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100 Clásicos de la Literatura

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Mitia volvió a mirar por la ventana. Fiodor Pavlovitch estaba sentado ante la mesa. Su tristeza era evidente. Apoyó el codo en la mesa y la cara en la mano. Mitia lo observaba ávidamente.

«Está solo, completamente solo. Si Gruchegnka estuviera aquí, no estaría tan triste.»

Y, aunque parezca mentira, le molestó que Gruchegnka no estuviera allí.

«No es su ausencia lo que me inquieta —se explicó a sí mismo—, sino no saber qué hacer.»

Posteriormente, Mitia recordó que discurría con perfecta lucidez en aquellos momentos y que se daba cuenta de todo.

Su ansiedad procedía de la incertidumbre que se había apoderado de él y que iba en continuo aumento.

«¿Está aquí o no está?»

De pronto, tomó una resolución. Extendió el brazo y dio unos golpes en la ventana: primero dos golpes espaciados, después tres golpes que se sucedieron rápidamente: era la señal convenida con Smerdiakov para que éste anunciara al viejo la llegada de Gruchegnka. Fiodor Pavlovitch se estremeció, levantó la cabeza y corrió a la ventana. Mitia volvió a ocultarse en las sombras. Fiodor Pavlovitch abrió la ventana y se asomó.

—Gruchegnka, ¿eres tú? —preguntó con voz alterada—. ¿Dónde estás, querida, ángel mío? ¿Dónde estás?

Jadeaba de emoción. «Está solo», se dijo Mitia.

—¿Dónde estás? —repitió el viejo, con todo el busto fuera de la ventana para poder mirar en todas direcciones—. Ven. Tengo un regalo para ti. Ven y lo verás.

«El sobre con los tres mil rublos», pensó Dmitri.

—¿Pero dónde estás? ¿Acaso en la puerta? Voy a abrir.

Fiodor Pavlovitch estuvo a punto de caer al exterior al mirar hacia la puerta que daba al jardín. Escrutaba las tinieblas. Se dispuso a ir a abrir sin esperar la respuesta de Gruchegnka. Mitia no vaciló. La luz interior permitía ver claramente el perfil detestado del viejo, con su prominente nuez, su nariz curvada, sus labios que sonreían en una espera voluptuosa. Una cólera infernal hirvió de pronto en el corazón de Mitia. «He aquí mi rival, mi verdugo.» Sintió un impulso irresistible: el arrebato de que le había hablado a Aliocha cuando conversaron en el pabellón.

—¿Pero serías capaz de matar a tu padre? —había preguntado Aliocha.

—No lo sé —había contestado Mitia—. Tal vez lo mate, tal vez no. Temo no poder soportar la visión de su cara en algún momento. Detesto su nuez, su nariz, sus ojos, su sonrisa impúdica. Me repugnan. Esto es lo que me inquieta. No podré contenerme.

La repugnancia llegó a lo intolerable. Mitia, fuera de sí, sacó del bolsillo la mano de cobre del mortero.

«Dios me salvó en aquel momento», dijo más tarde Mitia. Y así fue, pues en aquel preciso instante el dolor despertó a Grigori. Antes de acostarse se había aplicado el remedio de que Smerdiakov hablara a Iván Fiodorovitch. Después de haberse frotado, ayudado por su mujer, con una mezcla de aguardiente y una infusión secreta fortísima, se bebió el resto del brebaje mientras Marta Ignatievna murmuraba una oración. Ella también tomó algunos sorbos, y, como no tenía costumbre de beber, se durmió profundamente al lado de su marido. De pronto, éste se despertó, estuvo pensativo un momento y, aunque sentía un dolor agudo en los riñones, se levantó y se vistió a toda prisa. Tal vez le parecía vergonzoso estar durmiendo cuando la casa no tenía guardián en «momentos de peligro». Smerdiakov permanecía inmóvil, agotado. «No tiene ninguna resistencia», pensó Grigori mientras le dirigía una mirada. Y, gimiendo, salió al soportal. Sólo quería echar una mirada desde allí, pues no tenía fuerzas para ir más lejos, a causa del tremendo dolor que sentía en los riñones y en la pierna derecha. De pronto, se acordó de que no había cerrado con llave la puertecilla del jardín. Era un hombre minucioso, esclavo del orden establecido y de los hábitos inveterados. Cojeando y entre contorsiones de dolor, bajó las gradas del porche y se dirigió al jardín. La puerta estaba abierta de par en par. Entró maquinalmente. Había creído oír o ver a alguien. Pero miró a la izquierda y sólo vio la ventana abierta: en ella no había nadie. «¿Por qué la habrá dejado abierta? No estamos en verano», pensó Grigori.

En este momento vio frente a él, a unos cuarenta pasos, una sombra que corría velozmente. Alguien huía en la oscuridad. Grigori lanzó una exclamación y, olvidándose de su lumbago, emprendió la persecución del fugitivo. Como conocía el jardín mejor que el intruso, pudo ganar tiempo atajando. Mitia se dirigió a las estufas, las contorneó y llegó a la empalizada. Grigori, que no lo había perdido de vista, lo alcanzó en el momento en que empezaba a trepar por la cerca. Fuera de sí, Grigori profirió un grito y se aferró a una pierna de Dmitri. Su presentimiento se había cumplido. Reconoció al intruso en el acto: era él, el «miserable parricida».

—¡Parricida! —gritó el viejo.

Pero no pudo decir nada más: un certero golpe, y Grigori se desplomó como fulminado. Mitia saltó de nuevo al jardín y se inclinó sobre el cuerpo inerte. Maquinalmente, se deshizo de la mano del mortero, que arrojó cayera donde cayese, y que quedó a dos pasos de él, en el sendero, expuesto a la vista de todos.

Grigori tenía la cabeza llena de sangre. Mitia le palpó el cráneo, preguntándose con ansiedad si se lo habría roto, o si el viejo sufriría una simple conmoción. La sangre tibia fluía, impregnando los dedos temblorosos del agresor. Mitia sacó del bolsillo el inmaculado pañuelo que había cogido para ir a visitar a la señora de Khokhlakov y lo aplicó a la herida con la insensata esperanza de contener la sangre. El pañuelo se empapó en seguida. «Bueno, ¿y qué? ¡Cualquiera sabe lo que tiene! Pero eso poco importa ahora... Desde luego, lleva lo suyo. Si lo he matado, peor para él.»

Dijo esto en voz alta. Acto seguido, trepó por la empalizada y saltó a la callejuela. Echó a correr, al mismo tiempo que se guardaba en el bolsillo de la levita el pañuelo ensangrentado que llevaba en su mano derecha. Algunos transeúntes recordaron más tarde que aquella noche se habían cruzado con un hombre que corría como alma que lleva el diablo.

Se dirigió de nuevo a casa de la señora de Morozov. Cuando se había marchado después de su primera visita, Fenia se había apresurado a hablar con el portero, Nazario Ivanovitch, para suplicarle que no dejara entrar a Dmitri ni aquel día ni el siguiente. Una vez enterado de todo, el portero prometió hacer lo que se le decía, pero hubo de subir a casa del propietario, que en aquel momento le llamó. Dejó al cuidado de la portería a un sobrino suyo, muchacho de veinte años, recién llegado del campo, pero se le olvidó advertirle que no debía permitir la entrada al capitán. El muchacho, que guardaba buen recuerdo de las propinas de Mitia, lo reconoció y le abrió la puerta. Con amable sonrisa, se apresuró a informarle de que Agrafena Alejandrovna no estaba en casa. Mitia se quedó clavado en el suelo.

—Entonces, ¿dónde está?

—Pronto hará unas dos horas que ha partido para Mokroie con Timoteo.

—¿Para Mokroie? —exclamó Mitia—. ¿Y a qué ha ido a Mokroie?

—No lo sé exactamente, pero creo que a reunirse con un oficial que le ha enviado un coche.

Mitia irrumpió en la casa como un loco.

V. Una resolución repentina

Fenia estaba en la cocina con su abuela. Las dos se disponían a acostarse. Confiando en el portero, no habían cerrado la puerta del piso. Apenas entró, Mitia cogió a Fenia del cuello.

—¡Dime en seguida con quién está ella en Mokroie! —rugió. Las dos mujeres lanzaron un grito.

—Se lo diré todo, querido Dmitri Fiodorovitch; se lo diré todo —farfulló Fenia, aterrada—. No le ocultaré nada. La señorita ha ido a ver a un oficial.

—¿A qué oficial?

—Al que la abandonó hace cinco años.

Dmitri soltó a Fenia. Estaba pálido como un muerto y se había quedado sin voz. Las pocas palabras de Fenia habían sido suficientes para que lo comprendiera todo, para que adivinara incluso el menor detalle. La pobre Fenia era incapaz de darse cuenta de nada. Se había sentado en un cajón y allí permanecía temblorosa, con los brazos tendidos como para defenderse, sin hacer el menor movimiento. Con las pupilas dilatadas por el espanto, miraba a Mitia y a sus manos manchadas de sangre. Por el camino debía de habérselas llevado a la cara para limpiarse el sudor, pues tenía manchas de sangre en la frente y en el carrillo derecho. Fenia estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. La vieja cocinera parecía que iba a perder el conocimiento. Tenía los ojos desorbitados como una loca. Dmitri se sentó maquinalmente al lado de Fenia.

Estaba sumido en una especie de estupor. Sus pensamientos erraban. Pero todo estaba claro para él. La misma Gruchegnka le había hablado de aquel oficial y de la carta suya que había recibido un mes atrás. Así, desde hacía un mes, la intriga amorosa se había urdido sin que él se diera cuenta. El oficial había llegado antes de que él le hubiera vuelto a dedicar un solo pensamiento. ¿Cómo se explicaba esto? La pregunta surgió ante él como un monstruo y lo dejó helado de espanto.

De pronto, olvidándose de que acababa de maltratar y horrorizar a Fenia, empezó a hablarle con gran amabilidad, a interrogarla con una precisión impropia del estado de turbación en que se hallaba. Aunque miraba con estupor las manos ensangrentadas del capitán, Fenia respondió a sus preguntas sin vacilar. Poco a poco, fue sintiendo cierta satisfacción al darle toda clase de detalles, y no para aumentar su pena, sino porque sentía un sincero deseo de prestarle un servicio. Le habló de la visita de Rakitine y Aliocha, mientras ella vigilaba, y le repitió el saludo que su dueña le había enviado a él, a Mitia, por medio de su hermano menor. «Dile que no olvide nunca que lo he querido durante una hora.»

 

Mitia sonrió. Sus mejillas se tiñeron de rojo. Fenia, en la que el temor había cedido el puesto a la curiosidad, se aventuró a decirle:

—Tiene las manos manchadas de sangre, Dmitri Fiodorovitch.

—Sí —dijo Mitia, mirándose las manos distraídamente.

Hubo un largo silencio. Mitia ya no estaba asustado. Acababa de tomar una resolución irrevocable. Se levantó, pensativo.

—¿Qué le ha pasado, señor? —insistió Fenia, señalando las ensangrentadas manos.

La joven hablaba con acento compasivo, como le habría hablado una persona de la familia que compartiera su pesar.

—Es sangre, Fenia, sangre humana... ¿Por qué la habré derramado, Dios mío?... Allí hay una barrera —dijo, mirando a la muchacha como si le planteara un enigma—, una barrera alta y temible. Pero mañana, al salir el sol, Mitia la franqueará. Tú no sabes, Fenia, de qué barrera te hablo. No importa. Mañana lo sabrás todo. Ahora, adiós. No seré un obstáculo para ella: sé retirarme a tiempo... ¡Vive, adorada mía! Me has amado durante una hora. Acuérdate siempre de Mitia Karamazov.

Salió como un rayo, dejando a Fenia más asustada que poco antes, cuando se había arrojado sobre ella.

Diez minutos después estaba en casa de Piotr Ilitch Perkhotine, el funcionario al que había empeñado las pistolas por diez rubios. Eran ya las ocho y media, y Piotr Ilitch, después de haber tomado el té, acababa de ponerse la levita para ir a jugar una partida de billar. Al ver a Mitia con la cara manchada de sangre, exclamó:

—¡Dios mío! ¿Qué quiere usted?

—Se lo diré en dos palabras —farfulló Dmitri—. He venido a desempeñar mis pistolas. Gracias. Démelas en seguida, Piotr Ilitch. Tengo mucha prisa.

Piotr Ilitch estaba cada vez más asombrado. Mitia tenía en su mano derecha un fajo de billetes. Lo hacía de un modo insólito, con el brazo extendido, como para mostrarlo a todo el mundo. Sin duda, lo había llevado así por la calle. Esto se deducía de lo dicho después por la joven sirvienta que le había abierto la puerta. Los billetes que exhibía con sus dedos ensangrentados eran de cien rublos. Piotr Ilitch explicó algún tiempo después a los curiosos que no pudo calcular con una simple ojeada cuántos billetes eran, que la suma lo mismo podía ser de mil que de tres mil rublos. Y de Dmitri dijo que «aunque no bebido, no se hallaba en estado normal. Daba muestras de agitación y estaba distraído, absorto, como si tratase de resolver algún problema sin conseguirlo. Todo lo hacía apresuradamente y sus respuestas eran rápidas y extrañas. En ciertos momentos no mostraba la menor aflicción, sino que, por el contrario, su semblante irradiaba alegría.»

—¿Pero qué le ha pasado? —repitió Piotr Ilitch, que seguía mirándole con estupor—. ¿Cómo se ha ensuciado de ese modo? ¿Se ha caído? Mire cómo va.

Lo llevó ante un espejo. Al ver su sucio rostro, se estremeció y frunció el entrecejo.

—¡Esto me faltaba!

Pasó los billetes de su mano derecha a la izquierda y sacó el pañuelo. La sangre se había coagulado y pegado, de modo que el pañuelo era una bola compacta. Mitia lo arrojó al suelo.

—¿Puede darme un trapo para que me limpie la cara?

—¿De modo que no está herido? Lo mejor que puede hacer es lavarse. Venga; le daré agua.

—Buena idea. ¿Pero dónde dejo esto?

Y señalaba, turbado, el fajo de billetes, como si Piotr Ilitch tuviera la obligación de decirle dónde debía ponerlos.

—Guárdeselos en el bolsillo. O déjelos en la mesa. Nadie los tocará.

—¿En el bolsillo? Es verdad... En fin, esto no tiene importancia. Ante todo, terminemos el asunto de las pistolas. Devuélvamelas: aquí tiene el dinero. Las necesito. Y tengo mucha prisa.

Separó del fajo el primer billete y se lo ofreció.

—No tengo cambio —dijo Piotr Ilitch—. ¿No lleva los diez rubios sueltos?

—No.

Pero, de pronto, tuvo un gesto de duda y empezó a repasar los billetes del fajo.

—Todos son iguales —dijo mientras dirigía a Piotr Ilitch una mirada interrogadora.

—¿De dónde ha sacado usted esa fortuna? —preguntó el funcionario. Y añadió—: Enviaré al muchacho a casa de los Plotnikov. Cierran tarde. Allí nos darán cambio. ¡Micha! —llamó, dirigiendo su voz al vestíbulo.

Mitia exclamó:

—¡Buena idea! ¡A casa de los Plotnikov!

Y, encarándose con el muchacho, que acababa de llegar, continuó:

—Mitia, corre a casa de los Plotnikov. Diles que Dmitri Fiodorovitch les envía un saludo a irá en seguida. Otra cosa. Di que me preparen champán, tres docenas de botellas, embaladas como la otra vez, cuando partí para Mokroie... Entonces me llevé cuatro docenas —continuó, dirigiéndose a Piotr Ilitch—. De modo que ellos están al corriente, Micha. Que pongan también queso, pastas de Estrasburgo, tímalos ahumados, jamón, caviar y, en fin, todo lo que tengan. Un paquete de cien o ciento veinte rublos. Que no se olviden de poner bombones, peras, dos o tres sandías..., no, con una habrá bastante...; chocolate, caramelos...; en fin, como la otra vez. Todo esto y el champán debe de subir unos trescientos rublos... No te olvides de nada, Micha... Se llama Micha, ¿verdad? —preguntó a Piotr Ilitch.

—Oiga —dijo el funcionario, inquieto—, será mejor que vaya usted mismo a hacer esos encargos. Micha se armará un lío.

—Tengo miedo... ¡Micha, te ganarás una buena propina! Si me haces bien el encargo, te daré diez rublos... Anda, ve en seguida... Que no se olviden del champán y que pongan también coñac, vino tinto y vino blanco..., en fin, todo como la última vez... Ellos ya saben lo que pusieron.

—Escuche —dijo Piotr Ilitch, perdida la paciencia—: el muchacho irá sólo a cambiar y a decir que no cierren. Después irá usted a hacer. sus encargos. Dele el billete. ¡Anda, Micha; ve a cambiarlo!

Piotr Ilitch tenía prisa en que se marchara, pues el muchacho miraba a Mitia con la boca abierta y los ojos más abiertos aún, al ver las manchas de sangre y el fajo de billetes en las manos temblorosas de Dmitri. Seguramente, apenas había comprendido las instrucciones de Mitia.

—Y ahora va usted a lavarse —dijo enérgicamente Piotr Ilitch—. Deje el dinero en la mesa o guárdeselo en el bolsillo... Así. Quítese la levita.

Le ayudó a quitársela y exclamó:

—¡Mire! Su levita está manchada de sangre.

—¡Bah! Una manchita en la manga y otra aquí, en el sitio del pañuelo. La sangre habrá atravesado el forro del bolsillo; al sentarme en casa de Fenia. Sin duda, me he sentado sobre el pañuelo.

Mitia hablaba en tono confiado. Piotr Ilitch lo escuchaba, ceñudo.

—Pronto se le ha pasado a usted el disgusto. Porque ha habido pelea, ¿verdad? —preguntó el funcionario.

Tenía en la mano un jarro de agua que iba vertiendo poco a poco. Mitia se lavaba precipitadamente y mal. Sus manos temblaban. Piotr Ilitch le dijo que se volviera a enjabonar y que se frotara bien. Había cobrado sobre Mitia un ascendiente que aumentaba por momentos. Debemos advertir que el funcionario no tenía temor a nada ni a nadie.

—Lávese bien las uñas... Y ahora la cara... Aquí, cerca de la sien... Y la oreja... ¿Con esa camisa va a salir a la calle? Tiene manchada toda la manga derecha.

—Es verdad —dijo Mitia, mirándola.

—Póngase otra.

—No tengo tiempo... Pero verá lo que voy a hacer.

Dmitri hablaba en el mismo tono confiado. Se secó y se puso la levita.

—Me doblaré el puño... Así. ¿Ve usted? Ya no se ve la mancha.

—Ahora dígame qué le ha pasado. ¿Se ha vuelto a pelear en la taberna? ¿Ha vuelto a pegarle al capitán?

Piotr Ilitch dijo esto último en un tono de reproche. Añadió:

—¿A quién ha vapuleado ahora?... ¿O ha matado?...

—Eso no tiene importancia.

—¿Usted cree?

Mitia se echó a reír.

—No vale la pena. Acabo de liquidar a una vieja.

—¿A una vieja? ¿Dice usted que la ha... liquidado?

—No, a un viejo —rectificó Mitia, que miraba a Piotr Ilitch, riendo y gritando como si hablara con un sordo.

—Sea viejo o vieja, el caso es que ha matado usted a una persona.

—Después de luchar, nos hemos reconciliado. Hemos quedado buenos amigos... ¡Qué imbécil! Seguramente, a estas horas me ha perdonado. Si se hubiera vuelto a levantar, no me habría perdonado nunca.

Mitia guiñó un ojo y exclamó:

—¡Que se vaya al diablo! ¿Oye, Piotr Ilitch?

Y terminó con acento tajante:

—Dejemos esto. No quiero hablar por ahora de este asunto.

—Permítame que le diga que usted está siempre dispuesto a pelearse con cualquiera, como se peleó aquella vez, por cosas insignificantes, con el capitán. Acaba usted de librar una de sus batallas, y sólo piensa en pasar una noche de jarana. Eso lo retrata... ¡Tres docenas de botellas de champán! ¿Para qué tanta bebida?

—¡Bueno! Deme usted las pistolas. El tiempo apremia. Me encanta hablar con usted, querido, pero se me ha echado el tiempo encima... ¿Dónde he dejado el dinero, qué he hecho de él?

Se registraba los bolsillos.

—Lo ha dejado en la mesa. ¿Ya no se acuerda? ¡Qué poca atención presta usted al dinero! Aquí tiene sus pistolas. Es extraño: a las cinco las empeña por diez rublos, y ahora tiene en su poder dos o tres mil.

—Tres mil —dijo Mitia riendo. Y se guardó los billetes en un bolsillo.

—Si los lleva ahí, los perderá. ¿Acaso ha encontrado usted una Mitia de oro?

—¿Una Mitia de oro? —exclamó Dmitri, echándose a reír—. ¿Quiere ir a las minas? Conozco a una dama que le dará tres mil rubios sólo por eso, por ir a las minas. A mí me los ha dado: ya ve usted hasta qué punto está chiflada por los filones. ¿La conoce usted? Es la señora de Khokhlakov.

—Sólo la conozco de vista. Pero me han hablado mucho de ella. ¿De modo que esos tres mil rublos se los ha dado, sin más ni más, esa señora? —preguntó Piotr Ilitch, mirando a Mitia con un gesto de incredulidad.

—Mañana, cuando salga el sol, cuando resplandezca el eternamente joven Febo, vaya, alabando a Dios, a casa de esa señora y pregúntele si me ha dado este dinero o no me lo ha dado. Así se convencerá.

—Ignoro las relaciones que tiene usted con ella. Pero habla con tanta seguridad, que le creo... Ahora tiene usted dinero; no es, pues, fácil que Siberia le atraiga. Hablando en serio, ¿adónde va usted?

—A Mokroie.

—¿A Mokroie? ¡Pero si ya es de noche!

—Lo tenía todo y ya no tengo nada —dijo Mitia con un repentino impulso.

—¿Cómo que no tiene nada? Tiene miles de rublos. ¿A eso llama nada?

—No hablo del dinero. El dinero me importa un comino. Me refiero a las mujeres... «Las mujeres son crédulas, versátiles, depravadas», dijo Ulises. Y tenía razón.

—No le comprendo.

—¿Acaso estoy borracho?

—Su mal es más grave.

—Hablo de la embriaguez moral, Piotr Ilitch, de la embriaguez moral... En fin, dejemos esto.

—¿Pero qué hace? ¿Va a cargar esa pistola?

—Sí, voy a cargarla.

Y así lo hizo. Abrió la caja y llenó de pólvora un cartucho. Antes de poner la bala en el cañón, la examinó a la luz de la bujía.

—¿Por qué mira la bala? —preguntó Piotr Ilitch, sin poder contener su curiosidad.

—Porque sí. Se me ha ocurrido de pronto... ¿Es que usted, si fuera a alojarse una bala en los sesos, no la miraría antes de ponerla en la pistola?

—No, ¿para qué?

—Como me ha de atravesar el cráneo, me interesa ver cómo está hecha... Pero todo esto son tonterías... Ya está —añadió, después de colocar la bala y calzarla con estopa—. ¡Qué absurdo es todo esto, Piotr Ilitch!... Deme un trozo de papel.

—Aquí lo tiene.

—No, un papel blanco: es para escribir... Éste va bien.

Mitia cogió una pluma y escribió dos líneas rápidamente. Después dobló y volvió a doblar el papel y se lo guardó en un bolsillo del chaleco. Luego colocó las pistolas en la caja y cerró ésta con llave. Con la caja en la mano, se quedó mirando a Piotr Ilitch, risueño y pensativo.

—Vamos —dijo.

—¿Adónde? No, espere.

Y preguntó, inquieto:

—¿De modo que piensa usted alojarse esa bala en el cráneo?

—¡Oh, no! ¡Qué tontería! Quiero vivir, adoro la vida. Adoro al dorado Febo y a su cálida luz... Mi querido Piotr Ilitch, ¿eres capaz de apartarte?

—¿De apartarme?

—Sí, de dejar el camino libre, tanto al ser querido como al odiado, y decirle: «Que Dios os guarde. Pasad. Yo...»

 

—¿Usted qué?

—Basta. Vamos.

—Le aseguro que lo contaré todo para que no lo dejen salir de la ciudad —dijo Piotr Ilitch, mirándole fijamente—. ¿A qué va a Mokroie?

—A ver a una mujer... Y ya no puedo decirte más, Piotr hitch.

—Oiga, aunque es usted un poco salvaje, me ha sido simpático y estoy inquieto.

—Gracias, hermano. Dices que soy un salvaje, y es verdad. No ceso de repetírmelo: «¡Salvaje, salvaje!»... ¡Hombre, aquí está Micha! Ya no me acordaba de él.

Micha llegó corriendo. Tenía en la mano un fajo de billetes pequeños y dijo que todo iba bien en casa de los Plotnikov. Se estaban embalando las botellas, el pescado, el té. Todo lo encontraría listo Dmitri Fiodorovitch. Éste entregó un billete de diez rublos al funcionario y ofreció otro a Micha.

—No, no haga eso en mi casa. No hay que acostumbrar mal a la servidumbre. Administre bien su dinero. Si lo malgasta, mañana volverá a pedirme diez rublos prestados. ¿Por qué se los pone en ese bolsillo? ¿No ve que los va a perder?

—Oye, querido; acompáñame a Mokroie.

—No tengo nada que hacer en Mokroie.

—¡Vamos a vaciar una botella, a beber por la vida! ¡Tengo sed de beber contigo! Nunca hemos bebido juntos.

—De acuerdo. Vamos a la taberna.

—Vamos. Pero a casa de los Plotnikov, a la trastienda. ¿Quieres que te plantee un enigma?

—Bueno.

Mitia sacó del bolsillo del chaleco el papel que había escrito y lo mostró al funcionario. En él se leía claramente: «Me castigo: he de expiar mi vida entera.»

—Desde luego, lo contaré a alguien —dijo Piotr hitch.

—No tendrás tiempo, querido. Anda, vamos a beber.

El establecimiento de los Plotnikov —ricos comerciantes— estaba cerca de casa de Piotr Ilitch, en una esquina de la misma calle. Era la mejor tienda de comestibles de la localidad. En ella había de todo, como en los grandes comercios de la capital: vino de las bodegas de los Hermanos leliseiev, fruta de todas las clases, tabaco, té, café, etcétera. Contaba con tres empleados y dos chicos para transportar los pedidos. Nuestra comarca se empobrecía, los propietarios se dispersaban, el comercio languidecía, pero la tienda de los Plotnikov no cesaba de prosperar, ya que sus productos eran indispensables para el público.

Estaban esperando a Mitia con impaciencia, pues se acordaban de que tres o cuatro semanas atrás había hecho compras por valor de varios centenares de rublos (al contado: a crédito no le habrían vendido nada). Aquella vez, como ésta, tenía en la mano un grueso fajo de billetes grandes que repartía a derecha a izquierda sin ajustar precios ni preocuparse por la importancia de las compras. En la ciudad se decía que en aquel viaje a Mokroie con Gruchegnka había despilfarrado tres mil rublos en veinticuatro horas y que había regresado sin un céntimo. Contrató a una orquesta de cíngaros que tenían su campamento en los alrededores de la ciudad, y los músicos se aprovecharon de su embriaguez para sacarle el dinero y beber sin tasa vinos de los mejores. Entre risas se contaba que en Mokroie había obsequiado con champán a los campesinos, y con bombones y pastas a las campesinas. Estos alegres comentarios se hacían sobre todo en la taberna, pero siempre en ausencia de Mitia, medida prudente, pues se recordaba que, según dijo el propio Dmitri, la única compensación que había obtenido de esta escapada con Gruchegnka había sido que ella «le permitiese besarle los pies».

Cuando Mitia y Piotr Ilitch llegaron al establecimiento, ya esperaba ante la puerta un coche tirado por tres caballos. Éstos llevaban collares de cascabeles y el coche estaba alfombrado. Lo conducía un cochero llamado Andrés. Ya se había llenado una caja de comestibles, y sólo se esperaba que llegase el comprador para cerrarla y cargarla en el coche.

Piotr Ilitch exclamó, asombrado:

—¿Cómo es que está aquí esta troika?

—Cuando iba a tu casa, me he encontrado con Andrés y le he dicho que viniera directamente aquí. No hay tiempo que perder. El viaje anterior lo hice con Timoteo, pero esta vez Timoteo ha partido ya con una maravillosa viajera. ¿Crees que nos llevan mucha delantera, Andrés?

—Una hora a lo sumo —se apresuró a contestar Andrés, un hombre seco, de cabello rojo y que estaba en la plenitud de la edad—. Sé cómo va Timoteo y le aseguro, Dmitri Fiodorovitch, que lo llevaré a la velocidad necesaria para que la ventaja no aumente.

—Te daré cincuenta rublos de propina si llegamos sólo una hora después que Timoteo.

—Le respondo de ello, Dmitri Fiodorovitch.

Mitia daba órdenes con visibles muestras de agitación, de un modo extraño a incongruente. Piotr Ilitch se preparó para intervenir en el momento oportuno.

—Por valor de cuatrocientos rublos, como la vez pasada —dispuso Dmitri—. Cuatro docenas de botellas de champán. Ni una menos.

—¿Para qué tantas? —preguntó Piotr Ilitch—. ¡Un momento! —exclamó seguidamente—. ¿Qué hay en esa caja? No es posible que eso valga cuatrocientos rublos.

Los empleados lo rodearon deshaciéndose en amabilidades y le explicaron que en aquella primera caja sólo había «lo necesario para empezar»: media docena de botellas de champán, entremeses, bombones, etc. La parte principal del pedido se enviaría aparte, como la otra vez, en un coche de tres caballos que llegaría a Mokroie una hora después, a lo sumo, que Dmitri Fiodorovitch.

—Que no pase más de una hora —dijo Mitia—. Y pongan bombones y caramelos a discreción. A las muchachas de Mokroie les gustan mucho.

—De acuerdo en que pongan una buena cantidad de caramelos. ¿Pero por qué cuatro docenas de botellas? Una habría sido suficiente.

El funcionario dijo esto un tanto enfurecido. Después empezó a regatear y exigió que se extendiera una factura. Sin embargo, sólo logró salvar un centenar de rublos. Los vendedores reconocieron que la mercancía comprada no valía más de trescientos rublos.

De pronto, pareció cambiar de opinión.

—¿Pero a mí qué me importa todo esto? —exclamó—. ¡Vete al diablo! ¡Derrocha esos billetes que has ganado sin ningún esfuerzo!

—¡No te enfades, hombre! No hay que ser tan tacaño —dijo Mitia, llevándoselo a la trastienda—. Vamos a beber. Me encantan los buenos chicos como tú.

Mitia se sentó ante una mesita cubierta por un mantel no del todo limpio. Piotr Ilitch se sentó frente a él y le sirvieron champán. Les preguntaron si querían ostras, las primeras que habían recibido. Estaban recién cogidas.

—¡Al diablo las ostras! —exclamó groseramente Piotr Ilitch—. No quiero ostras; no quiero nada.

—No hay tiempo para comer ostras —dijo Mitia—. Por otra parte, no tengo apetito. Ya sabes, amigo mío, que nunca me ha gustado el desorden.

—¿Ah, no? ¡Válgame Dios! Tres docenas de botellas de champán para los vagabundos. ¡Eso es una locura!

—No me refiero a ese orden, sino al orden superior. Un orden que en mí no existe... En fin, como todo ha terminado, no hay que preocuparse. Es demasiado tarde. Toda mi vida ha sido desordenada; ya es hora de que la ordene. Como ve, domino el retruécano.

—Lo que veo es que estás divagando.

—«¡Gloria al Altísimo en el mundo! ¡Gloria al Altísimo en mí!»... Estos versos, mejor dicho, estas lágrimas, se escaparon de mi alma un día. Sí, los compuse yo, pero no cuando arrastraba al capitán tirando de su barba.

—¿A qué viene nombrar ahora al capitán?

—No lo sé. ¡Pero qué importa! Cuando todo termina, todo va a parar al mismo total.

—Tus pistolas me tienen preocupado.

—¡Bah! Bebe y no pienses en nada. Amo la vida, y la he amado mucho, hasta el hastío. Bebamos por la vida, querido... ¿Cómo puedo estar contento? Soy vil, mi vileza me atormenta, y, sin embargo, estoy contento. Bendigo la creación, estoy dispuesto a bendecir a Dios y a sus obras, pero... he de destruir en mi un mal insecto que ataca a las vidas ajenas. ¡Bebamos por la vida, hermano! ¿Hay algo más hermoso? Bebamos también por la reina de las reinas.

—Bien. Bebamos por la vida y por tu reina.