—¿Qué otras cosas son ésas, canalla?

—Pues bien son... que usted tal vez deseara, anhelara, la muerte de su padre.

Iván Fiodorovitch se levantó y lanzó su puño con violencia contra un hombro de Smerdiakov. Este retrocedió hasta la pared tambaleándose, mientras las lágrimas bañaban su rostro.

—¡Eso no está bien, señor! ¡Agredir a un hombre que no puede defenderse!

Se cubrió el rostro con su sucio pañuelo a cuadros y empezó a sollozar.

—¡Basta! —dijo Iván volviendo a sentarse—. ¡Deja ya de llorar y no me saques de quicio!

Smerdiakov apartó el pañuelo de sus ojos. Su rígido semblante expresaba un profundo rencor.

—¿De modo, miserable, que tú crees que yo deseaba ponerme de acuerdo con Dmitri para matar a mi padre?

—Yo no sabía lo que usted pensaba, y precisamente para sondearlo me detuve a hablar con usted.

—¿Para sondearme? ¿Qué pretendías averiguar?

—Sus intenciones respecto a su padre, es decir, si usted deseaba su inmediata muerte.

Lo que más irritaba a Iván Fiodorovitch era el tono impertinente de Smerdiakov.

—¡Fuiste tú quien lo mató! —exclamó de pronto.

Smerdiakov sonrió desdeñosamente.

—Usted sabe perfectamente que no fui yo. Y me extraña que un hombre inteligente como usted insista en semejante acusación.

—¿Por qué sospechaste de mí?

—Ya lo sabe usted: por miedo. Yo, debido a mi estado, desconfiaba de todo el mundo, y quería sondearlo a usted para saber si estaba de acuerdo con su hermano, ya que entonces me quedaría sin protección.

—Hace quince días no hablabas así.

—Pero le di a entender lo mismo con medias palabras, creyendo que usted prefería esto a que habláramos francamente.

—¡Es el colmo!... Insisto en que me aclares una cosa: ¿cómo pudo tu alma vil concebir esas innobles sospechas?

—Usted era incapaz de matar a su padre con sus propias manos, pero podía desear que otro lo hiciera.

—¡Con qué aplomo hablas! ¿Pero por qué había de sentir yo ese deseo?

—¿Cómo que por qué? —exclamó Smerdiakov pérfidamente—. Por la herencia. La muerte de su padre suponía para cada uno de ustedes cuarenta mil rublos o más. En cambio, si daban tiempo a que Fiodor Pavlovitch se casara con Agrafena Alejandrovna, ésta, que no tiene un pelo de tonta, se habría apresurado a poner el dinero de su padre a su nombre, y no habría quedado nada para ustedes tres. Esto estuvo a punto de ocurrir. Habría bastado una palabra de Agrafena Alejandrovna para que Fiodor Pavlovitch la hubiese llevado al altar.