Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Cómo me gustaría hacer las paces con su hijo! —exclamó—. Si usted quisiera intervenir...

—Lo haré —murmuró el capitán.

—Pero no es eso lo que nos interesa ahora. Escuche. Tengo un encargo para usted. Mi hermano Dmitri ha ofendido también a su novia, una muchacha noble de la que usted debe de haber oído hablar. Tengo derecho a revelarle esta afrenta; es más, tengo el deber de hacerlo, pues esa joven, al enterarse de la humillación sufrida por usted, me ha encargado hace un momento... de entregarle un dinero de su parte, no en nombre de Dmitri, que la ha abandonado, ni de mí, su hermano, ni de nadie; de ella y únicamente de ella. Le suplica a usted que acepte su ayuda... A los dos los ha ofendido la misma persona. Esa joven ha pensado en usted únicamente porque ella ha recibido una afrenta tan grave como la que usted ha sufrido. Es como una hermana que acude en ayuda de su hermano. Me ha pedido que le convenza a usted de que acepte estos doscientos rublos de su parte, como los aceptaría de una hermana que conociera su desdichada situación. Nadie se enterará; no tiene usted que temer a las murmuraciones de los malintencionados. He aquí los doscientos rublos. Acéptelos, créame. De lo contrario, habría que admitir que en el mundo sólo tenemos enemigos. Y eso no es verdad: hay también hermanos... Usted debe comprenderlo porque tiene un alma noble.

Y Aliocha le ofreció dos billetes de cien rublos completamente nuevos. El capitán y él estaban entonces precisamente junto a la gran roca cercana al seto. No había nadie en torno a ellos. Los billetes produjeron en el capitán profunda impresión. Se estremeció, aunque al principio el estremecimiento fue sólo de sorpresa: de ningún modo esperaba que el suceso tuviera semejante desenlace; jamás había ni siquiera soñado que pudiera recibir ayuda alguna. Cogió los billetes y durante casi un minuto fue incapaz de responder. Una expresión nueva apareció en su rostro.

—¡Doscientos rublos! ¿Es para mí todo este dinero? ¡Dios Santo! Hacía cuatro años que no veía doscientos rubios juntos. Ha dicho que es como una hermana mía. ¡Vaya si lo es!

—Le juro que todo lo que le he dicho es la pura verdad —afirmó Aliocha.

El capitán enrojeció.

—Escuche, señor, escuche: si acepto, ¿no seré un cobarde, no se lo pareceré a usted? Escuche, escuche —repetía a cada momento, tocando a Aliocha—: usted me pide que acepte el dinero, ya que es una «hermana» quien me lo envía; pero si lo tomo, ¿no me despreciará usted, aunque no lo manifieste?

—¡No y mil veces no! ¡Se lo juro por la salvación de mi alma! Además, esto no lo sabrá nadie nunca, nadie más que nosotros: usted, ella, yo... y una dama que es gran amiga suya.

—Todo eso importa muy poco. Óigame, Alexei Fiodorovitch; es indispensable que me oiga. Usted no puede comprender lo que representan para mí estos doscientos rublos —continuó el infortunado capitán, del que se había ido apoderando poco a poco una tremenda exaltación y que se expresaba con la impaciencia del que teme que no le dejen decir todo lo que desea—. Dejando aparte el hecho de que este dinero es de procedencia limpia, ya que viene de una respetable «hermana», ha de saber usted que ahora podré cuidar a mi esposa y a Nina, mi angelical jorobadita. El doctor Herzenstube vino a mi casa desinteresadamente, impulsado por la bondad de su corazón; la estuvo reconociendo durante una hora y me dijo: «No comprendo nada en absoluto.» Sin embargo, el agua mineral que recetó a mi mujer la alivia mucho. También le prescribió baños de pies con ciertos remedios. Las botellas de agua mineral valen treinta copecs cada una, y se ha de beber unas cuarenta. Yo cogí la receta y la puse en la mesita que hay debajo del icono. Allí está. A Nina le ordenó baños calientes en una solución especial, dos veces al día, mañana y tarde. ¿Cómo es posible seguir semejante tratamiento viviendo realquilados y sin servidumbre, sin agua, sin los utensilios necesarios y sin la ayuda de nadie? La pobre Nina está imposibilitada por el reumatismo. No se lo había dicho todavía, ¿verdad? Por las noches siente fuertes dolores en todo un costado y sufre horriblemente, pero disimula para no inquietarnos, y, para que no nos despertemos, de sus labios no se escapa la menor queja. Comemos lo que buenamente llega a nuestras manos. Pues bien, ella se queda con el último bocado, algo que ni los perros querrían. Es como si dijera: «Ni siquiera este bocado merezco, pues os privo de él a vosotros, a cuya costa vivo.» Eso dice con su mirada de ángel. La atendemos, y ello le pesa. «No merezco estos cuidados. Soy una persona inútil.» ¡No merecerlos ella, cuya dulzura angelical es una bendición para todos! Sin su dulce presencia, nuestra casa sería un infierno. Ha conseguido incluso suavizar el carácter de Varvara. No condene a Varvara. Es también un ángel, un ser desgraciado. Llegó a casa el verano pasado con dieciséis rublos que había ganado dando lecciones y estaban destinados a pagar su regreso a Petersburgo en el mes de septiembre, es decir, ahora. Pero nos hemos comido su dinero y no podía marcharse: ésta es la causa de su mal humor. Por otra parte, no se podía ir, porque está tan ocupada en la casa, que parece una condenada a trabajos forzados. Hemos hecho de ella una acémila. Se ocupa en todo: remienda, lava, barre, acuesta a su madre. Y su madre es caprichosa y llorona, en fin, una perturbada... Ahora, con estos doscientos rublos, podremos tener una sirvienta y no faltarán cuidados a esos dos seres a los que tanto quiero. Enviaré a Varvara a Petersburgo, compraré carne, estableceré un nuevo régimen de vida. ¡Señor, si esto parece un sueño!

Aliocha estaba encantado de haber sido portador de tanta felicidad y de ver que aquel pobre diablo admitía aquel medio de ser feliz.

—Espere, Alexei Fiodorovitch, espere —continuó el capitán, aferrándose a un nuevo sueño—. Sepa que Iliucha y yo podremos llevar a cabo nuestro proyecto. Compraremos un caballo y un carro; un caballo negro, pues así lo quiere él, y nos marcharemos, como decidimos anteayer los dos. Conozco a un abogado en la provincia de K..., un amigo de la infancia. Me he enterado por una persona digna de crédito de que, si me presentara allí, me daría una plaza de secretario. A lo mejor, es verdad que me la da... Mi mujer y Nina irían dentro del carro, Iliucha conduciría y yo iría a pie. Así viajaríamos toda la familia. ¡Señor! Si yo supiera que iba a tener una credencial, esto bastaría para que hiciéramos el viaje.

—¡Lo harán, lo harán! —exclamó Aliocha—. Catalina Ivanovna le enviará más dinero, tanto como usted quiera. Yo también tengo dinero. Acepte lo que le haga falta. Se lo ofrezco como se lo ofrecería a un hermano, a un amigo. Ya me lo devolverá, pues usted se hará rico. No se le ha podido ocurrir nada mejor que este viaje. Será la salvación de ustedes, sobre todo la de su hijo. Deben marcharse en seguida, antes del invierno, antes de los fríos. Ya nos escribirá desde allí; seguiremos siendo hermanos... ¡No, esto no es un sueño!

Aliocha estaba tan contento, que de buena gana habría abrazado al capitán. Pero al fijar la vista en él, quedó paralizado. El capitán, con el cuello estirado y la boca saliente, pálido y lleno de exaltación el semblante, movía los labios, como si quisiera hablar, pero sin emitir ningún sonido.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Aliocra con un repentino estremecimiento.

—Alexei Fiodorovitch..., le voy a... —balbuceó el capitán mirando a Aliocha con un gesto extraño y feroz, el gesto del hombre que va a lanzarse al vacío, al mismo tiempo que sus labios plasmaban una sonrisa—. Le voy a... ¿Quiere usted que le haga un juego de manos? —murmuró acto seguido, con acento firme y como obedeciendo a una súbita resolución.

—¿Un juego de manos?

—Ahora verá —dijo el capitán, crispados los labios, guiñando el ojo izquierdo y taladrando a Aliocha con la mirada.

—¿Qué le pasa? —exclamó Alexei, francamente aterrado—. ¿Qué dice usted de juegos de manos?

—¡Mire! —gritó el capitán.

Le mostró los dos billetes, que mientras hablaba había sostenido entre los dedos pulgar a índice, y de pronto los estrujó cerrando el puño.

—¿Ve usted, ve usted? —exclamó, pálido, frenético. Levantó la mano y, con todas sus fuerzas, arrojó los estrujados billetes al suelo.— ¿Ve usted? —vociferó nuevamente, señalándolos con el dedo——. ¡Ahí los tiene!

Empezó a pisotearlos con furor salvaje. Jadeaba y exclamaba a cada pisotón:

—Mire lo que yo hago con su dinero. ¡Mire, mire!

De súbito dio un salto atrás y se irguió mirando a Aliocha. De todo su cuerpo emanaba un orgullo indecible.

—¡Vaya a decir a los que le han enviado que el «Barbas de Estropajo» no vende su honor! —exclamó con el brazo extendido.

Después giró rápidamente sobre sus talones y echó a correr. Cuando había recorrido unos cinco pasos se volvió y dijo adiós a Aliocha con la mano. Avanzó cinco pasos más y se detuvo de nuevo. Esta vez su rostro no estaba crispado por la risa, sino sacudido por el llanto. En un tono gimiente, entrecortado, farfulló:

—¿Qué habría dicho a mi hijo si hubiese aceptado el pago de nuestra vergüenza?

Dicho esto, echó a correr de nuevo, ya sin volverse. Aliocha le siguió con una mirada llena de profunda tristeza. Comprendió que hasta el último momento el desgraciado no supo que estrujaría y arrojaría los billetes. Aliocha no quiso perseguirlo ni llamarlo. Cuando perdió de vista al capitán, cogió los billetes, arrugados y hundidos en la tierra, pero intactos todavía. Incluso crujieron cuando Aliocha los alisó. Luego los dobló, se los guardó en el bolsillo y fue a dar cuenta a Catalina Ivanovna del resultado de su gestión.

LIBRO V

PRO Y CONTRA

I. Los esponsales

Esta vez, Aliocha fue recibido por la señora Khokhlakov, que estaba atareadísima. La crisis de Catalina Ivanovna había terminado con un desvanecimiento, seguido de una profunda extenuación. En aquel momento estaba delirando, presa de alta fiebre. Se había enviado en busca de sus tías y el doctor Herzenstube. Éstas habían llegado ya. La enferma yacía sin conocimiento. En torno de ella reinaba una ansiosa expectación.

 

Mientras explicaba todo esto, la dama tenía una expresión grave a inquieta. «Es algo serio; esta vez es algo serio», repetía a cada palabra, como si nada de lo que había ocurrido anteriormente tuviera importancia alguna. Aliocha la escuchaba con visible pesar. Quiso contarle su aventura con el capitán, pero ella le interrumpió en seguida. No podía escucharle; se tenía que marchar. Le rogó que, entre tanto, hiciera compañía a Lise.

—Mi querido Alexei Fiodorovitch —le murmuró casi al oído—, hace un momento, Lise me ha sorprendido y enternecido. Por eso, porque me enternece, mi corazón se lo perdona todo. Apenas se ha marchado usted, ha empezado a lamentarse sinceramente de haberle hecho blanco de sus burlas ayer y hoy. Sin embargo, sólo han sido bromas inocentes. Incluso lloraba, cosa que me ha sorprendido de veras. Nunca se había arrepentido de veras de sus burlas, de las que soy su víctima a cada momento. Pero ahora habla en serio. Su opinión le importa mucho, Alexei Fiodorovitch. Trátela con solicitud, si le es posible, y no le guarde rencor. Yo tengo con ella toda clase de miramientos. ¡Es tan inteligente! Hace un momento me decía que usted es su mejor amigo de la infancia. Tiene sentimientos y recuerdos conmovedores, frases, expresiones que surgen cuando menos se espera. Hace un momento ha dicho una verdadera sutileza a propósito de un pino. Cuando ella era muy pequeña todavía, había un pino en nuestro jardín. Pero sin duda aún está allí: no sé por qué hablo de él como de una cosa del pasado. Los pinos no son como las personas; viven mucho tiempo sin hacer ningún cambio. «Mamá —me ha dicho—, me acuerdo de ese pino como en sueños, sosna kak so sna...». Pero no, debe de haber dicho otra cosa, porque esto no tiene sentido. Estoy segura de que ha dicho algo original a ingenioso que yo no he sabido interpretar. Además, no me acuerdo de lo que ha dicho... Bueno, adiós; esto es para perder la cabeza. Sepa usted, Alexei Fiodorovitch, que he estado loca dos veces y me han curado. Vaya al lado de Lise. Reconfórtela como sólo usted sabe hacerlo. ¡Lise —gritó acercándose a la puerta—, lo envío a tu víctima Alexei Fiodorovitch! No está enojado contigo, palabra. Por el contrario, le sorprende que hayas podido creer eso de él.

—Merci, maman. Pase, Alexei Fiodorovitch.

Aliocha entró. Lise le miró, confusa, y enrojeció hasta las orejas. Como suele hacerse en casos semejantes, empezó por abordar un tema que le era indiferente, pero por el que fingió gran interés.

—Mamá acaba de explicarme, Alexei Fiodorovitch, la historia de los doscientos rublos y la misión que le han confiado a usted respecto a ese pobre capitán... Me ha contado la humillante y horrible escena de la taberna, y aunque mamá cuenta muy mal las cosas, de un modo deshilvanado, me ha hecho llorar. Bueno, explíqueme: ¿qué ha hecho ese desgraciado al ver el dinero?

—No se lo ha quedado —repuso Aliocha—. Ha ocurrido algo extraordinario.

Alexei Fiodorovitch simulaba también tener concentrado su interés en este asunto. Sin embargo, Lise leía en su mirada que su pensamiento estaba en otra parte.

Aliocha se sentó y empezó su relato. Apenas pronunció las primeras palabras, dejó de sentirse cohibido y logró cautivar a Lise. Hallándose aún bajo la influencia de las emociones que acababa de experimentar, refirió su visita con gran número de detalles impresionantes. En Moscú, cuando Lise era todavía una niña, a él le encantaba ir a verla para contarle su última aventura, algo que había leído y le había impresionado, o para recordar algún episodio de la infancia. A veces soñaban al unísono y componían verdaderas novelas, generalmente alegres. En aquel momento estaban reviviendo escenas de su vida de dos años atrás. Lise se sintió profundamente impresionada ante el relato de Aliocha. Éste pintó a Iliucha con vigorosos rasgos, y cuando le describió con todo detalle la escena en que el desgraciado había pisoteado los billetes, Lise enlazó las manos y exclamó:

—Entonces, ¿no le ha dado el dinero, lo ha dejado usted que se fuera? Debió usted correr detrás de él, alcanzarlo...

—No, Lise: es mejor que haya ocurrido así —replicó Aliocha levantándose y empezando a pasear por la estancia con un gesto de preocupación.

—¿Cómo puede haber sido mejor? ¿Por qué? Se van a morir de hambre.

—No, no se morirán, pues tendrán los doscientos rublos. Ese hombre los aceptará mañana.

Aliocha se detuvo de pronto ante la joven.

—He cometido un error —dijo—, pero esta equivocación ha tenido felices consecuencias.

—¿Por qué?

—Ahora mismo se lo voy decir. Ese hombre es un cobarde, un ser débil, un corazón agotado. No ceso de preguntarme por qué razón se ha sulfurado tan de repente. Pues estoy seguro de que hasta el último momento no le ha pasado por la imaginación pisotear el dinero. Pues bien, creo haber descubierto más de una explicación a su conducta. Ante todo, no ha sabido disimular la alegría que ha sentido al ver el dinero. Si hubiera hecho remilgos, como es corriente en tales casos, al fin se habría resignado a aceptarlo; pero después de haber manifestado tan francamente su alegría, no ha podido menos de dar un respingo. Como ve usted, en tales casos la sinceridad no tiene utilidad alguna. El infeliz hablaba con voz tan débil y con tal rapidez, que daba la impresión de estar llorando sin cesar. Ciertamente, ha llorado de alegría... Me ha hablado de sus hijas, de cierto empleo que podrían darle en otra ciudad, y, después de haberse expansionado, ha sentido una repentina vergüenza de haber mostrado su alma al desnudo. Inmediatamente me ha detestado. Es uno de esos seres que se avergüenzan de cualquier cosa, pero que tienen un orgullo excesivo. Sobre todo, le ha mortificado el hecho de haberme considerado en seguida como amigo. Después de haberse arrojado sobre mi para intimidarme, me ha abrazado y cubierto de amabilidades al ver los billetes. Y cuando, pensando en esto, se sentía profundamente humillado, yo he cometido un grave error: le he dicho que si no tenía bastante dinero para trasladarse a otra ciudad, le darían más y que yo mismo contribuiría a ello con mis propios recursos. Esto le ha herido. ¿Por qué acudía yo también en su socorro? Pues ha de saber, Lise, que nada hay más molesto para un desgraciado que ver que todos sus semejantes se consideran bienhechores. Se lo he oído decir al starets. No sé qué explicación puede tener esto, pero lo he observado muchas veces, e incluso yo mismo lo siento. Aunque él ha ignorado hasta el último momento que pisotearía los billetes, lo presentía. Y esto acrecentaba su júbilo. Pero, por enojoso que esto parezca, es lo mejor que ha podido ocurrir.

—Esto es incomprensible —exclamó Lise mirando a Aliocha con gesto de estupor.

—Oiga, Lise: si en vez de pisotear los billetes los hubiera aceptado, es casi seguro que una hora después, al llegar a casa, habría llorado de humillación. Y mañana hubiese venido a arrojármelos a la cara, y tal vez los habría pisoteado como acaba de hacer. Ahora, en cambio, se ha marchado triunfalmente, aun sabiendo que va a su perdición. Pues bien, nada es más fácil en estos momentos que obligarle a aceptar esos doscientos rublos, y mañana mismo, no más tarde, pues ha satisfecho su honor pisoteando el dinero. Necesita urgentemente esta cantidad y, por orgulloso que sea, no dejará de pensar en la ayuda de que él mismo se ha privado. Sobre todo, pensará en ello, a incluso lo soñará, esta noche. Tal vez mañana por la mañana venga a verme y a excusarse. Entonces yo le diré: «Es usted un hombre digno, bien lo ha demostrado. Ahora acepte el dinero y perdónenos.» Y él lo aceptará.

Aliocha pronunció estas últimas palabras —«y él lo aceptará»— con una especie de embriaguez. Lise batió palmas.

—¡Es verdad! ¡Lo he comprendido todo de golpe! ¿Cómo sabe usted esas cosas, Aliocha? Tan joven, y ya conoce el corazón humano. Nunca lo hubiera creído.

—Hay que convencerle de que está en un plano de igualdad con nosotros aunque acepte el dinero —dijo Aliocha, exaltado—. Y no sólo en un plano de igualdad, sino de superioridad.

—¡Un plano de superioridad! ¡Eso es encantador, Alexei Fiodorovitch! ¡Continúe, continúe!

—No, no me he expresado bien... Eso del plano... Pero no importa, pues...

—¡Claro que no importa! No importa lo más mínimo. Perdóneme, querido Aliocha. Hasta ahora no había sentido el menor respeto por usted. Mejor dicho, lo respetaba, pero no en un plano de igualdad. De ahora en adelante le respetaré, situándole en un plano de superioridad. ¡Ah, mi querido Aliocha! No se enfade si me hago la ingeniosa —exclamó con vehemencia—. Soy un poco burlona, pero usted... Oiga, Alexei Fiodorovitch, ¿no hay en nosotros cierto desdén hacia ese desgraciado? Estamos analizando su alma con cierta presunción, ¿no le parece?

—No, Lise, no hay ningún desdén —repuso Aliocha con tanta firmeza que parecía tener prevista esta pregunta—. Ya he pensado en ello cuando venía hacia aquí. ¿Cómo podemos desdeñarlo cuando somos como él? Pues nosotros no valemos más. Aunque fuéramos mejores, seríamos iguales si estuviéramos en su situación. Ignoro lo que usted creerá, Lise, pero yo juzgo que tengo un alma mezquina para muchas cosas. Su alma no es mezquina, sino delicada en extremo. No, Lise; mi starets me dijo una vez: «Muchas veces hay que tratar a las personas como si fueran niños, y en ciertos casos como se trata a los enfermos.»

—Mi querido Alexei Fiodorovitch, ¿quiere usted que tratemos a las personas como se trata a los enfermos?

—Estoy dispuesto, Lise, pero no del todo. A veces peco de impaciente y no me detengo a observar bien las cosas. Usted no es así.

—Eso creo. Alexei Fiodorovitch, ¡qué feliz soy!

—¡Cuánto me complace oírselo decir, Lise!

—Alexei Fiodorovitch, es usted un hombre de una bondad extraordinaria, pero a veces parece un tanto pedante. Sin embargo, se ve que no lo es. Vaya sin hacer ruido a abrir la puerta y vea si mamá está escuchando —musitó rápidamente.

Aliocha hizo lo que Lise le pedía y dijo que nadie los escuchaba.

—Venga, Alexei Fiodorovitch —dijo Lise con un rubor que crecía por momentos—. Deme su mano. Así. Escuche, he de hacerle una importante confesión. Lo que le dije ayer en mi carta no fue una broma, lo dije en serio.

Se cubrió los ojos con una mano. Era evidente que la declaración le costaba un gran esfuerzo. De súbito se llevó la mano de Aliocha a los labios y estampó en ella tres fuertes besos.

—¡Magnífico, Lise! —exclamó Aliocha gozosamente—. Ya sabía yo que lo había dicho en serio.

—¡El muy presuntuoso!

Alejó de si la mano de Aliocha, aunque sin soltarla, enrojeció y tuvo una risita de felicidad.

—Le beso la mano y esto le parece magnífico.

Pero el reproche no era justo: Aliocha estaba también profundamente turbado.

—Yo quisiera serle siempre agradable, Lise —murmuró Alexei enrojeciendo—, pero no sé qué hacer para conseguirlo.

—Mi querido Aliocha, es usted un hombre frio y presuntuoso. ¡Habrase visto! Se ha dignado elegirme por esposa y está tan tranquilo. El hombre estaba seguro de que le había hablado en serio en mi carta. Eso es presunción.

—¿Habré hecho mal en sentirme seguro? —exclamó Aliocha riendo.

—No, todo lo contrario.

Lise le miró con ternura. Aliocha retenía la mano de ella en la suya. De pronto, Alexei se inclinó y la besó en la boca.

—¿Qué es eso? ¿Qué hace usted? —exclamó Lise.

Aliocha estaba visiblemente trastornado.

—Perdóneme... He hecho una tontería... Usted me ha acusado de ser frio, y por eso la he besado... He sido un estúpido.

Lise se echó a reír y se cubrió la cara con las manos.

—¡Lo que parece con ese hábito!

Pero de pronto se detuvo y se puso sería.

—No, Aliocha; dejemos los besos para más adelante. Ni usted ni yo sabemos todavía nada de estas cosas. Hay que esperar aún mucho tiempo. Ante todo, dígame por qué ha escogido por esposa a una muchacha ridícula y enferma como yo, siendo usted un hombre tan inteligente, de tanta penetración y tan aficionado a meditar. Aliocha, soy muy feliz, porque estoy indignada con usted.

—No, Lise; no se enoje conmigo. Pronto dejaré el monasterio. Y cuando vuelva al mundo, tendré que casarme. Lo haré, porque el starets me lo ha ordenado. ¿A quién puedo encontrar que sea mejor que usted y que me acepte como usted me acepta? Ya he pensado en todo esto. Ante todo, usted me conoce desde la infancia. Además, usted tiene muchas cualidades que me faltan a mí. Usted es más alegre que yo, y sobre todo más ingenua, pues yo he penetrado ya en muchas cosas... ¡Ah, hay algo que no sabe, y es que soy un Karamazov! ¿Qué importa que usted se ría y se burle, aunque la víctima sea yo...? Usted se ríe como una niña ingenua, pero se atormenta pensando.

 

—¿Que yo me atormento? ¿Qué quiere usted decir?

—Sí, Lise; se atormenta. Usted me ha preguntado hace un momento si no es un acto de desdén hacia ese desgraciado analizar su alma a fondo, y ésta es una pregunta dolorosa... No sé explicar el motivo, pero los que se hacen esas preguntas son propicios al sufrimiento. Usted debe de pensar mucho en su sillón.

—Aliocha, deme la mano. ¿Por qué la ha retirado? —murmuró Lise con voz ahogada por la felicidad—. Oiga: ¿cómo se vestirá cuando deje el monasterio? No se ría. Tampoco quiero que se enfade. Esto es muy importante para mí.

—No he pensado en eso todavía. Pero me vestiré como usted prefiera.

—Me gustaría que llevara una chaqueta de terciopelo azul oscuro, un chaleco de piqué blanco y un sombrero de fieltro gris... Dígame: hace un rato, cuando le he dicho que no era verdad lo que le dije en mi carta de ayer, ¿ha creído usted que no le amaba?

—No, no lo he creído.

—Es usted insoportable, incorregible.

—Yo sabía que usted me amaba, pero he fingido creer lo contrario para complacerla.

—Eso es peor todavía... Peor y mejor... Aliocha, le adoro. Antes de que usted llegara, me he dicho: «Le pedirás la carta que le enviaste ayer, y si te la da, como es propio de él, esto te demostrará que no lo quiere, que es insensible, que es una criatura, un tonto, y entonces estarás perdida.» Pero usted se ha dejado la carta en su celda, y esto me ha animado. ¿No lo ha hecho porque esperaba que se la pidiese y quería tener un pretexto para no devolvérmela?

—Pues no, Lise, ya que llevo la carta encima y la llevaba cuando usted me la ha pedido. La llevo en este bolsillo. Mírela. Aliocha sacó la carta y se la mostró, riendo y manteniéndola fuera de su alcance.

—Pero no se la daré. Se tendrá que conformar con mirarla.

—¿De modo que ha mentido usted, un monje?

—Sí, he mentido, pero lo he hecho para no devolverle la carta.

Volvió a enrojecer y añadió con vehemencia:

—¡Y no se la entregaré a nadie!

Lise le miró embelesada.

—Aliocha —susurró—, vaya a ver si mamá nos está escuchando.

—Bien, Lise; lo veré. ¿Pero no sería preferible no hacerlo?

¿Cómo puede sospechar que su madre sea capaz de semejante bajeza?

—Yo no veo en ello ninguna bajeza. Mi madre tiene derecho a velar por su hija. Le aseguro, Alexei Fiodorovitch, que cuando yo sea madre y tenga una hija como yo, también la vigilaré.

—Pues eso no está bien.

—¿Pero qué mal puede haber en ello, Dios mío? Escuchar una conversación de otros sería una vileza, pero se trata de una hija que está hablando a solas con un joven... Sepa usted, Aliocha, que le vigilaré cuando nos casemos. Abriré todas las cartas para leerlas... Ya le he avisado.

—Si tanto le importa... Pero no estará bien.

—Aliocha, querido, no empecemos a discutir ya. Sin embargo, prefiero hablarle francamente. Sé que está mal escuchar detrás de las puertas; usted tiene razón y yo no la tengo; pero esto ng me impedirá escuchar.

—Puede hacerlo, pero le aseguro que no me atrapará —dijo Aliocha riendo.

—Otra cosa: ¿me obedecerá usted en todo? Esto también hay que decidirlo por anticipado.

—Le obedeceré de buen grado, Lise, pero no en las cosas fundamentales. En este caso, aunque usted no esté de acuerdo conmigo, sólo me someteré a mi conciencia.

—Así debe ser. Sepa usted que yo estoy decidida a obedecerle, no sólo en los casos graves, sino en todo. Se lo juro: en todo y siempre —exclamó Lise apasionadamente—. Y lo haré con alegría. También le juro que no escucharé nunca detrás de las puertas ni leeré sus cartas, pues comprendo que time usted razón. Por mucha que sea mi curiosidad, me contendré, ya que a usted le parece una vileza. Desde ahora será usted mi providencia... Oiga, Alexei Fiodorovitch: ¿por qué está usted tan triste estos días? Yo sé que time usted ciertos pesares, pero, además, observo en usted una tristeza oculta.

—Sí, Lise: tengo una tristeza oculta. Ya veo que me ama: que lo haya adivinado es una buena prueba de ello.

—¿Y cuál es la causa de esa tristeza, si puede saberse? —preguntó tímidamente Lise.

Aliocha se turbó.

—Ya se la diré más adelante, Lise. Ahora no lo comprendería. Y yo no sabría explicarme.

—Sé también que sufre usted a causa de sus hermanos y de su padre.

—Sí, mis hermanos... —murmuró Aliocha, pensativo.

—A mí no me es simpático su hermano Iván.

Esta observación sorprendió a Aliocha, pero no lo manifestó.

—Mis hermanos se perderán —continuó—, y mi padre también. Y arrastrarán a otros tras ellos. Es la «fuerza de la tierra», algo característico de los Karamazov, según dice el padre Paisius; una fuerza violenta y bruta... Ni siquiera sé si el espíritu de Dios domina esa fuerza... Yo sólo sé que soy también un Karamazov... Soy un monje, un monje... Usted ha dicho hace un momento que soy un monje.

—Sí, lo he dicho.

—Pues bien, no sé si creo en Dios.

—¿Qué dice usted? ¿Cómo es posible? —murmuró Lise.

Aliocha no respondió. En sus inauditas palabras había un algo misterioso, demasiado subjetivo tal vez, que ni él mismo comprendía y que le atormentaba.

—Además —dijo al fin—, mi amigo se está muriendo. El más eminente de los hombres va a dejar este mundo. ¡Si supiera usted, Lise, los lazos que me unen a ese hombre! Voy a quedarme solo... Volveré a venir a verla, Lise... Desde ahora estaremos siempre juntos.

—Sí, juntos, juntos. Desde ahora y para toda la vida. Béseme, se lo permito.

Aliocha le dio un beso.

—Ahora váyase —dijo Lise—. ¡Que Dios no le abandone! —e hizo la señal de la cruz—. Vaya a ver a su amigo, ya que todavía hay tiempo. No he debido retenerle: he sido despiadada. Hoy rogaré por él y por usted. Aliocha, ¿verdad que seremos felices?

—Yo creo que si, Lise.

Aliocha no tenía intención de ver a la señora de Khokhlakov al dejar a Lise, pero se encontró con ella en la escalera. Apenas empezó ésta a hablar, el joven comprendió que la dama le estaba esperando.

—Eso es horrible, Alexei Fiodorovitch: un infanticidio y una necedad. Confío en que usted no se hará ilusiones... ¡Tonterías y nada más que tonterías! —exclamó, irritada.

—Pero no se lo diga a ella. La trastornaría, le haría daño.

—Así habla un joven prudente y razonable. ¿Debo entender que usted le ha llevado la corriente sólo por compasión, porque está enferma, por no irritarla al contradecirla?

—Nada de eso: le he hablado sinceramente —repuso Aliocha con firmeza.

—¿Sinceramente? Pues será inútil. Primero le cerraré la puerta de mi casa; después me la llevaré lejos de aquí.

—¿Por qué? —exclamó Aliocha—. Piense que hay que esperar mucho tiempo, año y medio tal vez.

—Es verdad, Alexei Fiodorovitch. En año y medio pueden reñir ustedes mil veces. ¡Pero soy tan desgraciada! Esto son estupideces, de acuerdo; pero estoy consternada. Me siento como Famusov en la última escena de la comedia de Griboidov. Usted es Tchatski, y ella, Sofia. He venido aquí para encontrarme con usted. En la comedia también ocurre todo en la escalera. Lo he oído y no sé cómo he podido contenerme. Así se explican sus malas noches y las recientes crisis nerviosas. El amor por la hija, la muerte para la madre. Ahora otro punto importante. ¿Qué carta es esa que Lise le ha escrito? Enséñemela en seguida.