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100 Clásicos de la Literatura

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Se oyó un coro de risas. La cara del temerario pasó del rosa al púrpura. Kartachov no despegaba los labios; estaba a punto de echarse a llorar. Kolia lo tuvo así más de un minuto.

—Para interpretar los acontecimientos históricos, la fundación de un país, por ejemplo, hay que comprender lo que esto significa —dijo Krasotkine en tono doctoral—. Pero les advierto que yo no doy demasiada importancia a esos cuentos de vieja —y añadió displicente—: En conjunto, la historia universal no merece mi estimación.

—¿Es posible? —exclamó el capitán, escandalizado.

—Sí: no es más que el estudio de las estupideces de la humanidad. A mí sólo me interesan las matemáticas y las ciencias naturales.

Kolia dijo esto en un tono lleno de presunción y mirando a Aliocha a hurtadillas: su opinión era la única que le importaba. Pero Aliocha permanecía grave y silencioso. Si Karamazov hubiera hablado, las cosas habrían quedado en el punto en que estaban; pero no decía palabra, y Kolia pensaba, irritado, que su silencio podía ser desdeñoso.

—De nuevo se nos impone el estudio de las lenguas muertas. Esto es una verdadera locura. ¿No estás de acuerdo conmigo, Karamazov?

—No —repuso Aliocha, reprimiendo una sonrisa.

—Mi opinión es que las lenguas muertas son una medida de policía. Ésta es su única razón de ser.

La respiración de Kolia volvía a ser jadeante.

—Si se las ha incluido en los programas de estudio es por lo tediosas que son y por lo que embrutecen. ¿Qué se podía hacer para aumentar la ceguera y la estupidez reinantes? Ésta es la función de las lenguas muertas. Así pienso y espero pensar siempre.

Enrojeció ligeramente.

—Tienes razón —aprobó, convencido, Smurov, que había escuchado atentamente.

—Es el primero en latín —dijo uno de los colegiales.

—Sí, papá —confirmó lliucha—; aunque hable de ese modo, es el primero de la clase de latín.

Aunque el elogio lo halagó, Kolia consideró necesario defenderse.

—Bueno, ¿y qué? Estudio con empeño el latín porque es preciso. He prometido a mi madre acabar mis estudios, y yo creo que cuando emprendemos algo hay que llegar hasta el fin. Pero en mi fuero interno siento un profundo desprecio por los estudios clásicos y toda esa bajeza. ¿Estás de acuerdo conmigo, Karamazov?

—¿Qué hay en eso de bajeza? —preguntó Aliocha con una sonrisa.

—Te lo explicaré. Como todos los clásicos se han traducido a todos los idiomas, no hace falta aprender el latín para estudiarlo. Es una medida de policía destinada a embotar los cerebros. ¿No es esto una bajeza?

—¿Pero quién te ha imbuido esas ideas? —exclamó Aliocha, sorprendido.

—En primer lugar, debes saber que soy capaz de comprender las cosas sin que nadie me las enseñe; en segundo, te diré que lo que acabo de explicar sobre las traducciones de los clásicos lo dijo delante de todos los alumnos de la tercera clase el profesor Koibasnikov.

—Ya está aquí el doctor —dijo Ninotchka, que había guardado silencio hasta entonces.

Efectivamente, acababa de detenerse ante la puerta un coche de la señora de Khokhlakov. El capitán, que había estado toda la mañana pendiente de la llegada del médico, corrió a su encuentro. «Mamá» adoptó un aire de gran dama para recibirlo. Aliocha se acercó a la cama del enfermo y arregló la almohada. Desde su sillón, Ninotchka observaba a Iliucha con visible inquietud. Los colegiales se marcharon a toda prisa, algunos prometiendo que volverían por la tarde. Kolia llamó a Carillón, que bajó en seguida de la cama.

—Yo me quedo —dijo precipitadamente a Aliocha—. Esperaré en el vestíbulo con Carillón y volveremos los dos cuando el doctor se haya marchado.

Entró el médico. Su aspecto era el de un hombre importante. Abrigo de pieles, largas patillas y mentón perfectamente rasurado.

Después de haber franqueado el umbral, se detuvo de pronto, desconcertado. ¿Se habría equivocado de casa? «¿Dónde estoy?», preguntó sin quitarse el abrigo ni el gorro de piel. El aspecto de los habitantes de la casa, la pobreza de la habitación, la ropa tendida en una cuerda lo sorprendieron desagradablemente. El capitán le hizo una profunda reverencia.

—No se ha equivocado, señor —le dijo con obsequiosa humildad—. Yo soy la persona a quien usted busca.

—Entonces, ¿usted es Snieguiriov, el señor Snieguiriov? —preguntó con grave acento.

—Sí, señor.

—¡Ah!

El doctor paseó una nueva mirada de desagrado por la habitación y se quitó el abrigo. El distintivo de un cuerpo oficial brillaba en su pecho. El capitán cargó con el abrigo. El médico se quitó también el gorro.

—¿Dónde está el paciente? —preguntó como quien da una orden.

VI. Desarrollo precoz

¿Qué dirá el doctor? —preguntó Kolia—. Tiene una cara repelente, ¿verdad? La medicina es algo que no puedo sufrir.

—Mucha no tiene salvación: esto es lo que estoy temiendo que diga el doctor —repuso Aliocha con profunda tristeza.

—Los médicos son unos charlatanes... Oye, Karamazov: me alegro de haberte conocido; hace mucho tiempo que lo deseaba. Lo que me apena es que esta amistad haya empezado en circunstancias tan tristes.

Kolia habría deseado decir algo más expresivo, más afectuoso, pero estaba un poco turbado. Aliocha lo advirtió y le tendió la mano.

—Hace tiempo que te considero como un ser raro, pero respetable —siguió diciendo Kolia, aturdido—. Me han dicho que eres un místico, que has vivido en un monasterio. Pero esto no me importa. El contacto con la realidad te curará. Así les ocurre siempre a los que son como tú.

—¿A qué llamas un místico? ¿De qué me he de curar? —preguntó Aliocha un tanto sorprendido.

—Pues te has de curar de Dios y... de todo eso.

—¿Es que tú no crees en Dios?

—No tengo nada contra Él. En verdad, Dios no es más que una hipótesis. Sin embargo, reconozco que... que es necesario para ordenar la vida... y para otras cosas... Tanto —terminó Kolia, empezando a enrojecer—, que si Dios no existiera, habría que inventarlo.

De pronto, pensó que Aliocha podía creer que hablaba para darse importancia, para exhibir su erudición. «Sin embargo —se dijo, irritado—, nada más lejos de mi ánimo que alardear de cultura ante él.» Se sentía profundamente contrariado.

—Estas discusiones me repugnan —declaró—. Se puede amar a la humanidad sin creer en Dios. ¿Lo dudas? Voltaire no creía en Dios y amaba a la humanidad.

Y pensó: «¡Otra vez, otra vez!»

—Voltaire creía en Dios, aunque un poco fríamente. Y, al parecer, del mismo modo amaba a la humanidad —repuso Aliocha con toda naturalidad, como si hablara con una persona que tuviera la misma edad que él, o incluso que fuera mayor.

A Kolia le impresionó la falta de seguridad que demostraba Aliocha en su juicio sobre Voltaire, y también le llamó la atención que dejara en manos de él, que no era más que un muchacho, la solución de un asunto tan importante.

—Por lo visto —dijo Aliocha—, has leído a Voltaire.

—Sí, pero... sólo Candide traducido al ruso... Una traducción antigua, pésima...

«¡Otra vez, otra vez!»...

—¿Lo entendiste?

—¡Pues claro! Lo comprendí todo... ¿Por qué dudas de que lo comprendiera? Hay pasajes graciosos... Puedes estar seguro de que soy capaz de entender una novela filosófica escrita para exponer una idea... Soy socialista, Karamazov —dijo de pronto, embrollándose definitivamente—, un socialista recalcitrante.

Aliocha se echó a reír.

—¿Socialista? ¿De dónde has sacado el tiempo para estudiar y adoptar el socialismo? Sólo tienes trece años.

Estas palabras hirieron a Kolia.

—En primer lugar, no tengo trece años, sino que dentro de quince días cumpliré los catorce —dijo impetuosamente—. Además, no comprendo qué relación tiene mi edad con lo que estamos discutiendo. Son mis convicciones y no mi edad lo que importa. ¿No es así?

—Cuando seas mayor verás la influencia que tiene la edad en las ideas. Eso no puede haber salido de ti.

Aliocha dijo esto con toda calma. Kolia, en cambio, le contestó, nervioso:

—Óyeme, tú eres partidario de la obediencia y del misticismo. No me negarás que el cristianismo sólo ha sido útil a los acaudalados, a los poderosos, para mantener a las clases inferiores en la esclavitud.

—Ya sé dónde has leído eso, ya sé quién te lo ha enseñado.

—¿Por qué crees necesario que lo haya leído? Nadie me ha inculcado estas ideas. Tengo capacidad para juzgar por mí mismo... Y te advierto que no soy enemigo de Cristo. Cristo tenía una personalidad enteramente humana. Si hubiera existido en nuestra época, estaría al lado de los revolucionarios y habría desempeñado un papel visible. De esto no cabe duda.

—¿Pero de dónde te has sacado todo eso? ¿A qué imbécil has escuchado? —exclamó Aliocha.

—No se puede ocultar la verdad. He tenido más de una ocasión para charlar con Rakitine. Y se dice que esta idea la ha expresado también el viejo Bielinski.

—¿Bielinski? No lo recuerdo. Desde luego, no lo ha escrito en ninguna parte.

—Tal vez no lo haya escrito, pero lo ha manifestado. Se lo he oído decir a... Bueno, eso no importa.

—¿Has leído a Bielinski?

—No, en verdad no lo he leído, ya que sólo conozco de él el pasaje en que comenta por qué Tatiana no parte con Onieguine.

—¿Por qué no parte con Onieguine? ¿Acaso lo has comprendido?

—Perdona, pero creo que me tomas por un chiquillo como Smurov —observó Kolia con una sonrisita que era una mueca de irritación—. Además, no vayas a creer que soy un gran revolucionario. A veces no estoy de acuerdo con Rakitine. No soy partidario de la emancipación de la mujer. Reconozco que la mujer es una criatura inferior nacida para la obediencia. Les femmes tricotent, dijo Napoleón, y por lo menos en este punto —Kolia sonrió— comparto la opinión del seudo gran hombre. También considero que es una cobardía emigrar a América, y más que una cobardía: una estupidez. ¿Para qué irnos a América cuando podemos trabajar en nuestra casa por el bien de la humanidad? Sobre todo ahora, tenemos a nuestra disposición un amplio campo de fecunda actividad. Esto es lo que respondí.

 

—¿Lo que respondiste? ¿A quién? ¿Es que alguien te ha propuesto ir a América?

—Sí, me lo han propuesto, pero yo no he aceptado. Te lo digo confidencialmente, Karamazov. Ni una palabra a nadie, ¿entiendes? Sólo tú lo sabes. No tengo el menor deseo de caer en las garras de la Tercera Sección para aprender las lecciones que se dan en el puente de las Cadenas.

» Te acordarás del edificio

próximo al puente de las Cadenas.

»¿Te acuerdas? ¡Es magnífico! ¿De qué te ríes? Supongo que no creerás que estoy hablando en broma.

Y Kolia se estremeció al pensar: «¡Si se enterase de que éste es el único número de La Campana que tengo y no he leído ningún otro ... !»

— ¡Oh, no, no me río! —repuso Aliocha—. Y no puedo pensar que me hayas mentido, por la sencilla razón de que sé que lo que me has dicho es la pura verdad... Dime: ¿has leído «Eugenia Onieguine», el poema de Pushkin? Has hablado de Tatiana.

—No, aún no lo he leído, pero quiero leerlo. No tengo prejuicios, Karamazov; lo miraré por las dos caras. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada.

Kolia se irguió ante Aliocha. Quería saber a qué atenerse.

—Dime, Karamazov: ¿me desprecias? Te agradeceré que me hables con franqueza.

Aliocha lo miró estupefacto.

—¿Despreciarte? ¿Por qué? No, no; me limito a lamentar que un chico que vale tanto como tú y que está en la aurora de la vida, se haya dejado descarriar, dando crédito a semejantes disparates.

—Dejemos a un lado mi valía —replicó Kolia con cierta arrogancia—. Soy suspicaz, estúpida y groseramente suspicaz. Hace un momento, me ha parecido que tu sonrisa...

—¡Bah! He sonreído por otra cosa. Te voy a explicar el motivo. No hace mucho leí la opinión de un extranjero, de un alemán establecido en Rusia, sobre la juventud actual. Este hombre ha escrito: «Si prestáis a un colegial ruso un mapa del firmamento, él, aunque sea el primero que ha visto en su vida, os lo devolverá al día siguiente corregido.» Ningún conocimiento y una presunción sin límites: esto es lo que el alemán reprocha a nuestros estudiantes.

—¡Es verdad! —exclamó Kolia echándose a reír—. ¡La pura verdad! ¡Bravo por el alemán! Sin embargo, ese cabeza cuadrada no se ha detenido a observar el lado favorable de nuestra conducta. ¿No lo ves tú así? Admito nuestra presunción, ya que es propia de la juventud. Pero esto se corrige, si verdaderamente hay que corregirlo. En compensación, ahí está el espíritu de independencia desde la más tierna infancia, la audacia de las ideas y las convicciones en vez del servilismo rastrero ante la autoridad de toda índole. No cabe duda de que el alemán ha dicho la verdad. ¡Bravo por el alemán! Sin embargo, hay que apretar los tornillos a los alemanes. Aunque sean unos sabios en las cuestiones científicas, hay que apretarles los tornillos.

—¿Por qué? —preguntó Aliocha con una sonrisa.

—Admito que soy un osado, una especie de enfant terrible, que no me detengo ante nada cuando una cosa me gusta y que digo las mayores tonterías... Pero, oye: estamos charlando desde hace un buen rato y ese doctor no termina su visita. A lo mejor, está reconociendo también a «mamá» y a Nina. Te confieso que Nina me ha encantado. Cuando he pasado junto a ella al salir de la habitación, me ha susurrado en un tono de reproche: «¿Por qué no has venido antes?» Me ha parecido que esa chica es toda bondad.

—Desde luego, tiene un gran corazón. Como desde ahora vendrás con frecuencia, ya la conocerás a fondo. Necesitas conocer personas así para aprender muchas cosas que sólo su compañía te puede enseñar.

Y Aliocha añadió calurosamente:

—No hay medio mejor para que te transformes.

—¡Qué arrepentido estoy de no haber venido antes! —exclamó Kolia amargamente.

—Sí, ha sido un error. Ya has visto la alegría que le has dado al pobre Iliucha. No puedes imaginarte cómo lo consumía el deseo de que vinieras.

—Calla: no aumentes mi pena... Pero lo tengo bien merecido. No he venido antes por culpa de mi orgullo, de mi egoísmo, de un bajo despotismo que nunca he podido acallar, pese a mi empeño en dominarlo. Ahora me convenzo de que soy un miserable en muchos aspectos.

—Nada de eso; posees excelentes prendas, pero las disfrazas —dijo Aliocha con calurosa franqueza—. Comprendo que hayas influido tan profundamente en ese muchacho de noble corazón y sensibilidad enfermiza.

—No esperaba oírte decir eso —declaró Kolia—. Desde que he llegado aquí, he pensado más de una vez que me despreciabas. Si supieras lo mucho que me importa tu opinión...

—¿Cómo es posible que seas tan desconfiado a tu edad? Hace un momento, viéndote y oyéndote hablar, me decía precisamente que debías de ser muy desconfiado.

—Lo creo. ¡Eres tan sagaz! Sin duda, ha sido cuando estaba refiriendo lo del ganso. Entonces me he dicho que debías de despreciarme profundamente al notar que me esforzaba por aparecer como un desalmado. Entonces te he detestado y he empezado a discursear. Después, cuando ya estábamos aquí y he dicho que si Dios no existía habría que inventarlo, me ha parecido que mi exhibición de cultura ha sido demasiado precipitada, ya que he leído esta frase en alguna parte. Pero te aseguro que no me ha impulsado la vanidad; lo he hecho no sé por qué, dejándome llevar de mi alegría... Sí, creo que mi alegría ha sido la culpable de todo. Claro que no es correcto molestar a las personas porque uno esté contento; esto ya lo sé. Pero también sé, y esto es una compensación para mí, que no me desprecias, que mis temores han sido falsos. ¡Oh, Karamazov! Soy profundamente desgraciado. A veces me imagino, sabe Dios por qué, que todo el mundo se burla de mí, y entonces me siento impulsado a trastornarlo todo.

—Y atormentas a los que te rodean —dijo Aliocha sin dejar de sonreír.

—Cierto, y sobre todo a mi madre. ¿Verdad, Karamazov, que te parezco ridículo?

—¡Eso ni pensarlo! —exclamó Aliocha—. Además, ¿qué es el ridículo? Nadie sabe cuándo un hombre es ridículo o lo parece. Además, actualmente casi todas las personas capacitadas temen demasiado al ridículo, y este temor las hace desgraciadas. Pero me asombra que tú padezcas de este mal que observo desde hace mucho tiempo sobre todo en los adolescentes. Es una especie de locura. El diablo se ha transformado en amor propio para apoderarse de la generación actual. Sí, el diablo —repitió Aliocha sin ironía, aunque Kolia, que lo miraba fijamente, creyó lo contrario—. Tú eres como todos, mejor dicho, como la mayoría. Y no hay que ser como todos.

—Pero si todos son así...

—Aunque todos sean así, tú debes procurar no ser como ellos. Bien mirado, tú no eres como todos, ya que no has vacilado en confesar un defecto, incluso un defecto ridículo. ¿Quién es hoy capaz de eso? Nadie, porque nadie siente la necesidad de condenarse a sí mismo. No seas como nosotros, aunque te quedes solo.

—Así lo haré... Te juzgué certeramente: sabes consolar. ¡Si supieras hasta qué punto me sentía atraído hacia ti, Karamazov! Hacía mucho tiempo que deseaba conocerte. ¿De veras deseabas también tú conocerme a mí? Hace un momento lo has dicho.

—Sí, oía hablar de ti y pensaba en ti... Y si es el amor propio el que te ha llevado a hacer esa pregunta, no importa.

—¿No has observado, Karamazov, que estas explicaciones parecen una declaración de amor? —preguntó Kolia en voz baja y como avergonzado—. ¿No es esto ridículo?

—De ningún modo —repuso Aliocha firmemente y con una radiante sonrisa—. Y aunque fuera ridículo no importaría, puesto que estamos obrando bien.

—Reconoce, Karamazov, que también tú estás un poco avergonzado. Lo veo en tus ojos.

Kolia sonreía, ladino y feliz.

—No sé por qué he de avergonzarme —dijo Aliocha.

—Sin embargo, has enrojecido.

—¡Porque tú me has hecho enrojecer! —exclamó Aliocha riendo y, en efecto, sonrojado. Un tanto aturdido, añadió—: En verdad, estoy un poco avergonzado, pero no sé por qué...

—En este momento te aprecio y te quiero mucho más —exclamó Kolia con vehemencia—, precisamente porque te sonrojas como yo, porque eres como yo.

Sus mejillas echaban fuego; sus ojos centelleaban.

—Oye, Kolia —dijo de pronto Aliocha—,vas a ser muy desgraciado en la vida.

—Lo sé, lo sé —respondió Kolia en el acto—. Todo lo adivinas.

—Sin embargo, la vida, el conjunto de la vida, merecerá tu bendición.

—¡De acuerdo! ¡Magnífico! ¡Eres un profeta! ¡Qué bien vamos a entendernos, Karamazov! ¿Sabes lo que más me gusta de ti? Que me trates como a un igual. Sin embargo, no somos iguales: tú eres superior a mí. Pero nos entenderemos. Hace un mes que me venía diciendo: «O nos haremos amigos en seguida y para siempre, o nos separaremos como enemigos para toda la vida.»

—Pensabas así porque ya me querías.

—Sí, sentía un gran afecto por ti, hasta soñaba contigo. Todo, todo lo adivinas... Mira, ya viene el doctor. Está diciendo algo al capitán. ¡Dios mío, qué cara pone!

VII. Iliucha

El doctor se dirigió a la puerta de la isba, bien envuelto en su abrigo y con el gorro encasquetado. En su semblante se reflejaba una contrariedad que estaba muy cerca de la indignación. Se diría que temía mancharse.

Paseó una mirada por el vestíbulo y la detuvo un momento, severamente, sobre Kolia y Aliocha. Éste hizo una seña al cochero, que acercó el coche a la puerta.

El capitán salió, presuroso, detrás del médico y, doblando la espalda, murmurando excusas, lo detuvo para hacerle las últimas preguntas. El infeliz estaba profundamente abatido; en su mirada se leía la desesperación.

—¿Es posible, excelencia, es posible?

No pudo continuar. Había enlazado las manos con un gesto de imploración y fijaba en el médico una mirada de súplica, como si una palabra de éste bastase para cambiar la suerte de su pobre hijo.

—Yo no puedo hacer nada —repuso el doctor, indiferente y con su habitual gravedad—. Yo no soy Dios.

—Doctor..., excelencia..., ¿será muy pronto?

—Esté preparado para todo —respondió el doctor, recalcando las palabras.

Después bajó los ojos y se dispuso a franquear el umbral para subir al coche. El capitán, aterrado, volvió a detenerlo.

—Por Dios, excelencia. ¿De verdad no se puede hacer nada, absolutamente nada, para salvarlo?

—Eso no depende de mí —contestó el doctor, impaciente. De pronto se detuvo y añadió—: Sin embargo, si usted pudiera enviar al enfermo inmediatamente a Siracusa... —el capitán se estremeció ante el tono, casi colérico, en que el doctor pronunció estas últimas palabras—. En tal caso, gracias al clima excelente del país, podría producirse un...

—¿A Siracusa? —preguntó el capitán como si no comprendiera.

—Siracusa está en Sicilia —dijo Kolia levantando la voz.

El doctor lo miró.

—¿En Sicilia? —exclamó el capitán, aterrado—. Pero su excelencia puede ver...

Sin separar las manos, el capitán se dirigía al interior de su hogar.

—¿Y mi mujer? ¿Y mi familia?

—Su familia no irá a Sicilia, sino al Cáucaso, en primavera; y cuando su esposa haya tomado allí las aguas para curarse del reumatismo, habrá que enviarla a Paris sin pérdida de tiempo, a la clínica de Lepelletier, especialista en enfermedades mentales, a quien la puedo recomendar... Si procede usted de este modo, podrá producirse...

—Pero, doctor; ya ve usted que...

El capitán mostró de nuevo, con un gesto de desesperación, las desnudas paredes del vestíbulo.

—Eso no es de mi incumbencia —manifestó el doctor con una sonrisa—. Me he limitado a decirle lo único que puede responder la ciencia a su pregunta de si se puede hacer algo más. Lamentándolo mucho, los demás problemas que pueda usted tener...

—No tema, «curandero», mi perro no le morderá —dijo Kolia, volviendo a levantar la voz, al ver que el médico miraba con recelo a Carillón, echado en el umbral. Su acento era mordaz. Poco después, Kolia manifestó que había llamado «curandero» al doctor porque sabía que esto era para él un insulto.

 

—¿Qué dices? —preguntó el médico, mirando a Kolia sorprendido—. ¿Quién es? —inquirió dirigiéndose a Aliocha en el tono del que pide cuentas.

—Soy el dueño de Carillón, curandero. Mi identidad no importa.

—¿Carillón? —preguntó el doctor sin comprender.

—Adiós, curandero. Ya nos veremos en Siracusa.

—¿Pero quién es éste? —exclamó el doctor, iracundo.

—Es un colegial, doctor —dijo Aliocha, malhumorado—, un chico travieso. No le haga caso... ¡Silencio, Kolia! —Y volvió a decir al doctor, sin disimular su enojo—: No le haga caso.

—Merece que lo azoten, ¡que lo azoten! —exclamó el doctor, furioso.

—Le advierto, curandero, que Carillón podría morderlo —dijo Kolia, pálido, con voz trémula y ojos centelleantes—. ¡Aquí, Carillón!

—¡Kolia! —gritó Aliocha—. Si dices una palabra más, rompo contigo para siempre.

—Curandero, sólo hay una persona en el mundo que puede mandar a Nicolás Krasotkine: aquí está —dijo señalando a Aliocha—. Me someto. Adiós.

Abrió la puerta y volvió a entrar en la habitación. Carillón se lanzó en pos de él. El doctor estuvo un instante petrificado, miró a Aliocha, escupió y exclamó:

—¡Es intolerable!

El capitán lo siguió servilmente. Aliocha entró también en la habitación. Kolia estaba ya al lado del enfermo. Éste le tenía cogido de la mano y llamaba a su padre. El capitán volvió en seguida.

—Papá, papá, ven aquí —dijo Iliucha, agitado—. Yo...

Pero no tuvo fuerzas para continuar. Tendió sus esqueléticos bracitos, rodeó con ellos a Kolia y a su padre y, uniéndolos a los dos en un solo abrazo, los estrechó contra su pecho. El capitán fue sacudido por un llanto silencioso. Kolia estaba a punto de echarse a llorar.

—¡Qué pena me das, papá! —gimió Iliucha.

—Iliucha, mi querido Iliucha... El doctor ha dicho... que te curarás... ¡Qué felices vamos a ser!

—Papá, sé muy bien lo que el doctor ha dicho de mí —declaró Iliucha—. Lo he visto en su cara.

Lo apretó de nuevo con todas sus fuerzas y escondió la cara en el hombro de su padre.

—No llores, papá. Cuando me muera, adopta a otro niño. Que sea un buen chico. El mejor que encuentres. Llámale Iliucha y quiérelo como me quieres a mí.

—¡Cállate! —ordenó Krasotkine bruscamente—. ¡Te curarás!

—Pero a mí no me olvides nunca, papá —continuó Iliucha—. Ven a mi tumba. Entiérrame cerca de nuestra gran piedra, la que visitábamos en nuestros paseos, y ve allí por las tardes con Krasotkine y Carillón... Os esperaré, papá.

Su voz se apagó. Los tres permanecieron abrazados, sin decir nada. Nina lloraba silenciosamente en su sillón, y «mamá», viendo que todos lloraban, empezó a sollozar también.

—¡Iliucha! ¡Iliucha! —gritaba.

Krasotkine se desprendió del brazo de Iliucha.

—Adiós, muchacho; mi madre me está esperando para almorzar —dijo atropelladamente—. Es una lástima que no la haya advertido. Ya estará inquieta por mi tardanza. Después de almorzar volveré, y estaré contigo toda la tarde. Te contaré muchas cosas. Traeré a Carillón. Ahora me lo llevo, porque si lo dejara, al no verme, empezaría a aullar y lo molestaría. Hasta luego.

Salió corriendo al vestíbulo. No quería llorar, pero al fin no pudo contenerse. Llorando lo encontró Aliocha.

—Kolia —encareció Karamazov—. Has de hacer honor a tu palabra y volver esta tarde. Si no vienes, le darás un gran disgusto.

—¡Claro que vendré! —murmuró Kolia sin ocultar sus lágrimas—. ¡Qué arrepentido estoy de no haber venido antes!

En este momento apareció el capitán. Cerró la puerta de la habitación a sus espaldas. En sus ojos había una expresión de desvarío; sus labios temblaban. Se detuvo ante los dos jóvenes y levantó los brazos.

—No quiero ningún buen chico, no quiero ningún otro —murmuró, desesperado, con acento feroz—. «Si lo olvido, Jerusalén, que la lengua se me pegue al paladar...»

No pudo seguir, le faltó la voz y se echó de bruces en un banco de madera que tenía a su lado. Con la cabeza entre los puños empezó a sollozar y gemir, ahogando sus lamentos para que no llegaran a la habitación de Iliucha. Kolia corrió hacia la puerta.