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100 Clásicos de la Literatura

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—Eminente starets —exclamó de pronto Fiodor Pavlovitch—, le ruego que me diga si, en mi vehemencia, le he ofendido.

Y sus manos se aferraban a los brazos del sillón, como si estuviese dispuesto a saltar si la respuesta era afirmativa.

—También a usted le suplico que no se inquiete —dijo el starets con acento y ademán majestuosos—. Esté tranquilo, como si estuviese en su casa. Y, sobre todo, no se avergüence de sí mismo, pues de ahí viene todo el mal.

—¿Que esté como en mi casa?, ¿que me muestre como soy? Esto es demasiado; me conmueve usted con su amabilidad. Pero le aconsejo, venerable starets, que no me anime a mostrarme al natural: es un riesgo demasiado grande. No, no iré tan lejos. Le diré sólo lo necesario para que sepa a qué atenerse; lo demás pertenece al reino de las tinieblas, de lo desconocido, aunque algunos se anticipen a darme lecciones. Esto lo digo por usted, Piotr Alejandrovitch. A usted, santa criatura —añadió, dirigiéndose al starets—, he aquí lo que le digo: Estoy desbordante de entusiasmo —se levantó, alzó los brazos y exclamó—: ¡Bendito sea el vientre que lo ha llevado dentro y los pechos que lo han amamantado, los pechos sobre todo! Al decirme usted hace un momento: «No se avergüence de sí mismo, pues todo el mal viene de ahí», su mirada me ha taladrado y leído en el fondo de mi ser. Efectivamente, cuando me dirijo a alguien, me parece que soy el más vil de los hombres y que todo el mundo ve en mi un payaso. Entonces me digo: «Haré el payaso. ¿Qué me importa la opinión de la gente, si desde el primero hasta el último son más viles que yo?» He aquí por qué soy un payaso, eminente starets: por vergüenza, sólo por vergüenza. No alardeo por timidez. Si estuviera seguro de que todo el mundo me había de recibir como a un ser simpático y razonable, ¡Dios mío, qué bueno sería!

Se arrodilló ante el starets y preguntó:

—Maestro, ¿qué hay que hacer para conseguir la vida eterna?

Era difícil dilucidar si estaba bromeando o si hablaba con emoción sincera.

El starets le miró y dijo sonriendo:

—Hace mucho tiempo que usted mismo sabe lo que hay que hacer, pues no le falta inteligencia: no se entregue a la bebida ni a las intemperancias del lenguaje; no se deje llevar de la sensualidad y menos del amor al dinero; cierre sus tabernas, por los menos dos o tres si no puede cerrarlas todas. Y, sobre todo, no mienta.

—¿Lo dice por lo que he contado de Diderot?

—No, no lo digo por eso. Empiece por no mentirse a sí mismo. El que se miente a si mismo y escucha sus propias mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los demás. Al no respetar a nadie, deja de querer, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos. Llega a la bestialidad en sus vicios. Y todo ello procede de mentirse continuamente a sí mismo y a los demás. El que se miente a si mismo, puede ser víctima de sus propias ofensas. A veces se experimenta un placer en autoofenderse, ¿verdad? Un hombre sabe que nadie le ha ofendido, sino que la ofensa es obra de su imaginación, que se ha aferrado a una palabra sin importancia y ha hecho una montaña de un montículo; sabe que es él mismo el que se ofende y que experimenta en ello una gran satisfacción, y por esta causa llega al verdadero odio... Pero levántese y vuelva a ocupar su asiento. Ese arranque también es falso.

—¡Déjeme besar su mano, bienaventurado padre!

Y Fiodor Pavlovitch se levantó y posó sus labios en la mano descarnada del starets.

—Tiene usted razón —siguió diciendo—. Ofenderse a uno mismo es un placer. Nunca había oído decir eso tan certeramente. Sí, durante toda mi vida ha sido para mí un placer ofenderme. Por una cuestión de estética, pues recibir ofensas no sólo deleita, sino que, a veces, es hermoso. Se ha olvidado usted de este detalle, eminente starets: el de la belleza. Lo anotaré en mi carné. En cuanto a mentir, no he hecho otra cosa en toda mi vida. He mentido diariamente y a todas horas. En cierto modo, yo mismo soy una mentira y padre de la mentira. Pero no, no creo que pueda llamarme padre de la mentira. ¡Me armo unos líos! Digamos que soy hijo de la mentira: es más que suficiente... Pero mentir acerca de Diderot no perjudica a nadie. En cambio, hay ciertas mentiras que hacen daño. Por ejemplo, eminente starets, recuerdo que hace tres años me propuse venir aquí, pues deseaba ávidamente conocer, descubrir la verdad. Le ruego que diga a Piotr Alejandrovitch que no me interrumpa. Dígame, reverendísimo padre: ¿es cierto que en los «Mensuales» se habla de un santo taumaturgo que sufrió el martirio y, una vez decapitado, levantó su propia cabeza, la besó y la llevó en brazos largo tiempo? ¿Es eso verdad, padres?

—No, dijo el starets—, eso no es verdad.

—No se cuenta nada semejante en ningún «Mensual» —afirmó el padre bibliotecario—. ¿A qué santo se aplica eso?

—No lo sé. Es una cuestión que desconozco. El error viene de otros. Lo oí decir. ¿Y saben ustedes a quién? A este mismo Piotr Alejandrovitch Miusov que acaba de enfurecerse por lo que he contado de Diderot.

—Yo no le he contado eso jamás, por la sencilla razón de que nunca hablo con usted.

—Cierto que usted no me lo ha contado a mi directamente, pero lo dijo, hace cuatro años, a un grupo de personas en el que yo figuraba. Si he recordado el hecho es porque usted quebrantó mi fe con este relato cómico. Aunque no lo crea, volví a mi casa con la fe aniquilada. Desde entonces, cada vez dudé más. Sí, Piotr Alejandrovitch, usted me hizo mucho daño. Aquello fue muy distinto de mi invención sobre Diderot.

Fiodor Pavlovitch se exaltó patéticamente, aunque todos se dieron cuenta de que de nuevo adoptaba una actitud teatral. Pero Miusov se sentía herido en lo más vivo.

—¡Qué absurdo! —exclamó—. Tan absurdo como todo lo demás que usted ha contado. Desde luego, yo no le dije eso a usted. Lo ocurrido fue que yo oí en Paris contar a un francés que, en una misa dicha en nuestro país, se leyó este episodio en los «Mensuales». El francés era un erudito que permaneció largo tiempo en Rusia, dedicado especialmente al estudio de cuestiones de estadística. En lo que a mí concierne, no he leído los «Mensuales» ni los leeré nunca... En la mesa se dicen muchas cosas. Y entonces estábamos comiendo.

—Si —dijo Fiodor Pavlovitch para mortificarle—. Usted comía mientras yo perdía la fe.

«¿Qué me importa a mi su fe?», estuvo a punto de exclamar Miusov.

Pero se contuvo y dijo con un gesto de desprecio:

—Usted mancha todo lo que toca.

El starets se levantó de súbito.

—Perdónenme, señores, que les deje solos unos momentos —dijo, dirigiéndose a todos los visitantes—, pero me esperan desde antes de la llegada de ustedes.

Y añadió alegremente y dirigiéndose a Fiodor Pavlovitch:

—Y usted procure no mentir.

Se dirigió a la puerta. Aliocha y el novicio corrieron tras él para ayudarle a bajar la escalera. Aliocha estaba sofocado. Se sentía feliz ante la interrupción, y también al ver al starets contento y no con cara de hombre ofendido.

El starets iba a trasladarse a la galería para bendecir a las mujeres que allí le esperaban, pero Fiodor Pavlovitch lo detuvo en la puerta de la celda.

—Bienaventurado starets —exclamó, conmovido—, permítame que vuelva a besarle la mano. Con usted se puede hablar y se puede vivir. Usted cree, sin duda, que yo miento continuamente y que siempre estoy haciendo el payaso. Pues bien, sólo lo he hecho para ver si se puede vivir a su lado, si hay un puesto para mi humildad junto a su elevada posición. Certifico que es usted un hombre sociable. Durante su ausencia no diré palabra. Permaneceré sentado y en silencio. Ahora, Piotr Alejandrovitch, puede usted hablar cuanto quiera. Durante diez minutos será usted el personaje principal de la reunión.

III. Las mujeres creyentes

Al pie de la galería de madera que se abría en la parte exterior del muro del recinto había unas veinte mujeres del pueblo. Se les había anunciado que el starets iba al fin a salir, y se habían agrupado para esperarle.

Las Khokhlakov le esperaban también, pero en una habitación de la galería reservada para las visitantes de calidad. Eran dos: madre a hija. La primera, rica propietaria, vestía con gusto. Tenía un aspecto todavía sumamente agradable y unos ojos vivos y casi negros. Sólo contaba treinta y tres años y era viuda desde hacía cinco. Su hija, una jovencita de catorce años, tenía las piernas paralizadas. La pobre criatura no andaba desde hacía seis meses y había que transportarla en un sillón de ruedas. Tenía una carita encantadora, un tanto enflaquecida por la enfermedad, pero alegre. Sus grandes y oscuros ojos sombreados por largas pestañas brillaban con destellos juguetones. Su madre estaba decidida desde la primavera a llevarla al extranjero, pero ciertos trabajos emprendidos en sus dominios las retenían. Hacía ocho días que estaban en el pueblo, más por cuestiones de negocios que por devoción. Sin embargo, habían visitado ya al starets tres días atrás. Ahora habían vuelto, aun sabiendo que el starets apenas salía de su celda, para suplicar se les concediera «la dicha de ver al gran salvador de enfermos». Durante la espera, la madre estaba sentada junto al sillón de su hija. A dos pasos de ellas, de pie, había un viejo monje llegado de un monasterio del norte para recibir la bendición del starets.

Pero éste, al parecer, avanzó hacia el grupo de mujeres del pueblo. Las creyentes acudieron a la escalinata de tres escalones que enlazaba la galería con el suelo. El starets se detuvo en el escalón más alto. De sus hombros pendía la estola. Después de bendecir a las mujeres que le rodeaban, atendió a una posesa que le presentaron. La sujetaban por las dos manos. Cuando vio al starets fue acometida por un violento hipo y comenzó a gemir, mientras su cuerpo era presa de espasmos y sacudidas, como si sufriera un ataque epiléptico. El starets le cubrió la cabeza con la estola, dijo una breve oración y la enferma se calmó en el acto.

 

Ignoro lo que ocurre ahora, pero en mi infancia tuve ocasión de ver y oír a estos posesos en las aldeas y en los monasterios. Cuando las llevaban a misa emitían en la iglesia agudos chillidos, pero tan pronto como tenían cerca el santo sacramento, el ataque «demoníaco» cesaba en el acto y las enfermas se tranquilizaban y permanecían en calma algún tiempo.

Como yo era todavía un niño, esto me sorprendía y me impresionaba profundamente. Respondiendo a mis preguntas, oí decir a algunos hacendados y, sobre todo, a los profesores de la localidad, que aquello era una ficción para no trabajar y que se podía reprimir tratando a los supuestos enfermos con dureza. Y me explicaban diversos casos que lo demostraban. Pero después me enteré, por boca de médicos y especialistas, de que no se trataba de una simulación, sino de una grave enfermedad que demostraba las duras condiciones en que vivía la mujer, sobre todo en Rusia. El mal procedía de trabajos agotadores realizados después de curaciones incompletas y sin intervención de la medicina, y también de la desesperación, los malos tratos, etcétera, etcétera, vida que algunas naturalezas femeninas no pueden sufrir, aunque la soporte la mayoría.

La curación súbita y sorprendente de las convulsas endemoniadas, apenas se les acercaba algún objeto sagrado, lo cual se atribuía a una ficción y, sobre todo, a ardides de los sacerdotes, era seguramente también un fenómeno natural. Las mujeres que conducían a la enferma, y especialmente la enferma misma, estaban completamente convencidas de que el espíritu impuro que se había posesionado de ella no podría resistir la presencia del santo sacramento, ante el cual inclinaban a la desgraciada. Entonces, en la paciente de nervios enfermos, dominada por una afección psíquica, se producía un trastorno profundo y general, ocasionado por la espera del milagro de la curación y por la seguridad completa de que el milagro se realizaría. Y, en efecto, se realizaba, aunque sólo fuera momentáneamente. Esto es lo que ocurrió cuando el starets cubrió a la enferma con la estola.

Algunas de las mujeres que se apiñaban en torno de él derramaban lágrimas de ternura y entusiasmo, otras se arrojaban sobre él para besarle aunque sólo fuera el borde del hábito; otras, en fin, se lamentaban. Él las bendecía a todas y charlaba con ellas. Conocía a la posesa, que vivía en una aldea situada a legua y media del monasterio. No era la primera vez que se la habían traído.

—He aquí una que viene de lejos —dijo el starets, señalando a una mujer todavía joven, pero exhausta y muy delgada, y de rostro tan curtido que parecía negro.

Esta mujer estaba arrodillada y fijaba en el starets una mirada inmóvil. En sus ojos había un algo de extravío.

—Sí, padre; vengo de lejos. Vivo a cuatrocientas verstas de aquí. De lejos, padre, de muy lejos.

Dijo esto una y otra vez mientras balanceaba la cabeza de derecha a izquierda, con la cara apoyada en la palma de la mano. Hablaba como lamentándose.

En el pueblo hay un dolor silencioso y paciente, que se concentra en sí mismo y enmudece. Pero también hay un dolor ruidoso, que se traduce en lágrimas y lamentos, sobre todo en las mujeres.

Este dolor no es menos profundo que el silencioso. Los lamentos sólo calman desgarrando el corazón. Este dolor no quiere consuelo: se nutre de la idea de que es inextinguible. Los lamentos no son sino el deseo de abrir aún más la herida.

—Usted es ciudadana, ¿verdad? —preguntó el starets, mirándola con curiosidad.

—Sí, padre: somos campesinos de nacimiento, pero vivimos en la ciudad. He venido sólo para verte. Hemos oído hablar de ti, padre mío. He enterrado a mi hijo, que era un niño pequeño: Para rogar a Dios, he visitado tres monasterios, y me han dicho: «Ve allí, Nastasiuchka», es decir, a verle a usted, padre mío, a verle a usted. Y vine. Ayer fui a la iglesia y hoy he venido aquí.

—¿Por qué lloras?

—Por mi hijo. Le faltaban tres meses para cumplir tres años. El recuerdo de este hijo me atormenta. Era el menor. Nikituchka y yo hemos tenido cuatro, pero no nos ha quedado ninguno, mi bienamado padre, ninguno. Enterré a los tres primeros y no sentí tanta pena. Pero a este último no puedo olvidarlo. Me parece tenerlo delante. No se va. Tengo el corazón destrozado. Contemplo su ropita, su camisa, sus zapatitos y me echo a llorar. Pongo, una junto a otra, todas las cosas que han quedado de él, las miro y lloro. Dije a Nikituchka, mi marido: «Oye, déjame ir en peregrinación...» Es cochero, padre mío. Tenemos bienes. Los caballos y los coches son nuestros. Pero ¿para qué los queremos ahora? Mi Nikituchka debe de estar bebiendo desde que le dejé. Lo ha hecho otras veces: cuando lo dejo pierde los ánimos. Pero ahora no pienso en él. Ya hace tres meses que he dejado la casa, y lo he olvidado todo, y no quiero acordarme de nada. ¿Para qué me sirve mi marido ahora? He terminado con él y con todos. No quiero volver a ver mi casa ni mis bienes. Ojalá me hubiese muerto.

—Oye —dijo el starets—, un gran santo de la antigüedad vio en el templo a una madre que lloraba como lloras tú, porque el Señor se le había llevado a su hijito. Y el santo le dijo: «Tú no sabes lo atrevidos que son estos niños ante el trono de Dios. En el reino de los cielos no hay nadie que tenga el atrevimiento que tienen esas criaturas. Le dicen a Dios que les ha dado la vida, pero que se la han vuelto a quitar apenas han visto la luz. Y tanto insisten y reclaman, que el Señor los hace ángeles. Por eso debes alegrarte en vez de llorar, ya que tu hijito está ahora con el Señor, en el coro de ángeles.» Esto es lo que dijo en la antigüedad un santo a una mujer que lloraba. Era un gran santo y lo que decía era la pura verdad. Así, tu hijo está ante el trono del Señor, y se divierte y ruega a Dios por ti. Llora si quieres, pero alégrate.

La mujer lo escuchaba con la cabeza inclinada y la cara apoyada en la mano.

—Lo mismo me decía mi Nikituchka para consolarme: «No hay motivo para que llores. Seguro que nuestro hijo está cantando ahora en el coro de ángeles ante el Señor.» Y mientras me decía esto, lloraba. Yo le decía: «Sí, ya lo sé: está con el Señor, porque no puede estar en otra parte. Pero no está aquí, cerca de nosotros, como estaba antes...» ¡Oh, si yo pudiera volver a verlo una vez, aunque sólo fuera una vez, sin acercarme a él, sin decirle nada, escondida en un rincón! ¡Si pudiera verle un instante, oírle jugar y verle llegar de pronto, gritando con su vocecita: «¿Dónde estás, mamá?», como hacía tantas veces! ¡Si yo pudiera oírle corretear por la habitación, venir a mí corriendo, riendo y gritando, como recuerdo que solía hacer! ¡Si pudiese aunque sólo fuera oírle! ¡Pero no está en la casa, padre mío, y no podré oírle nunca más! Mira su cinturón. Pero él no está, no volverá a estar nunca.

Sacó de su pecho un diminuto cinturón. Apenas lo vio, empezó L sollozar, cubriéndose el rostro con las manos, entre cuyos dedos luían las lágrimas a torrentes.

—¡Mirad! —exclamó el starets—. Es la antigua Raquel que llora a sus hijos, sin que haya para ella consuelo, porque ya no están en el mundo. Esta es la suerte que se reserva aquí abajo a las madres. No te consueles, no hace falta que tengas consuelo. Llora. Pero cada vez que llores, acuérdate que tu hijo es un ángel de Dios, que desde allá arriba lo mira y lo ve, y que tus lágrimas le complacen y las muestra al Señor. Derramarás lágrimas todavía mucho tiempo, pero, al fin, sentirás una serena alegría, y las lágrimas que ahora son amargas serán entonces purificadoras lágrimas de ternura que borran los pecados. Rogaré por el descanso del alma de tu hijo. ¿Cómo se llamaba?

—Alexei, padre mío.

—Es un bonito nombre. Su patrón era el varón de Dios Alexei, ¿verdad?

—Sí, padre: Alexei, varón de Dios.

—¡Qué gran santo! Rogaré por tu hijito: no olvidaré tu aflicción en mis oraciones. Y también rogaré por la salud de tu marido. Pero ten en cuenta que es un pecado abandonarle. Vuelve a su lado y cuida de él. Desde allá arriba tu hijo ve que has abandonado a su padre, y esto le aflige. ¿Por qué turbas su paz? Tu hijito vive, pues el alma tiene vida eterna; no está en la casa, pero lo tienes cerca de ti, aunque no lo veas. Sin embargo, no esperes que vaya a tu casa si te oye decir que la detestas. ¿Para qué ha de ir, si en la casa no hay nadie, si en ella no puede encontrar a su madre y a su padre juntos? Ahora llegaría, te vería atormentada y te enviaría apacibles sueños. Vuelve hoy mismo al lado de tu esposo.

—Te obedeceré, padre mío, iré. Has leído en mi corazón. ¡Espérame, Nikituchka; espérame, querido!

La mujer continuó lamentándose, pero el starets se había vuelto ya hacia una viejecita que no vestía de peregrina, sino que llevaba un vestido de calle corriente. Se leía en sus ojos que tenía algo que decir. Era viuda de un suboficial y habitaba en nuestro pueblo. Su hijo Vasili, empleado en una comisaría, se había trasladado a Irkutsk (Siberia). Le había escrito dos veces. Luego, desde hacía un año, no había dado señales de vida. Había intentado informarse, pero no sabía adónde dirigirse.

—El otro día, Estefanía Ilinichna Bedriaguine, rica tendera, me dijo: «Lo que debes hacer, Prokhorovna, es escribir en un papel el nombre de tu hijo. Entonces vas a la iglesia y encargas oraciones por el descanso de su alma. Así, él se sentirá inquieto y te escribirá. Es un procedimiento seguro que se ha empleado muchas veces.» Yo no me he atrevido a hacerlo sin consultarte. Tú que en todo nos iluminas, dime: ¿está eso bien?

—Te guardarás mucho de hacerlo. Sólo que lo hayas preguntado es vergonzoso. Nadie puede orar por el descanso de un alma viviente, y menos aún una madre. Eso es tan gran pecado como la hechicería. Sólo por tu ignorancia se te puede perdonar. Ruega por su salud a la Reina de los Cielos, rápida mediadora y auxiliadora de los pecadores, y pídele que perdone tu error. Y entonces, Prokhorovna, verás como tu hijo, o regresa o te escribe. Ve tranquila: tu hijo vive, te lo digo yo.

—Que Dios te premie, padre bienamado, bienhechor nuestro, que ruegas por nosotros, por la redención de nuestros pecados.

El starets miraba ya unos ojos ardientes que se fijaban en él. Eran los ojos de una campesina todavía joven, pero extenuada y con aspecto de enferma del pecho. Permanecía muda y, mientras dirigía al starets una mirada de imploración, parecía temer aproximarse a él.

—¿Qué deseas, querida?

—Que alivies mi alma —murmuró con voz ahogada. Se arrodilló lentamente a sus pies y añadió—: He pecado, padre mío, y esto me llena de temor.

El starets se sentó en el escalón más bajo. La mujer se acercó a él, avanzando de rodillas.

—Soy viuda desde hace tres años —empezó a decir la mujer a media voz—. La vida no era para mí agradable al lado de mi marido, que estaba viejo y me azotaba duramente. Una vez que estaba en cama, enfermo, yo pensé, mirándole: «Si se cura y se levanta de nuevo, ¿qué será de mi?» Y esta idea ya no se apartó de mi pensamiento.

—Espera —dijo el starets.

Acercó el oído a los labios de la mujer y ella continuó con voz apenas perceptible. Pronto terminó.

El starets preguntó:

—¿Hace tres años?

—Sí, tres años. Al principio no pensaba en ello, pero desde que me puse enferma, vivo en una angustia continua.

—¿Vienes de muy lejos?

—He hecho quinientas verstas de camino.

—¿Te has confesado?

—Dos veces.

—¿Han accedido a recibir la comunión?

—Sí... Tengo miedo, miedo a la muerte.

—No temas nada; no tengas miedo ni te aflijas. Con tal que el arrepentimiento subsista, Dios lo perdona todo. No hay pecado en la tierra que Dios no perdone al que se arrepiente de corazón. No existe pecado humano capaz de agotar el amor infinito de Dios. Porque ¿qué pecado puede superar en magnitud el amor de Dios? Piensa siempre en tu arrepentimiento y destierra todo temor. Tú no puedes imaginarte cómo te ama Dios, aunque tenga que amarte como pecadora. En el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente que por diez justos. No te aflijas por lo que puedan decir los demás y no te irrites por sus injurias. Perdona de todo corazón al difunto las ofensas que te infirió y reconcíliate con él de verdad. Si te arrepientes, es que amas. Y si amas, estás en Dios. El amor todo lo redime, todo lo salva. Si yo, pecador como tú, me he conmovido al oírte, con más razón tendrá el Señor piedad de ti. El amor es un tesoro tan inestimable, que, a cambio de él, puedes adquirir el mundo entero y redimir, no sólo tus pecados, sino los pecados de los demás. Vete y no temas nada.

 

Hizo tres veces la señal de la cruz sobre la enferma, se quitó una medalla que pendía de su cuello y la colgó en el de la pecadora, que se inclinó en silencio hasta tocar la tierra. El starets se levantó y miró alegremente a una mujer bien parecida que llevaba en brazos un niño de pecho.

—Vengo de Vichegoria, padre mío.

—Has recorrido casi dos leguas con tu hijito en brazos. ¿Qué quieres?

—He venido a verte. Pero no es la primera vez que vengo, ¿lo has olvidado? Poca memoria tienes si no te acuerdas de mí. Oí decir que estabas enfermo y entonces decidí venir a verte. Y ahora veo que no tienes nada. Vivirás todavía veinte años: estoy segura. Tú no puedes ponerte enfermo, habiendo tanta gente que ruega por ti.

—Gracias de todo corazón, querida.

—Ahora voy a pedirte un favor. Toma estos sesenta copecs y dalos a otro que sea más pobre que yo. Por el camino venía pensando: «Lo mejor será entregarlos a él, pues él sabrá a quién debe darlos.»

—Gracias, gracias, querida. Haré lo que deseas. Me gusta tu modo de ser. ¿Es una niña lo que llevas en brazos?

—Sí, una niña, padre mío. Se llama Elisabeth.

—Que el Señor os bendiga a las dos, a ti y a tu Elisabeth. Has alegrado mi corazón... Adiós, queridas hijas mías.

Las bendijo a todas y les hizo una profunda reverencia.

IV. Una dama de poca fe

Durante esta conversación con las mujeres del pueblo, la dama que esperaba en la habitación de la galería derramaba dulces lágrimas que enjugaba con su pañuelo. Era una mujer de mundo, muy sensible y con inclinaciones virtuosas. Cuando el starets le habló al fin, se desbordó el entusiasmo de la dama:

—¡Cómo me ha impresionado esta conmovedora escena!

La emoción le cortó el habla, pero en seguida pudo continuar:

—Comprendo que el pueblo le adore. Yo también amo al pueblo. ¿Cómo no amar a nuestro excelente pueblo ruso, tan ingenuo en su grandeza?

—¿Cómo está su hija? Usted ha enviado a decirme que quería verme.

—Sí, lo he pedido con insistencia lo he implorado. Estaba dispuesta a permanecer tres días de rodillas ante sus ventanas para que usted me recibiera. Hemos venido a expresarle nuestro entusiasta agradecimiento. Pues usted curó a Lise el jueves, la curó por completo, orando ante ella y aplicándole las manos. Anhelábamos besarlas y testimoniarle nuestra gratitud y nuestra veneración.

—¿Dice usted que la he curado? ¡Pero si está todavía en su sillón!

—La fiebre nocturna ha desaparecido por completo desde hace dos días, desde el jueves —repuso la dama con nervioso apresuramiento—. Y esto no es todo: sus piernas se han fortalecido, sus ojos brillan, y mire usted el color de su cara. Antes lloraba sin cesar; ahora está contenta y se ríe a cada momento. Hoy ha pedido que la pusiéramos de pie y se ha sostenido un minuto sola, sin ninguna clase de apoyo. Ha apostado conmigo a que dentro de quince días baila un rigodón. He llamado al doctor Herzenstube y se ha quedado perplejo. «Es sorprendente; no te comprendo en absoluto», ha dicho. ¿Cómo no íbamos a venir a molestarlo? ¿Cómo no hablamos de apresurarnos a venir a darle las gracias? Lise, da las gracias.

La carita de Lise se puso sería repentinamente. La enferma se levantó de su sillón tanto como pudo y, mirando al starets, enlazó las manos. De pronto y sin poder contenerse se echó a reír.

—Me río de ese joven —dijo señalando a Aliocha.

Las mejillas de Aliocha, que estaba de pie detrás del starets, se cubrieron de un súbito rubor. El joven bajó los ojos, que habían brillado intensa a instantáneamente.

—Tiene un encargo para usted, Alexei Fiodorovitch —dijo la madre a Aliocha. Y le tendió la mano, elegantemente enguantada—. ¿Cómo está usted?

El starets se volvió y fijó su mirada en Aliocha. El joven se acercó a Lise sonriendo torpemente. Lise volvió a ponerse sería.

—Catalina Ivanovna me ha rogado que le entregue esto —dijo ofreciéndole una carta—. Le ruega que vaya a verla lo antes posible y sin falta.

—¿Me ruega que vaya a verla? ¿Para qué? —preguntó Aliocha, profundamente asombrado y con un gesto de preocupación.

—Se trata de algo relacionado con Dmitri Fiodorovitch y... con todos esos asuntos que ahora llevan ustedes entre manos —dijo apresuradamente la madre—. Catalina Ivanovna ha encontrado una solución, mas, para ponerla en práctica, necesita verle imprescindiblemente. ¿Por qué? Lo ignoro. El caso es que le ruega que vaya a verla lo antes posible. Y espero que usted no dejará de ir: sus convicciones cristianas se lo impiden.

—Sólo he visto a Catalina Ivanovna una vez —dijo Aliocha, todavía perplejo.

—¡Es una criatura tan noble, tan recta!... Lo merece todo, aunque sólo sea por sus sufrimientos... ¿Usted sabe lo que ha pasado..., y lo que está pasando .... y lo que le espera?... ¡Es horrible, horrible!...

—Iré —dijo Aliocha después de haber echado una ojeada a la nota, breve y enigmática, que no explicaba nada y que se limitaba a pedirle encarecidamente que fuera.

—¡Qué bueno es usted! —exclamó Lise, animándose—. Yo le decía a mi mamá: «No irá, porque está entregado enteramente a Dios.» Es usted muy bueno. Siempre he pensado que es muy bueno, y estoy muy satisfecha de podérselo decir ahora.

—¡Lise! —la reprendió su madre, aunque sonriendo—. Nos tiene usted olvidadas, Alexei Fiodorovitch: nunca viene a vernos. Y Lise me ha dicho más de una vez que sólo se siente bien cuando está a su lado.

Aliocha levantó la cabeza, enrojeció de nuevo y sonrió sin saber por qué.

El starets ya no le miraba. Estaba hablando con el monje que le esperaba, como ya hemos dicho, junto al sillón de Lise. Era un humilde religioso, obtuso y de ideas rígidas, pero con una fe que rayaba en la obstinación. Dijo que vivía lejos, en el norte, cerca de Obdorsk, en un pequeño monasterio que sólo tenía nueve monjes. El starets le bendijo y le invitó a ir a su celda cuando le pareciese.

—¿Cómo puede usted conseguir estas cosas? —preguntó el monje señalando gravemente a Lise. Aludía a su curación.

—Es todavía demasiado pronto para hablar de eso. Que se sienta aliviada no quiere decir que esté curada por completo. El alivio puede obedecer a otras causas. En fin de cuentas, todo lo que haya pasado es obra de la voluntad de Dios. Todo procede de Él... Venga a verme, padre. Algún día me será imposible recibirle. Estoy enfermo y sé que tengo los días contados.

—¡Oh, no! —exclamó la dama—. Dios no nos lo quitará. Usted vivirá aún mucho tiempo, mucho tiempo. ¿Cómo puede estar enfermo, con el buen aspecto que tiene? ¡Parece tan contento, tan feliz!

—Hoy me siento mucho mejor que otros días, pero yo sé que esto no durará mucho. Conozco bien mi enfermedad. Si mi aspecto es alegre, no puede usted figurarse lo que me complace oírselo decir. Pues la felicidad es el objetivo del ser humano. El que ha sido perfectamente feliz tiene derecho a decir: «He cumplido la ley divina en la tierra.» Los justos, los santos, los mártires han sido felices.

—¡Qué palabras tan audaces, tan sublimes! —exclamó la madre—. Penetran a través de nuestro ser. Sin embargo, ¿dónde está la felicidad? Ya que ha tenido usted la bondad de permitirnos verlo hoy, escuche lo que no le dije en mi anterior visita, lo que no me atreví a decirle, lo que me atormenta desde hace mucho tiempo. Pues me siento atormentada, si, atormentada.