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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Carlos Bernard?



—No; Carlos, no: Claudio, Claudio Bernard. Es químico, ¿no?



—He oído decir que es un sabio, pero esto es todo lo que sé de él.



—Yo tampoco sé nada. ¡Que se vaya al diablo! Seguramente está en la miseria. Todos los sabios están en la miseria. Pero Rakitine irá muy lejos. Se mete en todas partes. Es un Bernard en su género. Estos Bernard abundan.



—¿Pero qué tienes que ver con Rakitine?



—Pretende hacer su presentación como escritor con un artículo sobre mí. Por eso viene a verme: él mismo me lo ha dicho. Un artículo de tesis. «Tenía que matar: es una víctima del medio...», etcétera. Según me ha dicho, escribirá con cierta tendencia socialista. Me tiene sin cuidado. Detesta a Iván. Y tú no le eres simpático. Yo lo soporto porque tiene ingenio. ¡Pero qué orgulloso es! Hace un momento le he dicho: «Los Karamazov no somos cualquier cosa; somos filósofos, como todos los verdaderos rusos. Sin embargo, tú, con todo tu saber, no eres un filósofo, sino un patán.» Él ha sonreído, sarcástico. Y yo he añadido: De opinionibus non est disputandum. También yo conozco a los clásicos —terminó, echándose a reír.



—¿Pero por qué dices que estás perdido?



—Pues..., en el fondo..., observando el hecho en su conjunto, porque siento la falta de Dios.



—No sé lo que quieres decir.



—¿No? Verás. En la cabeza, mejor dicho, en el cerebro, hay nervios... Estos nervios tienen fibras, y cuando estas fibras vibran... Oye, cuando miro una cosa, las fibras empiezan a vibrar, y, apenas vibran, se forma una imagen. Bueno, no se forma en seguida, sino al cabo de un momento, de un segundo... Entonces aparece en la imaginación un momento..., no un momento, ¡qué disparates digo!..., aparece un objeto, una escena. Así se realiza la percepción. Y no podemos menos de decirnos que esto ocurre porque tenemos fibras, y no porque tenemos alma y estamos hechos a imagen y semejanza de Dios... Ayer mismo me habló de esto Mikhail. Y desde entonces me tortura esta idea. ¡La ciencia es magnífica, Alexei! El hombre progresa; esto es natural... Sin embargo, echo de menos a Dios.



—Eso es bueno —dijo Aliocha.



—¿Que eche de menos a Dios? ¡La química, hermano, la química! Perdóneme su reverencia, pero tendrá que apartarse un poco para dejar el paso libre a la química... Rakitine no ama a Dios; no, no lo ama. A todos los que son como él les ocurre lo mismo; pero lo disimulan, mienten. «¿Expondrás esas ideas en tus artículos?», le he preguntado. Y él me ha respondido, riendo: «No, no me lo permitirían.» Entonces yo le he dicho: «¿Qué será del hombre sin Dios y sin inmortalidad? Se dirá que, como todo se tolera, todo es licito.» Y él me ha contestado: «Al hombre inteligente, todo se le permite. ¿No lo sabías? Con su inteligencia, sale siempre del paso. En cambio, a ti, por haber matado, lo prendieron y ahora estás pudriéndote en una cárcel.» Esto me ha dicho ese villano. Antes, a semejantes cerdos los mandaba al diablo; ahora los escucho. Además, Rakitine dice cosas acertadas y escribe bien. Hace ocho días me leyó un artículo suyo y anoté tres líneas. Las tengo aquí. Voy a leértelas.



Mitia sacó del bolsillo un papel y leyó:



—«Para resolver esta cuestión hay que poner la propia persona frente a la propia actividad.»



»¿Comprendes esto? —preguntó Mitia.



—No, no lo comprendo.



Aliocha escuchaba atentamente a su hermano y lo miraba con curiosidad.



—Yo tampoco lo entiendo —dijo Dmitri—. No está claro. Pero es ingenioso. Él dice que todos escriben así ahora, que este modo de escribir es un producto del medio. También compone versos. Ha cantado los pies de la señora de Khokhlakov. ¡Ja, ja!



—Lo había oído decir.



—¿Conoces los versos?



—No.



—Te los leeré; los tengo aquí. Alrededor de esto hay una historia interesante. ¡El muy canalla! Hace tres semanas me dijo para mortificarme: «Te has hecho encarcelar como un imbécil por tres mil rublos, y yo voy a tener ciento cincuenta mil. Estoy dando pasos para casarme con una viuda. Compraré una casa en Petersburgo.» Me explicó que hacía la corte a la señora de Khokhlakov, de la que dijo que en su juventud tenía poca cabeza y que a los cuarenta años la había perdido por completo. «Es muy sensible; de esto me valdré para conquistarla. Me casaré con ella, nos iremos a Petersburgo y allí fundaré un periódico.» Se relamía de gusto, claro que no porque iba a ser dueño de la señora de Khokhlakov, sino porque iba a disponer de sus ciento cincuenta mil rublos. Estaba muy seguro de sí mismo. Venía a verme todos los días. «Su resistencia se va debilitando», me decía radiante. Y de pronto le echan de la casa. Perkhotine le puso una zancadilla. ¡Bien hecho! De buena gana daría un abrazo a esa viuda tonta por haberle puesto en la puerta. Entonces escribió la poesía. Me dijo: «Por primera vez me rebajo a componer versos para cautivar a una mujer, pero lo hago con una finalidad útil. Una vez en posesión de la fortuna de esa cabeza vacía, podré ser útil a la sociedad.» La utilidad pública es un buen pretexto para esos tipos. También me dijo que escribía mejor que Pushkin, ya que sabía expresar «en versos alegres su tristeza cívica». Comprendo que censure a Pushkin, pues, si verdaderamente tenía talento, no debió limitarse a describir los pies. ¡Qué orgulloso estaba de sus versos ese perfecto truhán! ¡El amor propio de los poetas! «Por la curación del pie del objeto amado.» Éste es el título que puso a sus versos ese loco de Rakitine. Escúchalos:



»Le produce gran dolor



su encantador piececito.



Aumentan el sufrimiento



los doctores que pretenden curarlo.



No me dan lástima los pies,



aunque los cante Pushkin;



son las cabezas las que compadezco,



las cabezas rebeldes a las ideas.



Ella empezaba a comprender



cuando el pie la distrajo.



¡Que sane pronto ese pie,



ya que entonces la cabeza comprenderá!



Rakitine es un villano, pero estos versos tienen gracia. Y, en verdad, ha mezclado con el humor una tristeza «cívica». Estaba furioso; sus dientes rechinaban.



—Ya se ha vengado —dijo Aliocha—. Ha publicado un artículo contra la señora de Khokhlakov.



Y puso a Mitia al corriente de la noticia aparecida en el periódico Rumores.



—Ha sido él —dijo Mitia, ceñudo—. ¡Seguro que ha sido él! Esas informaciones... ¡Cuántas infamias ha escrito! Contra Gruchegnka..., contra Katia...



Iba y venía por la habitación con semblante sombrío.



—Dmitri —dijo Aliocha tras una pausa—, no puedo estar más tiempo contigo. Mañana es un día de gran importancia para ti. Se cumplirá el juicio de Dios. Por eso me asombra que, en vez de hablar de cosas serias, hables de nimiedades.



—Pues no te debía sorprender. ¿Para qué hablar del asesino, de ese perro sarnoso? Ya he hablado bastante de él. No quiero oír nombrar a Smerdiakov, ese hijo hediondo de una mujer hedionda. ¡Dios lo castigará! Ya verás como lo castiga.



Se acercó a Aliocha y lo abrazó. Su emoción era sincera; sus ojos llameaban.



—Rakitine no comprendía esto, pero tú sí que lo comprenderás. Por eso lo esperaba con tanta impaciencia. Hace tiempo que quería decirte muchas cosas entre estas inhóspitas paredes; pero cada vez que he hablado contigo me he callado lo principal, por parecerme que no había llegado aún el momento de sincerarme. He esperado hasta el último día para abrirte mi corazón. En este encierro, hermano mío, he sentido nacer en mí un nuevo ser. En mí existía un hombre nuevo que sólo podía manifestarse bajo el azote del infortunio. ¿Qué puede importarme trabajar hasta la extenuación en las minas durante veinte años? Esto no me asusta; lo que temo es otra cosa: que el hombre que acaba de nacer en mí me abandone... En las minas, en un forzado, en un asesino, podemos encontrar un hombre de corazón con el que entendernos; sí, también allá lejos podemos amar, vivir y sufrir; despertar el corazón dormido de un forzado y cuidarlo con solicitud; sacar de su oscura guarida y llevar a la luz a un alma grande regenerada por el sufrimiento; resucitar a un héroe. Hay centenares de seres así y todos somos culpables ante ellos. No soñé en vano con el «pequeñuelo»: fue una profecía. Por él iré a presidio. Todos somos culpables ante todos. Son muchos los niños desgraciados como aquél, aunque unos sean realmente niños y otras personas mayores. Iré a presidio por ellos; es necesario que se sacrifique uno por todos. No he matado a mi padre, pero acepto la expiación. Hasta que no he estado aquí, entre estas degradantes paredes, no me he dado cuenta de lo que te acabo de revelar. En el mundo hay centenares de hombres que empuñan el martillo. Nosotros viviremos encadenados, privados de libertad, pero, por obra de nuestro dolor, resucitaremos a la alegría, esa alegría sin la que el hombre no puede vivir ni Dios existir, ya que es Él quien nos la da, porque éste es su sublime privilegio. Señor, que el hombre se dedique a la oración en alma y vida. ¿Cómo podría yo vivir sin Dios en las profundas galerías de las minas? Rakitine miente. Si echan a Dios de la tierra, nosotros lo encontraremos bajo tierra. El hombre libre no puede pasar sin Dios; el forzado, menos aún. Los hombres subterráneos elevaremos un himno trágico a Dios y a su alegría. ¡Viva Dios y la alegría divina! ¡Amo a Dios!



Después de este extraño discurso, Mitia jadeaba. Estaba pálido, los labios le temblaban, las lágrimas fluían de sus ojos.



—Todo está lleno de vida; la vida es desbordante incluso bajo tierra... No puedes figurarte, Alexei, cómo anhelo la vida ahora, hasta qué extremo se ha apoderado de mí la sed de vivir, precisamente desde que estoy encerrado entre estas siniestras paredes. Rakitine no comprende esto; sólo piensa en construir una casa y llenarla de inquilinos. Pero yo te esperaba a ti. ¿El sufrimiento? No le temo, por cruel que sea. Antes le temía, pero ahora no le temo. Tal vez mañana no diga nada ante el tribunal. Siento en mí una energía que me permitirá hacer frente a todos los sufrimientos, con tal que pueda decirme a cada momento: «¡Existo!» Incluso en el tormento, aun en las convulsiones de la tortura, existo. Y atado a la picota, sigo existiendo; veo el sol, y si no lo veo, sé que brilla. Y saber esto es vivir plenamente. ¡Oh Aliocha, mi buen Aliocha; la filosofía es mi perdición! ¡Al diablo la filosofía! Nuestro hermano Iván...

 



Aliocha trató de cortar su discurso, pero Mitia no pareció oírlo y prosiguió:



—Antes no me asaltaban estas dudas. Las tenía bien encerradas en mi interior. Y tal vez precisamente por eso, porque dentro de mí hervían ideas ignoradas, me embriagaba, reñía con todos, me encolerizaba: era un modo de acallar esas ideas, de aplastarlas... Iván no es como Rakitine; Iván oculta sus pensamientos, no despega los labios, es una esfinge... Dios llena mi pensamiento, y esta idea me atormenta. ¿Qué ocurriría si Dios no existiera, si, como afirma Rakitine, fuera sólo un concepto creado por la humanidad? En este caso el hombre sería el rey de la tierra, del universo. Perfectamente. ¿Pero puede ser el hombre virtuoso sin Dios? ¿A quién amará? ¿A quién cantará himnos de agradecimiento? Rakitine se ríe de esto; dice que se puede amar a la humanidad sin Dios. Pero esto es algo que yo no puedo comprender. La vida es fácil para Rakitine. Hoy me ha dicho: «Lucha por la extensión de los derechos cívicos o por impedir que se eleve el precio de la carne. De este modo demostrarás más amor a la humanidad y le prestarás mejores servicios que con toda la filosofía.» A lo que yo he replicado: «Tú, al no creer en Dios, elevarás el precio de la carne y, si se te presenta la ocasión, ganarás un rublo por un copec.» Él se ha enojado. Pero dime, Alexei: ¿qué es la virtud? Yo no la concibo como los chinos. ¿Es una cosa relativa? Contesta: ¿lo es o no lo es? Es una pregunta inquietante. Te puedo asegurar que me ha quitado el sueño las dos noches últimas. No creo que se pueda vivir sin pensar en ello... Para Iván no hay Dios. Esta negación se funda en una idea que está fuera de mi alcance. Pero él no me dice qué idea es. Debe de ser masón. Se lo he preguntado y no me ha respondido. Me habría gustado poder beber en la fuente de su pensamiento, pero él lo oculta, se calla. Sólo una vez habló.



—¿Qué dijo?



—Yo le pregunté: «Entonces, ¿todo está permitido?» Y él me contestó: «Nuestro padre, Fiodor Pavlovitch, era un inmoral, pero también un hombre justo en sus razonamientos.» Éstas fueron sus palabras. Sin duda, es más franco que Rakitine.



—Cierto —dijo Aliocha amargamente—. ¿Cuándo vino?



—Ya hablaremos de eso. Hasta ahora apenas había mencionado a Iván ante ti. Ya te lo contaré todo cuando haya terminado el juicio y se haya pronunciado el fallo. Hay en esto algo terrible que tendrás que juzgar tú. Pero ahora, ni una palabra sobre esto. Me has hablado del juicio de mañana. Aunque te parezca mentira, no sé nada de él.



—Pero habrás hablado con tu abogado defensor.



—Sí, y no he adelantado nada. Es un fino bribón de capital, un Bernard. Supone que soy culpable; esto se ve a la legua. «Entonces, ¿por qué se ha encargado usted de mi defensa?», le he preguntado. Me gusta zaherir a estos tipos. Los médicos quieren hacerme pasar por loco, pero yo no lo permitiré. Catalina Ivanovna se propone cumplir con su deber hasta el fin. Es inflexible. —Mitia sonrió amargamente—. Es cruel como una gata. Sabe que dije en Mokroie que es propensa a los arrebatos de cólera. Alguien se lo ha contado. Las declaraciones se han multiplicado hasta el infinito. Grigori mantiene la suya. Es honrado, pero tonto. Hay muchas personas que son honradas por necedad. Así lo ha dicho Rakitine. Grigori va en contra de mí. En cambio, esa mujer quiere demostrarme su amistad y yo preferiría tenerla por enemiga. Me refiero a Catalina Ivanovna. Temo que explique en el juicio que se inclinó ante mí hasta casi besar el suelo cuando le presté los cuatro mil quinientos rublos. Querrá pagarme hasta el último céntimo. No quiero ver sus sacrificios. Me avergonzará en la sala de la audiencia. Ve a verla, Aliocha, y suplícale que no diga nada sobre esto. Tal vez no lo consigamos, pero entonces pasaré el bochorno y allá ella... El ladrón recibirá su merecido. Haré un discurso digno de escucharse, Alexei... —De nuevo sonrió amargamente—. ¡Pero en todo esto, Señor, está mezclada Gruchegnka! ¡No merece sufrir como está sufriendo! ¡No puedo pensar en ella sin sentirme morir!



Dmitri tenía los ojos llenos de lágrimas.



—Estaba aquí hace un momento.



—Ya lo sé —dijo Aliocha—. Ella misma me lo ha contado. Estaba muy apenada.



—Sí, y la culpa ha sido mía, de mi maldito carácter. Le he hecho una escena de celos. Cuando se ha marchado, me he arrepentido. Le he dado un beso, pero no le he pedido perdón.



—¿Por qué?



Mitia se echó a reír alegremente.



—Que Dios te guarde, querido Alexei, de pedir perdón a la mujer amada. Por muy mal que te hayas portado con ella, no le pidas perdón. Tú no sabes cómo son las mujeres. Yo sí que lo sé. Si reconoces tus errores y les dices: «Perdóname; me he equivocado», en el acto recibirás una granizada de reproches. Nunca obtendrás el perdón sencilla y francamente. Primero, la mujer te humillará, te reprochará faltas que no has cometido, y sólo entonces te dará el perdón. La mejor de ellas no pasará por alto tus más insignificantes errores. Hasta ese extremo llega la ferocidad de las mujeres, de todas de todos esos ángeles sin los cuales no podemos vivir. Oye, querido; no olvides esto: todo hombre decente ha de vivir bajo la zapatilla de una mujer. Estoy convencido de ello, mejor dicho, siento que es así. El hombre ha de ser generoso. Esto no es humillante ni siquiera para un héroe de la altura de César. Pero no pidas nunca perdón a una mujer; ¡nunca, por ningún pretexto! Recuerda siempre este consejo de tu hermano Mitia, al que han perdido las mujeres. Repararé los errores que he cometido con Gruchegnka, pero no le pediré perdón. La venero, Alexei, aunque ella no sabe verlo. A su juicio, nunca la quiero lo suficiente. Su amor es para mí un sufrimiento. Antes me atormentaban sus pérfidos desvíos. Ahora tenemos una sola alma para los dos y, gracias a ella, soy un hombre de verdad. ¿Permaneceremos unidos? Si nos separamos, me moriré de celos... ¿Qué te ha dicho de mí?



Aliocha le repitió las palabras de Gruchegnka. Mitia lo escuchó atentamente y quedó satisfecho.



—¿O sea, que no se ha enfadado por mis celos? Así son las mujeres. Gruchegnka te ha querido demostrar que también ella sabe ser dura. Me gustan estos caracteres, aunque los celos me amargan la vida. Tal vez lleguemos a las manos, pero siempre la querré... ¿Se permite casarse a los presidiarios, Aliocha? Hermano mío, no puedo vivir sin ella.



Mitia iba y venía por el locutorio, con un pliegue entre las cejas. De pronto, se mostró inquieto.



—¿De modo que Grucha te ha dicho que en todo esto hay un secreto, una conspiración contra ella, de «Katka» y otras dos personas? Pues no es así. Gruchegnka se ha equivocado como una tonta... Aliocha, mi querido Aliocha, voy a revelarte nuestro secreto.



Mitia miró en todas direcciones, se acercó a su hermano y empezó a hablar, a susurrar, aunque nadie podía oírlos. El viejo guardián dormitaba en un banco y los soldados de servicio estaban demasiado lejos.



—Sí, voy a revelarte nuestro secreto —dijo, hablando precipitadamente—. Estaba deseando hacerlo, pues no puedo tomar una resolución sin que tú me aconsejes. Tú lo eres todo para mí. Iván es superior a nosotros, pero tú eres mejor que él. E incluso es posible que seas superior a Iván. Quiero que la decisión sea sólo tuya. Es un caso de conciencia, un problema tan importante, que no puedo resolverlo sin tu ayuda. Sin embargo, no es todavía el momento de que dictamines. Mañana, inmediatamente después del juicio, decidiré mi suerte. Te voy a exponer únicamente la idea; prescindiré de los detalles. Pero ni preguntas ni gestos, ¿entendido? ¡Ah!, me olvidaba de tus ojos: aunque no hables, leeré en ellos tu decisión... ¡Oh Aliocha; estoy asustado! Escucha: Iván me ha propuesto huir. Como te he dicho, prescindo de los detalles. El caso es que todo está previsto y el proyecto se puede realizar. Calla. Se trata de huir a América, con Grucha, ya que no puedo vivir sin ella... Hay que pensar en que tal vez no le permitan que me siga al penal. ¿Pueden casarse los forzados? Iván dice que no. ¿Qué haría yo sin Grucha bajo tierra y con el pico en la mano? El pico sólo me serviría para abrirme la cabeza... Pero frente a todo esto está la conciencia. Eludiría el sufrimiento, me alejaría del camino purificador que se me ofrece. Iván dice que un hombre de buena voluntad puede ser más útil en América que trabajando en las minas. ¿Pero qué será entonces de nuestro himno subterráneo? América es también vanidad, la huida a América es un acto innoble, porque significa renunciar a la expiación. He aquí, Aliocha, por qué lo he dicho que sólo tú me podías comprender. Cualquier otro me hubiera mirado como a un loco o a un necio cuando le hubiera hablado del himno subterráneo. Y no soy un loco ni un imbécil. Estoy seguro de que Iván sí que comprende lo del himno, pero no cree en él y se calla. No, no digas nada. Ya veo en tus ojos que has tomado una decisión. Perdóname, pero no puedo vivir sin Gruchegnka. Espera hasta después del juicio.



Cuando terminó, Mitia tenía una expresión de extravío en la mirada. Había apoyado las manos en los hombros de Aliocha y lo miraba ávidamente.



—¿Pueden casarse los forzados? —le preguntó una vez más, con acento suplicante.



Aliocha estaba sorprendido a impresionado.



—Dime, Dmitri: ¿insiste Iván en que huyas? ¿De quién ha sido esta idea?



—Suya, y no cesa de repetirme que debo huir. Llevaba mucho tiempo sin verlo. Hace ocho días, se presentó aquí y empezó por hablarme de la fuga. No propone, ordena. Está seguro de que lo obedeceré, aunque le he abierto mi corazón y le he hablado del himno. Me ha expuesto su plan. Volveremos a hablar de esto. Desea ardientemente que huya. Incluso me ofrece una suma considerable: diez mil rublos para huir y veinte mil cuando esté en América. Dice que con diez mil rublos se puede organizar una huida perfecta.



—¿Te ha pedido que no me hables de esto?



—Sí, me ha dicho que no le hable a nadie, y menos a ti. Teme que puedas ser algo así como la encarnación de mi conciencia. Te ruego que no le digas que te lo he contado todo.



—Has dicho bien: no se puede tomar ninguna decisión antes de qué se pronuncie la sentencia. Cuando conozcas el fallo, habrá en ti un hombre nuevo capaz de tomar por sí mismo la determinación más conveniente.



—Un hombre nuevo o tal vez Bernard que tomará la decisión propia de un Bernard.



Y añadió con una amarga sonrisa:



—Me parece que también yo soy un vil Bernard.



Aliocha preguntó:



—¿Cómo es posible que no esperes justificarte mañana?



Mitia movió la cabeza negativamente. De pronto, dijo:



—Aliocha, es hora de que te vayas. Oigo los pasos del inspector en el patio. Pronto estará aquí y verá que hemos faltado al reglamento, ya que a estas horas están prohibidas las visitas. Despídete de mi ahora mismo. Dame un beso y haz ante mí la señal de la cruz para que me sea posible hacer frente al calvario de mañana.



Se abrazaron y se besaron.



—Incluso Iván, que me propone huir, cree que he cometido el crimen.



Mitia sonreía tristemente.



—¿Se lo has preguntado? —dijo Aliocha.



—No; me propuse hacerlo, pero no me atreví. Lo sé porque lo he leído en sus ojos. Bueno, adiós.



Se besaron de nuevo. Cuando Aliocha se dirigía a la puerta, Mitia lo llamó.



—Ponte ante mí; así.



Volvió a apoyar las manos en los hombros de Aliocha. Su cara se cubrió de una palidez mortal, sus labios se contrajeron, su mirada sondeó la de su hermano.



—Dime la verdad, Aliocha; habla como si estuvieras ante Dios. ¿Crees que he cometido el crimen? No mientas; quiero saber la verdad.



Aliocha vacilaba. Sentía como si le estrujasen el corazón. Tan impresionado estaba, que apenas pudo murmurar:



—Pero..., ¿qué dices?



—¡Dime toda la verdad; no mientas!



—Jamás, en ningún momento he creído que seas un asesino —respondió Aliocha, levantando la mano como si tomara a Dios por testigo.

 



El semblante de Mitia reflejó una infinita felicidad.



—Gracias —dijo, suspirando profundamente. Y añadió—: Me has vuelto a la vida. Incluso a ti, ¡a ti!, temía hacerte esta pregunta. ¡Vete, vete ya! Me has dado fuerzas para mañana. Que Dios te bendiga. ¡Vete!... ¡Y quiere a Iván!



Aliocha se marchó con los ojos llenos de lágrimas. La desconfianza de Mitia, incluso hacia él, revelaba que su desgraciado hermano era presa de una desesperación sin límites. Una infinita compasión se apoderó de él... «¡Quiere a Iván!» De pronto, acudieron a su memoria estas palabras de Mitia. Precisamente iba a casa de Iván, al que todo el día había estado deseando ver. Iván le inquietaba tanto como Mitia, y más ahora, después de su entrevista con Dmitri.





V. Esto no es todo





Para ir a casa de su hermano tenía que pasar ante la de Catalina Ivanovna. Vio luz en las ventanas y se detuvo, decidido a entrar, no sólo porque hacía más de una semana que no había visto a la joven, sino porque se dijo que tal vez Iván estuviera con ella, ya que al día siguiente se tenía que juzgar a Dmitri. En la escalera, débilmente iluminada por una lámpara china, se cruzó con un hombre en el que reconoció a Iván.



—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo Iván Fiodorovitch secamente—. ¿Vas a su casa?



—Sí.



—Yo de ti no iría. Está muy agitada y tu visita la trastornará más aún.



—¡No no se vaya, Alexei Fiodorovitch! —gritó una voz desde lo alto de la escalera—. ¿Viene usted de verlo?



—Sí, lo acabo de ver.



—¿Y tiene algo que decirme de su parte? Suba, Aliocha. Y usted también, Iván Fiodorovitch. ¿Oye?



La voz de Katia era tan imperiosa, que Iván, tras un instante de vacilación, decidió volver a subir con Alexei.



—Estaba escuchando —murmuró Iván para sí. Pero Aliocha lo oyó.



Y al entrar en el salón, Iván dijo en voz alta:



—Permítame que no me quite el abrigo. Sólo estaré con ustedes un minuto.



—Siéntese, Alexei Fiodorovitch —dijo Catalina Ivanovna, permaneciendo de pie.



No había cambiado mucho. En sus oscuros ojos brillaba una luz maligna. Aliocha recordó más tarde que la joven le había parecido extraordinariamente hermosa en aquellos momentos.



—¿Qué me tiene usted que decir de su parte?



—Sólo esto —dijo Aliocha, mirándola a los ojos—: que se domine usted y no hable en la audiencia de lo que... pasó entre ustedes cuando se vieron por primera vez.



—¡Ah! De mi profunda reverencia para darle las gracias por el dinero —dijo Catalina Ivanovna, riendo amargamente—. ¿Teme por él o por mí? Conteste, Alexei Fiodorovitch.



Aliocha la miró atentamente. Trataba de comprenderla.



—Por los dos: por usted y por él.



Catalina Ivanovna enrojeció.



—Usted no me conoce todavía, Alexei Fiodorovitch. Bien es verdad que tampoco yo me conozco a mí misma. Acaso me deteste usted mañana después de mi declaración como testigo.



—Estoy seguro de que declarará usted lealmente —dijo Aliocha—. No hace falta más.



—Las mujeres no somos siempre leales. Hace una hora temía encontrarme con ese monstruo, con ese reptil. Sin embargo, sigue siendo para mí un ser humano... ¿Pero es un asesino? —exclamó volviéndose hacia Iván.



Aliocha comprendió en el acto que, antes de su llegada, Catalina había hecho esta pregunta una y otra vez a su hermano, y que habían terminado discutiendo.



—He ido a ver a Smerdiakov —continuó Catalina Ivanovna—. Me convenciste de que es un parricida. Te creí.



Iván sonrió un poco turbado. Aliocha se estremeció al oír el tuteo. No sospechaba que existiera entre ellos tal intimidad.



—¡Bueno, basta! —exclamó Iván—. Me voy. Hasta mañana.



Salió de la habitación y se dirigió a la escalera. Catalina Ivanovna se apoderó de las manos de Aliocha.



—¡Sígalo! ¡Dele alcance! No lo deje un momento solo. Está loco. ¿No sabe que se ha vuelto loco? Me lo ha dicho el médico. ¡Corra!



Aliocha corrió hasta alcanzar a Iván, que sólo había recorrido unos cincuenta pasos.



—¿Qué quieres? —preguntó Iván volviéndose hacia Aliocha—. Te ha dicho ella que me sigas porque estoy loco, ¿verdad? ¡Lo sé! ¡Estoy seguro! —añadió, irritado.



—En eso se equivoca, desde luego; pero no cabe duda de que estás enfermo. Hace un momento te miraba, Iván, y me horrorizaba de ver la mala cara que tienes.



Iván no se había detenido. Aliocha iba a su lado.



—¿Cómo se vuelve loco uno, Alexei Fiodorovitch? ¿Lo sabes? —preguntó Iván.



Hablaba con calma y en su voz había un matiz de curiosidad.



—No, no lo sé. Pero creo que hay muchas clases de locura.



—¿Puede notar uno mismo que se vuelve loco?



—Pues —repuso Aliocha un poco desconcertado— yo creo que uno no puede observarse a sí mismo en tales casos.



Iván estuvo callado un momento. De pronto, dijo:



—Si quieres hablar conmigo, habremos de cambiar de conversación.



—¡Ah, se me olvidaba! —dijo Aliocha tímidamente, entregando a su hermano la carta de Lise—. Tengo esta carta para ti.



Estaban cerca de un farol. Iván reconoció la letra de Lise.



—¡Demonio de chica!



Con una sonrisa maligna, hizo pedazos la carta sin abrir el sobre. El viento dispersó los trocitos de papel.



—Aún no tiene dieciséis años, y ya se ofrece —dijo en un tono de desprecio.



—¿Se ofrece? ¿Qué quieres decir?



—¡Lo que he dicho, diablo: que se ofrece como una cualquiera!



—¡No digas eso, Iván! —protestó Aliocha, profundamente apenado—. ¡Es una niña; estás insultando a una niña! Esa muchacha está también muy enferma; acaso se vuelva loca. Yo tenía que entregarte su carta. Quiero salvarla y esperaba que tú me explicases...



—No tengo nada que explicarte. Si ella es una niña, yo no soy su nodriza. ¡No, no insistas, Alexei! No quiero ni siquiera pensar en ella.



Hubo un nuevo silencio. Iván lo interrumpió, sarcástico:



—Se pasará la noche rezando a la Virgen para saber lo que ha de hacer mañana.



—¿Te refieres a Catalina Ivanovna?



—Sí. ¿Salvará a Mitia con su declaración, o lo perderá? Pedirá a Dios que la ilumine. Aún no sabe lo que tiene que hacer; no ha tenido tiempo para prepararse. ¡Otra que me ha tomado por su nodriza! ¡Quiere que la meza en mis brazos!



Aliocha dijo tristemente:



—Catalina Ivanovna te ama, hermano.



—Es posible. Pero a mí no me gusta ella.



Aliocha replicó tímidamente:



—Está atormentada... ¿Por qué le has dicho a veces cosas esperanzadoras? Sé que lo has hecho. Perdona que lo hable así.



—¡Ya sé que debería hablarle francamente y romper con ella!—exclamó Iván, arrebatado—. Pero no puedo hacerlo. Hay que esperar a que juzguen al asesino. Si rompiera con ella ahora, mañana, por venganza, perdería a ese miserable. Lo odia y sabe que lo odia. Estamos representando una farsa. Mientras conserve la esperanza, Katia no perderá a ese monstruo, ya que sabe que yo quiero salvarlo. ¡Ansío que se pronuncie esa maldita sentencia!



Las palabras «asesino» y «monstruo» impresionaron a Aliocha profundamente.



—¿Pero qué puede perder a nuestro hermano Mitia? ¿Qué puede haber de malo en su declaración?



—Mucho. Posee una carta de Mitia que prueba su culpabilidad.



—¡No es posible! —exclamó Aliocha.



—¡Ah!, ¿no? La he leído con mis propios ojos.



—Esa carta no puede existir —exclamó Aliocha con vehemencia—, por la sencilla razón de que Mitia no es el asesino. Mitia no ha matado a nuestro padre.



—Entonces, ¿quién crees que lo ha matado? —preguntó fríamente, con arrogancia.



—Tú lo sabes perfectamente —dijo Aliocha, recalcando las palabras.



—¿También tú crees en la fábula que circula sobre ese idiota, ese epiléptico de Srnerdiakov?



—Lo sabes perfectamente —repitió Aliocha en