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100 Clásicos de la Literatura

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lván acabó su discurso con una emoción singular, inesperada. —¿Por qué has empezado «del modo más tonto posible»? —preguntó Aliocha, mirándolo pensativo.

—En primer lugar, por dar a la charla un tono típicamente ruso. En Rusia las conversaciones sobre este tema se inician siempre tontamente. Pero muy pronto la tontería llega al fin y desemboca en la claridad. La tontería deja la astucia y adquiere concisión, mientras que el ingenio empieza a dar rodeos y se esconde. El ingenio es innoble; en la tontería hay honradez. Cuanto más estúpidamente confiese la desesperación que me abruma, mejor para mí.

—¿Quieres explicarme por qué «no admites el mundo»?

—Desde luego. Esto no es ningún secreto, y te lo iba a explicar. Hermanito, mi propósito no es pervertirte ni quebrantar tu fe. Al contrario, lo que deseo es purificarme con tu contacto.

Iván dijo esto con una sonrisa infantil. Aliocha no le había visto nunca sonreír de este modo.

IV. Rebeldía

Voy a hacerte una confesión —empezó a decir Iván—. Yo no he comprendido jamás cómo se puede amar al prójimo. A mi juicio es precisamente al prójimo a quien no se puede amar. Por lo menos, sólo se le puede querer a distancia. No sé dónde, he leído que «San Juan el Misericordioso», al que un viajero famélico y aterido suplicó un día que le diera calor, se echó sobre él, lo rodeó con sus brazos y empezó a expeler su aliento en la boca del desgraciado, infecta, purulenta por efecto de una horrible enfermedad. Estoy convencido de que el santo tuvo que hacer un esfuerzo para obrar así, que se engañó a sí mismo al aceptar como amor un sentimiento dictado por el deber, por el espíritu de sacrificio. Para que uno pueda amar a un hombre, es preciso que este hombre permanezca oculto. Apenas ve uno su rostro, el amor se desvanece.

—El starets Zósimo ha hablado muchas veces de eso —dijo Aliocha—. Decía que las almas inexpertas hallaban en el rostro del hombre un obstáculo para el amor. Sin embargo, hay mucho amor en la humanidad, un amor que se parece algo al de Cristo. Lo sé por experiencia, Iván.

—Pues yo no lo conozco todavía y no lo puedo comprender. Hay muchos en el mismo caso que yo. Hay que dilucidar si esto procede de una mala tendencia o si es algo inseparable de la naturaleza humana. A mi juicio, el amor de Cristo a los hombres es una especie de milagro que no puede existir en la tierra. Él era Dios y nosotros no somos dioses. Supongamos, para poner un ejemplo, que yo sufro horriblemente. Los demás no pueden saber cuán profundo es mi sufrimiento, puesto que no son ellos los que lo sufren, sino yo. Es muy raro que un individuo se preste a reconocer el sufrimiento de otro, pues el sufrimiento no es precisamente una dignidad. ¿Por qué ocurre así? ¿Tú qué opinas? Tal vez sea que el que sufre huele mal o tiene cara de hombre estúpido. Por otra parte, hay varias clases de dolor. Mi bienhechor admitirá el sufrimiento que humilla, el hambre por ejemplo, pero si mi sufrimiento es elevado, como el que procede de una idea, sólo por excepción creerá en él, pues, al observarme, verá que mi cara no es la que su imaginación atribuye a un hombre que sufre por una idea. Entonces dejará de protegerme, y no por maldad. Los mendigos, sobre todo los que no carecen de cierta nobleza, deberían pedir limosna sin dejarse ver, por medio de los periódicos. En teoría, y siempre de lejos, uno puede amar a su prójimo; pero de cerca es casi imposible. Si las cosas ocurrieran como en los escenarios, en los ballets, donde los pobres, vestidos con andrajos de seda y jirones de blonda, mendigan danzando graciosamente, los podríamos admirar. Admirar, pero no amar...

»Basta ya de esta cuestión. Sólo pretendía exponerte mi punto de vista. Te iba a hablar de los dolores de la humanidad en general, pero será preferible que me refiera exclusivamente al dolor de los niños. Mi argumentación quedará reducida a una décima parte, pero vale más así. Desde luego, salgo perdiendo. En primer lugar, porque a los niños se les puede querer aunque vayan sucios y sean feos (dejando aparte que a mí ningún niño me parece feo). En segundo lugar, porque si no hablo de los adultos, no es únicamente porque repelen y no merecen que se les ame, sino porque tienen una compensación: han probado el fruto prohibido, han conocido el bien y el mal y se han convertido en seres “semejantes a Dios”. Y siguen comiendo el fruto. Pero los niños pequeños no han probado ese fruto y son inocentes. Tú quieres a los niños, Aliocha. Sí, tú quieres a los niños, y, como los quieres, comprenderás por qué prefiero hablar sólo de ellos. Ellos también sufren, y mucho, sin duda para expiar la falta de sus padres, que han comido el fruto prohibido... Pero estos razonamientos son de otro mundo que el corazón humano no puede comprender desde aquí abajo. Un ser inocente no es capaz de sufrir por otro, y menos una tierna criatura. Aunque te sorprenda, Aliocha, yo también adoro a los niños. Observa que entre los hombres crueles, dotados de bárbaras pasiones, como los Karamazov, abundan los que quieren a los niños. Hasta los siete años, los niños se diferencian extraordinariamente de los hombres. Son como seres distintos, de distinta naturaleza. Conocí un bandido, un presidiario, que había asesinado a familias enteras, sin excluir a los niños, cuando se introducía por las noches en las casas para desvalijarlas, y que en el penal sentía un amor incomprensible por los niños. Observaba a los que jugaban en el patio y se hizo muy amigo de uno de ellos, que solía acercarse a su ventana... ¿Sabes por qué digo todo esto, Aliocha? Porque me duele la cabeza y estoy triste.

—Tienes un aspecto extraño —dijo el novicio, inquieto—. Tu estado no es el normal.

—Por cierto —dijo Iván como si no hubiera oído a su hermano—, que un búlgaro me ha contado hace poco en Moscú las atrocidades que los turcos y los cherqueses cometen en su país. Temiendo un levantamiento general de los eslavos, incendian, estrangulan, violan a las mujeres y a los niños. Clavan a los prisioneros por las orejas en las empalizadas y así los tienen toda la noche. A la mañana siguiente los cuelgan. A veces, se compara la crueldad del hombre con la de las fieras, y esto es injuriar a las fieras. Porque las fieras no alcanzan nunca el refinamiento de los hombres. El tigre se limita a destrozar a su presa y a devorarla. Nunca se le ocurriría clavar a las personas por las orejas, aunque pudiera hacerlo. Los turcos torturan a los niños con sádica satisfacción; los arrancan del regazo materno y los arrojan al aire para recibirlos en las puntas de sus bayonetas, a la vista de las madres, cuya presencia se considera como el principal atractivo del espectáculo. He aquí otra escena que me horrorizó: un niño de pecho en brazos de su temblorosa madre y, en torno de ambos, los turcos. A éstos se les ocurre una broma. Empiezan a hacer carantoñas al bebé hasta que consiguen hacerle reír. Entonces uno de los soldados le encañona de cerca con su revólver. El niño intenta coger el «juguete» con sus manitas, y, en este momento, el refinado bromista aprieta el gatillo y le destroza la cabeza. Dicen que los turcos aman los placeres.

—¿Para qué hablar de eso, hermano?

—Mi opinión es que si el diablo no existe, si ha sido creado por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen y semejanza.

—¿Como a Dios?

—¡Qué bien sabes «devolver las palabras»!, como dice Polonio en Hamlet —dijo Iván riendo—. Te has aprovechado de las mías. Ciertamente, tu Dios es bello, aunque el hombre lo haya hecho a su imagen y semejanza. Me has preguntado hace un momento que por qué hablo de estas cosas. Te lo diré: me encanta coleccionar hechos y anécdotas. Los recojo en los periódicos, anoto lo que otros cuentan, y tengo una bonita colección. Naturalmente, los turcos no faltan en ella, y tampoco otros extranjeros, pero he anotado también casos nacionales que superan a todos. En Rusia, las vergas y el látigo ocupan un puesto de honor. No clavamos a las personas por las orejas, desde luego, porque somos europeos, pero tenemos la experiencia de azotar: en esto nadie nos aventaja. En el extranjero estos sistemas de castigo han desaparecido casi por completo a consecuencia de una mejora en las costumbres, o porque las leyes naturales impiden a un hombre azotar a su prójimo. En cambio, existe en ciertos países un hábito tan peculiar, que aunque se ha implantado también aquí, es impropio de Rusia, especialmente después del movimiento religioso que se ha producido en la alta sociedad. Poseo un interesante folleto traducido del francés, en el que se refiere la ejecución, realizada en Ginebra hace cinco años, de un asesino llamado Ricardo, que se convirtió al cristianismo antes de morir. Tenía entonces veinticuatro años y era un hijo natural al que, cuando tenía seis años, habían entregado sus padres a unos pastores suizos, que lo criaron con vistas a la explotación. El niño creció como un salvaje, sin estudiar ni aprender nada. Cuando tenía siete años lo enviaron a apacentar el ganado bajo el frio y la humedad, medio desnudo y hambriento. Sus protectores no experimentaban ningún remordimiento por tratarlo así. Por el contrario, creían ejercer un derecho, ya que les habían dado a Ricardo como quien da un objeto. Ni siquiera consideraban un deber alimentarlo. El mismo Ricardo declaró que de buena gana se habría comido entonces el amasijo que daban a los cerdos para engordarlos, lo mismo que el hijo pródigo del Evangelio, pero que no lo podía hacer porque se lo tenían prohibido y le pegaban si se atrevía a robar la comida de los animales. Así pasó su infancia y su juventud, y cuando fue hombre se dedicó al robo. Este salvaje se ganaba la vida en Ginebra como jornalero, se bebía el jornal, vivía como un monstruo y acabó por asesinar a un viejo para desvalijarlo. Lo detuvieron, lo juzgaron y lo condenaron a muerte. En Ginebra no se andan con sentimentalismos. En la prisión se ve en seguida rodeado de pastores protestantes, miembros de asociaciones religiosas y damas de patronatos. Entonces aprende a leer y escribir, le explican el Evangelio y, a fuerza de adoctrinarlo y catequizarlo, acaban por conseguir que confiese solemnemente su crimen. Dirigió al tribunal una carta en la que decía que era un monstruo, pero que el Señor se había, dignado iluminarlo y enviarle su gracia. Toda Ginebra se conmovió, toda la Ginebra filantrópica y santurrona. Todo lo que había de noble y recto en la capital acudió a la prisión. Lo abrazaban, lo estrujaban.

 

»—Eres nuestro hermano. Dios te ha concedido la gracia.

»Ricardo llora, enternecido.

»—Sí, Dios me ha iluminado. En mi infancia y en mi juventud deseaba la comida de los cerdos. Ahora se me ha otorgado la gracia y muero en el Señor.

»—Sí, Ricardo: has derramado sangre y debes morir. No es tuya la culpa si ignorabas la existencia de Dios cuando robabas la comida de los cerdos y te pegaban por obrar así (sin embargo, no procedías bien, pues está prohibido robar); pero has derramado sangre y debes morir.

» Llega el último día. Ricardo, abatido, llora y no cesa de repetir:

»—Hoy es el día más hermoso de mi vida, pues me voy al lado de Dios.

»—¡Sí —exclaman los religiosos y las damas de los patronatos—, es el día más bello de tu vida, pues vas a reunirte con Dios!

»La multitud se dirige al patíbulo, siguiendo al carro que transporta a Ricardo ignominiosamente. Todos llegan al lugar del suplicio.

»—¡Muere, hermano! —gritan a Ricardo—. ¡Muere en el Señor! ¡Su gracia está contigo!

»Y Ricardo sube al patíbulo entre besos. Lo tienden y cae su cabeza en nombre de la gracia divina.

»Es un suceso típico. Los luteranos de la alta sociedad han traducido el folleto al ruso y lo distribuyen como suplemento gratuito para instruir al pueblo.

»La aventura de Ricardo es interesante como rasgo nacional. En Rusia resultaría absurdo decapitar a un hermano por la única razón de que se ha convertido en uno de los nuestros, al haberle concedido el Señor la gracia, pero tenemos también nuestras cosas. En nuestro país, torturar golpeando constituye una tradición histórica, un placer que puede satisfacerse en el acto. Nekrasov nos habla en uno de sus poemas de un mujik que fustiga a su caballo en los ojos. Todos hemos visto esto, pues es una costumbre muy rusa. El poeta nos describe un caballo que tira de un carro cargado excesivamente y que se ha atascado, sin que el animal pueda sacarlo del atolladero. El mujik lo azota con encarnizamiento, sin darse cuenta de lo que hace, prodigando los latigazos en una especie de embriaguez. “Aunque no puedas tirar, tirarás. Muérete, pero tira.” El indefenso animal se debate desesperadamente, mientras su dueño fustiga sus dos ojos, de los que brotan las lágrimas. Al fin, logra salir del atolladero y avanza tembloroso, sin aliento, con paso vacilante, lamentable, premioso. En el poema de Nekrasov esto resulta verdaderamente horrible. Sin embargo, se trata solamente de un caballo, y ¿acaso Dios no ha creado a los caballos para que se les fustigue? Así piensan los que nos han legado el knut. Sin embargo, también se puede fustigar a las personas. He aquí un caso: cierto señor culto y su esposa se deleitan azotando a una hija suya que sólo tiene siete años. Al papá le complace que la verga tenga espinas. “Así le hará más daño”, dice. Hay personas que se enardecen hasta el sadismo a medida que van dando golpes. Pegaban a la niña durante un minuto y seguían pegándole durante dos, durante cinco, durante diez, cada vez más fuerte. Al fin, la niña, agotadas sus fuerzas, con voz sofocada, grita: “¡Clemencia, papá! ¡Clemencia, papaíto!” El suceso se convierte en escándalo público y llega a los tribunales de justicia. Los padres entregan el asunto a un abogado, a esas “conciencias que se alquilan”. El letrado defiende a su cliente.

»—El asunto no puede estar más claro. Es una escena de familia como tantas otras que se ven a diario. Un padre que azota a una hija. Es vergonzoso perseguir a un hombre por obrar así.

»El jurado acepta la tesis del defensor. Se retira y emite un veredicto negativo. El público se alegra al ver que dejan en libertad a semejante verdugo. Yo no presencié el juicio. De haber estado allí, habría propuesto hacer una recolecta en honor de aquel buen padre de familia... Es un hermoso cuadro. Sin embargo, Aliocha, puedo ofrecerte otros mejores, también relacionados con los niños rusos. He aquí uno de ellos. Se refiere a una niñita de cinco años a la que sus padres detestan, sus padres, que son “honorables funcionarios instruidos y bien educados”. Hay muchas personas mayores que se complacen en torturar a los niños, pero sólo a los niños. Con los adultos, tales individuos se muestran cariñosos y amables, como europeos cultos y humanitarios, pero experimentan un placer especial en hacer sufrir a los niños: es su modo de amarlos. La confianza angelical de estas indefensas criaturas seduce a las personas crueles. Estas personas no saben adónde ir ni a quién dirigirse, y ello excita sus malos instintos. Todos los hombres llevan un demonio en su interior, hijo de un carácter colérico, del sadismo, de un desencadenamiento de pasiones innobles, de enfermedades contraídas en un régimen de libertinaje, de la gota, del mal funcionamiento del hígado... Pues bien, aquellos cultos padres desahogaban de varios modos su crueldad sobre la pobre criatura. La azotaban, la golpeaban sin motivo. Su cuerpo estaba lleno de cardenales. Y aún extremaron más su crueldad: en las noches glaciales de invierno, encerraban a la niña en el retrete, con el pretexto de que no pedía a tiempo que se la sacara de la cama para llevarla allí, sin hacerse cargo de que una niña de esta edad que está profundamente dormida, nunca puede pedir estas cosas a tiempo. Le embadurnaban la cara con sus excrementos y su misma madre la obligaba a que se los comiera. Y esta madre dormía tranquilamente, sin conmoverse ante los gritos de la pobre niña encerrada en un lugar tan repugnante. ¿Te imaginas a esa infeliz criatura, a merced del frio y la oscuridad, sin saber lo que le ocurre, golpeándose con los puños el pecho anhelante, derramando inocentes lágrimas y pidiendo a Dios que la socorra? ¿Comprendes este absurdo? ¿Puede tener todo esto algún fin? Contéstame, hermano; respóndeme, piadoso novicio. Se dice que todo esto es indispensable para que en la mente del hombre se establezca la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...! Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliocha. ¿Quieres que me calle?

—No, yo también quiero sufrir. Continúa.

—Te voy a presentar otro cuadro típico. Lo he leído en los «Archivos Rusos» o en «La Antigüedad Rusa»: no puedo precisar en cuál de estas dos revistas. Fue en la época más triste de la esclavitud, en los comienzos del siglo diecinueve. ¡Viva el zar liberador! Un antiguo general, rico terrateniente que tenía poderosas relaciones, vivía en uno de sus dominios, que contaba con dos mil almas. Era uno de esos hombres (a decir verdad, ya poco numerosos en aquel tiempo) que, una vez retirados del servicio, creían tener derecho a disponer de la vida y la muerte de sus siervos. Siempre malhumorado, trataba con altivo desdén a sus humildes vecinos, considerándolos como parásitos o bufones a su servicio. Tenía un centenar de monteros, todos uniformados, y varios cientos de lebreles. Un día, el hijo de una de sus siervas, un niño de ocho años, que se entretenía tirando piedras, hirió en la pata a uno de sus lebreles favoritos. Al ver que el perro cojeaba, el general inquirió el motivo y se le explicó todo, señalándole al culpable. Inmediatamente, el general ordenó que encerraran al niño, al que arrancaron de los brazos de su madre y que pasó la noche en el calabozo. Al día siguiente, al amanecer, se pone su uniforme de gala, monta a caballo y se va de caza, rodeado de sus parásitos, monteros y lebreles. Se reúne a toda la servidumbre para dar un ejemplo y se conduce al lugar de la reunión al chiquillo con su madre. Era una mañana de otoño, brumosa y fría, excelente para la caza. El general ordena que se desnude completamente al niño, lo que se hace al punto. El rapaz tiembla, muerto de miedo, sin atreverse a pronunciar palabra.

»—¡Hacedlo correr! —ordena el general.

»—¡Hala! ¡Corre! —le dicen los monteros.

»El niño echa a correr.

»El general profiere el grito con que acostumbra lanzar a la jauría en pos de las presas, y los perros se arrojan sobre el niño y lo destrozan ante los ojos de su madre.

»Al parecer, el general fue sometido a vigilancia. ¿Qué crees tú que merecía? ¿Se le debía fusilar? Habla, Aliocha.

—Si —respondió Aliocha a media voz, pálido, con una sonrisa crispada.

—¡Bravo! —exclamó Iván, encantado—. Cuando tú lo dices... ¡Ah, el asceta! En tu corazón hay un diablillo, Aliocha Karamazov.

—He dicho una tontería, pero...

—Sí, pero... Has de saber, novicio, que las tonterías son indispensables en el mundo, que está fundado sobre ellas. Si no se hicieran tonterías, no pasaría nada aquí abajo. Cada cual sabe lo suyo.

—¿Qué sabes tú?

—No comprendo nada de lo que te he dicho —dijo Iván como soñando—. Y no quiero comprender nada: me atengo a los hechos. Si los analizo, los transformo.

—¿Por qué me atormentas? —se lamentó Aliocha—. ¿Quieres decírmelo de una vez?

—Sí, te lo voy a decir. Te quiero demasiado para abandonarte en manos del starets Zósimo.

Iván se detuvo. En su semblante había aparecido de pronto una sombra de tristeza.

—Oye, Aliocha: me he limitado a hablar de los niños para ser más claro. No he hablado de las lágrimas humanas que saturan la tierra, para ser más breve. Confieso humildemente que no comprendo la razón de este estado de cosas. La culpa es sólo de los hombres. Se les dio el paraíso y codiciaron la libertad, aun sabiendo que serían desgraciados. Por lo tanto, no merecen piedad alguna. Mi pobre mente terrenal me permite comprender solamente que el dolor existe, que no hay culpables, que todo se encadena, que todo pasa y se equilibra. Éstas son las pataratas de Euclides, y yo no puedo vivir apoyándome en ellas. ¿En qué me puede satisfacer todo esto? Lo que necesito es una compensación; de lo contrario, desapareceré. Y no una compensación en cualquier parte, en el infinito, sino aquí abajo, una compensación que yo pueda ver. Yo he creído, y quiero ser testigo del resultado, y si entonces ya he muerto, que me resuciten. Sería muy triste que todo ocurriese sin que yo lo percibiera. No quiero que mi cuerpo, con sus sufrimientos y sus faltas, sirva tan sólo para contribuir a la armonía futura en beneficio de no sé quién. Quiero ver con mis propios ojos a la cierva durmiendo junto al león, a la víctima besando a su verdugo. Sobre este deseo reposan todas las religiones, y yo tengo fe. Quiero estar presente cuando todos se enteren del porqué de las cosas. ¿Pero qué papel tienen en todo esto los niños? No puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero ésta no puede aplicarse a un niño inocente. Que éste sea culpable de las faltas de sus padres es una cuestión que no pertenece a nuestro mundo y que yo no comprendo. El malintencionado afirmará que los niños irán creciendo y llegarán a la edad de los pecados, pero el chiquillo que murió destrozado por los perros no tuvo tiempo de crecer... No estoy blasfemando, Aliocha. Comprendo cómo se estremecerá el universo cuando el cielo y la tierra se unan en un grito de alegría, cuando todo lo que vive o haya vivido exclame: «¡Tienes razón, Señor! ¡Se nos han revelado tus caminos!»; cuando el verdugo, la madre y el niño se abracen y digan con lágrimas en los ojos: «¡Tienes razón, Señor!» Sin duda, entonces se hará la luz y todo se explicará. Lo malo es que yo no puedo admitir semejante solución. Y procedo en consecuencia durante mi estancia en este mundo. Créeme, Aliocha: acaso viva hasta ese momento o resucite entonces, tal vez grite con todos los demás, cuando la madre abrace al verdugo de su hijo: «¡Tienes razón, Señor!», pero lo haré contra mi voluntad. Ahora que puedo, me niego a aceptar esta armonía superior. Opino que vale menos que una lágrima de niño, una lágrima de esa pobre criatura que se golpeaba el pecho y rogaba a Dios en su rincón infecto. Sí, esa armonía vale menos que estas lágrimas que no se han pagado. Mientras sea así, no se puede hablar de armonía. Borrar esas lágrimas es imposible. «Los verdugos padecerán en el infierno», me dirás. ¿Pero qué valor puede tener este castigo, cuando los niños han tenido también su infierno? Por otra parte, ¿qué armonía es esa que requiere el infierno? Yo deseo el perdón, el beso universal, la supresión del dolor. Y si el tormento de los niños ha de contribuir al conjunto de los dolores necesarios para la adquisición de la verdad, afirmo con plena convicción que tal verdad no vale un precio tan alto. No quiero que la madre perdone al verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo, despedazado por los perros. Aunque su hijo concediera el perdón, ella no tiene derecho a concederlo. Y si el derecho de perdonar no existe, ¿adónde va a parar la armonía eterna? ¿Hay en el mundo algún ser que tenga tal derecho? Mi amor a la humanidad me impide desear esa armonía. Prefiero conservar mis dolores y mi indignación no rescatados, ¡aunque me equivoque! Además, se ha enrarecido la armonía eterna. Cuesta demasiado la entrada. Prefiero devolver la mía. Como hombre honrado, estoy dispuesto a devolverla inmediatamente. Ésta es mi posición. No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada.

 

—Eso es rebelarse —dijo Aliocha con suave acento y la cabeza baja.

—¿Rebelarse? Habría preferido no oírte pronunciar esa palabra. ¿Acaso se puede vivir sin rebeldía? Y yo quiero vivir. Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente.

—No, no me prestaría.

—Eso significa que no admites que los hombres acepten la felicidad pagada con la sangre de un pequeño mártir.

—Efectivamente, hermano mío, yo no estoy de acuerdo con eso —dijo Aliocha con ojos fulgurantes—. Antes has preguntado si hay en el mundo un solo ser que tenga el derecho de perdonar. Pues sí, ese ser existe. Él puede perdonarlo todo y puede perdonar a todos, pues ha vertido su sangre inocente por todos y para todos. Te has olvidado de Él, es Ése al que se grita: «¡Tienes razón, Señor! ¡Tus caminos se nos han revelado!»

—¡Ah, sí! El único libre de pecado, el que ha vertido su sangre... No, no lo había olvidado. Es más, me sorprendía que no lo hubieras sacado ya a relucir, pues vosotros soléis empezar vuestras discusiones mencionándolo... No te rías. ¿Sabes que compuse un poema el año pasado? Si me concedes diez minutos más, te contaré el asunto.

—¿Cómo? ¿Tú has escrito un poema?

Iván se echó a reír.

—¡Oh, no! En mi vida he escrito dos versos seguidos. Pero compuse con la imaginación ese poema, y lo recuerdo. Tú serás mi primer lector, mejor dicho, mi primer oyente. Quiero aprovecharme de tu presencia. ¿Me lo permites?

—Soy todo oídos.

—Mi poema se titula «El Gran Inquisidor». Es disparatado, pero quiero que lo conozcas.

V. «El gran inquisidor»

Desde el punto de vista literario, es indispensable un preámbulo. La acción se desarrolla en el siglo dieciséis, época en que, como sabes, existía la costumbre de hacer intervenir en los poemas a los poderes celestiales. No me refiero a Dante. En Francia, los cleros de la basoche y los monjes daban representaciones teatrales en las que aparecían la Virgen, los ángeles, los santos, Cristo y Dios Padre. Estos espectáculos eran por demás ingenuos. Según nos cuenta Victor Hugo en su Notre—Dame de Paris, durante el reinado de Luis XI, para celebrar el nacimiento del delfín, se ofreció en Paris una representación gratuita del misterio Le bon jugement de la tres sainte et gracieuse Vierge Marie. En esta obra aparece la Virgen y emite su bon jugement. En Moscú se daban de vez en cuando representaciones de este tipo, tomadas especialmente del Antiguo Testamento, antes de Pedro el Grande. Además, circulaban una serie de relatos y poemas en los que aparecían los santos, los ángeles y todo el ejército celestial. En nuestros monasterios se traducían y se copiaban esos poemas, a incluso se componían algunos originales, todo ello durante la dominación tártara. Uno de tales poemas, sin duda traducido del griego, es «La Virgen entre los condenados», que nos ofrece escenas de una audacia dantesca. La Virgen visita el infierno, conducida por el arcángel San Miguel. La Virgen ve a los condenados y sus tormentos. Le llama la atención una categoría de pecadores muy interesante que está en un lago de fuego. Algunos se hunden en este lago y no vuelven a aparecer. «Éstos son los olvidados incluso por Dios»: he aquí una frase profunda y vigorosa. La Virgen, desconsolada, cae de rodillas ante el trono de Dios y pide gracia para todos los pecadores sin distinción que ha visto en el infierno. Su diálogo con Dios es interesantísimo. La Virgen implora, insiste, y cuando Dios le muestra los pies y las manos de su Hijo horadados por los clavos y le pregunta: «¿Cómo puedo perdonar a esos verdugos?», la Virgen ordena a todos los santos, a todos los mártires y a todos los ángeles que se arrodillen como ella a imploren la gracia para todos los pecadores. Al fin consigue que cesen los tormentos todos los años desde el Viernes Santo a Pentecostés, y los condenados dan las gracias a Dios desde las profundidades del infierno y exclaman: «¡Señor, tu sentencia es justa!»... Mi poema habría sido algo así si lo hubiese concebido en aquella época. Dios aparecería y se limitaría a pasar sin decir nada. Han transcurrido quince siglos desde que prometió volver a su reinado, desde que su profeta escribió: «Volveré pronto. El día y la hora ni siquiera el Hijo la sabe, sólo mi Padre que está en los cielos», repitiendo las palabras de Cristo en la tierra. Y la humanidad le espera con la misma fe de antaño, una fe más ardiente todavía, pues hace ya quince siglos que el cielo no ha cesado de conceder gajes al hombre.

—Cree lo que te dicte tu corazón,

pues los cielos ya no dan gajes

»Verdad es que se producían entonces numerosos milagros: los santos realizaban curaciones maravillosas, la Reina de los Cielos visitaba a ciertos justos, según cuentan los libros. Pero el diablo no dormía: la humanidad empezaba a dudar de la autenticidad de tales prodigios. Entonces nació en Alemania una terrible herejía que negaba los milagros. «Una gran estrella, ardiente como una antorcha (la Iglesia, sin duda), cayó sobre los manantiales a hizo amargas sus aguas». Con ello se acrecentó la fe de los fieles. Las lágrimas de la humanidad se elevaban a Dios como en otras épocas: se le esperaba, se le quería, se cifraban en Él todas las esperanzas como en otros tiempos... Hace tantos siglos que la humanidad ruega con fervor: «Señor, dígnate aparecer ante nosotros», tantos siglos que dirige a Él sus voces, que Él, en su misericordia infinita, accede a descender al lado de sus fieles. Antes había visitado ya a justos y mártires, a santos anacoretas, según cuentan los libros. En nuestro país, Tiutchev, que creía ciegamente en sus palabras, ha proclamado que