Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

»Ese piececito encantador

está un poco hinchado...

»o algo parecido. No me acuerdo bien. Los tengo allí; ya se los enseñaré. Son muy bonitos. No hablan de mi pie solamente. Son muy decentes y tienen un algo delicioso que en este momento no recuerdo. En fin, que son dignos de figurar en un álbum. Naturalmente, le di las gracias, y él se sintió halagado. Aún no había terminado de dárselas, cuando entró Piotr Ilitch. Mikhail Ivanovitch se puso tan sombrío como la noche. Advertí que Piotr Ilitch le molestaba. Mikhail Ivanovitch quería decirme algo, no cabía duda, después de leerme los versos..., sí, lo presentí, y he aquí que en ese momento entra Piotr Ilitch. Yo mostré a éste los versos sin decir de quién eran, pero él lo supuso en el acto, estoy segura, aunque lo ha negado siempre. Piotr Ilitch se echó a reír y empezó a criticar. Los versos eran malos; parecían escritos por un seminarista audaz. Entonces su amigo, en vez de echarse a reír, se encolerizó. ¡Dios mío, creí que iban a llegar a las manos!

»—Son míos —dijo el autor—. Los he escrito por puro entretenimiento, pues a mí me parece ridículo escribir versos... Pero éstos son buenos. Se quiere levantar una estatua a Pushkin por haber cantado los pies de las mujeres. Mis versos tienen un matiz moral. Usted, en cambio, no es más que un reaccionario, un ser refractario al progreso de la humanidad, ajeno a la evolución de las ideas, un burócrata que toma propinas.

»Entonces yo empecé a gritar, a suplicarles que se reportaran. Piotr Ilitch, bien lo sabe usted, no es un hombre asustadizo. Adoptó una actitud digna, lo miró irónicamente y le presentó excusas.

»—Ignoraba que fuera usted el autor —le dijo—. De lo contrario, me habría expresado de otro modo: habría alabado sus versos. Sé que los poetas son personas irascibles.

»En resumen, ironías expresadas con toda seriedad. Él mismo me confesó más tarde que ironizaba, pero yo me dejé engañar. Entonces yo estaba echada como estoy ahora y pensaba: “¿Debo poner en la calle a Mikhail Ivanovitch por las palabras groseras que ha dirigido a un amigo mío en mi casa?” Puede creerme: estaba echada, con los ojos cerrados y sin conseguir tomar una decisión. Estaba desesperada, mi corazón latía con violencia. ¿Debía gritar o no debía gritar? Una voz me decía: “Grita.” Y otra me aconsejaba: “No grites.” Apenas oí esta segunda voz, empecé a gritar. Después perdí el conocimiento. Naturalmente, fue una escena espantosa. De pronto me levanté y dije a Mikhail Ivanovitch:

»—Lo lamento mucho, pero no quiero volver a verlo en mi casa.

»Éstas fueron las palabras con que lo puse en la calle. ¡Oh, Alexei Fiodorovitch! Sé muy bien que obré mal. Mentí: yo no estaba enojada contra él. Le despedí porque me pareció que la escena era muy apropiada a la situación... Desde luego, fue una escena muy natural, pues yo lloraba de veras, a incluso estuve varios días llorando. Al fin, un día después del desayuno me olvidé de todo. Hacía dos semanas que su amigo había dejado de visitarme. Yo me preguntaba: “¿Será posible que no vuelve más?” Esto fue ayer. Y he aquí que ayer mismo, por la tarde, recibí este ejemplar de Rumores. Lo leí y me quedé boquiabierta. ¿De dónde habría salido la noticia?... ¡De él! Apenas volvió a su casa, escribió esto y lo mandó al periódico. Reconozco que hablo atolondradamente, Aliocha; pero no lo puedo remediar...

—Se me va a hacer tarde para ir a ver a mi hermano —balbució Aliocha.

—Eso me recuerda una pregunta que quería hacerle. Dígame: ¿qué es la obsesión?

—¿A qué obsesión se refiere? —preguntó Aliocha, sorprendido.

—A la obsesión judicial, esa obsesión que da lugar a que todo se perdone. Cualquiera que sea el delito que uno comete, se le perdona.

—¿Por qué me hace esa pregunta?

—Se lo explicaré. Esa Katia es una criatura encantadora, pero ignoro de quién está enamorada. Estuvo aquí el otro día y no lo pude averiguar. Se limita a hablar en términos generales y especialmente de mi salud. Incluso adopta cierto tonillo afectado. Y yo me he dicho: «¡Alabado sea Dios!»... Bueno, volvamos a la obsesión. Ya sabe que ha venido de Moscú un doctor. Tiene que saberlo, puesto que lo ha traído usted... No, no: lo ha traído Katia. ¡Ah, siempre esa Katia! Bueno, a lo que íbamos. Un hombre es normal, pero de pronto sufre una obsesión; su lucidez era completa, se daba perfecta cuenta de sus actos, pero sufre una obsesión. Pues bien, esto es seguramente lo que le ha ocurrido a Dmitri Fiodorovitch. Es un descubrimiento y una ventaja de la nueva justicia. Ese doctor vino a visitarme y me hizo una serie de preguntas relacionadas con la noche fatídica, o sea sobre las minas de oro. «¿Cómo estaba entonces el acusado?» Yo le dije que no cabía duda de que estaba bajo los efectos de una obsesión. Esto era seguro, pues gritaba: «¡Quiero dinero, quiero dinero! ¡Deme tres mil rublos!» Y después se marchó y cometió el asesinato. «¡No quiero matar! ¡No quiero matar!», decía. Y, sin embargo, mató. Pero, aunque tratara, se le perdonará por su deseo de no matar.

—Es que él no mató —replicó en el acto Aliocha, cuya agitación a impaciencia iban en aumento.

—Ya lo sé. El asesino fue el viejo Grigori.

—¿Grigori?

—Sí, fue Grigori. Estuvo un rato sin conocimiento a causa del golpe que le propinó Dmitri Fiodorovitch.

—¿Pero por qué?

—Obró bajo el imperativo de una obsesión. Al volver en sí después de haber recibido el golpe en la cabeza, la obsesión le impulsó a cometer el crimen. Él dice que no lo cometió, pero puede ser que lo cometiera y no se acuerde... Pero, bien mirado, sería preferible que lo hubiera cometido Dmitri Fiodorovitch... Sí, aunque estoy acusando a Grigori, seguramente fue Dmitri el autor del delito, y esto es mejor, mucho mejor. Esto no quiere decir que yo apruebe que los hijos maten a sus padres. Por el contrario, creo que los hijos deben respetar a los autores de sus días. Pero es preferible que el culpable sea Dmitri, ya que en este caso no tendrá usted que preocuparse, puesto que habrá cometido el crimen inconscientemente, o tal vez conscientemente, pero sin saber por qué razón... Se le debe absolver, sería un acto humanitario, un ejemplo de los beneficios que se desprenden de la nueva justicia. Yo no sabía nada de esto. Me han dicho que es cosa antigua, pero yo no me enteré hasta ayer. Y me sentí tan impresionada, que de buena gana habría enviado en su busca en seguida. Si se le absuelve, lo invitaré a comer sin pérdida de tiempo, invitaré también a todas mis amistades y beberemos a la salud de los nuevos jueces. No creo que Dmitri sea peligroso; además, seremos tantos, que se le podría meter en cintura fácilmente si intentara cometer alguna locura. Andando el tiempo, podrá ser juez de paz o algo parecido, ya que los mejores magistrados son aquellos que han sufrido adversidades. El caso es que hoy en día no hay nadie que no tenga obsesiones. Las tiene usted, las tengo yo, y tantos y tantos otros... Un individuo se dispone a cantar una canción. De pronto, ve algo que lo enoja, empuña una pistola y mata al primero que llega. A este individuo se le absuelve. Lo he leído hace poco, y todos los doctores lo han confirmado. Ahora lo confirman todo. También Lise tiene obsesiones. Me hizo llorar ayer y anteayer. Hoy he comprendido que todo se debía a una simple obsesión... ¡Oh! Lise me preocupa mucho. A veces creo que ha perdido la razón. ¿Para qué le ha hecho venir? ¿O acaso ha venido por propia iniciativa?

—Lise me ha llamado y voy a ver qué quiere —dijo Aliocha resueltamente y poniéndose en pie.

La señora de Khokhlakov se echó a llorar.

—Hemos llegado al punto principal, mi querido Alexei Fiodorovitch. Bien sabe Dios que le confío sinceramente a Lise, y no me importa que le haya llamado a usted sin decírmelo. En cambio, a su hermano Iván..., usted me perdonará, pero no puedo confiarle así a mi hija, aunque lo considero como un ejemplo de caballerosidad entre los jóvenes de hoy. ¿Sabe usted que vino a ver a Lise sin que yo me enterase?

—¿Es posible? ¿Cuándo? —exclamó Aliocha, estupefacto.

—Se lo voy a contar todo. Aunque no me acuerdo bien, creo que por esto le he hecho venir. Iván Fiodorovitch me había visitado dos veces desde que llegó de Moscú. Primero vino simplemente para saludarme. La segunda visita ha sido reciente. Katia estaba aquí y él lo supo. Le advierto que yo no deseaba ver en mi casa con frecuencia a un hombre que tiene tan graves problemas con su hermano, vous comprenez, cette affaire et la mort terrible de votre papa. Pero, de pronto, supe que había venido nuevamente. Vino hace seis días, y no a verme a mí, sino a ver a Lise, con la que estuvo cinco minutos. Me enteré tres días después por una de mis sirvientas. La noticia me impresionó. Llamé en seguida a Lise, que se echó a reír.

»—Creyó que estabas durmiendo —me explicó—. Vino a preguntar por ti.

»Seguro que dijo la verdad. ¡Pero qué pena me da Lise, Dios mío! Hace cuatro días, por la noche, después de verlo a usted, tuvo un ataque de nervios. Gritaba, gemía... ¿Por qué no tendré yo nunca ataques de nervios? Al día siguiente y al otro se repitieron los ataques. Y ayer, la obsesión de que le he hablado. De pronto, empezó a gritar:

»—¡Detesto a Iván Fiodorovitch! ¡Te exijo que no lo vuelvas a recibir, que le prohíbas la entrada en esta casa!

»Yo le contesté, estupefacta:

»—¿Por qué tratar así a un joven que reúne tantos méritos, tan culto y además, tan desgraciado?

»Pues todas estas complicaciones son una desgracia más que otra cosa, ¿no le parece? Ella se echó a reír al oír mis palabras, se echó a reír con risa hiriente. Yo me alegré: creí que la había divertido y que los ataques cesarían. Por otra parte, yo había pensado poner, por mi propia iniciativa, punto final a las extrañas visitas que Iván Fiodorovitch había iniciado sin mi permiso. También me había propuesto pedirle explicaciones. Esta mañana, al despertar, Lise se ha enojado con Julia hasta el extremo de abofetearla. Comprenderá usted que esto es monstruoso. Yo trato de “usted” a mis sirvientas. Media hora después, mi hija abrazaba a Julia y le besaba los pies. Me envió a decir que no la esperase, que nunca más vendría a verme, y cuando fui, poco menos que arrastrándome, a sus habitaciones, se echó a llorar y me cubrió de besos. Después me empujó hacia la puerta sin decir palabra, de modo que no pude enterarme de nada. Ahora, querido Alexei Fiodorovitch, pongo todas mis esperanzas en usted. Mi destino está en sus manos. Le ruego que vaya a ver a Lise y aclare todo esto, como sólo usted sabe hacerlo, y luego haga el favor de venir a contármelo a mí, a la madre. Pues le aseguro a usted que si esto continúa me moriré o dejaré esta casa. No puedo más. Tengo mucha paciencia, pero podría perderla, y si la perdiese..., si la perdiese..., ¡ah, sería terrible!

 

De pronto, al ver entrar a Piotr Ilitch Perkhotine, exclamó radiante de alegría:

—¡Gracias a Dios que llega usted, Piotr Ilitch! Se ha retrasado bastante... Bueno, siéntese y hable.. ¿Qué dice nuestro abogado?... ¿Adónde va, Alexei Fiodorovitch?

—A ver a Lise.

—¡Ah, sí! Le suplico que no se olvide de mi encargo. Está en juego mi destino.

—No lo olvidaré... Es decir, si es posible, pues voy a ver a su hija con gran retraso —murmuró Aliocha mientras se alejaba.

—No admito ese «si es posible»; ha de venir sin falta —gritó a sus espaldas la señora de Khokhlakov—. ¡Si no viene, me moriré!

Pero Aliocha había desaparecido ya.

III. Un diablillo

Encontró a Lise recostada en el sillón en que la transportaban cuando no podía andar. Lise no se levantó al verlo aparecer, pero lo taladró con una mirada penetrante y ardiente. Aliocha se asombró del cambio que se había operado en ella desde que la había visto por última vez tres días atrás. Había adelgazado. Lise no le tendió la mano. Aliocha rozó con la suya los frágiles dedos, inmóviles sobre el vestido, y se sentó frente a ella sin decir palabra.

—Ya sé que tiene usted prisa —dijo de súbito Lise—. Ha de ir a la cárcel y mi madre lo ha retenido durante dos horas. Le ha hablado de Julia y de mí.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo he escuchado. ¿Por qué me mira usted así? Cuando quiero, escucho, pues no hay ningún mal en ello. No voy a pedir perdón por tan poca cosa.

—¿Está molesta por algo?

—Nada de eso: me siento perfectamente bien. Hace un momento estaba pensando por enésima vez lo acertada que estuve al retirar la palabra de matrimonio que le di. Usted no me conviene como marido. Si me casara con usted y le pidiera que llevara una misiva a un pretendiente mío, usted lo haría, e incluso me traería la respuesta. Y, cuando tuviera cuarenta años, seguiría sirviéndome de cartero para cartas de esta índole.

Y se echó a reír.

—Hay en usted algo maligno a la vez que ingenuo —dijo Aliocha sonriendo.

—Precisamente porque soy ingenua no siento vergüenza ante usted. No sólo no siento vergüenza, sino que no quiero sentirla. Oiga, Aliocha: ¿por qué no lo respetaré a usted? Lo aprecio mucho, pero no lo respeto. Si lo respetara, no le podría hablar sin avergonzarme, ¿no le parece?

—Sí.

—Entonces, ¿cree usted que su persona no me inspira vergüenza?

—No, no lo creo.

Lise se volvió a echar a reír nerviosamente. Hablaba muy de prisa.

—He enviado unos bombones a su hermano Dmitri, a la cárcel. ¡Oh, Aliocha! ¡Qué amable es usted! Siempre le querré por haberme permitido con tanta facilidad dejar de quererlo.

—¿Para qué me ha hecho venir?

—Para hablarle de un deseo que se ha adueñado de mí. Ansío que alguien me haga sufrir; que se case conmigo, me torture, me engañe y, al fin, me abandone. No quiero ser feliz.

—¿Está enamorada del desorden?

—Sí, me gusta el desorden. Quisiera prender fuego a la casa. Me parece estar viendo la escena. Le prendo fuego disimuladamente, sin que nadie lo advierta. Se lucha por apagar el incendio. La casa arde. Yo sé por qué arde, pero me callo. ¡Ah, qué estupidez! ¡Y qué horror!

Hizo un gesto de repugnancia.

—Usted vive como una persona rica —dijo Aliocha en voz baja.

—¿Acaso es mejor vivir como pobre?

—Si.

—Eso se lo dijo su difunto starets, ¿verdad? Aunque sólo yo fuera rica y todos los demás pobres, comería golosinas, bebería licores y no invitaría a nadie. ¡No, no hable; no diga nada! —exclamó levantando la mano, aunque Aliocha no había abierto la boca—. Eso ya me lo ha dicho muchas veces; lo sé de memoria... ¡Qué fastidio! Si yo fuera pobre, mataría a alguien..., y acaso mate siendo rica... ¡No se mortifique!... Quiero segar, segar campos de trigo... Seré su esposa y usted se convertirá en un campesino, en un verdadero campesino... Y tendremos un caballo, ¿no le parece? ¿Conoce usted a Kalganov?

—Sí.

—Sueña despierto. Dice: «¿Para qué vivir? Es preferible soñar.» Se pueden soñar las cosas más alegres; la vida, en cambio, es un fastidio... Pronto se casará. A mí también se me ha declarado. ¿Usted sabe hacer bailar una peonza?

—Sí.

—Pues él es como una peonza. Hay que ponerlo en movimiento, lanzarlo y no dejarlo parar. Si me caso con él, lo estaré haciendo bailar toda la vida. ¿Le da vergüenza estar conmigo?

—No.

—Usted está disgustado conmigo porque no hablo de cosas santas. Yo no quiero ser santa. ¿Cómo se castiga en el otro mundo el pecado más grave? Usted ha de estar bien enterado.

—Dios condena —dijo Aliocha, mirándola fijamente.

—Eso es lo que quiero. Llegaré, me condenarán y me echaré a reír en la cara de todos. Quiero, deseo vivamente prender fuego a la casa, Aliocha, ¡a mi casa! ¿No me cree usted?

—¿Por qué no he de creerla? Hay niños que a los doce años sienten la necesidad de prender fuego a algo y lo prenden. Es una especie de enfermedad.

—No es cierto, no es cierto. Hay muchos niños así, pero el motivo es otro.

—Usted confunde el mal con el bien. Es un estado anormal pasajero, que procede sin duda de su reciente enfermedad.

—Usted me menosprecia. Yo no quiero hacer ningún bien, sencillamente; quiero obrar mal. No hay ninguna enfermedad en esto.

—¿Qué adelantará usted obrando mal?

—Destruirlo todo. ¡Cómo me gustaría destruirlo todo! Huya, Aliocha. A veces me acomete el deseo de hacer grandes males, las cosas más viles, durante largo tiempo, a escondidas... De pronto, todos se enterarán, me rodearán y me señalarán con el dedo. Y yo los miraré a la cara. Será muy agradable. ¿Por qué me será tan agradable, Aliocha?

—A veces se siente la necesidad de destruir algo bueno, de prender fuego a algo, como usted acaba de decir. Sí, eso suele suceder.

—No me contentaré con decirlo: lo haré.

—Lo creo.

—¡Ah, cuánto le agradezco esas palabras! Lo creo» ... Y estoy segura de que lo cree, porque usted no miente nunca. Pero acaso suponga que digo todo esto con el único fin de mortificarlo.

—No, no he pensado en ello..., aunque reconozco que es usted capaz de sentir esa necesidad.

—Hasta cierto punto, la siento —y añadió con un vivo resplandor en la mirada—: A usted no le miento nunca.

Lo que más impresionaba a Aliocha era la seriedad con que hablaba Lise. No había la menor sombra de malicia ni de burla en su rostro, siendo así que otras veces, incluso en los momentos más graves, conservaba la alegría.

—Hay momentos en que el hombre se siente atraído hacia el crimen —dijo Aliocha, pensativo.

—Cierto; yo pienso como usted. Todo el mundo se siente inclinado al crimen, pero no sólo en algunos momentos, sino siempre. A mí me parece que debió de celebrarse alguna vez una asamblea general para tratar de este asunto, y se llegó al acuerdo de mentir. Desde entonces todos mienten: dicen que odian el mal, y lo quieren en sí mismos.

—Usted sigue leyendo malos libros.

—Si. Mi madre se los esconde debajo de la almohada, pero yo se los quito.

—¿No se da usted cuenta de que se está destruyendo a si misma?

—Quiero destruirme. En nuestra ciudad hay un chico que se echó entre los raíles y esperó a que le pasara un tren por encima. Lo envidio. Escuche: se va a juzgar a su hermano por haber matado a su padre. Pues bien, todo el mundo está contento de que lo haya matado.

—¿Contento de que haya matado a su padre?

—Sí, todos están contentos. Dicen que es espantoso, pero en el fondo están contentísimos. Y yo la primera.

—En sus palabras hay algo de verdad —dijo lentamente Aliocha.

—¡Oh, qué ideas tan magníficas tiene usted! —exclamó Lise, entusiasmada—. ¡Y el que habla así es un monje! ¡No sabe usted cuánto lo respeto, Aliocha! ¡Usted no miente jamás! Oiga, quiero contarle algo ridículo: a veces, en sueños, veo a los demonios. Es de noche. Estoy sola en mi habitación, donde arde una vela. De pronto, salen los diablos de todos los rincones y de debajo de la mesa. Abren la puerta. Allí hay muchos más, que desean entrar para apresarme. Ya avanzan, ya se arrojan sobre mí. Pero me santiguo, y todos retroceden aterrados. No se van, se quedan en los rincones y en la puerta. De pronto, siento un irresistible deseo de blasfemar; empiezo a hacerlo y ellos avanzan en masa, alegremente. De nuevo ponen sus manos sobre mí; pero yo vuelvo a santiguarme y todos vuelven a retroceder. Es tan divertido, tan emocionante, que pierdo la respiración.

—Yo también he tenido ese sueño —dijo Aliocha.

—¿Es posible? —exclamó Lise, asombrada—. Oiga, Aliocha; no bromee; esto es muy importante. ¿Puede ser que dos personas tengan un mismo sueño?

—Sí, puede ser.

—Le repito que esto es muy serio, Aliocha —dijo Lise en el colmo de la sorpresa—. No es el sueño lo que importa, sino el hecho de que usted haya tenido el mismo sueño que yo. Usted que no miente nunca, no miente ahora. ¿Habla en serio? ¿No bromea?

—Hablo completamente en serio.

Lise estaba atónita. Guardó silencio un instante.

—Aliocha —dijo en tono suplicante—, venga a verme con más frecuencia.

—Vendré siempre, toda la vida —respondió firmemente Aliocha.

—No puedo confiar en nadie más que en usted; usted es la única persona del mundo en quien puedo confiar. Le hablo con más sinceridad que a mí misma. No siento ninguna vergüenza ante usted, Aliocha, ninguna. ¿Por qué será? Aliocha, ¿es verdad que los judíos roban y estrangulan niños en las Pascuas?

—No lo sé.

—Yo tengo un libro donde se explica un proceso contra un judío que, después de cortar los dedos a un niño de cuatro años, lo clavó, lo crucificó en una pared. El culpable declaró ante el tribunal que el niño murió rápidamente, al cabo de cuatro horas. En verdad, es una muerte rápida. El niño no cesaba de gemir, mientras el asesino permanecía ante él, contemplándolo. ¡Esto está bien!

—¿Bien?

—Sí. A veces me imagino que soy yo quien lo ha crucificado. El niño gime. Yo me siento ante él y me pongo a comer compota de piña. Es un dulce que me gusta mucho. ¿A usted no?

Aliocha la miraba en silencio. De pronto, el rostro, de un amarillo pálido, de Lise se transfiguró y sus ojos llamearon.

—Después de haber leído esa historia, me pasé llorando toda la noche. Creía oír los gritos y los lamentos del niño. ¿Cómo no había de gritar si sólo tenía cuatro años? Y la idea de la compota no se apartaba de mi pensamiento. A la mañana siguiente envié una carta a cierta persona, rogándole que viniera a verme sin falta. Vino y le conté todo lo referente al niño y a la compota, absolutamente todo. Luego le dije: «Esto está bien.» Él se echó a reír. Le pareció que, en efecto, estaba bien. Luego, al cabo de cinco minutos, se marchó. ¿Obró así porque me despreciaba? Diga, Aliocha: ¿cree usted que me despreciaba?

Se irguió en su sillón. Sus ojos centelleaban. Perdiendo la calma, Aliocha preguntó:

—¿De modo que usted llamó a esa «cierta persona»?

—Sí.

—¿Le envió la carta?

—Sí.

—¿Lo hizo venir para contarle lo del niño?

—No precisamente para eso pero cuando lo vi entrar se lo conté. Él se echó a reír y luego se fue.

—Obró sinceramente —dijo Aliocha con calma.

—¿Pero cree usted que me despreció? Ya le he dicho que se echó a reír.

 

—No la despreció. A lo mejor, también él admite lo de la compota de piña. Está muy enfermo, Lise.

—Sí, admite lo de la compota —afirmó Lise con ojos fulgurantes.

—No desprecia a nadie —dijo Aliocha—. Pero tampoco confía en nadie. Y yo me digo que si no confía, desprecia.

—¿También a mí?

—También a usted.

—En eso hay un bien —exclamó Lise, furiosa—. Cuando se marchó riéndose, advertí que en el desprecio había algo bueno. Tener los dedos cortados como ese niño es un bien; ser despreciado es igualmente un bien.

Miró a Aliocha con una sonrisita aviesa.

—Oiga, Aliocha, yo querría... ¡Oh, sálveme!

Se irguió, se inclinó hacia él, lo estrechó en sus brazos.

—¡Sálveme! —gimió—. ¡A nadie le he dicho lo que acabo de decirle a usted! ¡He dicho la verdad, la pura verdad! Todo me es ingrato. ¡Me mataré, no quiero vivir! ¡Todo me inspira aversión, todo! ¡Oh Aliocha! ¿Por qué no me quiere usted? ¿Por qué no me quiere ni siquiera un poco?

—¡Pero si yo la quiero! —dijo Aliocha con vehemencia.

—¿Me llorará usted?

—Sí.

—¿Pero no sólo porque no he querido casarme con usted, sino por todo?

—Sí.

—Gracias. Me basta con sus lágrimas. Y que todos, absolutamente todos los demás, me torturen y me pisoteen. No quiero a nadie. ¿Lo oye? ¡A nadie! Por el contrario, los odio a todos... Y ahora váyase a ver a su hermano. Ya es hora de que se vaya.

Se retiró; ya no lo aprisionaba con sus brazos.

—No puedo dejarla en ese estado —dijo Aliocha, inquieto.

—Vaya a ver a su hermano. Se le hace tarde; no lo van a dejar entrar. Aquí tiene su sombrero. ¡Váyase, váyase! Dé un beso a Mitia de mi parte.

Empujó a Aliocha hacia la puerta. Él la miraba, apenado y perplejo. En esto notó que Lise ponía en su mano un papel doblado. Vio que era un sobre cerrado y leyó este nombre en él: «Iván Fiodorovitch Karamazov.» Luego dirigió una rápida mirada a Lise. Y vio que en su semblante había una sombra de amenaza.

—¡No deje de entregárselo! —exclamó con una exaltación que la hacía temblar—. ¡Lo ha de recibir hoy mismo, en seguida! ¡Si no lo recibe, me envenenaré! Por eso lo he hecho venir.

Y le echó la puerta a la cara. Aliocha se guardó la carta en el bolsillo y se dirigió a la salida, sin despedirse de la señora de Khokhlákov, de la que ni siquiera se acordaba.

Cuando Aliocha hubo desaparecido, Lise entreabrió la puerta, puso un dedo en la abertura y volvió a cerrar con todas sus fuerzas. Luego retiró la mano, y, lentamente, fue a sentarse en su sillón. Se miró el dedo ennegrecido y manchado de la sangre que salía de debajo de la uña. Los labios le temblaban. Se dijo a sí misma una y otra vez:

—Vil, vil, vil...

IV. El himno y el secreto

Era ya tarde (y los días son cortos en noviembre) cuando Aliocha llamó a la puerta de la cárcel. Anochecía, pero él estaba seguro de que le permitirían entrar. En nuestra pequeña ciudad ocurría lo que ocurre en todas. Al principio, una vez instruido el sumario, las entrevistas de Mitia, tanto con sus familiares como con los demás visitantes, se celebraban con arreglo a las normas establecidas. Pero pronto se exceptuaron de estas formalidades a algunos de los que iban a verlo asiduamente. Éstos llegaron a poder conversar con el preso sin trabas de ninguna índole. Bien es verdad que eran sólo tres los que gozaban de estas licencias: Gruchegnka, Aliocha y Rakitine.

El ispravnik Mikhail Makarovitch miraba con buenos ojos a Gruchegnka. Estaba arrepentido de la dureza con que le había hablado en Mokroie. Después, cuando estuvo bien informado de todo, su juicio sobre la joven había cambiado por completo. Por otra parte, aunque parezca extraño, aun estando seguro de que Mitia era culpable, lo trataba con cierta indulgencia desde que estaba encarcelado. Se decía: «Tal vez no tenga mal fondo; puede ser que el alcohol y la disipación lo hayan perdido.» En su alma había sucedido la piedad al horror. El ispravnik tenía gran afecto a Aliocha, al que conocía desde hacía mucho tiempo. Rakitine, otro de los que visitaban con frecuencia al preso, tenía gran amistad con las «señoritas del ispravnik», como él las llamaba. Además, daba lecciones en casa del inspector de la cárcel, viejo bonachón, aunque militar riguroso. Aliocha conocía desde hacía tiempo a este inspector, para el que no había nada mejor que él acerca de la «suprema sabiduría». El viejo respetaba, a incluso temía, a Iván Fiodorovitch, y especialmente a sus razonamientos, aunque también él era un gran filósofo... a su manera. Por Aliocha sentía una simpatía profunda. Llevaba un año estudiando los Evangelios apócrifos y daba cuenta de sus impresiones a su joven amigo. Cuando Aliocha estaba en el monasterio, iba a verle y estaba horas enteras conversando con él y con los religiosos. O sea, que si Aliocha llegaba demasiado tarde a la cárcel, pasaba antes por casa del inspector, y todo arreglado. Por otra parte, todo el personal, hasta el último guardián, estaba acostumbrado a verlo. El centinela, por supuesto, no le ponía ninguna dificultad: sabía que tenía el pase reglamentario, y esto le bastaba. Cuando alguien preguntaba por Mitia, éste bajaba al locutorio.

Al entrar en esta pieza, Aliocha vio que Rakitine se estaba despidiendo de su hermano. Los dos hablaban en voz alta. Mitia se reía y el otro parecía malhumorado. Sobre todo últimamente a Rakitine le desagradaba encontrarse con Aliocha. Hablaba poco con él a incluso lo saludaba con cierta frialdad. Al verlo entrar, frunció el entrecejo, desvió la vista y fingió absorberse en la tarea de abrocharse el abrigo de cuello de piel. Después empezó a buscar su paraguas.

—No sé si se me olvida algo —dijo, no sabiendo qué decir.

—No debes olvidar nada, con tal que sea tuyo —dijo Mitia, echándose a reír.

Rakitine se enfureció.

—¡Eso recomiéndaselo a los Karamazov, familia de explotadores! —exclamó, temblando de cólera.

—No te pongas así. Ha sido una broma.

Y añadió, dirigiéndose a Aliocha y señalando a Rakitine, que se dirigía a la puerta a toda prisa:

—Todos son iguales. Se reía, estaba contento, y, de pronto, ya ves cómo se pone... Ni siquiera te ha saludado. ¿Estáis reñidos?... ¿Por qué has tardado tanto? Te he estado esperando todo el día con impaciencia. Pero no importa: ahora nos desquitaremos.

—¿Por qué viene a verte con tanta frecuencia Rakitine? ¿Os habéis asociado?

—No. Es un bribón. Y me cree un miserable. No comprende las bromas. No hay nada en su alma; me recuerda las paredes de esta cárcel cuando las vi por primera vez. Pero no es tonto... Oye, Alexei: ¡estoy perdido!

Se sentó en un banco a invitó a Aliocha a que se sentara a su lado.

—Te comprendo, Mitia. Mañana se celebrará el juicio. ¿De veras no tienes ninguna esperanza?

—¿El juicio? —preguntó Dmitri como si no comprendiera—.

¡Ah, sí; el juicio! ¡Bah, eso no tiene importancia! Hablemos de lo que importa. Aunque me juzguen mañana, no pensaba en eso cuando he dicho que estoy perdido. No temo por mi cabeza, sino por lo que hay dentro. ¿Por qué me miras con ese gesto de desaprobación?

—No sé lo que has querido decir, Mitia.

—Me he referido a las ideas, si, a las ideas... ¡La ética! ¿Qué es la ética, Aliocha?

Alexei miró a Dmitri, desconcertado.

—¿La ética?

—Sí; sé que es una ciencia, ¿pero qué ciencia?

—Desde luego, hay una ciencia que lleva ese nombre. Pero te confieso que no puedo decirte de ella nada más.

—Rakitine sí que la conoce. Ese granuja es un sabio. No profesará. Piensa irse a Petersburgo y dedicarse a la crítica, una crítica de tendencia moral... Puede hacerse valer, llegar a ser alguien. ¡Con lo ambicioso que es!... Bueno, ¡al diablo la ética!... ¡Estoy perdido, Alexei, varón de Dios! Te quiero como no te quiere nadie; cuando pienso en ti, mi corazón se acelera... Oye, ¿quién es Carlos Bernard?