Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—No, ¿para qué? ¿Cómo está Catalina Ivanovna? Me interesa mucho saberlo.

—Sigue delirando y no ha recobrado el conocimiento. Sus tías han venido y no han cesado de lamentarse ni de hacer aspavientos. Herzenstube ha venido y se ha asustado tanto, que yo no sabía qué hacer. Incluso he pensado en enviar en busca de otro médico. Se la han llevado en mi coche. Y para colmo de desdichas, esa carta. Verdad es que en año y medio pueden ocurrir muchas cosas. Alexei Fiodorovitch, en nombre de lo más sagrado, en nombre de su starets que se está muriendo, enséñeme la carta, a mí, que soy su madre. Téngala en sus manos si quiere. Yo la leeré sin tocarla.

—No, no se la puedo enseñar, Catalina Osipovna. Aunque ella me lo permitiese, no se la enseñaría. Volveré mañana, y entonces hablaremos si usted quiere. Ahora, adiós.

Y Aliocha se marchó precipitadamente.

II. Smerdiakov y su guitarra

No había tiempo que perder. Al despedirse de Lise, una idea había acudido a su imaginación. ¿Cómo componérselas para encontrar en seguida a su hermano Dmitri, que parecía huir de él? Eran ya las tres de la tarde. Aliocha estaba ansioso de regresar al monasterio para ver al ilustre moribundo, pero el deseo de ver a Dmitri fue más fuerte: el presentimiento de que iba a ocurrir muy pronto una catástrofe tomaba cuerpo en su alma. ¿Qué catástrofe era ésta y qué quería él decir a su hermano? No lo sabía exactamente. «Es lamentable que mi bienhechor muera sin que yo esté a su lado; pero, por lo menos, no tendré que estar reprochándome toda la vida no haber procurado salvar un alma cuando tenía la oportunidad de hacerlo, haber desperdiciado esta oportunidad, en mi prisa por regresar al monasterio. Por otra parte, obrando así cumplo su voluntad...»

Su plan era sorprender a Dmitri con su presencia. Escalaría la valla como el día anterior, entraría en el jardín y se instalaría en el pabellón. «Si él no está allí, permaneceré oculto, sin decir nada a Foma ni a las propietarias, hasta la noche. Si Dmitri está aún al acecho de la llegada de Gruchegnka, vendrá al pabellón...» Aliocha no se detuvo a estudiar detenidamente los detalles del plan, pero decidió ponerlo en ejecución aunque no pudiera regresar aquella tarde al monasterio.

Todo se desarrolló sin obstáculos. Aliocha franqueó la valla casi por el mismo sitio que el día anterior y se dirigió furtivamente al pabellón. No quería que le viesen. Tanto la propietaria como Foma podían estar de parte de su hermano y seguir sus instrucciones, en cuyo caso, o le expulsarían o advertirían de su presencia a Dmitri apenas le viesen llegar.

Se sentó en el mismo sitio que el día anterior y esperó. El día era igualmente hermoso, pero el pabellón le pareció más destartalado que la víspera. El vasito de coñac había dejado una señal redonda en la mesa verde. A su mente empezaron a acudir ideas extrañas, como ocurre siempre en el tedio de las esperas. ¿Por qué se había sentado en el mismo sitio que el día anterior y no en otro cualquiera? Se apoderó de él una vaga inquietud. Llevaba no más de un cuarto de hora, cuando, desde el matorral que había a unos veinte pasos del pabellón, llegaron a él los acordes de una guitarra. Aliocha se acordó de que el día anterior había visto cerca de la valla, a la izquierda, un banco rústico. De él salían los sonidos musicales. Acompañándose con los acordes de la guitarra, una voz de tenorino cantó con floreos de gañán:

—Una fuerza implacable

me ata a mi bienamada.

Señor, ten piedad

de ella y de mí,

de ella y de mí.

El cantante enmudeció. Otra voz, ésta de mujer, acariciadora y tímida, murmuró:

—¿Cómo es que le vemos tan poco, Pavel Fiodorovitch? Nos tiene usted olvidadas.

—Eso no —repuso la voz de hombre, firme pero cortésmente.

Se vela que era el hombre el que dominaba y que la mujer se sometía gustosa a este dominio.

«Debe de ser Smerdiakov —pensó Aliocha—. Por lo menos, ésa es su voz. La mujer es sin duda la hija de la propietaria, esa que ha vuelto de Moscú y va con vestido de cola a buscar sopa a casa de Marta Ignatievna.»

—Los versos me encantan cuando son armoniosos —prosiguió la voz de mujer—. Continúe.

La voz del tenor siguió cantando:

—La corona no me importa

si mi amiga se porta bien.

Señor, ten piedad

de ella y de mí,

de ella y de mí.

—Estaría mejor —opinó la mujer— decir, después de eso de la corona, «si mi amada se porta bien». Resultaría más tierno.

—Los versos son verdaderas simplezas —afirmó Smerdiakov.

—¡Oh, no! Yo adoro los versos.

—No hay nada más tonto. En seguida me dará la razón. ¿Acaso nosotros hablamos en rimas? Si las autoridades nos obligaran a hablar en verso, ¿duraría esto mucho? Los versos no son cosa sería, María Kondratievna.

—¡Qué inteligente es usted! ¿Dónde ha aprendido todo eso? —dijo la voz de mujer con acento cada vez más acariciador.

—Pues aún sabría mucho más si la suerte no me hubiera sido adversa. Y, en este caso, habría matado en duelo a todo el que me llamara desgraciado por no tener padre y haber nacido de una mujer hedionda. Esto me lo echaron en cara en Moscú, donde lo sabían por Grigori Vasilievitch. Grigori me reprocha que me rebele contra mi nacimiento. «Destrozaste las entrañas a tu madre.» Cierto, pero habría preferido morir en su vientre que venir al mundo. En el mercado se decía, como me ha contado su madre con su falta de delicadeza, que la mía era una tiñosa que apenas medía metro y medio de altura... Odio a Rusia, María Kondratievna.

—Si fuese usted húsar, no hablaría así, sino que desenvainaría su sable para defender a Rusia.

—No solamente no quiero ser húsar, María Kondratievna, sino que deseo la supresión de todo el ejército.

—Y si viene el enemigo, ¿quién nos defenderá?

—¿Para qué queremos que nos defiendan? En mil ochocientos doce, Rusia fue víctima de la gran invasión de Napoleón primero, el padre del actual. Fue una lástima que los franceses no nos conquistasen, que una nación inteligente no sojuzgara a un pueblo estúpido. Si nos hubiesen conquistado, ¡qué distinto habría sido todo!

—¿O sea que valen más que nosotros? Pues yo no cambiaría uno de nuestros buenos mozos por tres ingleses —dijo María Kondratievna con voz dulce y sin duda acompañando sus palabras de la mirada más lánguida.

—Eso va en gustos.

—Usted es como un extranjero entre nosotros, el más noble de los extranjeros: no me da vergüenza decírselo.

—Verdaderamente, en la maldad, la gente de allí y de aquí se parece. Todos son unos granujas, con la diferencia de que el bribón extranjero lleva botas lustradas y el bribón ruso vive sumergido en la miseria sin lamentarse. Convendría fustigar al pueblo ruso, como decía ayer Fiodor Pavlovitch, con sobrada razón, aunque esté tan loco como sus hijos.

—Sin embargo, a usted le infunde un gran respeto Iván Fiodorovitch: usted mismo me lo ha dicho.

—No obstante, me ha llamado ganapán maloliente. Me considera un revolucionario, pero está equivocado. Si yo tuviese dinero, haría tiempo que me habría marchado de Rusia. Dmitri Fiodorovitch se conduce peor que un lacayo, es un manirroto, un inútil. Sin embargo, todo el mundo se inclina ante él. Yo no soy más que un marmitón, desde luego, pero, con un poco de suerte, podría abrir un restaurante en Moscú, en la calle de San Pedro. Yo guiso platos a la carta, y en Moscú eso sólo lo saben hacer los extranjeros. Dmitri Fiodorovitch es un desharrapado, pero si desafía a un conde, éste acudirá al campo del honor. Pues bien, ¿qué tiene ese hombre que no tenga yo? Él es mucho más ignorante. ¡Cuánto dinero ha despilfarrada!

—¡Un duelo! ¡Qué interesante! —observó María Kondratievna.

—¿Por qué?

—Es impresionante tanta bravura, sobre todo si se enfrentan dos oficiales jóvenes, pistola en mano, por una mujer hermosa. ¡Qué cuadro! Si se permitiera asistir a las mujeres, yo no faltaría.

—Para mirarlo no está mal, pero cuando el blanco es la cabeza de uno, el espectáculo carece de atractivo. Usted echaría a correr, María Kondratievna.

—¿Y usted? ¿Saldría corriendo?

Smerdiakov no se dignó contestar. Tras una pausa, se oyó un nuevo acorde y la voz de falsete entonó la última copla.

—Aunque me pese,

me voy a ir de aquí

para gozar de la vida.

Me estableceré en la capital

y no me lamentaré,

no, no me lamentaré.

En este momento se produjo un incidente. Aliocha estornudó. En el banco se hizo el silencio. Alexei se levantó y fue hacia la pareja. Entonces pudo ver que, en efecto, el cantante era Smerdiakov. Iba vestido de punta en blanco, con el pelo abrillantado, a incluso rizado, al parecer, y relucientes las botas. María Kondratievna, la hija de la propietaria, no era fea, pero tenía la cara redonda y sembrada de pecas. Llevaba un vestido azul claro con una cola que no se acababa nunca.

—¿Vendrá pronto mi hermano Dmitri? —preguntó Aliocha con toda la calma que pudo aparentar.

Smerdiakov se levantó lentamente. Su compañera hizo lo mismo.

—Yo no estoy enterado de las idas y venidas de Dmitri Fiodorovitch, porque no soy su guardián —repuso Smerdiakov con gran aplomo y cierto matiz de desdén.

—Lo he preguntado por si acaso usted lo sabía —dijo Aliocha.

—Ni sé dónde está ni quiero saberlo.

—Mi hermano me ha dicho que usted le informa de todo lo que sucede en la casa y que, además, le ha prometido avisarle si llega Agrafena Alejandrovna.

Smerdiakov, impasible, alzó la vista y la fijó en Aliocha.

—¿Cómo se las ha arreglado usted para entrar? Hace una hora que el cerrojo está echado.

 

—He saltado la valla. Perdóneme, María Kondratievna. Deseo ver a mi hermano cuanto antes.

—¿Habrá alguien capaz de quererle mal? —murmuró la joven, halagada—. Así suele introducirse Dmitri Fiodorovitch en el pabellón. Cuando uno lo ve, ya está instalado.

—Voy en su busca. Necesito verle. ¿No podrían decirme dónde está en este momento? Se trata de un asunto importante y que le interesa.

—Nunca nos dice adónde va —balbuceó María Kondratievna.

—Incluso aquí, en esta casa amiga, su hermano me acosa con sus preguntas sobre mi amo. Qué pasa en su casa, quién viene, quién sale, si hay alguna novedad... Dos veces me ha amenazado de muerte.

—¿Es posible? —exclamó Aliocha, atónito.

—Un hombre de su carácter no se detiene ante nada. ¡Si lo hubiese oído ayer! «Si Agafrena Alejandrovna logra burlarme y pasar la noche en casa con el viejo, no respondo de tu vida», me dijo. Me da tanto miedo su hermano, que si me atreviera lo denunciaría. Es capaz de todo.

—El otro día —añadió María Kondratievna— le dijo: «Te machacaré en un mortero.»

—Eso es hablar por hablar —respondió Aliocha—. Si pudiera verle, le diría algo sobre esto.

—Le voy a decir lo que sé —dijo Smerdiakov, después dé reflexionar un momento—. Vengo aquí con frecuencia como vecino. No hay ningún mal en ello. Iván Fiodorbvitch me ha enviado hoy, a primera hora, a casa de Dmitri Fiodorovitch, calle del Lago, para decirle que acudiese sin falta a la taberna de la plaza, donde comerían juntos. He ido, pero ya no le he encontrado. Eran las ocho. Su patrón me ha dicho textualmente: «Ha venido y se ha marchado.» Cualquiera diría que están de acuerdo. En este momento tal vez esté en la taberna con Iván Fiodorovitch, que no ha venido a comer a casa. Fiodor Pavlovitch hace ya una hora que ha comido y ahora está durmiendo la siesta. Pero le ruego encarecidamente que no diga nada de esto. Es capaz de matarme por cualquier nimiedad.

—¿De modo —dijo Aliocha— que mi hermano Iván ha citado a Dmitri en la taberna?

—Sí.

—¿En esa taberna que hay en la plaza y que se llama «La Capital»?

—Exactamente.

Aliocha daba muestras de gran agitación.

—Gracias, Smerdiakov. La noticia es importantísima. Voy ahora mismo a la taberna.

—No me descubra.

—Descuide. Me presentaré allí como por casualidad.

—¿Adónde va por ahí? —exclamó María Kondratievna—. Voy a abrirle la puerta.

—No, por aquí es más corto el camino. Saltaré la valla.

Impresionado por la noticia de la cita, Aliocha corrió a la taberna. No le parecía prudente entrar tal como iba vestido; preguntaría en la escalera por sus hermanos y los haría salir. Cuando se acercaba a la taberna, se abrió una ventana y desde ella le gritó Iván:

—¡Aliocha!, ¿puedes venir para estar conmigo un rato? Te lo agradeceré de veras.

—No sé si con este hábito...

—Estoy en un comedor particular. Entra en la escalera. Voy a tu encuentro.

Un momento después, Aliocha estaba sentado a la mesa en que Iván comía solo.

III. Los hermanos se conocen

El comedor particular consistía simplemente en que la mesa de Iván, próxima a la ventana, estaba protegida por un. biombo de las miradas indiscretas. Se hallaba al lado del mostrador, en la primera sala, por la que circulaban los camareros continuamente. El único cliente era un viejo militar que tomaba el té en un rincón. De las otras salas llegaba el rumoreo propio de esta clase de establecimientos: llamadas, estampidos de botellas al descorcharse, el choque de las bolas en las mesas de billar. Se oía un organillo. Aliocha sabía que a su hermano no le gustaban estos locales, y no iba a ellos casi nunca. Por lo tanto, su presencia allí no tenía más explicación que la cita que había dado a Dmitri.

—Voy a decir que traigan una sopa de pescado a otra cosa. No vas a vivir de té solamente —dijo Iván, que parecía encantado de la presencia de Aliocha. Había terminado ya de comer y estaba tomando el té.

—De acuerdo. Y después de la sopa, té —dijo alegremente Aliocha—. Tengo apetito.

—Y cerezas en dulce, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo te gustaban cuando eras niño y estabas en casa de Polienov?

—¿Conque te acuerdas? Sí, quiero cerezas: todavía me gustan.

Iván llamó al camarero y pidió una sopa de pescado, té y cerezas en dulce.

—Me acuerdo de todo, Aliocha. Entonces tú tenías once años y yo quince. A esta edad, y con cuatro años de diferencia, la camaradería entre los hermanos es imposible. Ni siquiera sé si te quería. Durante los primeros años de mi estancia en Moscú no pensaba en ti. Luego, cuando tú llegaste, creo que sólo nos vimos una vez. Y ahora, en los tres meses que llevo aquí, hemos hablado muy poco. Mañana me voy, y hace un momento estaba pensando cómo podría verte para decirte adiós. O sea que has llegado oportunamente.

—¿De veras deseabas verme?

—Lo anhelaba. Quiero que nos conozcamos mutuamente. Pronto nos separaremos. A mi juicio, conviene que tú me conozcas a mí y yo a ti antes de separarnos. Durante estos tres meses no has cesado de observarme. En tus ojos leía una fiscalización continua, y esto es lo que me mantenía a distancia. Al fin, comprendía que merecías mi estimación. He aquí un hombrecito de carácter firme, pensé. Te advierto que, aunque me ría, hablo muy seriamente. Me gustan los que demuestran poseer un carácter firme, sea como fuere, a incluso teniendo tu edad. Al fin, tu mirada escudriñadora dejó de contrariarme, a incluso me resultó agradable. Cualquiera diría que me tienes afecto, Aliocha. ¿Es así?

—Así es, Iván. Dmitri dice que eres una tumba; a mí me pareces un enigma. Incluso ahora me lo pareces. Sin embargo, esta mañana te he empezado a comprender.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Iván entre risas.

—¿No te enfadarás si te lo digo? —preguntó a su vez, y también riendo, Aliocha.

—Habla.

—Pues bien, he advertido que tú eres un joven semejante a todos los que andan por los veintitrés años, que son los que tú tienes; un muchacho rebosante de simpática ingenuidad. ¿De veras no te hieren mis palabras?

—Nada de eso —exclamó Iván con calor—. Por el contrario, veo en ello una sorprendente coincidencia. Desde nuestra entrevista de esta mañana, sólo pienso en la candidez de mis veintitrés años, y ahora esto es lo primero que me dices, como si hubieras adivinado mi pensamiento. ¿Sabes lo que me estaba diciendo hace un instante? Que si hubiera perdido la fe en la vida, si dudara de la mujer amada y del orden universal y estuviera convencido de que este mundo no es sino un caos infernal y maldito, por muy horrible que fuera mi desilusión, desearía seguir viviendo. Después de haber gustado el elixir de la vida, no dejaría la copa hasta haberla apurado. A los treinta años, es posible que me hubiera arrepentido, aunque no la hubiera apurado del todo, y entonces no sabría qué hacer. Pero estoy seguro de que hasta ese momento triunfaría de todos los obstáculos: desencanto, desamor a la vida y otros motivos de desaliento. Me he preguntado más de una vez si existe un sentimiento de desesperación lo bastante fuerte para vencer en mí este insaciable deseo de vivir, tal vez deleznable, y mi opinión es que no lo hay, ni lo habrá, por lo menos hasta que tenga treinta años. Ciertos moralistas desharrapados y tuberculosos, sobre todo los poetas, califican de vil esta sed de vida. Este afán de vivir a toda costa es un rasgo característico de los Karamazov, y tú también lo sientes; ¿pero por qué ha de ser vil? Todavía hay mucha fuerza centrípeta en el planeta, Aliocha. Uno quiere vivir y yo vivo incluso a despecho de la lógica. No creo en el orden universal, pero adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul, y quiero a ciertas personas no sé por qué. Admiro el heroísmo; ya hace tiempo que no creo en él, pero te sigo admirando por costumbre... Mira, ya te traen la sopa de pescado. Buen provecho. Aquí la hacen muy bien... Oye, Aliocha: quiero viajar por Europa. Sé que sólo encontraré un cementerio, pero qué cementerio tan sugeridor. En él reposan ilustres muertos; cada una de sus losas nos habla de una vida llena de noble ardor, de una fe ciega en el propio ideal, de una lucha por la verdad y la ciencia. Caeré de rodillas ante esas piedras y las besaré llorando, íntimamente convencido de hallarme en un cementerio y nada más que en un cementerio. Mis lágrimas no serán de desesperación, sino de felicidad. Mi propia ternura me embriaga. Adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul. La inteligencia y la lógica no desempeñan en esto ningún papel. Es el corazón el que ama..., es el vientre... Amamos las primeras fuerzas de nuestra juventud... ¿Entiendes algo de este galimatías, Aliocha? —terminó con una carcajada.

—Lo comprendo todo perfectamente, Iván: desearíamos amar con el corazón y con el vientre: lo has expresado a la perfección. Me encanta tu ardiente amor a la vida. A mi entender, se debe amar la vida por encima de todo.

—¿Incluso más que al sentido de la vida?

—Desde luego. Hay que amarla antes de razonar, sin lógica, como has dicho. Sólo entonces se puede comprender su sentido. He aquí lo que hace ya mucho tiempo que he entrevisto. La mitad de tu misión está cumplida, Iván: ya amas la vida. Dedícate a realizar la segunda parte: en ella está tu salvación.

—No te apresures tanto a salvarme. Acaso no esté todavía perdido. ¿En qué consiste esa segunda parte?

—En resucitar a tus muertos, que acaso tienen aún algo de vida. Dame una taza de té. Me encantada esta conversación, Iván.

—Veo que estás hablador. Me seducen estas professions de foi en un novicio. Eres un carácter enérgico, Alexei. ¿Es verdad que te propones dejar el monasterio?

—Sí, mi starets me ha enviado al mundo.

—Entonces, no nos volveremos a ver hasta que yo tenga treinta años y empiece a dejar la copa. Nuestro padre no quiere privarse de ella hasta que tenga setenta a ochenta años. Lo ha dicho con toda seriedad, aunque sea un payaso. Está aferrado a su sensualidad como a una roca. Ciertamente, acaso la vida no tenga otro atractivo para él desde hace treinta años, pero es una vileza que un hombre siga entregado a la sensualidad a los setenta. Es preferible poner término a ello a los treinta. Así se conserva una apariencia de dignidad, aunque uno se engañe a sí mismo. ¿No has visto a Dmitri hoy?

—No, pero he visto a Smerdiakov.

Y Aliocha hizo a su hermano un relato detallado de su encuentro con el sirviente.

Iván le escuchó pensativo y se hizo repetir algunos detalles.

—Me ha pedido —añadió Aliocha— que no cuente a Dmitri lo que me ha dicho de él.

Iván frunció las cejas: estaba visiblemente preocupado.

—¿Es Smerdiakov quien te preocupa?

—Sí. ¡Que se lo lleve el diablo! Quería ver a Dmitri —dijo Iván, y añadió contra su voluntad—: Pero ya es inútil.

—¿De veras te vas en seguida?

—Sí.

—¿Cómo terminará la querella entre Dmitri y nuestro padre? —preguntó Aliocha, inquieto.

—Esa idea te tiene obsesionado —replicó Iván sin ocultar su irritación—. ¿Qué puedo hacer en este asunto? ¿Acaso soy el guardián de Dmitri? —sonrió amargamente y añadió—: Es la respuesta de Caín a Dios. Esto estabas pensando, ¿verdad? Pero, ¡qué diablo!, yo no puedo quedarme aquí para vigilarlos. He terminado mis asuntos y me voy. Supongo que no creerás que envidio la suerte de Dmitri, ni que he estado intentando quitarle la novia durante estos tres meses. No, no; yo tenía aquí mis asuntos. Los he terminado y me voy. ¿Te has fijado en lo que ha ocurrido?

—¿Con Catalina Ivanovna?

—Sí. Me he deshecho de ella en un momento. No he tenido que preocuparme por Dmitri, porque esto no le afecta lo más mínimo. Yo tenía asuntos personales con Catalina Ivanovna. Ya sabe que Dmitri se ha conducido como si estuviera en connivencia conmigo. Yo no le he pedido nada. El mismo Dmitri me la cedió con su bendición. Es algo que mueve a risa. Tengo la sensación de que me han quitado un peso de encima. He estado a punto de pedir una botella de champán para celebrar estos primeros momentos de libertad. Casi seis meses de esclavitud, y de pronto me veo libre. Ayer no me imaginaba que fuera tan fácil terminar.

—¿Te refieres a tu amor, Iván?

—Llamémosle amor si quieres. La verdad es que me enamorisqué de una pensionista y esto representaba un sufrimiento para ella y para mí. Yo sólo pensaba en ella, y, de pronto, todo se viene abajo. Hace un rato he hablado con grave exaltación, pero te aseguro que después me reía a carcajadas. Ésta es la pura verdad.

 

—Todavía estás alborozado —dijo Aliocha, mirando el semblante de Iván.

—¿Cómo podía yo saber que no la quería? Sin embargo, así era. Pero es lo cierto que ayer, cuando pensaba en ella, me gustaba. E incluso ahora me gusta. Sin embargo, la dejo alegremente. ¿Crees que hablo así por jactancia?

—No; lo que creo es que tú no estabas enamorado.

Iván se echó a reír.

—Aliocha, no razones sobre el amor. Eso no te conviene. ¡Cómo saliste en mi defensa! Te mereces un abrazo. Ella me atormentaba, era para mí una verdadera tortura. Y es que sabía que me cautivaba. Es a mí y no a Dmitri a quien quiere —afirmó alegremente Iván—. Dmitri sólo le da disgustos. Lo que le dije es la pura verdad. Pero tal vez necesite quince o veinte años para darse cuenta de que me quiere a mí y no a Dmitri. A lo mejor, no lo comprende nunca, a pesar de la elección de hoy. Es lo mejor que ha podido suceder. La he dejado para siempre. A propósito, ¿qué ha ocurrido después de marcharme yo?

Aliocha le explicó que Catalina Ivanovna había sufrido un ataque de nervios y que estaba delirando.

—¿No mentirá la señora de Khokhlakov?

—No lo creo.

—Tenemos que enterarnos de cómo está. Nadie muere de una crisis nerviosa. Dios ha sido demasiado generoso con la mujer al dotarla de sus encantos. No iré a verla. ¿Para qué?

—Sin embargo, le has dicho que no te ha amado nunca.

—Lo he hecho deliberadamente, Aliocha. Voy a pedir champán. Bebamos por mi libertad. ¡Si supieras lo contento que estoy!

—No, Iván; no bebamos. Estoy triste.

—Sí, ya lo he observado: hace tiempo que estás triste.

—Entonces, ¿estás decidido a marcharte mañana por la mañana?

—Me marcharé mañana, pero no he dicho que me vaya a ir por la mañana... No obstante, puede ser que me vaya por la mañana. Aunque te cueste creerlo, hoy he comido aquí solamente para no ver al viejo, tan ingrata me es su compañía. Si estuviera él solo aquí, ya hace tiempo que me habría marchado. ¿Por qué te inquieta tanto que me vaya? Todavía nos queda mucho tiempo, casi una eternidad.

—¿Una eternidad, marchándote mañana?

—Eso no importa. Nos sobrará tiempo para tratar del asunto que nos interesa. ¿Por qué me miras con esa cara de asombro? Respóndeme a esto: ¿para qué nos hemos reunido aquí? ¿Para hablar del amor de Catalina Ivanovna, del viejo o de Dmitri? ¿Para hacer comentarios sobre la política extranjera, la desastrosa situación de Rusia, o el emperador francés? ¿Nos hemos reunido para esto?

—No.

—Entonces ya sabes para qué nos hemos reunido. Somos dos candorosos jovenzuelos cuya única finalidad es resolver las cuestiones eternas. Actualmente, toda la juventud rusa se dedica a disertar sobre estos temas, mientras los viejos se limitan a tratar de cuestiones prácticas. ¿Para qué me has estado observando durante tres meses sino para preguntarme si tenía fe o no? Esto es lo que decían tus miradas, Alexei Fiodorovitch, ¿verdad?

—Bien podría ser —dijo Aliocha sonriendo—. Pero oye: ¿no te estás burlando de mí?

—¿Burlarme de ti? Por nada del mundo causaría un pesar a un hermano que me ha estado escudriñando ansiosamente durante tres meses. Aliocha, mírame a los ojos. Soy un jovenzuelo como tú. La única diferencia es que tú eres novicio y yo no. ¿Cómo procede la juventud rusa o, por lo menos, buena parte de ella? Va a un cafetucho caliente, como éste, y se agrupa en un rincón. Estos jóvenes no se habían visto antes y estarán cuarenta años sin volverse a ver. ¿De qué hablan en el rato que pasan juntos? Sólo de cuestiones importantes: de si Dios existe, de si el alma es inmortal. Los que no creen en Dios hablan del socialismo, de la anarquía, de la renovación de la humanidad, o sea, de las mismas cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista. Buena parte de la juventud rusa, la más singular, está fascinada por estas cuestiones, ¿no es verdad?

—Sí; para los verdaderos rusos, la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, o, como tú has dicho, estas mismas cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista, están en primer término. Afortunadamente.

Y al decir esto, Aliocha miraba a su hermano escrutadoramente y le sonreía.

—Aliocha, ser ruso no significa siempre ser inteligente. No hay nada más necio que las ocupaciones actuales de la juventud rusa. Sin embargo, hay un adolescente ruso que merece todo mi afecto.

—¡Qué bien has expuesto la cuestión! —dijo Aliocha riendo.

—Bien, dime por dónde debemos empezar. ¿Por la existencia de Dios?

—Como quieras. También puedes empezar por el otro punto de vista. Ayer afirmaste que Dios no existe.

Y Aliocha fijó su mirada en la de su hermano.

—Lo dije para irritarte. Vi como relampagueaban tus ojos. Pero ahora estoy dispuesto a hablar en serio contigo, pues no tengo amigos y quiero tener uno.

Iván se echó a reír y añadió:

—Admito que es posible que Dios exista. No lo esperabas, ¿verdad?

—Desde luego. A menos que hables en broma.

—Nada de eso. Aunque ayer, al reunirnos con el starets, se creyera que no hablaba en serio. Oye, querido Aliocha: en el siglo dieciocho hubo un pecador que dijo: Si Dieu n'existait pas, il faudrait l’inventer. En efecto, es el hombre el que ha inventado a Dios. Lo asombroso es, no que Dios exista, sino que esta idea de la necesidad de Dios acuda al espíritu de un animal perverso y feroz como el hombre. Es una idea santa, conmovedora, llena de sagacidad y que hace gran honor al hombre. En lo que a mí concierne, ya hace tiempo que he dejado de preguntarme si es Dios el que ha creado al hombre o el hombre el que ha creado a Dios. Desde luego, no pasaré revista a todos los axiomas que los adolescentes rusos han deducido de las hipótesis europeas, pues lo que en Europa es una hipótesis se convierte en seguida en axioma para nuestros jovencitos, y no sólo para ellos, sino también para sus profesores, que suelen parecerse a los alumnos. Así, yo renuncio a todas las hipótesis y me pregunto cuál es nuestro verdadero designio. El mío es explicar lo más rápidamente posible la esencia de mi ser, mi fe y mis experiencias. Por eso me limito a declarar que admito la existencia de Dios. Sin embargo, hay que advertir que si Dios existe, si verdaderamente ha creado la tierra, la ha hecho, como es sabido, de acuerdo con la geometría de Euclides, puesto que ha dado a la mente humana la noción de las tres dimensiones, y nada más que tres, del espacio. Sin embargo, ha habido, y los hay todavía, geómetras y filósofos, algunos incluso eminentes, que dudan de que todo el universo, todos los mundos, estén creados siguiendo únicamente los principios de Euclides. Incluso tienen la audacia de suponer que dos paralelas, que según las leyes de Euclides no pueden encontrarse en la tierra, se pueden reunir en otra parte, en el infinito. En vista de que ni siquiera esto soy capaz de comprender, he decidido no intentar comprender a Dios. Confieso humildemente mi incapacidad para resolver estas cuestiones. En esencia, mi mentalidad es la de Euclides: una mentalidad terrestre. ¿Para qué intentar resolver cosas que no son de este mundo? Te aconsejo que no te tortures el cerebro tratando de resolver estas cuestiones, y menos aún el problema de la existencia de Dios. ¿Existe o no existe? Estos puntos están fuera del alcance de la inteligencia humana, que sólo tiene la noción de las tres dimensiones. Por eso yo admito sin razonar no sólo la existencia de Dios, sino también su sabiduría y su finalidad para nosotros incomprensible. Creo en el orden y el sentido de la vida, en la armonía eterna, donde nos dicen que nos fundiremos algún día. Creo en el Verbo hacia el que tiende el universo que está en Dios, que es el mismo Dios; creo en el infinito. ¿Voy por el buen camino? Imagínate que, en definitiva, no admita este mundo de Dios, aunque sepa que existe. Observa que no es a Dios a quien rechazo, sino a la creación: esto y sólo esto es lo que me niego a aceptar. Me explicaré: puedo admitir ciegamente, como un niño, que el dolor desaparecerá del mundo, que la irritante comedia de las contradicciones humanas se desvanecerá como un miserable espejismo, como una vil manifestación de una impotencia mezquina, como un átomo de la mente de Euclides; que al final del drama, cuando aparezca la armonía eterna, se producirá una revelación tan hermosa que conmoverá a todos los corazones, calmará todos los grados de la indignación y absolverá de todos los crímenes y de la sangre derramada. De modo que se podrá no sólo perdonar, sino justificar todo lo que ha ocurrido en la tierra. Todo esto podrá suceder, pero yo no lo admito, no quiero admitirlo. Si las paralelas se encontraran ante mi vista, yo diría que se habían encontrado, pero mi razón se negaría a admitirlo. Ésta es mi tesis, Aliocha. He comenzado expresamente nuestra conversación del modo más tonto posible, pero la he conducido a mi confesión, pues sé que es esto lo que tú esperas. No es el tema de Dios lo que te interesa, sino la vida espiritual de tu querido hermano.