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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Adiós, Karamazov! —dijo rudamente—. ¿Vendrás tú también?

—Al atardecer, sin falta.

—¿Qué ha dicho de Jerusalén?

—Es una frase inspirada en la Biblia. «Si lo olvido, Jerusalén...». Ha querido decir que si olvida lo que más ama, se le castigue con la muerte.

—Comprendido. No dejes de venir. ¡Vamos, Carillón! —ordenó, furioso, a su perro.

Y se alejó a largos pasos.

LIBRO XI

IVAN FIODOROVITCH

I. En casa de Gruchegnka

Aliocha se dirigió a la plaza de la Iglesia, donde vivía Gruchegnka, que aquella mañana le había enviado a Fenia para rogarle que fuera a verla lo antes posible. Aliocha supo por la sirvienta que Gruchegnka estaba agitadísima desde el día anterior.

Durante los dos meses que llevaba Mitia detenido, Aliocha había visitado con frecuencia la casa de Morozov, unas veces por impulso propio y otras atendiendo a los deseos de su hermano. Tres días después del drama, Gruchegnka cayó enferma de gravedad y hubo de guardar cama durante cinco semanas, la primera sin conocimiento.

Gruchegnka había cambiado mucho. Estaba más delgada y había perdido el color. Hasta quince días después de haberse puesto enferma no pudo salir a la calle. Para Aliocha, Gruchegnka estaba entonces más seductora. Durante sus conversaciones con ella, le encantaba que las miradas de los dos se cruzasen. Los ojos de la enferma habían cobrado un matiz de resolución, una expresión serena pero inflexible, que se manifestaba en todo su ser. Entre sus cejas había aparecido un ligero pliegue vertical que daba a su hermoso rostro una expresión reconcentrada y algo severa a primera vista. De su reciente frivolidad no quedaba el menor rastro.

Para asombro de Aliocha, Gruchegnka conservaba la alegría de siempre, a pesar de su infortunio —su compromiso matrimonial con un hombre al que momentos después detendrían como presunto culpable de un crimen horrendo— y pese también a su enfermedad y a que la condena del acusado parecía segura. De su mirada había desaparecido la altivez, para ceder su puesto a una especie de brillante dulzura a la que a veces se mezclaban maléficos resplandores. Esto ocurría cuando la asaltaba cierta inquietud, que, lejos de calmarse, se avivaba en su corazón. La causante del mal era Catalina Ivanovna, a la que Gruchegnka nombraba durante su enfermedad, en los momentos de delirio. Aliocha comprendió que la enferma estaba celosa, aunque Catalina no había visitado ni una sola vez a Mitia en la cárcel, cosa que podía haber hecho perfectamente. Todo esto ponía a Aliocha en un verdadero compromiso. Gruchegnka le confiaba todos sus problemas, cosa que no hacía con nadie, y le pedía consejo tras consejo. A veces, él no sabía qué decirle.

Aliocha llegó a casa de Gruchegnka visiblemente preocupado. Hacía media hora que la joven había vuelto de la prisión, y a él le bastó ver la prisa con que ella se levantaba a iba a su encuentro para deducir que lo estaba esperando con impaciencia.

En la mesa había una baraja y en el diván de cuero arreglado para servir de cama estaba recostado Maximov, enfermo, desfallecido, pero sonriente. Este viejo sin hogar había llegado hacía dos meses de Mokroie con Gruchegnka y no se había separado de ella desde entonces. Después del viaje sobre el barro y bajo la lluvia, se había sentado en el diván, petrificado por el frío y el miedo. Luego había dirigido a Gruchegnka una mirada silenciosa, acompañada de una sonrisa de imploración. La joven, abrumada por el pesar y por la fiebre que ya se había apoderado de ella y dominada por otras preocupaciones, no le hizo caso al principio; pero después, de pronto, le miró fijamente, y él le correspondió con un gesto de turbación y una sonrisa lastimosa. Gruchegnka llamó a Fenia y le dijo que le diera de comer. Durante todo el día, Maximov guardó una inmovilidad casi completa. Al anochecer, Fenia cerró las ventanas y preguntó a su ama:

—¿Ha de quedarse a dormir este señor?

—Sí —respondió Gruchegnka—; hazle la cama en el diván.

Por las respuestas que recibió a sus preguntas, Gruchegnka comprendió que Maximov no tenía adónde ir.

—El señor Kalganov, mi protector, me ha dicho francamente que no volverá a recibirme. Y me ha dado cinco rublos.

—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó Gruchegnka con una sonrisa de compasión.

Esta sonrisa conmovió al viejo, cuyos labios temblaron de emoción. Así fue como Maximov se quedó en casa de Gruchegnka en calidad de parásito. Ni siquiera durante la enfermedad de la joven dejó la casa. Fenia y su abuela —la cocinera— no lo echaron, sino que siguieron dándole de comer y haciéndole la cama en el diván. Gruchegnka se acostumbró a él, y cuando volvía de visitar a Mitia, al que había empezado a ir a ver apenas se repuso de su enfermedad, se entretenía comentando nimiedades con «Maximuchka» para olvidar sus penas. Resultó que el viejo tenía cierto talento narrativo; así que incluso llegó a no poder pasar sin él. Aparte Aliocha, cuyas visitas eran siempre breves, Gruchegnka apenas recibía a nadie. El viejo comerciante Samsonov estaba gravemente enfermo, «se iba», según la expresión que circulaba por la ciudad. Efectivamente, falleció tres días después de verse la causa contra Mitia.

Tres semanas antes de su muerte, presintiendo su próximo fin, Samsonov llamó a sus hijos, que acudieron con sus familias, y les pidió a todos que no se separasen de su lado. Seguidamente ordenó a los domésticos que no permitiesen la entrada a Gruchegnka, en caso de que se presentara con la intención de verle, y que le dijeran de su parte que le deseaba muchos años de vida feliz y que no lo olvidara por completo.

Pero Gruchegnka se limitaba a enviar casi todos los días a preguntar por él.

—¡Al fin has llegado! —exclamó la joven alegremente al ver aparecer a Aliocha—. Maximuchka me ha asustado diciéndome que no vendrías más. No te puedes figurar la falta que me haces. Siéntate. ¿Quieres café?

—Desde luego —repuso Aliocha sentándose—. Estoy hambriento.

—¡Fenia, Fenia; café! Hace rato que está hecho... ¡Trae también empanadillas calientes...! Tengo que contarte algo sobre estas empanadillas, Aliocha. Se las he llevado a Mitia a la cárcel, y las ha rechazado. Incluso ha pisoteado una. Yo le he dicho: «Se las dejo a tu guardián. Si no las aceptas, habrás de alimentarte de tu maldad.» Luego me he marchado. Una vez más hemos reñido: cada visita una riña.

Gruchegnka hablaba con agitación. Maximov bajó los ojos, sonriendo tímidamente.

—¿Pero cuál ha sido la causa de la riña de hoy? —preguntó Aliocha.

—Algo completamente inesperado para mí. ¡Está celoso de mi primer amor! Me ha dicho que no sabe por qué he de alimentarlo, de gastar dinero con él. ¡Siempre está celoso! La semana pasada lo estuvo hasta de Kuzma.

—Pero mi hermano conoce al polaco.

—Claro que lo conoce. Está enterado de nuestras relaciones desde el principio. Hoy me ha insultado. Me da vergüenza repetir sus palabras. ¡El muy imbécil! Rakitka se marchaba cuando yo he llegado. Él debe de haber sido el causante de su excitación. ¿No lo crees también tú?

—Te ama y ha perdido el dominio de sus nervios.

—¿Cómo podía conservarlo sabiendo que lo van a juzgar mañana? Precisamente he ido a darle ánimos. Pues lo confieso, Aliocha, que me aterra pensar lo que mañana puede ocurrir. Dices que está nervioso. ¡También lo estoy yo! ¡Pensar en el polaco! ¡Qué imbecilidad! ¡Menos mal que Maximuchka no tiene celos!

—También mi mujer estaba celosa —observó Maximov.

Gruchegnka se echó a reír sin poder contenerse.

—¿Celosa de ti? ¿Y de quién tenía celos?

—De las sirvientas.

—¡Calla, Maximuchka! No tengo humor para bromas. Y no mires las empanadillas: te podrían sentar mal. Mi casa se ha convertido en un hospital.

Gruchegnka dijo esto sonriendo. Maximov lloriqueó:

—No merezco sus cuidados; soy un ser insignificante. Dedique sus atenciones a quien pueda serle más necesario que yo.

—¡Calla, Maximuchka! ¡Todos somos necesarios! Pero es muy difícil saber quién lo es más y quién lo es menos. ¡Si no existiera ese polaco...! También él dice que hoy está enfermo. He ido a visitarlo. Le mandaré empanadillas. Nunca lo había hecho, pero ya que Mitia me ha acusado de hacerlo, lo haré. Aquí viene Fenia con una carta. Será de los polacos; volverán a pedirme dinero.

Era el pan Musalowizc, en efecto, el que le escribía. En una larga y ampulosa carta le rogaba que le prestase tres rublos. Con la carta le enviaba un recibo en el que se comprometía a devolver en el plazo de tres meses la cantidad solicitada. El pan Wrublewski firmaba también. Gruchegnka había recibido ya de Musalowizc muchas cartas con reconocimientos de deuda semejante. Las peticiones habían empezado hacía dos semanas, al iniciarse la convalecencia de Gruchegnka. Ésta sabía que los dos panowie se habían presentado en la casa para preguntar por ella durante su enfermedad. La primera carta fue escrita en una hoja de gran tamaño y en ella figuraba un sello familiar. Era larga y prolija. Gruchegnka sólo leyó la mitad y la tiró sin haberla comprendido. Acabó por reírse de estas cartas. A la primera siguió otra un día después, en la que el pan Musalowizc pedía un préstamo de dos mil rublos. Gruchegnka la dejó, como la anterior, sin respuesta. A continuación recibió una serie de misivas en las que la suma solicitada iba disminuyendo gradualmente. De cien rublos bajó a veinticinco, y de veinticinco a diez. Finalmente, Gruchegnka recibió una carta en la que los panowie mendigaban un rublo y le enviaban un recibo firmado por los dos. La joven se compadeció de pronto y, al atardecer, fue a casa de los polacos. Los encontró en la más negra miseria: hambrientos, sin fuego, sin tabaco y en deuda con la patrona. Los doscientos rublos ganados a Mitia se habían esfumado rápidamente. Sin embargo, Gruchegnka fue recibida por los panowie —cosa que le sorprendió, como es natural— con gentil arrogancia. Esto le hizo gracia. Dio diez rublos a su «ex amor» y, entre risas, se lo contó todo a Mitia, que no demostró ni sombra de celos. Desde entonces, los panowie no dieron tregua a Gruchegnka: la bombardearon a diario con sus demandas de dinero, y ella siempre les enviaba algo. Y he aquí que, inesperadamente, Mitia se había mostrado ferozmente celoso.

 

Gruchegnka continuó, trivial y voluble:

—Como una tonta, he pasado por casa de Musalowizc al saber que estaba enfermo, y luego se lo he contado entre risas a Mitia. «Mi polaco —le he dicho— me ha cantado, acompañándose con la guitarra, las mismas canciones que me cantaba en otro tiempo. Por lo visto, quería enternecerme.» Y entonces Mitia ha empezado a insultarme... Por eso voy a mandar ahora mismo empanadillas a los polacos... Fenia, da tres rublos a la muchacha que han enviado y entrégale también una docena de empanadillas envueltas en un papel. Y tú, Aliocha, ya le contarás esto a Mitia.

—¡Eso nunca! —dijo Aliocha sonriendo.

—¿Crees que le importa? —exclamó Gruchegnka, amargada—. Se finge celoso, pero en el fondo se burla de mí.

—¿De modo que sus celos te parecen una ficción?

—¡Pues claro! ¡Qué ingenuo eres, Aliocha! Con todo tu talento, no comprendes nada. Sus celos no me ofenderían; lo que me ofende es que no los tenga. Yo soy así. Admito los celos, porque yo misma soy celosa. Lo que me molesta es que no me ame y, sin embargo, quiera darme celos. ¿Crees que soy ciega? No hace más que alabar a Katia en mi presencia: que si ha hecho venir de Moscú a un especialista famoso, que si ha llamado al mejor abogado de Petersburgo para que lo defienda... Estos elogios en mi presencia demuestran que la ama. Se siente culpable ante mí y se anticipa a acusarme para ocultar su culpa. «Has tenido relaciones con el polaco antes que conmigo. Por lo tanto, bien puedo tenerlas yo ahora con Katia.» No es más que esto. Quiere echar toda la culpa sobre mí. Por eso me insulta. Y yo...

No pudo continuar. Se llevó el pañuelo a los ojos y se echó a llorar.

—Mitia no quiere a Catalina Ivanovna —dijo Aliocha firmemente.

—Pronto sabré si la quiere o no —replicó Gruchegnka con voz amenazadora.

Su rostro se transfiguró. Ante su gesto de sombría indignación, Aliocha se sintió profundamente apenado.

—¡No más tonterías! —exclamó Gruchegnka de pronto—. No te he hecho venir para que soportes mis lágrimas. ¿Qué pasará mañana, mi querido Aliocha? Esto es lo que me inquieta. Estoy sola. Los demás no piensan en el juicio de Mitia: no les interesa. Pero a ti sí que debe interesarte. ¿Cuál será el resultado, Señor? El asesino es ese lacayo. ¿Es posible que se permita condenar a Mitia, que nadie salga en su defensa? ¿Se ha pensado en Smerdiakov?

—Lo han interrogado largamente, y todos han llegado a la conclusión de que no es el culpable. Desde que tuvo los últimos ataques está gravemente enfermo.

—¡Dios mío! Debes ir a ver al abogado a informarlo de todo. Creo que ha costado tres mil rublos hacerlo venir de Petersburgo.

—Sí, eso se le ha pagado. Entre Iván, Catalina Ivanovna y yo hemos reunido los tres mil rublos. Al especialista lo ha hecho venir Katia por su exclusiva cuenta, lo que le ha supuesto un gasto de dos mil rublos. El abogado, Fetiukovitch, habría pedido más si este asunto no se hubiera divulgado por toda Rusia; ha aceptado más por la gloria que por el dinero. Ayer fui a visitarlo.

—¡Ah!, ¿sí? ¿Y qué te dijo?

—Me escuchó en silencio. Luego me hizo saber que ya tiene formada su propia opinión, pero me prometió que tendría en cuenta cuanto le había dicho.

—¡Que tendría en cuenta! ¡Qué cretinos! Perderán a tu hermano. ¿Para qué ha traído Katia al especialista?

—Para que intervenga como perito. Pretenden demostrar —Aliocha sonrió tristemente— que Mitia está loco y que cometió el crimen en un ataque de demencia. Pero mi hermano no aceptará esta solución.

—Eso podría admitirse si fuera él el asesino. Tu hermano estaba loco entonces, completamente loco... ¡Y todo por culpa mía! ¡Soy una infame!... Pero Mitia no es el asesino aunque todo el mundo lo crea. Incluso Fenia ha hecho una declaración que parece presentar a tu hermano como culpable. Y también le acusan los de la tienda, y ese funcionario, y los clientes de la taberna, que fueron los primeros en oír sus bravatas.

—Sí —dijo Aliocha, amargado—. Las declaraciones adversas son numerosas.

—Y Grigori Vasilitch insiste en que la puerta estaba abierta y afirma que la vio. No hay medio de sacarlo de su ofuscación. He ido a hablar con él, a incluso me ha insultado.

—Ciertamente, esa declaración es la que más perjudica a mi hermano —dijo Aliocha.

—Yo creo que Mitia está verdaderamente trastornado —declaró Gruchegnka, preocupada y en un tono misterioso—. Hace tiempo que quería decírtelo, Aliocha. Voy a verlo todos los días y esto desconcertada. Dime qué te parece a ti, qué significan esas cosas raras que ahora dice y repite. Al principio creí que se trataba d algo profundo y que estaba fuera de mis alcances, pero hoy ha sido distinto: me ha hablado de un «pequeñuelo». «¿Por qué es pobre esa criaturita? Por ella voy a ir a Siberia. Yo no he matado a nadie pero es preciso que vaya a Siberia.» ¿A qué criaturita se refiere? ¿Qué habrá querido decir? No he comprendido absolutamente nada. Me he echado a llorar, y él ha llorado conmigo. Hemos llora do los dos, y él me ha besado y hecho sobre mí la señal de la cruz ¿Qué significa esto, Aliocha? ¿Quién es esa «criaturita»?

—Rakitine lo visita casi a diario —dijo Aliocha sonriendo. Pero esto no es cosa de Rakitine. Ayer no fui a ver a Mitia. Iré hoy.

—El que lo trastorna no es Rakitka, sino Iván Fiodorovitch Ha ido a visitarlo y...

Gruchegnka enmudeció repentinamente. Aliocha la miró, sorprendido.

—¿Cómo? ¿Iván va a verlo? Mitia me ha dicho que no lo ha visto ni una sola vez.

—¡Qué tonta soy! —exclamó Gruchegnka, enrojeciendo—. Se me ha ido la lengua... En fin, Aliocha, ya que he empezado, te lo voy a contar todo. Iván ha ido dos veces a verle; la primera, apena volvió de Moscú, y la segunda, hace ocho días. Lo ha visitado a escondidas y ha prohibido a Mitia que te lo dijera.

Aliocha estuvo un momento pensativo. La noticia lo había impresionado profundamente.

—Iván no me ha dicho nada de Mitia. Bien es verdad que hablo poco con él. Cuando iba a verlo, tenía la impresión de que no me recibía a gusto; por eso no he ido a visitarlo desde hace tres semanas... ¿Dices que lo ha visto hace ocho días?... Pues hace precisamente una semana que Mitia ha cambiado.

—Sí —dijo con vehemencia Gruchegnka—. Tienen un secreto Mitia me lo ha dicho. Es un secreto que lo atormenta. Antes estaba siempre contento. Ahora sigue estándolo, pero cuando empieza mover la cabeza, a ir de un lado a otro, a retorcerse el pelo de las sienes, puedo decir con toda seguridad que está agitado. Por otra parte, incluso hoy estaba a ratos contento.

—¿Has dicho que a veces está agitado?

—Sí; unas veces agitado y otras contento. Francamente, Aliocha, tu hermano me sorprende. Sabiendo lo que le espera, se echa reír a veces por cualquier minucia. Se diría que es un niño.

—¿De modo que te ha prohibido hablar con Iván?

—Sí, pero a quien teme Mitia es a ti. Tienen un secreto: él mismo me lo ha dicho... Aliocha, mi querido Aliocha: procura saber qué secreto es ése y ven a decírmelo, para que yo conozca mi maldita suerte. Para eso lo he llamado.

—¿Crees que ese secreto te afecta? Si fuera así, no te habría hablado de él.

—Acaso no se atreve a decírmelo, y tampoco quiere dejar de advertirme. Lo cierto es que tiene un secreto.

—En resumen, ¿tú qué opinas?

—Yo creo que todo ha terminado para mí. Tres personas se han aliado en contra de mí. Katia forma parte del complot; es el elemento principal. Mitia me previene con alusiones. Piensa abandonarme: éste es el secreto. Mis tres enemigos son Mitia, Katia a Iván Fiodorovitch. Hace ocho días, Mitia me dijo que Iván está enamorado de Katia y que por eso va con tanta frecuencia a su casa. ¿Es esto verdad, Aliocha? Contéstame con franqueza.

—Iván no ama a Catalina Ivanovna. Créeme; nunca te engañaré.

—Eso mismo pensé yo en seguida. Mitia miente descaradamente. Y se muestra celoso para poder acusarme cuando llegue el momento. Pero es demasiado imbécil, y también demasiado franco, para saber disimular... ¡Me las pagará!.. «¡Crees que yo soy el asesino!» Hasta esto se atreve a reprocharme. ¡Que Dios lo perdone! Esa Katia se las verá conmigo ante los jueces. ¡Lo contaré todo! ¡No me callaré nada!

Se echó a llorar.

—Lo que te puedo asegurar, Gruchegnka —dijo Aliocha levantándose—, es que Mitia te ama más que a nada en el mundo. Y te ama sólo a ti. Puedes creerme; estoy completamente seguro. Y ahora te advierto que no trataré de arrancarle su secreto, y, si él me lo revela, le diré que te he prometido ponerte al corriente a ti. En este caso, volveré hoy mismo para informarte. Me parece que Catalina Ivanovna no tiene ninguna relación con este asunto; el secreto debe de referirse a otra cosa. Ya veremos. Adiós.

Aliocha le estrechó la mano. Gruchegnka seguía llorando. Aliocha advirtió que su amiga no creía en sus palabras de consuelo, pero lo cierto era que había conseguido aliviarla con su efusiva sinceridad. Le daba pena dejarla en aquel estado, pero se le hacía tarde: tenía aún muchas cosas que hacer.

II. El pie hinchado

Aliocha quería ir primero a casa de la señora de Khokhlakov y terminar cuanto antes para no retrasar demasiado su visita a Mitia. La señora de Khokhlakov estaba indispuesta desde hacía una semana. Tenía un pie hinchado y, si bien no guardaba cama, pasaba el día en su gabinete, echada en una meridiana, envuelta en una elegante pero decorosa bata casera. Aliocha había observado, con una sonrisa inocente, que la señora de Khokhlakov coqueteaba, a pesar de su enfermedad: lucía lazos, cintas y otros vistosos adornos. Desde hacía dos meses, el joven Perkhotine la visitaba con frecuencia. Aliocha no había ido a verla desde hacía cuatro días. Al llegar se dirigió a las habitaciones de Lise, que el día anterior había enviado a decirle que fuera a verla sin pérdida de tiempo para tratar de un «asunto de gran importancia». Esta visita interesaba a Aliocha por ciertas razones. Pero mientras la doncella iba a anunciarlo, la señora de Khokhlakov, enterada de su llegada, lo requirió «sólo para un minuto». Aliocha consideró que lo mejor era atender en seguida a la madre, ya que, de lo contrario, estaría mandándole recados a cada momento. Tendida en la meridiana, vestida como para una fiesta, daba muestras de viva agitación. Acogió a Aliocha con gritos de entusiasmo.

—¡Hace un siglo que no lo veo! ¡Una semana entera! ¡Ah! Sé que vino usted hace cuatro días, el miércoles pasado. Ahora va usted a ver a Lise. Estoy segura de que habrá entrado de puntillas para que yo no le oyese. ¡Si supiera usted lo inquieta que estoy por ella, mi querido Alexei Fiodorovitch! Esto es lo principal, pero ya hablaremos de ello después. Le confío enteramente a mi Lise. Desaparecido el starets Zósimo, que descanse en paz —y se santiguó—, usted es para mí un asceta, aunque le sienta muy bien su nueva ropa. ¿Cómo ha podido encontrar un sastre tan bueno en nuestra localidad? Ya hablaremos de esto después; es un asunto sin importancia. Perdóneme que me permita llamarlo de vez en cuando, Aliocha. A una vieja como yo, todo se le puede consentir.

Sonrió, coqueta, y continuó:

—Pero dejemos también esto para después. Lo que más me interesa es no olvidarme de lo principal. Le ruego que me avise si divago. Desde el momento en que Lise ha retirado su promesa..., una promesa infantil, Alexei Fiodorovitch..., de casarse con usted, habrá comprendido que su palabra fue un capricho de muchacha enferma, de jovencita que ha permanecido largo tiempo en un sillón. Gracias a Dios, ahora ya puede andar. El nuevo médico que Katia ha hecho venir de Moscú para el asunto de su infortunado hermano, al que mañana... ¿Qué pasará mañana? Sólo de pensarlo, me siento morir. Sobre todo, de curiosidad... El caso es que ese doctor vino ayer a ver a Lise... Le pagué cincuenta rublos por la visita. Pero esto no importa ahora. Como ve, me he armado un lío. No sé por qué he de apresurarme. Ya no me acuerdo de dónde estaba. Lo veo todo como una enredada madeja. Temo enojarlo y que usted se vaya. No hablo con nadie más que con usted... ¿Dónde tengo la cabeza, Dios santo? Ante todo, hemos de tomar café. ¡Trae café, Julia!

 

Aliocha se apresuró a darle las gracias y a decirle que acababa de tomarlo.

—¿Dónde?

—En casa de Agrafena Alejandrovna.

—¿Ha tomado café con esa mujer? Ella es la causante de todo. Bien es verdad que he oído decir que su conducta actual es irreprochable; pero ya es un poco tarde. Esa conducta debió seguirla antes, cuando pudo serle de provecho. Ahora ya no le sirve para nada. Cállese, Alexei Fiodorovitch, pues tengo tantas cosas que decirle, que acabaré no diciendo ninguna... ¡Ese horrible proceso!... Yo iré sin falta; estoy dispuesta. Me llevarán en un sillón; puedo estar sentada. Ya sabe que estoy citada como testigo. ¿Qué diré? Lo ignoro. Hay que prestar juramento, ¿verdad?

—Sí, pero me parece que no podrá usted ir.

—Ya le he dicho que puedo estar sentada. ¡Oh, usted me aturde! Ese proceso, ese acto salvaje, esas personas que se van a Siberia, esas otras que se casan... ¡Y todo de prisa, de prisa! Y al fin todo el mundo envejece y mira hacia la tumba... ¡Ay, qué fatigada me siento! Esa Katia, cette charmante personne, me ha decepcionado. Se marchará con uno de sus hermanos a Siberia; el otro la seguirá y se instalará en la ciudad más próxima. Y todos ellos se amargarán la vida mutuamente. Todo esto me tiene trastornada. Pero lo que más me preocupa es la publicidad que se le ha dado. Se ha hablado del asunto miles de veces en los periódicos de Petersburgo y Moscú. E incluso se ha mezclado mi nombre con el de los protagonistas del suceso. Se ha dicho que yo era... una «buena amiga» de su hermano..., y digo «buena amiga» para no repetir el vil calificativo que se me ha aplicado.

—¡Es increíble! ¿Dónde se ha publicado eso?

—Lo va usted a ver. Ha aparecido en un periódico de Petersburgo que recibí ayer. Se titula Sloukhi, Rumores... Estos Rumores empezaron a publicarse hace meses. Como a mí me encanta la murmuración, me suscribí. Y ya lo ve: he quedado bien servida de rumores... Mire; aquí lo tiene; lea...

Entregó a Aliocha un periódico que sacó de debajo de la almohada.

La señora de Khokhlakov no estaba indignada, sino abatida. Como ella misma había dicho, en su cerebro reinaba la más completa confusión. El suelto era un buen ejemplo de murmuración periodística, y se comprendía que la hubiera impresionado. Pero, afortunadamente, en aquel momento era incapaz de concentrarse en nada; podía incluso olvidarse del periódico y pasar a otra cosa.

Aliocha estaba al corriente desde hacía tiempo de la resonancia que había adquirido el asunto en toda Rusia, y sólo Dios sabe las noticias imaginarias que, entre otras verídicas, había tenido ocasión de leer en los dos meses últimos sobre su hermano, sobre todos los Karamazov y acerca de él mismo. Un periódico incluso llegó a decir que Aliocha, aterrado por el crimen de su hermano, se había recluido en un convento. Otro desmentía este rumor y afirmaba que, en alianza con el starets Zósimo, había fracturado la caja del monasterio, tras lo cual se había dado a la fuga.

El suelto publicado en Sloukhi se titulaba: «Noticias de Skotoprigonievsk (éste es el nombre, que hemos ocultado hasta ahora, de la localidad en cuestión) sobre el proceso Karamazov.» La noticia era breve y el nombre de la señora de Khokhlakov no figuraba en ella. Se decía simplemente que el criminal al que se estaba a punto de juzgar con tanta ceremonia era un capitán retirado, insolente, holgazán y partidario de la esclavitud; que tenía enredos amorosos y contaba con la influencia de «ciertas damas a las que pesaba su soledad». Una de ellas, «viuda abrumada por el tedio» y que pretendía ser joven aunque tenía una hija mayor se había encaprichado de él hasta el extremo de ofrecerle, dos horas antes del crimen, tres mil rublos para partir en su compañía hacia las minas de oro. Pero el desalmado había preferido procurarse los tres mil rublos matando a su padre —contaba con la impunidad— que pasear por Siberia los encantos cuadragenarios de la dama. El alegre suelto terminaba, ¿cómo no?, con palabras de noble indignación contra la inmoralidad del parricida y de la servidumbre. Después de haber leído la noticia atentamente, Aliocha dobló el periódico y se lo devolvió a la señora de Khokhlakov.

—Como usted ve —dijo la dama—, el corresponsal se refiere a mí. En efecto, poco antes del crimen le aconsejé que se fuera a las minas de oro. ¿Pero quiere esto decir que le ofreciera mis «encantos cuadragenarios», como afirma ese informador? ¡Que el Juez Soberano le perdone esta calumnia como se la perdono yo! ¿Pero sabe usted de dónde ha salido todo esto? De su amigo Rakitine.

—Es posible —convino Aliocha—. Pero yo no he oído decir nada sobre ello.

—No me cabe duda de que todo ha sido cosa suya. Por algo le eché de mi casa. ¿Está usted enterado de esto?

—Sé que usted rogó que dejara de visitarla, pero los motivos exactos los ignoro. Por lo menos, no los sé por usted.

—Entonces, lo sabe por él. Por lo visto, va hablando mal de mí.

—En efecto; pero hay que tener en cuenta que él habla mal de todo el mundo. Rakitine no me ha dicho por qué lo echó usted de casa. Hablo con él raras veces. No somos amigos.

—Bien. Se lo voy a contar todo. Hay un punto sobre el que estoy arrepentida, porque me siento culpable. ¡Claro que es un detalle insignificante!

La señora de Khokhlakov adoptó un aire juvenil y dejó escapar una sonrisa enigmática.

—Yo sospecho que... Le advierto que le hablo como una madre... No, no; todo lo contrario: le hablo como una hija, pues una madre no pinta nada aquí... Mejor dicho, le hablo como le hablaría al starets Zósimo en confesión. La comparación es exacta, ya que acabo de llamarle asceta... Pues bien, he aquí que ese pobre muchacho... ¡Ah, no puedo enojarme con él!... En fin, en una palabra, ese atolondrado creyó..., por lo menos así me parece..., enamorarse de mí. Yo no me di cuenta de ello hasta algún tiempo después, hasta hace un mes aproximadamente. Entonces fue cuando empezó a visitarme con frecuencia. Antes ya nos conocíamos. Total, que yo no sospechaba nada, y de pronto tuve como un relámpago de clarividencia... Ya sabe usted que hace unos dos meses empecé a recibir en mi casa a Piotr Ilitch Perkhotine, ese hombre joven, cortés y modesto que es funcionario y desempeña su cargo en nuestra localidad. Usted se ha encontrado con él más de una vez. ¿Verdad que es un hombre inteligente y que va siempre bien vestido? A mí me encanta la juventud, Aliocha, cuando en ella se reúnen las dos cualidades de talento y modestia, como en usted... Perkhotine es poco menos que un hombre de Estado; hay que ver cómo habla. Lo recomendaría a cualquiera sin vacilar. Es un futuro diplomático. Aquel fatídico día casi me salvó la vida al venir a verme por la noche. En cambio, Rakitine va siempre arrastrando sus pesados zapatos por las alfombras... Bueno, el caso es que un día empezó a hacer ciertas alusiones. Una vez, mientras charlábamos, me apretó la mano con fuerza. Desde entonces tengo el pie malo. Ya se había encontrado con Piotr Ilitch en mi casa, y siempre, no sé por qué, sin motivo alguno, hablaba mal de él, lo censuraba implacablemente. Yo me limitaba a observarlos a los dos, riendo para mis adentros y preguntándome cómo terminaría la cosa. Un día en que me hallaba sola, más que sentada, echada, Mikhail Ivanovitch vino a verme, ¿y sabe usted lo que me trajo? Unos versos. Eran muy cortos y se referían a la enfermedad de mi pie. Escuche... ¿Cómo eran?... Me parece que...