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100 Clásicos de la Literatura

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La señora de Khokhlakov había empleado la expresión «drama desgarrador», y Aliocha se estremeció al oírla, pues aquella mañana, al despertarse cuando amanecía, él había pronunciado dos veces la palabra «desgarradora», seguramente obsesionado por sus sueños de aquella noche, que habían girado alrededor de la escena provocada por Gruchegnka. La afirmación categórica de la dama de que Catalina Ivanovna amaba a Iván y que su amor por Dmitri no era sino una ilusión, un penoso deber que se imponía a sí misma por gratitud había impresionado profundamente a Aliocha, que se decía que tal vez fuera verdad. Pero, entonces, ¿en qué situación quedaba Iván? Aliocha se decía que una mujer del carácter de Catalina Ivanovna necesitaba dominar, y este dominio lo podía ejercer sobre Dmitri, pero no sobre Iván. Dmitri podría someterse algún día a ella por su propia felicidad, y Aliocha deseaba que así fuese. En cambio, Iván, ni se sometería, ni esta sumisión podía hacerle feliz, según el concepto que Aliocha tenía de él.



Aliocha entró en el salón acosado por estos pensamientos. De súbito acudió a su mente otra idea: ¿y si Catalina Ivanovna no quisiera a ninguno de los dos? Hagamos constar que Aliocha se avergonzaba de estos pensamientos, que le asaltaban de vez en cuando desde hacía unas semanas. «¿Cómo puedo hacer estas deducciones no entendiendo nada del amor ni de las mujeres?», se decía cada vez que pensaba en ello. Sin embargo, la reflexión se imponía, y Aliocha comprendía que su rivalidad tenía una importancia capital en el destino de sus dos hermanos. «Los reptiles se devoran unos a otros», había dicho Iván el día anterior en un momento de irritación, refiriéndose a su padre y a su hermano. Así, tal vez desde hacía mucho tiempo, Dmitri era un reptil para Iván. ¿No habría nacido en él esta idea cuando conoció a Catalina Ivanovna? Sin duda, la frase se le había escapado, pero esto aumentaba su gravedad. En estas condiciones, ¿qué paz podía haber en la familia cuando surgieran nuevos motivos de odio? ¿Y a quién podía compadecer? Los quería a todos por igual, ¿pero qué podía desear a cada uno de ellos en aquel laberinto de contradicciones? Aliocha se perdía en aquel dédalo y su corazón no podía soportar la incertidumbre que lo agitaba, pues su amor tenía siempre un carácter activo. Al ser incapaz de querer pasivamente, su cariño se traducía siempre en ayuda. Mas para prestar esta ayuda era necesario tener una finalidad, saber lo que convenía a cada cual y obrar en consecuencia. Y él no podía encontrar ningún fin en medio de aquella confusión. Le habían hablado del afán de torturarse uno mismo. Pero tampoco esto lo comprendía. Decididamente, la clave del enigma no estaba a su alcance.



Al ver a Aliocha, Catalina Ivanovna dijo vivamente a Iván Fiodorovitch, que se había levantado para marcharse:



—¡Un momento! Quiero conocer la opinión de su hermano, en quien tengo plena confianza. Catalina Osipovna —añadió dirigiéndose a la señora de Khokhlakov—, quédese usted también.



Ésta se situó al lado de Iván Fiodorovitch, y Aliocha enfrente, junto a Catalina Ivanovna.



—Ustedes son amigos míos, los únicos que tengo en el mundo —empezó a decir la joven con voz ardiente, empañada de un dolor sincero que le atrajo de nuevo las simpatías de Aliocha—. Usted, Alexei Fiodorovitch, presenció ayer aquella escena horrible. Ignoro lo que habrá pensado de mí, pero sé que si tal situación se repitiera, mi conducta y mis palabras serían las mismas. Usted recordará que tuvo que contenerme —y al decir esto enrojeció y brillaron sus ojos—. Le confieso, Alexei Fiodorovitch, que estoy en un mar de confusiones. ¿Le quiero? Lo ignoro. Le compadezco, y esto es un mal indicio para el amor. Si todavía le amara, no sería piedad lo que ahora sentiría por él, sino odio.



Su voz temblaba; las lágrimas brillaban en sus pestañas. Aliocha estaba emocionado. «Esta muchacha es noble, sincera —se decía—, y no quiere a Dmitri.»



—Exacto, exacto —exclamó la señora de Khokhlakov.



—Un momento, mi querida Catalina Osipovna. Aún no le he dicho lo más importante: la resolución que he tomado esta noche. Me doy cuenta de que esta decisión puede ser terrible para mí, pero advierto también que no la modificaré por nada del mundo. Iván Fiodorovitch, que es para mí un generoso y amable consejero, un confidente y el mejor amigo, ha aprobado enteramente y alabado mi resolución.



—Sí, la apruebo —dijo Iván Fiodorovitch en voz baja pero firme.



—No obstante, quiero que Aliocha..., ¡oh, perdone que le haya llamado así!..., quiero que Alexei Fiodorovitch me diga delante de ustedes si obro bien o mal.



Y exaltada, cogiendo con su ardiente mano la fría del joven, añadió:



—Estoy segura, Aliocha, hermano mío (pues un hermano es usted para mí), de que su juicio, su aprobación, me tranquilizará, que sus palabras me traerán la calma y la resignación.



—No sé lo que usted me pregunta —respondió Aliocha enrojeciendo—. Lo único que puedo decirle es que cuenta usted con mi estimación y que deseo para usted más felicidad que para mí. Pero le advierto que no entiendo de esas cosas —se apresuró a decir sin saber por qué.



—Lo principal en todo esto es el honor y el deber y también algo más elevado que supera tal vez al deber mismo. Mi corazón me ha impuesto un sentimiento pavoroso que me arrastra irresistiblemente. En una palabra, que he tomado una resolución irrevocable. Aunque se case con esa... mujer, a la que yo no podré perdonar nunca, no le abandonaré. ¡No, no le abandonaré jamás! —exclamó, presa de una exaltación morbosa—. Pero no crean ustedes que tengo la intención de perseguirle, de imponerle mi presencia, de importunarle. ¡No, de ningún modo! Me iré a otra parte, a otra población cualquiera, y desde allí no dejaré de interesarme por él. Cuando sea desgraciado con la otra, cosa que no tardará en ocurrir, podrá volver a mi lado y encontrará en mí una amiga, una hermana... Sí, sólo una hermana, y para toda la vida, una hermana que le querrá y sacrificará por él su existencia entera. A fuerza de perseverancia, conseguiré que al fin me tenga afecto y me lo cuente todo sin sonrojarse.



Y exclamó como en un delirio:



—Seré para él como Dios y me dirigirá sus oraciones. Es lo mejor que puede hacer para compensarme de su traición y de lo que tuve que soportar ayer por su culpa. Y verá que, a pesar de su traición, yo permaneceré fiel a mi palabra. No seré para él sino el medio, el instrumento que le asegurará la felicidad para toda la vida, ¡para toda la vida! Ésta es mi resolución. Iván Fiodorovitch la aprueba sin reservas.



Se ahogaba. Sin duda, su deseo había sido expresar su pensamiento más dignamente y con más naturalidad, pero lo había hecho precipitadamente y sin el menor disimulo. Hubo en sus palabras mucha excitación juvenil, algo de la irritación que le había producido la escena de la tarde anterior y cierta necesidad de mos asombró a Aliocha. La desdichada y herida joven que lloraba con el corazón desgarrado cedió en un instante su puesto a una mujer completamente dueña de sí misma y, además, tan satisfecha como si acabara de recibir una gran alegría.



—No es su marcha lo que me alegra, desde luego —advirtió con una encantadora sonrisa de mujer mundana—. Un amigo como usted no puede creer tal cosa. Por el contrario, su partida me apena de veras.



Se arrojó sobre Iván Fiodorovitch, se apoderó de sus manos y las estrechó calurosamente.



—Lo que me alegra –continuó —es que podrá usted exponer a mi tía y a Ágata mi situación con todos sus horrores. A Ágata puede hablarle usted con toda franqueza, pero con mi querida tía sea más prudente. Usted sabe mejor que nadie cómo se hacen estas cosas. No puede usted imaginarse hasta qué punto me he torturado el cerebro ayer y esta mañana, tratando de hallar el modo de darles esta espantosa noticia. Su viaje me soluciona el problema, ya que usted podrá visitarlas y explicarles todo lo ocurrido. ¡Oh, qué feliz soy! Pero sólo por esta circunstancia, se lo repito, pues su presencia es para mí indispensable... Voy a escribir una carta —terminó, dando un paso hacia la puerta.



—Se olvida usted de Aliocha —exclamó la señora de KhokhIakov en un tono en que el sarcasmo se mezclaba con la irritación—. Usted ha dicho que anhelaba conocer la opinión de Alexei Fiodorovitch.



—No lo he olvidado —repuso Catalina Ivanovna deteniéndose—. ¿Pero por qué es usted tan dura conmigo en un momento como éste, Catalina Osipovna? —añadió en un tono de amargo reproche—. Mantengo lo dicho: necesito conocer su opinión, mejor dicho, su decisión. La aceptaré como una ley. Esto, Alexei Fiodorovitch, le demostrará hasta qué extremo tengo sed de sus palabras... ¿Pero qué le pasa?



—Nunca lo hubiera creído, de ningún modo me lo podía imaginar —dijo Aliocha, consternado.



—¿Qué es lo que le sorprende?



—Le dice que se va a Moscú y usted se muestra alborozada. Luego explica que no es su marcha lo que le alegra y que, por el contrario, su viaje la apena, porque pierde usted... un amigo. Pero esto es una ficción.



—¿Una ficción? ¿Qué dice usted? —exclamó Catalina Ivanovna, atónita. Y enrojeció, frunciendo las cejas.



—Aunque usted afirma que echará de menos a su amigo, ha dicho claramente que su partida la hacía feliz.



Aliocha, de pie junto a la mesa, jadeaba de emoción.



—¿Qué quiere usted decir? No lo comprendo.



—Ni yo mismo lo sé. Esto ha sido como un repentino relámpago de lucidez... Bien sé que no tengo facilidad de palabra, pero hablaré a pesar de todo —afirmó con voz trémula y entrecortada—. Seguramente, usted no ha querido nunca a Dmitri... Él tampoco la ha amado a usted, creo yo; lo único que ha sentido por usted ha sido simple estimación... No sé cómo me atrevo a hablar de este modo. Pero alguien ha de decir aquí la verdad, ya que nadie se atreve a hacerlo.

 



—¿Qué verdad? —exclamó Catalina Ivanovna, fuera de sí.



—Lo que usted debe hacer —dijo Aliocha, con una resolución que para él fue como arrojarse al vacío— es enviar en busca de Dmitri. Yo lo encontraré si usted quiere. Que venga para coger la mano de usted y la de mi hermano Iván, y unirlas. Usted hace sufrir a mi hermano Iván porque lo quiere. Su amor por Dmitri es una dolorosa mentira en la que usted quiere creer a toda costa.



Aliocha se detuvo en seco.



—Usted está loco, ¡loco! —exclamó Catalina Ivanovna, pálida y con los labios crispados.



Iván Fiodorovitch se levantó con su sombrero en la mano.



—Estás en un error, mi querido Aliocha —dijo con una expresión que su hermano no había visto en él jamás, una expresión de sinceridad juvenil, de arrolladora franqueza—. Catalina Ivanovna no me ha querido nunca. Sabe que yo la amo, y desde hace mucho tiempo, aunque no se lo he dicho, y no me ha correspondido jamás. Tampoco me ha considerado como un amigo en ningún momento: es demasiado orgullosa para necesitar mi amistad. Me retenía a su lado para vengarse en mí de las continuas ofensas que le infligía Dmitri, empezando por la de su primer encuentro, pues esta escena ha quedado grabada en su corazón como una ofensa. Mi papel junto a ella ha consistido simplemente en oír hablar de su amor por él... Me voy, Catalina Ivanovna. No le quepa duda: usted le ama a él y sólo a él. Y su amor está en proporción con sus ofensas. Esto es lo que la atormenta. Usted le ama tal como es, con su mal comportamiento. Si se enmendara, dejaría de amarlo inmediatamente y lo abandonaría. Usted lo necesita para contemplar en él su propia lealtad heroica y reprocharle su traición. Todo esto es orgullo. Se siente usted humillada, pero la culpa es de su orgullo. Soy demasiado joven y la amaba demasiado. Sé que no he debido hablar así, que mi conducta habría sido más digna si me hubiera limitado a dejarla a usted. Esto la habría herido menos. Pero me voy lejos y no volveré nunca. No quiero respirar esta atmósfera de exageraciones. Por otra parte, no tengo nada más que decirle... Adiós, Catalina Ivanovna. No me guarde rencor, pues mi castigo es cien veces más duro que el suyo, ya que consiste en no volverla a ver. Adiós. No quiero estrechar su mano. Me ha hecho usted sufrir demasiado y a sabiendas, para que ahora pueda perdonarla. Más adelante, tal vez; pero ahora no quiero su mano. Den Dank, Dame, begerh'ich nicht —añadió, demostrando que podía citar a Schiller de memoria, cosa que Aliocha nunca hubiera creído.



Y se marchó sin ni siquiera saludar a la dueña de la casa. Aliocha enlazó las manos con gesto suplicante.



—¡Iván! —le llamó, desesperado—. ¡Iván!... No, ya no volverá. ¡Por nada del mundo! —exclamó, presa de un amargo presentimiento—. ¡La culpa ha sido mía! Yo he sido el primero en hablar de esa cuestión, Iván no ha dicho lo que siente: ha hablado bajo el imperio de la cólera. ¡Es necesario que venga! —gritó como si hubiera perdido la razón.



Catalina Ivanovna pasó a una habitación vecina.



La señora de Khokhlakov murmuró calurosamente, dirigiéndose a Aliocha:



—No tiene usted nada que reprocharse. Se ha conducido usted como un ángel. Haré todo lo posible para impedir que se vaya Iván Fiodorovitch.



La alegría iluminaba su semblante, lo que mortificaba cruelmente a Aliocha. Catalina Ivanovna reapareció de súbito con dos billetes de cien rublos en la mano.



—Tengo que pedirle un gran favor, Alexei Fiodorovitch —dijo con perfecta calma, como si nada hubiera sucedido—. Hace alrededor de ocho días, Dmitri Fiodorovitch cometió, sin poder contenerse, un acto injusto y escandaloso. En una taberna de mala fama se encontró con ese oficial de la reserva, ese capitán que el padre de ustedes utilizaba para ciertos asuntos. Indignado contra este oficial, fuera por lo que fuere, Dmitri Fiodorovitch lo cogió por la barba y lo arrastró hasta la calle, donde estuvo un buen rato zarandeándolo. Me han dicho que el hijo de este desgraciado, un colegial todavía, acudió llorando, pidió clemencia y rogó a los transeúntes que defendieran a su padre, pero que lo único que hizo la gente fue reírse. Perdóneme, Alexei Fiodorovitch, pero no puedo recordar sin indignación este acto vergonzoso del que sólo Dmitri Fiodorovitch es capaz cuando le ciegan la cólera y la pasión. No puedo darle detalles del suceso. Es una acción que me duele y me confunde. He pedido informes de ese desgraciado y he sabido que es muy pobre y que le llaman Snieguiriov. Cometió una falta en el servicio y lo destituyeron. Tampoco sobre esto puedo darle detalles. Lo que sé es que ahora, con toda su infortunada familia, con sus hijos enfermos y su mujer loca, según parece, ha caído en la más profunda miseria. Vive en esta ciudad desde hace mucho tiempo. Tenía un empleo de copista y lo ha perdido. He puesto los ojos en usted..., mejor dicho, he pensado que... ¡Ah, cómo me confunde este asunto!... Quería rogarle, mi querido Alexei Fiodorovitch, que fuera a casa de ese hombre con un pretexto cualquiera, y, delicadamente, prudentemente, como sólo usted es capaz de hacerlo —al oír esto Aliocha enrojeció—, le entregara este donativo, estos doscientos rublos... Sin duda, los aceptará, pero, si se resiste, usted debe convencerle de que los tome. Sepa usted que esto no es una indemnización para evitar que él denuncie el caso..., cosa que quería hacer, según tengo entendido. Esto es simplemente una demostración de simpatía, el deseo de acudir en su ayuda. Los debe entregar usted en mi nombre, como prometida a Dmitri Fiodorovitch, y no en nombre de su hermano... Hubiera ido yo misma, pero he pensado que usted lo hará mejor que yo. Vive en la calle del Lago, en casa de la señora de Kalmykov. Por el amor de Dios, Alexei Fiodorovitch, hágame este favor... Estoy un poco... fatigada. Adiós.



Y desapareció tan rápidamente detrás de una puerta, que Aliocha no tuvo tiempo de decirle ni una palabra. Hubiera querido pedirle perdón, acusarse a sí mismo, pues su corazón rebosaba de arrepentimiento y él no quería marcharse así. Pero la señora Khokhlakov lo cogió del brazo y se lo llevó. Ya en el vestíbulo, lo detuvo.



—Es orgullosa —dijo a media voz—, lucha contra sí misma, pero en el fondo es buena, amable, generosa. Cada vez la quiero más; la alegría ha vuelto a mí. Querido Alexei Fiodorovitch, ¿sabe usted que todas nosotras, sus dos tías, yo a incluso Lise, sólo tenemos un deseo desde hace un mes? No cesamos de rogarle que deje a su hermano preferido, a Dmitri, que no la quiere en absoluto, y se case con Iván, ese excelente a instruido joven que la mira como a un ídolo. Hemos urdido un verdadero complot, y tal vez es el único motivo de que permanezca todavía aquí.



—Pero ella ha llorado; se siente todavía ofendida —exclamó Aliocha.



—No crea en las lágrimas de las mujeres, Alexei Fiodorovitch. En esto me pongo enfrente de las mujeres y al lado de los hombres.



La vocecita un tanto agria de Lise se oyó detrás de la puerta.



—¡Lo mimas demasiado, mamá!



—Yo he sido la causa de todo; he cometido una gran falta —dijo Aliocha cubriéndose la cara con las manos, dolorosamente avergonzado de su reciente intervención.



—Por el contrario, ha obrado usted como un ángel; estoy dispuesta a repetirlo mil veces.



—¿En qué ha obrado como un ángel, mamá? —preguntó de nuevo Lise.



—Yo creía, no sé por qué —prosiguió Aliocha, como si no hubiera oído la voz de Lise—, que ella quería a Iván, y he dicho esa tontería. ¿Qué ocurrirá ahora?



—¿De qué habláis, mamá? —preguntó Lise—. ¡Oh, mamá! ¡Me estás matando! Te pregunto y no me contestas.



En ese momento llegó la doncella a toda prisa.



—Catalina Ivanovna está llorando. Tiene un ataque de nervios.



—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Lise, alarmada—. ¡Ah! ¡A mí sí que me va a dar un ataque!



—No grites, Lise, por el amor de Dios. Eres tú la que va a matarme a mí. Una muchacha de tu edad no puede saberlo todo como las personas mayores. Cuando vuelva, te contaré lo que te pueda contar. ¡Voy corriendo, Dios mío! Un ataque es buena señal, Alexei Fiodorovitch, muy buena señal. En estos casos voy siempre contra las mujeres, sus ataques y sus lágrimas. Julia, ve a decirle que ya voy. Si Iván Fiodorovitch se ha marchado, la culpa es de ella. Pero no se habrá marchado... ¡Lise, no grites, por el amor de Dios! ¿Pero qué digo? No eres tú la que gritas, sino yo. Perdona a tu madre. ¡Estoy encantada, entusiasmada! ¿Ha visto usted, Alexei Fiodorovitch, la desenvoltura con que ha salido su hermano de la habitación después de haberle dicho lo que le tenía que decir? ¡Un intelectual hablar con tanto calor, con una franqueza tan juvenil, con una inexperiencia tan encantadora! Todo esto es adorable... ¡Y ese verso alemán que ha citado! Me voy corriendo, Alexei Fiodorovitch. Cumpla el encargo de Catalina Ivanovna con la mayor rapidez posible y vuelva cuanto antes... ¿No necesitas nada, Lise? Por lo que más quieras, no retengas a Alexei Fiodorovitch. Volverá en seguida.



La señora de Khokhlakov se fue, al fin. Antes de marcharse, Aliocha fue a abrir la puerta que ocultaba a Lise.



—¡No quiero verle, Alexei Fiodorovitch! —gritó la joven—. ¡No, por nada del mundo! Hábleme a través de la puerta. ¿En qué se ha portado usted como un ángel? Esto es lo único que quiero saber.



—¡He cometido una gran estupidez, Lise! Adiós.



—¡Haga el favor de no marcharse así!



—¡Lise, tengo un grave pesar! Volveré en seguida. Estoy profundamente apenado.



Y salió del vestíbulo corriendo.





VI. Escena en la isba





Aliocha no había experimentado casi nunca una pena tan honda. Jamás debió cometer la torpeza de intervenir en un asunto sentimental. «¿Qué sé yo de estas cosas? La vergüenza que siento es un castigo merecido. Lo peor es que voy a ser la causa de nuevas calamidades... ¡Y pensar que el starets me ha enviado aquí para conciliar y aunar voluntades! ¿Es así como se une a las personas?» Entonces se acordó de que había hablado de «unir» las manos de Iván y Catalina Ivanovna, y otra vez se sonrojó. «Aunque haya obrado de buena fe, habrá que proceder con más inteligencia en el futuro», concluyó, sin ni siquiera sonreír ante la sutileza.



El encargo de Catalina Ivanovna lo condujo a la calle del Lago, y su hermano vivía precisamente en una callejuela vecina. Aliocha decidió pasar primero por casa de Dmitri, aunque presumía que estaría ausente. Sospechaba que su hermano huía de él, pero se dijo que había que encontrarlo a toda costa. El tiempo pasaba. La idea de que el starets se estaba muriendo no se había apartado de él ni un instante desde que había salido del monasterio.



En el relato de Catalina Ivanovna había un detalle que le interesaba extraordinariamente. Cuando la joven había hablado de un colegial, hijo del capitán, que había acudido llorando al lado de su padre, Aliocha había tenido repentinamente la ocurrencia de que este muchacho era el mismo que le había mordido en un dedo cuando él le preguntó en qué le había ofendido. Ahora estaba casi seguro de que no se equivocaba, aunque ignoraba por qué. Estas preocupaciones inexplicables desviaron su atención, y Aliocha decidió no volver a pensar en el mal que acababa de hacer y obrar en vez de atormentarse con el arrepentimiento. Esta idea le devolvió el coraje. Al entrar en la calleja donde vivía Dmitri notó que tenía apetito y sacó del bolsillo el panecillo que había tomado de la mesa de su padre. Se lo comió sin dejar de andar y se sintió reconfortado.



Dmitri no estaba. Los dueños de la casita —un viejo carpintero, su mujer y su hijo— miraron a Aliocha con desconfianza.



—Hace ya tres días que pasa las noches fuera de casa —dijo el carpintero respondiendo a las preguntas de Alexei—. No debe de estar en la ciudad.



Aliocha comprendió que el carpintero se había limitado a repetir lo que Dmitri le había pedido que dijese. Con deliberada franqueza, Alexei preguntó si Dmitri no estaría en casa de Gruchegnka o escondido en la de Foma, y observó que todos le miraban con inquietud. Entonces pensó: «Lo quieren, puesto que lo ayudan. Más vale así.»



Al fin encontró en la calle del Lago la casa de la señora de Kalmykov, pequeño edificio que se caía de viejo, con tres ventanas que daban a la calle y un patio sucio, por el que se paseaba una vaca. Del patio se pasaba al vestíbulo. A la izquierda habitaba la vieja propietaria con su hija, también entrada en años. Las dos eran sordas, como Alexei pudo comprobar. Cuando Aliocha hubo repetido varias veces la pregunta de dónde vivía el capitán, una de las mujeres comprendió al fin que el joven preguntaba por los inquilinos y le señaló con el dedo una puerta que daba paso a la mejor habitación de. la isba. En esta pieza consistía toda la vivienda del capitán. Ya iba a abrir Aliocha la puerta, cuando se detuvo, sorprendido por el gran silencio que reinaba en el interior. Sin embargo, el capitán tenía familia, según le había explicado Catalina Ivanovna. Alexei pensó: «Sin duda, están todos durmiendo. También puede ser que me hayan oído y estén esperando que abra la puerta. Será mejor que llame antes.» Llamó y, al cabo de unos diez segundos, se oyó una áspera voz varonil.

 



—¿Quién es?



Aliocha abrió la puerta, franqueó el umbral y se encontró en una sala bastante espaciosa pero obstruida por un crecido número de personas y de trapos. A la izquierda, en primer término, había una gran estufa rusa. De ésta a la ventana de la izquierda habían tendido una cuerda que cruzaba toda la habitación y de la que pendían una serie de andrajos. A cada lado de la habitación había una cama con cubiertas de punto. Sobre una de ellas, la de la izquierda, se veían cuatro almohadas sobrepuestas, cada una más pequeña que la de abajo. En la cama de la derecha sólo había una almohada de escasas dimensiones. Más allá, una cortina —una simple tela— que colgaba de una cuerda tendida en el ángulo, aislaba el reducido espacio de un rincón. Detrás de esta cortina había un banco y una silla que hacían las veces de cama. Cerca de la ventana central había una mesa rústica, de forma cuadrada. Las tres ventanas, de vidrios empañados y revestidos de un moho verdoso, estaban cerradas herméticamente, y la atmósfera era asfixiante en la habitación sumida en la penumbra. En la mesa había una sartén con restos de huevos fritos, una rebanada de pan a la que faltaba un trozo y una botella de medio litro en la que quedaba un poco de aguardiente.



Al lado de la cama de la izquierda, sentada en una silla, había una mujer de aspecto distinguido, que llevaba un vestido de indiana. Era delgada en extremo y su rostro enjuto y pálido evidenciaba la falta de salud. Pero lo que más sorprendió a Aliocha de ella fue la mirada de sus grandes y oscuros ojos, interrogadora y arrogante a la vez. De pie al lado de la ventana de la izquierda había una joven de rostro antipático y cabellos ralos y rojos, que vestía pobremente aunque con gran pulcritud. Esta muchacha se había limitado a dirigir a Aliocha una mirada rápida y despectiva. A la derecha, sentada cerca de la cama, había otra mujer joven, una pobre criatura de unos veinte años, jorobada a inválida, de pies inertes, como le explicaron en seguida a Aliocha. Se veían sus muletas en un rincón, entre la cama y la pared. Los magníficos ojos de la pobre muchacha se posaron dulcemente en Aliocha.



Sentado a la mesa y dando fin a una tortilla había un hombre de unos cuarenta y cinco años, de pequeña talla y débil constitución, delgado, de pelo rojo y cuya barba rala tenía gran semejanza con un estropajo. Esta comparación, y sobre todo la palabra «estropajo», acudieron a la mente de Aliocha apenas fijó la vista en el comensal. Sin duda, era él quien había contestado a la llamada de Aliocha, pues no había otro hombre en la habitación. Cuando Alexei entró, el personaje se levantó de súbito, se limpió la boca con una servilleta agujereada y fue al encuentro del visitante.



—Un monje que pide para su monasterio. ¡A buen sitio viene! —dijo la muchacha que estaba en el rincón de la izquierda.



El hombre que había avanzado hacia Aliocha giró sobre sus talones y replicó con voz contenida:



—No, Varvara Nicolaievna; no viene a eso; te has equivocado. —Y volviéndose de nuevo hacia el visitante, le preguntó—: ¿Qué le trae a este retiro?



Aliocha le observó atentamente. Este hombre al que vela por primera vez tenía un algo de punzante irritación. Estaba ligeramente bebido. Su rostro reflejaba un descaro connatural y, al mismo tiempo —cosa extraña—, una evidente cobardía. Se veía en él al hombre que vivía desde hacía mucho tiempo en una sujeción forzosa y estaba ávido de hacer de las suyas, o, mejor todavía, a un hombre que ardía en deseos de golpearnos, aunque temiendo nuestros golpes. En sus