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100 Clásicos de la Literatura

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El capitán miraba a Aliocha con gesto amenazador, como si fuera a arrojarse sobre él.

—Lamento lo de su dedo, señor, pero acaso prefiera usted que, antes de azotar a Iliucha, me corte cuatro dedos ante sus propios ojos con este cuchillo, para satisfacción suya. Yo creo que con cuatro dedos tendrá suficiente, pero tal vez me reclame usted el quinto para aplacar su sed de venganza.

Se detuvo de pronto, jadeante. Todas sus facciones se agitaban y se contraían. Su mirada era provocadora. Parecía un enajenado.

—Ahora lo comprendo todo —dijo Aliocha triste y dulcemente, sin levantarse—. Usted tiene un buen hijo, un hijo que ama a su padre y se ha arrojado sobre mí porque soy el hermano del hombre que le ha ofendido a usted. Sí, ahora lo comprendo todo —repitió, pensativo—. Pero mi hermano Dmitri está arrepentido, no me cabe duda, y si pudiera venir aquí, o, mejor aún, si pudiera verle en el sitio del incidente, le pediría perdón delante de todo el mundo..., si así lo deseara usted.

—O sea que, después de haberme tirado de la barba, me presenta sus excusas. ¿Cree que con eso es suficiente para que me dé por satisfecho?

—No, no. Él hará todo lo que usted desee y como usted desee que lo haga.

—¿De modo que si yo digo a Su Alteza Real que se arrodille ante mí en la misma taberna donde me atacó, esa taberna que se llama de la «Capital», o en medio de la calle, él lo hará?

—Sí, lo hará.

—Eso me conmueve hasta casi hacerme llorar. La generosidad de su hermano me confunde. Permítame que le presente a mi familia: mis dos hijas y mi hijo, es decir, mi camada. ¿Quién los querrá si yo me muero? Y, mientras yo viva, ¿quién sino ellos me querrán, con todos mis defectos? El Señor ha hecho bien las cosas al hacer la especie humana, pues incluso un hombre de mi condición cuenta con el amor de algún otro ser humano.

—Eso es una gran verdad —dijo Aliocha.

—¡Basta de payasadas! —exclamó de pronto la joven que estaba en pie junto a la ventana, mientras dirigía a su padre una mirada de desprecio—. Nos pones en ridículo ante el primer imbécil que llega.

Su padre la miró con un gesto de aprobación, pero le dijo con acento imperioso:

—Un momento, Varvara Nicolaievna; permíteme que siga desarrollando mi idea. —Y añadió volviéndose hacia Aliocha—: Es su carácter.

»Y en toda la naturaleza

nada quería él bendecir»

Claro que habría que ponerlo en femenino. «Nada quería ella bendecir»... Y ahora permítame que le presente a mi esposa: anda, pero muy poco. Es de baja condición. Irene Petrovna, lo presento a Alexei Fiodorovitch Karamazov. Levántese, Alexei Fiodorovitch.

Cogió por un brazo a Aliocha y, con una fuerza que parecía imposible en él, lo levantó.

—Se le va a presentar a una dama; por lo tanto, hay que ponerse en pie. Oye, esposa mía, este Karamazov no es aquel que..., bueno, ya me entiendes. Es su hermano, un ser rebosante de virtudes pacíficas. Permíteme, Irene Petrovna, permíteme, amor mío, que ante todo te bese la mano.

Besó la mano de su esposa con respeto, incluso con ternura. La joven que estaba junto a la ventana se volvió de espaldas con un gesto de indignación para no ver esta escena. El semblante altivo e interrogador de Irene Petrovna expresó de pronto gran afabilidad.

—Tanto gusto —dijo—. Siéntese usted, señor Tchernomazov.

—Karamazov, querida, Karamazov... Somos de baja condición —murmuró de nuevo.

—No me importa que sea Karamazov. Yo digo y diré siempre Tchernomazov... Siéntese. ¿Por qué se ha levantado? ¿Por una dama sin pies, como él dice? Tengo pies, pero están tan hinchados, que parecen dos cubos. Y yo estoy tan seca como una varilla. Antes estaba muy gruesa, pero ahora...

—Sonros de baja condición, de muy baja condición —repitió el capitán.

—¡Por Dios, papá! —exclamó de súbito la jorobadita, que hasta entonces había guardado silencio, y se llevó el pañuelo a los ojos.

—¡Payaso! —exclamó la joven que estaba junto a la ventana.

—Ya ve lo que pasa en nuestra casa —dijo Irene Petrovna, señalando a sus hijas—. Son como las nubes que pasan. Pasan las nubes y vuelve a oírse nuestra música. Antes, cuando éramos militares en activo, venían a vernos muchos visitantes como usted. No hago comparaciones, señor; creo que hay que querer a todo el mundo. A veces viene a vernos la mujer del diácono y dice:

«—Alejandro Alejandrovitch es una buena persona, pero Anastasia Petrovna está a las órdenes de Satanás.

»—Eso depende —respondo yo— de las simpatías de cada cual. En cambio, tú eres para todos un gusano infecto.

»—A ti te falta un tornillo —dice ella.

»—¡Pues mira que a ti...!

»—Yo dejo entrar en mi casa el aire puro —me contesta—. Y esta atmósfera está corrompida.

»—Pregunta a los señores oficiales si la atmósfera está corrompida en mi casa —le digo yo.

»Cuando estoy pensando en todo esto con el corazón oprimido, y sentada aquí mismo, como estoy ahora, veo entrar a ese general que vino a pasar en nuestra ciudad las Pascuas.

»—Oiga, excelencia —le digo—. ¿Debe dejar entrar en su casa el aire de la calle una dama noble?

» —Sí —me responde—. Debe usted abrir la puerta y las ventanas, pues la atmósfera de esta casa está enrarecida.

»Todos son iguales. ¿Por qué han de odiar a mi atmósfera? Peor huelen los muertos... No quiero corromper el aire de la casa. Me compraré unos zapatos y me iré. Hijos míos, no detestéis a vuestra madre. Nicolás Ilitch, esposo mío, ¿es que ya no te gusto? Sólo me queda el cariño de Iliucha cuando vuelve del colegio. Ayer me trajo una manzana. Perdonad a vuestra madre, hijos míos, perdonad a este ser abandonado. ¿Qué hay de malo en mi atmósfera?

Y la pobre loca estalló en sollozos. Estaba bañada en lágrimas. El capitán corrió hacia ella.

—¡Basta, querida, basta! Tú no estás abandonada. Todos te quieren, todos te adoran.

Otra vez empezó a besarle las manos y a acariciarle la cara. Le enjugaba las lágrimas con una servilleta. También él tenía los ojos húmedos. Así, por lo menos, le pareció a Aliocha, hacia el que se volvió de súbito para decirle, indignado y señalando a la pobre loca:

—¿Ha visto y comprendido usted?

—Veo y comprendo.

—¡Déjalo ya, papá, déjalo ya! —gritó el muchacho, incorporándose en su lecho y mirándole con ojos ardientes.

—¡No hagas más el payaso! —gritó desde su rincón Varvara Nicolaievna, exasperada, incluso golpeando el suelo con la planta del pie—. ¡Deja esas tonterías que no conducen a nada!

—Esta vez comprendo tu indignación, Varvara Nicolaievna, y voy a procurar no seguir irritándote. Cúbrase, Alexei Fiodorovitch; yo también me pongo la gorra. Vámonos; tengo que hablarle en serio, pero no quiero hacerlo aquí... Esa joven que está sentada es mi hija Nina Nicolaievna. Se me ha olvidado presentársela. Un ángel encarnado que ha descendido a la tierra..., si es que usted puede comprender esto.

—¡Mirenlo! ¡Qué sacudidas! ¡Qué convulsiones! —dijo Varvara Nicolaievna, todavía encolerizada.

—Y esa que ha golpeado el suelo con el pie y me ha llamado payaso es también un ángel encarnado. Me ha dado el nombre que merezco. Vamos, Alexei Fiodorovitch: pongamos fin a este asunto.

Y, cogiendo a Aliocha del brazo, lo condujo a la calle.

VII. Al aire libre

Aquí el aire es puro. En cambio, en nuestra habitación no lo es, en ningún concepto. Andemos un poco, señor. Me encantaría atraerme su interés.

—Tengo algo importante que decirle —manifestó Aliocha—. Pero no sé cómo empezar.

—Lo sospechaba. No era lógico que hubiera venido usted únicamente para quejarse de mi hijo. A propósito: en casa no he querido describirle la escena y voy a hacerlo ahora. Verá usted. Hace ocho días, el «estropajo» estaba más poblado. Me refiero a mi barba; la llaman así, sobre todo los chiquillos. Pues bien, cuando su hermano me cogió de la barba y me arrastró hasta en medio de la calle y allí siguió zarandeándome, todo por una nimiedad, era precisamente la hora en que los niños salían del colegio, y con ellos iba Iliucha. Apenas me vio en una situación tan desdichada, vino hacia mí gritando: «¡Papá, papá!» Se abraza a mí, me aprieta, pretende libertarme, grita a mi agresor: «¡Déjelo, déjelo! ¡Es mi padre! ¡Perdónelo!» Y lo rodeó con sus bracitos y le besó la mano, la misma mano que... Jamás olvidaré la expresión que tenía su carita en aquel momento.

—Le aseguro —exclamó Aliocha— que mi hermano le expresará su arrepentimiento con toda sinceridad. Si es preciso, se arrodillará en el mismo lugar de la agresión. Le obligaré a ello. Si no lo quiere hacer, dejará de ser mi hermano.

—¡Bah, bah! Eso no es más que un buen deseo. No ha salido de él, sino de usted, que es noble y generoso. Usted debió decírselo en seguida. Ahora permítame que le explique el espíritu caballeresco que su hermano demostró aquel día. Soltando mi barba, dejó de arrastrarme y me dijo: «Tú eres oficial y yo también. Si puedes encontrar como testigo un caballero, envíamelo. Me batiré contigo, aunque seas un bribón.» Ya lo ve: un espíritu verdaderamente caballeresco, ¿no? Iliucha y yo nos marchamos, y esta escena quedó grabada para siempre en la memoria del pobre niño. ¿De qué nos sirve pertenecer a la nobleza? Por otra parte, juzgue usted mismo. Acaba usted de salir de mi casa. ¿Qué ha visto usted en ella? Tres mujeres, de las que una está impedida y ha perdido el juicio; otra, inválida y jorobada, y la tercera, que está completamente sana, es demasiado inteligente: es estudiante y está deseando volver a Petersburgo para descubrir en las orillas del Neva los derechos de la mujer rusa. Y no hablemos de Iliucha. No tiene más que nueve años, y si yo muriese quedaría completamente solo, pues dígame usted qué sería de mi hogar si yo faltase. ¿Qué ocurriría si me batiera con su hermano y él me matara? ¿Qué sería de toda mi familia? Y si me dejara solamente lisiado, sería aún peor, pues yo no podría trabajar y no tendríamos qué comer. ¿Quién me alimentaría? ¿Quién nos alimentaría a todos? En vez de mandar a Iliucha a un colegio, tendríamos que enviarlo a pedir limosna. He aquí, señor, lo que para mí significaría batirme con su hermano. Sería un verdadero disparate.

 

—Le pedirá perdón, se arrojará a sus pies en medio de la calle —exclamó una vez más Aliocha con ardiente vehemencia.

—Pensé denunciarlo —continuó el capitán—, pero abra usted nuestro código y dígame si puedo esperar una justa satisfacción de mi agresor. Además, Agrafena Alejandrovna me amenazó así: «Si lo denuncias, no pararé hasta que todo el mundo sepa que te castigó por la granujada que le hiciste. Y entonces serás tú el perseguido por la justicia.» Sólo Dios sabe quién fue el verdadero autor de esa granujada; sólo Dios sabe que obré por orden de ella y de Fiodor Pavlovitch. Aún me dirigió nuevas amenazas Agrafena Alejandrovna. «Además, te despediré y ya no podrás ganarte nada trabajando para mí. Y también te despedirá mi comerciante (así llama a su viejo), porque yo se lo diré.» Y si ella y su comerciante dejan de darme trabajo, ¿cómo me ganaré la vida? Son los dos únicos protectores que me quedan, ya que Fiodor Pavlovitch me ha retirado su confianza por otro motivo, a incluso pretende requerirme judicialmente, presentando mis recibos. Por estas razones no he dado ningún paso y me he quedado quieto en mi retiro, ese retiro que usted acaba de ver. Ahora dígame: ¿le ha hecho mucho daño Iliucha con su mordisco? No he querido hacerle esta pregunta en su presencia.

—Sí, me ha hecho mucho daño. Estaba indignadísimo. Ahora comprendo perfectamente que se ha vengado en mí, un Karamazov, de la agresión de otro Karamazov contra usted. ¡Si lo hubiera visto usted batirse a pedradas con sus compañeros...! Estas pedreas son muy peligrosas. Los niños no saben lo que hacen. Una pedrada en la cabeza puede ser fatal.

—Él ha recibido una, si no en la cabeza, en el pecho, encima del corazón. Ha entrado en casa gimiendo y llorando y, como ha visto usted, está enfermo.

—Ha sido el primero en atacar. Lo que le ha ocurrido a usted lo ha impulsado al mal. Sus compañeros me han dicho que ha herido en un costado con un cortaplumas a un niño llamado Krasotkine.

—Ya lo sé. Su padre sirvió aquí como funcionario, y esto puede traernos complicaciones.

—Le aconsejo —dijo Aliocha con vehemencia— que no lo envíe al colegio en una temporada..., hasta que se tranquilice, hasta que le pase el arrebato de ira.

—Usted lo ha dicho —manifestó el capitán—: ha sido un arrebato de ira, un ataque de tremenda cólera en un pequeño ser... Usted no lo sabe todo. Permítame que se lo explique detalladamente. Después del suceso, sus compañeros empezaron a zaherirle, a llamarle «Barbas de Estropajo». Los niños de esta edad son despiadados. Tratados individualmente son unos ángeles, pero cuando se reúnen son crueles, sobre todo en el colegio. Iliucha, al verse perseguido, notó que se despertaba en él un noble sentimiento. Un chico corriente, siendo débil como es él, se habría resignado, se habría avergonzado de la humillación sufrida por su padre. Pero él se irguió contra todos para defender a su padre, a la justicia, a la verdad. Lo que ese muchacho ha sufrido desde que besó la mano de su hermano gritándole: «¡Perdone a mi padre, perdone a mi padre!», sólo Dios y yo lo sabemos. Así es como nuestros hijos, no los de ustedes; los nuestros, los de las personas indigentes, pero de noble corazón, descubren la verdad a la edad de nueve años. ¿Cómo pueden descubrirla los ricos? Los ricos no penetran nunca tan profundamente. En cambio, mi Iliucha ha sondeado la verdad en toda su magnitud en el momento en que besaba la mano que me estaba golpeando. Esta verdad ha penetrado en él y ha dejado en su alma una impresión imborrable —exclamó el capitán con vehemencia y semblante extraviado, mientras se golpeaba la mano izquierda con el puño derecho, como si quisiera dar una prueba material del impacto que la verdad había producido en Iliucha—. Aquel día tuvo fiebre y deliró por la noche. Guardó silencio durante toda la jornada. Observé que me miraba desde su rincón. Fingía estar estudiando, pero su pensamiento estaba lejos del estudio. Al día siguiente, yo me sentía tan triste, que me olvidé de muchas cosas. Mi mujer, a la que tanto quiero, empezó a llorar como de costumbre. Entonces fue tanto mi dolor, que me emborraché con mis últimas monedas. No me desprecie, señor. En Rusia, los peores borrachos son las mejores personas, y viceversa. Yo estaba acostado y no pensaba en Iliucha, pero aquel día los chiquillos estuvieron divirtiéndose a costa de él desde por la mañana. «¡Eh, “Barba de Estropajo”! —le dijo uno—. Cogieron a tu padre de la barba y lo sacaron a rastras de la taberna. Y tú corrías alrededor de él pidiendo clemencia.» Tres días después volvió del colegio pálido y abatido. «¿Qué tienes?», le pregunté. Él no me contestó. No podíamos hablar en casa. Su madre y sus hermanas se habrían mezclado en la conversación en seguida. Las chicas se habían enterado de todo poco después de haber ocurrido. Varvara Nicolaievna empezó a gruñir:

» —¡Bufones, payasos! Sois incapaces de portaros decentemente.

»—Es verdad, Varvara Nikolaievna: somos incapaces de portarnos decentemente.

»Esta vez logré salir del paso. Al atardecer me fui a pasear con el niño. Ha de saber que desde hace algún tiempo salimos a pasear todas las tardes por este mismo camino y llegamos hasta aquella enorme y solitaria roca que hay allá lejos, junto al seto donde empiezan los pastos comunales. Es un lugar desierto y encantador. Íbamos cogidos de la mano como de costumbre. Tiene unas manos pequeñas, de dedos delgados y fríos, pues sufre del pecho.

»—Papá —me dijo—. Papá...

»—¿Qué? —le pregunté. Sus ojos llameaban.

»—¡Cómo te trató!

»—¿Qué le vamos a hacer, Iliucha?

»—No hagas las paces con él, papá; no las hagas. Mis compañeros dicen que te ha dado diez rublos para que calles.

»—No, hijo mío. Por nada del mundo aceptaré dinero de él ahora.

»Él empezó a temblar. Cogió mi mano entre las suyas y me abrazó...

»—Papá, desafíalo. En el colegio me dicen que eres un cobarde, que no te batirás con él, que aceptarás sus diez rublos.

»—No puedo desafiarlo, Iliucha —le respondí.

»Y le expliqué en cuatro palabras lo que acabo de decirle a usted sobre esto. Él me escuchó hasta el fin.

»—De todos modos, papá, no hagas las paces con ese hombre. Cuando yo sea mayor, lo desafiaré y lo mataré.

»En sus ojos había un resplandor intenso. Sin embargo, soy su padre y tuve que decirle la verdad.

»—Matar, incluso en duelo, es un pecado, Iliucha.

»—Papá, cuando yo sea un hombre, lo tiraré al suelo, lo desarmaré, me arrojaré sobre él con el sable en alto y le diré: “Podría matarte, pero lo perdono.”

»Ya ve usted, señor, lo que ha absorbido ese espíritu infantil durante estos días. No hace más que pensar en la venganza, y sin duda ha hablado de ella durante su delirio. Anteayer, cuando volvió del colegio con las huellas de haber sido cruelmente golpeado, me enteré de todo. Tiene usted razón. No volverá nunca al colegio. Se enfrenta con todos los alumnos, a todos los desafía. Está desesperado. Su corazón arde de odio. Temo por él. Reanudamos nuestro paseo.

»—Papá —me dijo—, ¿son los ricos las personas más poderosas del mundo?

»—Sí, Iliucha: no hay nada más poderoso que un rico.

»—Pues yo me haré rico, papá. Seré oficial y venceré a todos los enemigos. El zar me recompensará, y entonces vendré a reunirme contigo y ya nadie se atreverá a...

»Guardó silencio unos instantes. Después, con los labios temblorosos como hacía un momento, dijo:

»—Papá, ¡qué vil es nuestra ciudad!

»—Sí, Iliucha, es una ciudad vil.

»—Vámonos a vivir a otra parte, papá. A donde nadie nos conozca.

»—Eso me parece bien, Iliucha. Pero necesitamos dinero.

»Me complacía poder distraerlo así de sus sombríos pensamientos. Empezamos a hacer cábalas sobre nuestro traslado a otra ciudad. Tendríamos que comprar un caballo y un carro.

»—Tu madre y tus hermanas irán en el carro. Las taparemos bien y nosotros iremos a pie al lado. De vez en cuando, tú subirás al carro, pero yo seguiré yendo a pie, pues no hay que cansar al caballo. Así viajaremos.

»Él estaba encantado, sobre todo de tener un caballo. Como usted sabe muy bien, para un. muchacho ruso no hay nada mejor que un caballo. “Alabado sea Dios —pensé—. Lo has distraído y lo has consolado.” Pero ayer volvió del colegio más abatido que nunca. Por la tarde, durante el paseo, no despegaba los labios. Hacía viento, el sol se ocultó. Se percibía el otoño en la penumbra que nos rodeaba. Los dos estábamos tristes.

»—Bueno, muchacho; vamos a hacer los preparativos para el viaje.

»Intentaba reanudar la charla del día anterior. Él no dijo ni una palabra, pero su menuda mano temblaba en la mía. “Malo —me dije—. Algo nuevo ha ocurrido.” Llegamos hasta esta piedra que ahora estamos viendo. Yo me senté en ella. En el aire se veían lo menos treinta cometas que el viento azotaba sonoramente. Es ahora el tiempo de remontarlas.

»—También nosotros podríamos hacer volar las cometas del año pasado, Iliucha. Las repararé. ¿Qué has hecho de ellas?

»Él seguía mudo y volvía la cara para no mirarme. De pronto, el viento empezó a zumbar, levantando nubes de tierra. Iliucha se arrojó sobre mí, me rodeó el cuello con los brazos y me estrechó entre ellos. Así suele ocurrir, señor. El niño taciturno y orgulloso retiene largo tiempo sus lágrimas, pero cuando, al fin, la fuerza del dolor las hace brotar, corren en torrentes. Sus lágrimas ardientes inundaron mi rostro. Sollozaba entre convulsiones, me apretaba contra su pecho.

»—¡Papá —exclamó—, mi querido papá! ¡Cómo te humilló ese hombre!

» Entonces yo también me eché a llorar, y los dos sollozamos abrazados sobre esta gran piedra. Nadie nos vela: sólo Dios. Tal vez me lo tenga en cuenta. Dé las gracias a su hermano, Alexei Fiodorovitch. No, no azotaré a mi hijo por el mal que le ha hecho a usted.

Así terminó su extraña y enrevesada confidencia. Aliocha, tan conmovido que sus ojos estaban húmedos de lágrimas, comprendía que aquel hombre tenía confianza en él y que no se habría franqueado con cualquiera.